viernes, julio 21, 2023

El otro Napoleón (59: Todo terminó en Sudáfrica)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica   



Pasada esta escena tan poco edificante, la emperatriz recobró algo el aplomo y recibió a sus ministros. Inmediatamente, comenzaron a hablar de transferir el gobierno a Tours y desde ahí comenzar las conversaciones de paz. También hablaron de cogobernar con el Cuerpo Legislativo; porque, claro, ahora que la cosa se ponía difícil como una pandemia, los que siempre habían querido todo el poder para sí, de repente, querían cogobernar, no te jode. Clement Duvernois sometió el borrador de la declaración que haría pública la derrota al público. Schneider, presidente del Cuerpo Legislativo y también presente, le propuso a la regente delegar toda su autoridad al parlamento. Eugenia no dijo nada. En ese momento, todo lo que quería era ganar tiempo a ver si encontraba algún último conejo en la chistera.

Sin tener clara la dirección que tomarían los hechos, Schneider regresó al Palais Bourbon, donde fue literalmente asediado por la turba de diputados. Se convocó sesión para medianoche. Los ministros, inicialmente, dijeron que no irían pero, ante las presiones, acabaron pasándose por allí. Pero ésa es la expresión correcta porque, la verdad, no tenían ni puta idea de qué decir.

Palikao lee los informes llegados de Sedán, y sugiere que cualquier discusión se deje para el día siguiente (aunque ya, prácticamente, estaban en el día siguiente). Gambetta, en esas horas, se ha convertido en el hombre fuerte. Es, sin duda, el político al que más gente sigue en ese Cuerpo Legislativo que está sonado como un boxeador en el ring. Se opone a que la sesión se cierre; la sesión no se cierra. Entonces, Jules Favre gana la palabra para leer, en medio de un silencio sepulcral, la proposición que han redactado los 27 diputados de la izquierda:

Luis Napoleón Bonaparte y su dinastía son declarados desposeídos de sus poderes constitucionales. El Cuerpo Legislativo nombrará una comisión investida de todos los poderes de gobierno y que tendrá por misión expresa resistir a toda costa la invasión y echar al enemigo de nuestro territorio. El general Trochu sigue siendo el gobernador general de París.

Como puede verse, en un arabesco curioso, Trochu se ha convertido en algo así como la gran esperanza blanca de las izquierdas.

El Parlamento, formado, no se olvide, por una mayoría enorme de diputados imperiales, responde con el silencio. Sólo uno de sus miembros se atreverá a disentir. Se trata de Pierre Ernest Pinard, el hombre que, como ministro, se hará famoso por denunciar por escandalosa la novela Madame Bovary de Gustave Flaubert, así como el libro Las flores del mal del poeta Charles Baudelaire. Tímidamente, Pinard argumenta que el parlamento sólo puede tomar medidas provisionales, pero no decretar la desposesión del emperador.

La asamblea se disuelve, citada a mediodía para votar la moción. Pero casi nadie se fue a dormir aquella madrugada. Muchos, de hecho, esperaban un golpe de Estado imperial. Pero, en realidad, las fuerzas imperiales no están ya por esa labor. Rouher, camino de su casa, le confiesa a un amigo: il n'y a plus rien à faire. A demain, la revolution.

Las Tullerías están prácticamente desiertas, y ya sólo tienen un habitante. Por la rue de Rivoli, que se puede ver perfectamente desde sus ventanas, marchan grupos de personas con banderas rojas dando mueras al Imperio y vivas a la república. Eugenia de Montijo, se dice, consumió la noche quemando papeles.

El domingo 4 de septiembre fue un día caluroso y sin nubes. Todo París se echó a la calle a leer los afiches que informaban de Sedán y los periódicos. Entre los políticos se discutía mucho. Gambetta habló varias veces a las multitudes recomendándoles la moderación. Thiers era de la opinión de que había que limitarse a declarar el poder vacío. Buffet, en cambio, consideraba que eso era un constructo imposible; que la regente debía ceder el poder al Cuerpo Legislativo. Y, por encima de todo, las izquierdas demandaban el fin del Imperio.

