jueves, marzo 06, 2008

Como Cagancho en Almagro

Es una expresión ya un poco en desuso; pero todavía hay mucha gente que la conoce y la utiliza. Se dice «quedar como Cagancho en Almagro» como sinónimo de hacer las cosas verdaderamente mal y en público. Y es una expresión bonita desde el punto de vista histórico porque su precedente es muy concreto. Y no hace ni un año que cumplió ochenta. Por eso hoy quiero contaros de dónde viene.

Lo primero es explicar lo de Cagancho. Joaquín Rodríguez, de mote Cagancho, fue uno de los más famosos toreros de su época, en las primeras décadas del siglo pasado. Y decir eso es decir mucho. Un rapero americano de éxito o Ronaldinho son personas de parecido nivel de conocimiento y admiración, aunque yo creo, sinceramente, que en un ámbito local de España, la fama de Cagancho les supera. En los años veinte los toros eran prácticamente, junto con el cabaret y el teatro, las únicas diversiones de masas existentes. El fútbol aún no era lo que es hoy y el cine estaba en mantillas. Así pues, debemos entender que este matador de toros era un gran líder de masas con una capacidad de atracción reservada a muy poca gente.

Por eso, cuando en agosto de 1927 se anunció que en la corrida del día 26 torearía el maestro en Almagro, todo el mundo tuvo claro que se produciría una auténtica marea humana hacia este pequeño pueblo. La principal comunicación con Almagro, en aquellos momentos en que la red de carreteras estaba prácticamente inventándose, era el ferrocarril, concretamente el que venía de Ciudad Real. Y aquel día llegó a la estación de Almagro con gente subida a los estribos, sentada en los topes, en cualquier parte. El tren venía repleto de personas que habían pagado en Ciudad Real auténticas fortunas en la reventa para poder estar en aquella corrida.

Según los testimonios que he podido consultar, cuando menos entonces la plaza de Almagro era un lugar elástico donde la gente se apretujaba más o menos según quién viniera. Como aquella vez había tanta expectación, se llenó hasta la bola; una hora antes de comenzar en festejo ya no se cabía dentro. Las crónicas meteorológicas nos dicen que hacía un sol que derretía los testículos.

Formaban terna con Cagancho Antonio Márquez y Manuel del Pozo, Rayito. Dos toreros de menor jaez. El primer germen de aquella mala tarde, de ésas que según Chiquito de la Calzada tiene cualquiera, fueron precisamente aquellos largos minutos en los que el personal estuvo embotellado en la plaza, codo con codo, pasando un calor de la hostia y escuchando los rumores de los maledicentes, según los cuales Cagancho no llegaría a aquella placita de mierda y a última hora se disculparía de actuar. Desde fuera de la plaza, Radio Macuto radiaba que el maestro no había llegado al pueblo. Los nervios se pusieron a flor de piel. Pero llegó. A las seis en punto, hora del paseíllo, pero llegó.

Salió al ruedo un primer toro colorado de la ganadería de Pérez Tabernero. Tomó seis varas y mandó al suelo a varios jinetes. Márquez y Rayito, como era entonces costumbre, hicieron sus correspondientes quites (si el toro fue siete veces al caballo, tuvieron un montón de oportunidades para ello). Sin embargo, aquí se empezó a ver que Cagancho había llegado a Almagro desganado. Sobraron las oportunidades, sí. Pero él no hizo un solo quite. El toro le tocaba a Márquez y éste, a la hora de matar, comenzó a montar la tangana, pues se encaró con el morlaco sin muleta y se dedicó, simple y llanamente, a apuñalarlo. Fue advertido por la presidencia y recibió sonora bronca. Para entonces, el personal llevaba ya más de una hora pasando calor y, hemos de suponer, pasándose la bota de vino. Alegres, cabreados, alegres según el momento.

