Ya sabéis que una de mis obsesiones es demostraros que hay muy pocas cosas nuevas bajo el sol de los tiempos presentes. El pasado no es sino una imagen en sepia de nosotros mismos. Tendemos a pensar que los parlamentarios del pasado sí que eran grandes oradores y, la verdad, en su mayoría eran tan zafios y amigos de los lugares comunes y las frases demagógicas como los tipos que ocupan hoy los escaños de las asambleas legislativas. Y así nos pasa con muchas cosas.
Por ejemplo, el turismo. Es relativamente común escuchar o leer que el turismo es una actividad relativamente moderna. En realidad, lo que es moderno es el turismo masivo. Pero el acto de visitar lugares donde uno no vive es más viejo que la tos. Y voy a intentar demostrároslo hablándoos un poquito de los tiempos de la Antigua Roma.
La costumbre de los romanos urbanos pudientes de irse de vacaciones data de los tiempos republicanos. Era por esa razón que los patricios, o los romanos enriquecidos como Cayo Mario, poseían varias villas en la península itálica, que les permitían pasar temporadas de descanso en distintos ambientes. Personas de riqueza relativamente modesta como el célebre Marco Tulio Cicerón poseían casas de campo de este tipo. Eran tantas estas construcciones que el poeta Horacio, en un alarde que nos parecerá muy moderno, vaticinaba amargamente la desaparición de los agrestes campos de olivos italianos, a manos de esta desesfrenada burbuja inmobiliaria latina. Hay que reconocer que el temor tenía su razón de ser porque los romanos, cuando se ponían a construir, arramblaban con todo y, si les salía del pingo, construían montañas o lagos artificiales, se apiolaban bosques enteros, lo que hiciese falta. No inventaron la legislación urbanística; ellos se corrompían, sobre todo, con las contratas de envío de cereales a la gran capital.
El no va más de la costa pija italiana era, en aquellos tiempos, la bahía de Nápoles. Allí estaban las grandes casas de los grandes, algo de lo que las autoridades arqueológicas de la región se benefician hoy con justicia.
El no va más de aquella bahía, la Marbella romana, era la ciudad-balneario hoy llamada Baia, donde había que ser verdaderamente rico para tener una villa. El ferragosto romano era en Baia un continuo pasar de fiestas de señoras de buen ver y maridos derrochadores, orquestas, representaciones, comidas que no terminaban hasta que comenzara la cena. Y, por supuesto, estaba la actividad de ir a los baños, a mejorar la piel o el tono muscular. Ahora lo llaman spa.
El clima italiano es mediterráneo, pero también tiene sus putadas. Era bastante posible, por lo tanto, que muchas personas acabasen sufriendo del pecho, especialmente si eran asmáticas. Para ellas, si tenían dinero claro, los galenos de Roma solían prescribir estancias en Egipto o en parajes de montaña.
Éste era el turismo de los más ricos. Los pudientes pero no millonarios hacían turismo más al estilo que estamos acostumbrados a ver hoy. Y sus preferencias claras eran los lugares señalados por los hechos históricos o mitológicos. La villa donde fue asesinado Cicerón, por ejemplo, se convirtió en lugar de turismo muy rápidamente. Como lo fue la casa natal de Augusto (especialmente después de haber sido deificado) y, sobre todo, la península griega, que el romano medio se sabía casi de memoria y donde podía visitar muchos lugares, fundamentalmente templos, donde se supone que habían pasado todas las cosas que conformaban los relatos de su vida. Todo romano cultivado aspiraba a viajar a Grecia al menos una vez en la vida. Visitaba Atenas, Corinto o Epidauro, el santuario de Esculapio, Rodas. Si tenía algún dinerito más, cruzaba el charco para visitar Ilión, la ciudad donde todo ocurrió, y todo empezó.