En las Tullerías, la regente preside una reunión del gobierno. En ella Trochu, siempre echado para delante, vino a decir que se haría lo que se tuviera que hacer para conservar el orden. Pero en medio de la reunión, llega la noticia de que en Lyon ya se ha proclamado la República. Clément Duvernois propone declarar el estado de sitio. Pero nadie le apoya. Se habla de trasladar el gobierno fuera de París; pero todos coinciden en que ya es demasiado tarde y que, además, perder París es perder Francia. Todo el mundo quiere buscar una vía para dejar el poder de forma razonablemente ordenada.

Finalmente, los ministros deciden presentar al Cuerpo Legislativo un proyecto para crear un Consejo de Regencia cuyos miembros serían nombrados por el propio parlamento. Palikao sería nombrado teniente general, para así conformarse una especie de gobierno de defensa nacional.

Todo esto sin embargo, son futesas. El Imperio, en ese momento, apenas cuenta con tres escuadrones de gendarmes a caballo, unos mil policías y dos batallones de infantería formados por soldados que apenas han llegado al oficio. Toda esta tropa es concentrada alrededor del Palais Bourbon.

En las Tullerías, Eugenia de Montijo hacía uso de unos prismáticos de teatro para espiar a la multitud agolpada en la plaza de la Concordia. En ese momento, todo París hierve con la noticia de que esa masa piensa atacar el palacio, cosa que es falsa. Aún así, la emperatriz le pregunta al general responsable de proteger las Tullerías, Émile Henry Mellinet, si podrá defender el edificio; el militar le responde que ni de coña.

En la asamblea, se discute una proposición de Thiers que dice: “a la vista de la vacante en el trono, la cámara nombra una Comisión de gobierno y de defensa nacional. Una asamblea constituyente será convocada cuando las circunstancias lo permitan”. Aunque la fórmula no convencía a muchos, se aprobó, y Buffet fue el encargado de acercarse por las Tullerías para recabar el asenso imperial. Llegó a Tullerías a mediodía, a la cabeza de una delegación en la que también destacaba Daru. Ante la exposición de los hechos, Eugenia de Montijo respondió: “Si se cree que yo soy un obstáculo, que se pronuncie la desposesión, yo no voy a protestar. Pero lo que no voy es a abandonar mi puesto. La única conducta patriótica por parte de los representantes de la cámara sería la de colocarse en torno mío, para concentrar todos los esfuerzos contra la invasión. Yo apoyaré y seguiré al Cuerpo Legislativo en cualquier medida que tome para organizar la resistencia. Si ésta fuese imposible, aun sería útil para conseguir unas condiciones de paz más favorables”. Buffet le contestó que tenía razón; que su punto de vista era el adecuado. Pero que estaba el pequeño problemilla de que el pueblo de Francia ya no creía en solución tal. Eugenia, siempre buscando ganar tiempo no se sabe muy bien para qué, terminó diciéndole a la diputación que fuera a ver a sus ministros; que si ellos estaban de acuerdo, ella lo estaría también.

Los diputados retornaron al Cuerpo Legislativo. La sesión se había abierto ya, y las tribunas de público estaban petadas. El gobierno, por medio de Palikao (quien, por cierto, horas antes había sido informado de que los alemanes habían matado a su hijo) propone un Consejo de Defensa Nacional. Favre reclama la desposesión. Thiers sigue defendiendo su moción.

La sesión se cerró así, para poder negociar. Pero es que la situación ya no está en manos de los hombres políticos. Afuera, en la calle, la Guardia Nacional había pasado la tarde negociando primero y, en muchos puntos, confraternizando con las masas que gritan Déchéance!, es decir, que quieren la caída del Imperio. Esa multitud acaba rompiendo las barreras, puesto que quienes las defienden no van a disparar, y entrando en el parlamento. Es una masa abigarrada de blusas blancas (pronto serán conocidos como proletarios) y estudiantes. Los republicanos, creyendo que tienen ascendiente sobre aquella gente, tratan de apaciguarlos. Pero son las tres de la mañana; ésa no es hora de hacer política.