Rayito, dicen las crónicas, estuvo bien con su segundo. El tercero, primero de Cagancho, era un toro colorado y bragao. Hasta el momento Cagancho ni siquiera había desplegado el capote (no había hecho ni un solo quite) y siguió en la línea. No es que yo entienda mucho de toros, pero es una ley universal que si ante un animal dudas, lo acaba notando. Consciente de que era su toro y de que no podía dejar de hacer un quite, Cagancho intentó ejecutarlo, pero el toro le desarmó, haciendo volar la capa, momento en el que el maestro salió cagando leches hacia la barrera. Ahí fue donde empezó la bronca de verdad.

En la lidia propiamente dicha, el torero se mostró distante y cobarde. A la mínima que el toro le miraba, echaba a correr. Tanto miedo tenía Cagancho que hizo algo increíble: pinchó al toro en el cuello, y después en el brazuelo, lugares ambos absolutamente vedados, no ya para un torero de gran fama, sino para un puto estudiante de primero de la escuela de tauromaquia.

En ese momento el teniente Juan Ayuso, jefe del destacamento de la guardia civil que vigilaba el espectáculo, dio orden a sus hombres de que impidiesen que nadie saltase al callejón. Con ese sexto sentido que da el portar tricornio, ya se había dado cuenta de que aquella tarde se iba a ganar el sueldo.

Cagancho pinchó nueve veces más y entró a descabellar cinco. A la arena comenzaron a llover primero las almohadillas; cuando se acabaron las almohadillas, las botas de vino; cuando se acabaron las botas, botijos; y cuando se acabaron los botijos, cualquier cosa sólida.

Dato importante: nadie tira una bota por usar. Estarían ya vacías. El personal tenía un calor de cojones; había pagado una fortuna para ver a un tipo huir del toro y asaetearlo alevemente; y, además, estaban mamados. Aquello no podía salir bien.

Márquez, dicen, estuvo cojonudo con el cuarto. Pero al público le dio igual. Rayito también cumplió. No obstante, la gente quería que saliera el sexto, a ver si el señor Galáctico destapaba de una puta vez ese tarro de las esencias que dicen que tienen los toreros artistas.

Para colmo, el toro que le salió a Cagancho no era un toro, sino un oso Kodiak bien alimentado. En la suerte de varas, mató a varios caballos (entonces los caballos de picar no llevaban peto). Todo el mundo en la arena se puso nervioso. Los subalternos toreaban a siete kilómetros de los cuernos, Márquez hizo un quite desde su casa, los picadores se hacían caquita cuando el morlaco todavía estaba a diez metros de ellos, y los banderilleros no banderillearon tirando los garapullos como dardos porque no les dejaron.

Cagancho, al parecer, estaba preparado para situaciones así. En la faena propiamente dicha, sacó una muleta descomunal y comenzó a torear con el pico de la tela, manteniendo por lo tanto al toro en otra galaxia. No contento con eso, en uno de los pases, mientras el toro estaba a su lado, le largó un espadazo en el vientre, y luego otro. El toro, claro, se cabreó más de lo que ya de por sí se cabrea un toro cuando lo lidian. Lo miró mal, así que el torero tiró los trastos y repitió la suerte del tercer toro: a toda hostia hacia la barrera. Y, una vez dentro, como el toro se le acercase, ¡le pinchó de nuevo!

El tercer aviso, signo de que el toro es devuelto al corral porque el torero es incapaz de matarlo, sonó mientras Cagancho seguía intentando matar al animal sin salir de la barrera. Lo hacía pinchándole en los costados, en los brazuelos, en cualquier lugar menos allí donde ha de hacerse según marca el arte de Cúchares. Aquellos de los subalternos que se atrevían a saltar a la arena lo hacían con sus espadas debajo de las muletas, se acercaban al toro y le pinchaban también alevosamente, en cualquier parte. A aquel toro no lo mataron. Lo asesinaron.