La presión turística sobre los templos griegos y romanos creció de tal manera que, muy pronto, sus avispados diáconos, como lo harían los sacerdotes católicos siglos después, avizoraron el negocio de las reliquias. Algunas eran verdaderas, como la armadura gala que César regaló al templo de Venus, y que estuvo expuesta en el mismo mucho tiempo. Pero otros templos atesoraban dientes de elefante, armaduras, vestidos, esculturas, que decían haber sido regalados, tocados, portados o fabricados por personajes famosos, algunos de ellos mitológicos, para atraer al público. Así, el turista romano podía acudir a lugares donde le enseñarían un huevo de Leda, una copa regalo de Helena la de Paris, un vaciado del pecho de ésta, o partes de los barcos de Agamenón, de Eneas o de Ulises.
Tanto se parecían los tiempos pasados a los presentes que en muchos de estos lugares había lo que los griegos llamaban periegetes, esto es guías profesionales que enseñaban el lugar a los visitantes.
Un aspecto en el que las cosas se han simplificado notablemente, sobre todo si los que viajan son hombres (con las mujeres, ya no está tan claro) es la impedimenta del viaje. Hoy nos movemos de un sitio a otro con un par de maletas o tres. Pero los hombres del pasado no eran así. El hombre antiguo, y no tan antiguo, no se privaba de nada cuando viajaba. Las crónicas nos dicen que los desplazamientos de Domenicos Theotocopouli, El Greco, eran todo un expectáculo, porque el buen pintor se desplazaba siempre en compañía de su biblioteca (este bloguero que os escribe confiesa que ya le gustaría ser millonario para hacer lo mismo). Pero los romanos superaban esto con creces. Un romano rico average no viajaba nunca sin una amplia corte de esclavos y sirvientes, amén de parientes, amigos y clientes, el menaje de su hogar al completo, algunos muebles. Julio César no viajaba nunca sin su suelo de mosaico (que ya es manía), y Marco Antonio siempre llevaba consigo su colección de vasos de oro. Se habla de que Nerón y Popea, cada vez que viajaban, movilizaban cerca de mil carros. Pero, claro, entre otras cosas tenían que desplazar las 500 burras que proveían la leche del baño diario de Popea.
Las personas con dinero iban de villa en villa, bien de su propiedad, bien de amigos o socios. Pero la gente normal también tenía su alternativa, como la de hoy. En muchos lugares donde eran habituales los viajes había hoteles que se anunciaban mediante carteles en los que prometían las mismas comodidades que en la capital (de donde se deduce que los turistas no eran, precisamente, de la Subura donde vivían los del censo por cabezas; porque, allí, en aquellas insulae abigarradas que se incendiaban los días pares y los impares, también, comodidades, la verdad, había pocas).
Los viajes se hacían aprovechando la densa y bien construida red de calzadas romanas, para lo cual los turistas se proveían de guías precisas que les indicaban la ubicación de los caminos, acompàñadas con indicaciones de las características de las poblaciones que atravesarían y su oferta de alojamiento y manutención. Lo que se dice, pues, auténticas guías Repson, sólo que sin gasolina.
Así que, ya sabes. La vida no ha cambiado tanto en dos mil años. Todos nosotros somos, apenas, cromañones con perfil en Facebook.
jueves, abril 18, 2013
lunes, abril 15, 2013
Il divo
La Historia del arte y, sobre todo, de las artes escénicas,
está repleta de personas que se han hecho merecedoras, ellos, de la palabra
divo; ellas, de la expresión prima donna;
ambas procedentes del italiano, pues Italia ha sido durante mucho tiempo el lugar
que daba y quitaba, al menos en el caso de la música.
Los divos y divas suelen caracterizarse por ser caprichosos
y de muy difícil relación. Se consideran por encima del común de los mortales,
algo provocado por la excesiva pleitesía con la que se desempeñan con ellos sus
admiradores, y todo esto los convierte en seres atrabiliarios a los que,
además, todo se les perdona. El divo, con el tiempo, acaba desconectándose de
la realidad; acaba por no ser siquiera consciente de que en el mundo hay gente que
ni siquiera conoce su nombre (de hecho, no sé si existirá un solo divo en todo
el mundo que pueda decir que más personas saben quién es que las que lo
desconocen) y entra, no pocas veces, en una especie de bucle autooriginal, en
el que se ve obligado a ser cada vez más excéntricamente exigente.
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