Quien primero lo entendió fue Gambetta. Siempre fue un político que se destacaba por su capacidad de leer las jugadas populares. Subió a la tribuna y se impuso sobre la turbamulta de voces y gritos. Suyo fue el golpe de gracia al Imperio: teniendo en cuenta que la patria está en peligro, que la representación nacional ha recibido tiempo más que suficiente para pronunciar la desposesión, que nosotros somos y constituimos el poder regular nacido del sufragio universal, nosotros declaramos que Luis Napoleón Bonaparte y su dinastía ha dejado de reinar en Francia para siempre.

Aplausos atronadores. Pero también algunas voces exigiendo que, además de dar ese paso, se proclame la República.

La situación, sin embargo, ya no está clara para los políticos. Los diputados de las izquierdas ya se han barruntado que podrían ser desbordados por la revolución, y eso no les gusta. Así que, como pueden, tiran de tradición, que por otra parte era totalmente cierta, y comienzan a decir que un régimen, en Francia, no se proclama en la asamblea, sino en el Hôtel de Ville. Favre juega la carta del pragmatismo, y trata de convencer a todos de que lo que hay que hacer es nombrar un gobierno provisional, que será el que tome las decisiones y aborde la defensa del país. Pero para entonces la masa ya está gritando A l'Hôtel de Ville!, y el propio Favre se coloca al frente de la manifa.

Y así sale del parlamento un largo cortejo, presidido por Favre y Ferry, escoltado por la Guardia Nacional. Atraviesa el puente de la Concordia, dirección plaza de Grève. Otra columna avanza por la ribera izquierda, con Gambetta al frente. En el puente de Solferino, Favre se encuentra con Trochy en su caballo. El republicano informa al militar de la desposesión y le invita a acompañarlo al Hôtel de Ville. Trochu duda, pero al final decide regresar a su cuartel del Louvre, sin meter los dedos.

La masa llega a la plaza Grève a las cuatro. Los soldados que la guardan no hacen ademán alguno de impedir la entrada, así que las salas están petadas en unos minutos. Favre, subido en una banqueta, logra declamar una corta arenga, en la que en realidad pide moderación y confianza en el gobierno que se va a formar. Dicha formación ser aborda en el despacho del prefecto. Están en éstas los políticos cuando reaparece Trochu. El general sabe que los republicanos consideran fundamental su presencia, y ha decidido jugar la carta. Anuncia que entrará en el gobierno si se le nombra presidente. Favre se quita de en medio, y Thiers no quiere tener nada que ver. Finalmente, en el gobierno entrarán Trochu, Favre, Ferry, Pelletan, Garnier-Pagès, Rochefort, Crémiex, Glais de Bizoin, Arago, Gambetta, Jules Simon y Ernest Picard.

A esa hora, en las Tullerías no queda nadie. La emperatriz se ha ido. La verdad, durante horas Eugenia se ha negado a marcharse, afirmando constantemente que no tiene miedo de nada ni de nadie. Tres ministros: Julien-Henri Busson-Billaut, Chevreau y Jerôme David, se llegaron desde el Cuerpo Legislativo anunciando que el palacio iba a ser prontamente invadido, y que la emperatriz debía partir. Pero ella sigue negándose, a pesar de que en los jardines ya hay gente profiriendo gritos que piden sangre. También llegan los embajadores Metternich y Nigra. Son los que finalmente la convencen, quizás porque pueden ofrecer asilo. Así que sale del complejo palaciego por la plaza Saint-Germain-l'Auxerrois. Esa noche, Eugenia de Montijo durmió en la residencia de míster Evans, su dentista estadounidense. Al día siguiente, la llevaron a la estación para coger un tren a Deauville. Allí, ya en la noche, se embarcó en un pequeño yate hacia Inglaterra. Dos días después, en Hastings, se reencontró con su hijo, venido de Bélgica.

Para el gobierno nuevo, hay una labor fundamental: negociar con Alemania. Bismarck y Favre se ven en Ferrières. Para firmar la paz, el alemán exige la ocupación de Estrasburgo y de uno de los fuertes de París. El gobierno francés coquetea con la idea de continuar la guerra. No están dispuestos a entregar Alsacia.