Estaba el toro vivo, y el ruedo ya comenzaba a llenarse de espectadores que, sudorosos, cabreados y borrachos, habían saltado a la arena con la nada serena intención de saltarle los empastes a hostias al torero gitano.

La guardia civil es mucha guardia civil. Pero una turba enfervorizada puede con todo. Son más y, una vez que el ser humano llega a ese punto en que todo le importa un huevo, no hay argumento que les frene. Las gentes comenzaron a perseguir a Cagancho, el cual intentó, con la espada en la mano, salir de najas de la plaza. Un espectador le agarró del cuello y, arrojándole en dirección contraria, le gritó.

‑¡Al toro, coño! ¡Cobarde!

Otro le arreó una hostia en pleno carrillo. Y allí estaba Cagancho, en medio de un ruedo lleno de gente que le rodeaba para darle una paliza; ruedo en el que todavía había un toro vivo, sangrando por sus mil heridas, soltando tornillazos y llevándose a la gente por delante.

Entonces cargó el ejército, concretamente un destacamento de Caballería que se encontraba allí reforzando a la guardia civil. A caballo y en plan cabrón, consiguieron convencer al público de que se tranquilizase un poco. No sin esfuerzo, despejaron el anillo. Ocho guardias civiles rodearon a Cagancho y lo sacaron de la plaza, entre una lluvia de todo tipo de objetos y fluidos corporales humanos, preferentemente faríngeos, epigástricos y nasales.

El fracaso de Cagancho en Almagro es, efectivamente, la bronca más gorda ocurrida jamás en un espectáculo público en España. La marcha del diestro fue seguida de disturbios en los alrededores de la plaza en los cuales las fuerzas del orden tuvieron que cargar a caballo con una virulencia que ríete tú de los pipiolos antisistema. Almagro aquella tarde fue una batalla campal. Tan, tan fuerte, que quedó en la memoria de los españoles, para los cuales, aún sin haber estado allí, aún sin haberlo vivido, «quedar como Cagancho en Almagro» se les grabó en la memoria como el símbolo de, que diría Barrancas, un fracaso absoluto.

Los testimonios que he podido leer describen a un Cagancho todavía vestido de plata refugiado en el salón de actos del Ayuntamiento de Almagro, custodiado por la guardia civil para que el personal que estaba en la calle no lo matase, fumando indolentemente y como resignado. Así es la vida. Yo quería quedar bien, pero lo que no pue zé, no pue zé. Uno de sus subalternos se queja a la guardia civil.

-¿A usted le parece lógico que a éste [Cagancho] lo quieran meter en la cárcel por no haber matado un toro y a nosotros nos quieran hacer lo mismo por matarlo?

Debían de ser toda una pandilla de cráneos previlegiados.

martes, marzo 04, 2008

Lecturas de Historia militar

Como sabéis bien los seguidores de este rincón electrónico, gustamos en él, de vez en cuando, en compartir las cosas que leemos. Yo menos porque, como he confesado muchas veces, la gran parte de mis lecturas es de libros descatalogados y me parece un putadón ponerme a hacer croniquillas de libros que, en algunos casos, me ha costado hasta dos o tres años encontrar.

Tiburcio está hecho de otra pasta. Dado que tiene bastantes más narices que yo, el polvillo de los libros viejos le toca los cojones, así pues cuando lee libros usados se pone a estornudar, con esos estornudos hipohuracanados propios de Pepepótamo y los elefantes lo cual, al parecer, ha provocado ya que haya sido desahuciado por dos o tres caseros quisquillosos. La penúltima vez que nos vimos le regalé un libro/panfleto de Mauricio Karl, tal vez el más furibundo propagandista de la más ultramontana Falange, que llevaba el sugerente título de Sodomitas. Supongo que algún día nos lo comentará (el libro lo merece, por lo exagerado), pero va despacio porque cada doce páginas le cuestan una sinusitis. Y deberéis entender que una sinusitis de elefante duele de la hostia (más o menos como unas hemorroides de mandril).

Samsa ha asumido su hándicap dedicándose a los libros nuevos, con lo que todos salís ganando, pues sus recensiones son más fáciles de encontrar. Hoy nos diserta sobre sus lecturas en materia de Historia bélica, eso que se suele llamar Militaria. Os dejo con él.




La Historia militar ha sido tradicionalmente casi un coto vedado de los anglosajones. Son ellos quienes más se han interesado por la materia y han producido muy buenos libros, aunque siempre arrimando el ascua a su sardina. Quien lea, por ejemplo, los libros de la editorial Osprey dedicados a batallas de nuestra Guerra de Independencia (Guerra Peninsular, Peninsular War para los ingleses), llegará a la conclusión de que fueron batallas casi exclusivament entre franceses e ingleses y que los pocos españoles que pasaban por ahí no hacían más que estorbar. Cierto que nuestro Ejército de comienzos del XIX no era para echar cohetes y que nuestros generales no solían ser unos genios de la estrategia, pero creo que algún mérito tuvimos y algo contribuimos a expulsar a los franceses de España.

Hace muchos años la Editorial San Martín, que no sé si sigue existiendo [Nota de JdJ: existe, y acude a ferias del libro como la de Madrid], publicó algunos libritos sobre temas tales como las fuerzas mecanizadas alemanas de la II Guerra Mundial. Eran libros divulgativos, ideales para adolescentes que se habían leído a Sven Hassel y poco más.

Otro de los escasos ejemplos de Historia militar escrita por españoles son las monografías que el Servicio Histórico Militar ha publicado sobre las batallas y campañas de la Guerra Civil. Son libros tan completos como áridos. El texto típico de esos libros es más o menos: «A las siete de la mañana del 16 de marzo, dos compañías del Segundo Tabor de Regulares reanudaron el ataque sobre la cota 316 con el apoyo de dos piezas de artillería de 75 mm. Frente a ellos, los restos del primer Batallón de la 13ª Brigada Mixta, al mando del comandante Otero, contaban para su defensa con dos ametralladoras Maxim y…» Esta mezcla de informe burocrático y relato militar es como tomar mazapán con la garganta seca.

Recientemente la Editorial Almena ha sacado una colección de libros al estilo de los de la Editorial Osprey sobre hechos de nuestra Historia militar. Son libros de unas ochenta páginas con ocho páginas de ilustraciones de calidad desigual en el centro. De estos libros he leído cuatro: Grandes batallas de la Reconquista (I), de Manuel González Pérez, José Ignacio Lago y Ángel García Pinto; Ceriñola 1503, de Francisco M. Canales; La campaña de Pensacola, 1781, de Manuel Petinal; y 1ª Guerra Carlista, de César Alcalá. Lamento decir que son muy irregulares y que no están al nivel de la calidad de los de Osprey.

Grandes batallas de la Reconquista (I) ofrece, dentro de su brevedad, una visión histórica bastante completa de la situación que acabó llevando a la invasión de los almorávides. La pena es que la demagogia y el patrioterismo puedan con la objetividad histórica de los autores: «Si no hubo fusión entre los invasores bereberes y los cristianos españoles no fue por una cuestión racial, ni mucho menos (…) esa tremenda estupidez del racismo, esa ideología trasnochada e infame que atenta contra todo principio humano, jamás ha tenido ni tendrá eco entre los pueblos latinos del Mediterráneo. Sencillamente, los invasores africanos trataban de imponer su cultura, fundamentada única y exclusivamente en su religión islámica y la población española (…) se resistió a abjurar de sus raíces latinas y cristianas.» No critico el contenido de este párrafo, porque me faltan datos para saber si sus afirmaciones son correctas. Lo que critico es la forma: esto es un panfleto, no un libro de Historia militar.