Los III y IV ejércitos alemanes están ya muy cerca de París. Francia está sola; sólo Garibaldi, el eterno amigo de las causas perdidas, llegará para ayudarla.

Lo que sigue con 130 días de asedio, que el pueblo de París deberá soportar con toda la flema de que sea posible, y con amigos dentro que no son tan amigos, pues hay gente, como Trochu, que juega varias barajas a la vez. En provincias, los ejércitos improvisados logran algún que otro éxito. Pero Bazaine, sin embargo, negocia con Bismarck, y capitula.

De forma inesperada para los prusianos, la guerra se prolonga cinco meses más. El 18 de enero, en Versalles, proclaman emperador al káiser Guillermo. El gobierno de la defensa acaba por rendir París, y por convocar un parlamento en Burdeos que deberá votar la paz negociada por Thiers, para entonces jefe ejecutivo de la República francesa. La paz, que pudo firmarse cinco meses antes a cambio de Alsacia, costará ahora Alsacia, un tercio de Lorena, Estrasburgo, Metz y 5.000 millones. Los alemanes victoriosos desfilan por los Campos Elíseos. No será la última vez.

París se revuelve. Se indigna. Se levanta. Thiers conseguirá dominarlo, pero no antes de que se produzca el episodio que todos conocemos como de La Comuna.

En enero de 1873, al parecer, Luis Napoleón, a causa del enorme problema de orden público en que se ha convertido Francia, está a punto de ensayar el regreso desde la isla de Elba. Pero no lo hará, porque fallece el 7 de enero. Seis años después, a los 23 años de edad, el último mohicano Bonaparte fallecerá también, en Zululandia, combatiendo bajo la bandera británica. Había llegado a las líneas peligrosas de la guerra contra el criterio de sus superiores. Pero fue la reina Victoria quien intercedió para que, como él quería, se le diese un puesto en zona de combate.

Napoleón Luis Bonaparte quería emerger de una guerra cruel para demostrarle a los franceses su valor sin tacha. Lo que no sabemos muy bien es lo que quería Victoria. Considerando la doblez y pragmatismo de los Windsor, yo creo que firmó al pie de su recomendación sabiendo muy bien lo que intentaba, y lo que consiguió.

El último Bonaparte, alanceado en la penúltima esquina del mundo por una partida de humanos entonces considerados simples salvajes. Difícilmente un británico imaginaría un final más feliz.

miércoles, julio 19, 2023

El otro Napoleón (58: El final de un apellido histórico)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica  

La bandera blanca ondeó en la ciudadela de Sedán tras el desastre de Illy. Generales, políticos e historiadores franceses dijeron, dirán y hasta dicen que, en ese momento, el gran objetivo de los generales en batalla era conservar la vida de sus soldados. Personalmente, no estoy de acuerdo. Esos mismos generales, militares de carrera con información más que suficiente para ello, sabían, como poco poquérrimo, desde una semana antes de la jornada de Sedán, que la guerra estaba perdida. Si tanto les preocupaba la vida de sus soldados, hubieran capitulado entonces. Desde que quedó más o menos claro que Bazaine estaba a por uvas y que el plan original de movimiento del ejército de Châlons era una quimera, los prusianos tenían todos los triunfos. En el ínterin entre ese momento y el final de la guerra, miles de franceses perdieron sus vidas de una forma totalmente inútil; y nadie se preocupó de ellos porque, Ducrot lo dejó bien claro durante las horas de Illy, allí, lo importante, era salvar el honor de, con perdón, la puta Francia de los cojones.

lunes, julio 17, 2023

El otro Napoleón (57: El fin)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica  



El general Mac-Mahon decidió cruzar el Mosa por Remilly y Mouzon. Moltke estaba perfectamente informado de esto; para entonces, gracias al despacho de Havas, había podido seguir los movimientos franceses con total precisión; y decidió tratar de pararlo antes de que llegase a la ribera fluvial; así pues, le ordenó al príncipe de Sajonia atacar en las cercanías de Beaumont-en-Argonne.