Hay otros momentos en los que incluso tengo mis reservas sobre el contenido: «A una población que se sentía abandonada, la victoria de Don Pelayo en Covadonga le dio las fuerzas necesarias para soportar con resignación la ocupación hasta el día que fueran liberados.» ¿Hasta qué punto la población hispanorromana se sentía identificada con las élites visigodas? ¿Qué grado de cohesión real tenía el Estado visigodo en sus momentos finales? ¿De verdad la población se sintió abandonada o pensó que había cambiado un dominador por otro? ¿No está sobrevalorando la batalla de Covadonga, una escaramuza menor, que convenció a los árabes, que en todo caso ya habían tragado más terreno del que podían digerir, de dejar tranquilos a los asturianos? ¿Realmente podemos trasladar a la España del siglo VIII los conceptos de ocupación y liberación? Aquí creo que la demagogia ha podido sobre la Historia.

Las descripciones de las batallas en sí no son malas, aunque los autores caigan en un lirismo exagerado. Así, en la descripción de la batalla de Sagrajas tenemos a «don Alfonso en vanguardia del mortífero huracán de caballos y hombres» y a Yusuf que «debió pensar que el cielo se abría para derramar sus bendiciones sobre él. Ni en sus mejores y frecuentes delirios habría soñado que la batalla se desarrollaría de esta manera». Creo que entre la aridez del Servicio Histórico Militar y el lirismo de este libro hay un terreno intermedio.

Ceriñola, 1503 le deja a uno con ganas de saber más sobre el panorama político que llevó a las campañas italianas del Gran Capitán. Los juegos maquiavélicos de la Italia de finales del XV hubieran dado para mucho más. La descripción de los jefes y ejércitos enfrentados es suficientemente informativa. También está bien descrito el curso de las campañas que llevaron a la conquista de Nápoles por el Gran Capitán.

La campaña de Pensacola, 1781 trata de la conquista por Bernardo de Gálvez de Pensacola en la Florida. Este hecho de armas estuvo olvidado durante muchos años hasta que en vísperas de las celebraciones del Segundo Centenario de la Independencia de Estados Unidos alguien lo rescató de los archivos, lo desempolvó y lo magnificó un tanto. En todo caso era bonito poder mostrar que España había contribuido a la independencia de Estados Unidos, contribución que muestra la cortedad de miras de nuestros gobernantes. ¡A quién se le ocurre ayudar a liberar unas colonias que estaban a dos pasos de las nuestras!

Por más que en 1976 se hubieran recordado los hechos de Pensacola con bombo y platillo e incluso creo recordar que se editó un sello conmemorativo de la gesta, hay que poner las cosas en perspectiva. Se trató de una expedición de 32 buques, que transportaban a 3.200 hombres y que iban a atacar una fortaleza defendida por 2.000 soldados y 500 aliados indios. Para comparar, diré que la campaña que terminó con la batalla de Yorktown y que empezó un mes después que la de Pensacola Cornswallis la inició con 7.000 hombres, de los que sólo 5.000 estaban en condiciones de combatir, y Lafayette la inició con 3.000. O sea, que la campaña de Pensacola fue de un tamaño promedio tirando a bajo en la escala americana, donde no hubo batallas que movieran las magnitudes de ejércitos de las campañas napoleónicas. Eso sí, Pensacola sí que contribuyó a la independencia norteamericana, al impedir que los británicos pudieran concentrar todas sus fuerzas en el sur de las 13 Colonias en apoyo de la campaña que Cornwallis inició en abril.

Para mi gusto es el mejor libro de los que he leído de la colección. La pena es que las ilustraciones dejen que desear.

Con 1ª Guerra Carlista pasa lo contrario: es el peor de los cuatro libros y sin embargo es el que tiene las mejores ilustraciones (su autor es Augusto Ferrer Dalmau). El libro tiene 80 páginas y seguramente se quedaría en 60 si le quitásemos todas las citas textuales que el autor incluye. Lo de incluir tantas citas textuales sin apenas comentario crítico me huele a artimaña de autor perezoso, que quería llegar como fuera a las 80 páginas que le habían pedido.

Mientras que la introducción política y la presentación de los ejércitos enfrentados son aceptables, la parte militar hace aguas por todas partes. Parece un navío español en Trafalgar (la metáfora militar resulta la más adecuada aquí). El sitio de Bilbao se relata con gran apoyo de citas y detalles, pero sin dar nunca una verdadera visión de conjunto ni presentar los aspectos estratégicos de la situación. Todo se ve empeorado por el hecho de que no hay planos ni croquis, aparte de la pequeña reproducción un mapa antiguo de Bilbao, con lo que se hace muy difícil seguir la evolución de las operaciones.

La descripción de la Expedición Real que en 1837 llevó al pretendiente Don Carlos a las puertas de Madrid, es de lo peor que he leído en un libro de Historia militar. El relato se inicia con el detalle de las tropas que la constituyeron y de sus comandantes. Lo malo es que la relación de los comandantes acaba pareciendo la página de nombramientos del BOE, lo que en un libro de 400 páginas hubiera podido tener sentido, pero en éste no. Por si alguien duda, puedo informar que en el Servicio de Administración Militar iban los ordenadores Uriz, Gaspar Díaz de Labandero y Bernardino Beotas, que el Caballerizo de Campo era Mariano de Carvajal y los ujieres Torrens y Sidón. También sé quiénes eran los seis capellanes de altar que acompañaban a Don Carlos y el nombre del encargado del botiquín. Pueden parecer detalles banales, pero al autor le han ayudado a rellenar un par de páginas por la cara. Tras el prolijo detalle de los nombres, el autor incluye el Manifiesto de Cáseda, que proclamó el pretendiente al inicio de la expedición; dos páginas más que se quita de encima. Su interpretación del Manifiesto es que «sólo presentándose ante Madrid la guerra finalizaría. Todo estaba pactado.» No entraré en el relato de la Expedición, que realiza con la desgana habitual.

Lo más interesante ocurre cuando los carlistas llegan ante Madrid. La ciudad está inerme y desmoralizada. ¿Por qué el pretendiente no dio la orden de atacar? El autor da dos explicaciones. Una, estratégica: no convenía entrar en la ciudad mientras estuviera cerca el poderoso ejército que mandaba el General Espartero. Otra, política: el posible pacto con la Regente María Cristina se rompió cuando ésta vio que el general Espartero podía asegurar la supervivencia de la monarquía liberal por la fuerza de las armas. Todo esto el autor lo explica deslavazadamente, apoyándose casi en exclusiva en el testimonio del Príncipe Lichnowsky, ayudante de campo de Don Carlos. Es la práctica del historiador vago: acudir a un testimonio contemporáneo de los hechos y pegarse a él. Así uno se ahorra los engorros de tener que contrastar distintas fuentes y, de paso, puede meter largas parrafadas del testimonio utilizado y ahorrarse trabajo. En todo caso, las explicaciones que da el autor están dadas con tanta brevedad, que lo más que puede decir el lector al que no se le haya caído todavía el libro de las manos es «puede».

Si las explicaciones sobre por qué Don Carlos renunció a entrar en Madrid decepcionan por lo escuetas, lo que resulta desconcertante es la siguiente afirmación: «Durante la retirada (la expedición carlista) fue perseguida por Espartero. (…) lo cierto es que Espartero no la atacó frontalmente. Cubrió su retirada sin humillarla con una derrota sin precedentes. Quizás no quería precipitar el final de la guerra.» ¡Qué tacto el de Espartero, que no quería derrotar decisivamente a sus enemigos! Cuando se hacen afirmaciones tan osadas como ésta, lo menos el autor debería justificarlas un poco, aunque fuese copiando párrafos enteros del Príncipe Lichnowsky.

En fin, dejaré aquí la crítica del libro y la dejaré con un comentario positivo: las ilustraciones de Ferrer Dalmau me han encantado.