Este 11 de septiembre del 2013 se celebra, una vez más, la conmemoración del día de reivindicación de la identidad nacional catalana. Se celebra, además, en un ambiente que lleva ya algún tiempo enrarecido y radicalizado por uno de los lados; mientras que el otro actúa como ese sacerdote del
Novecento de Bernardo Bertolucci, que se ponía a cantar en el confesionario para no escuchar las denuncias de una feligresa contra los camisas negras. Ambas, actitudes muy edificantes que mueven al optimismo sobre el logro de una solución pactada.
A mí me compete, en este blog, hablar más del pasado que del presente. Aunque, en realidad, creo que las reflexiones de este día, en realidad, tienen mucho que ver con el pasado. De alguna manera, lo que vivimos ahora es una situación enquistada. El resultado de muchos años de construcción de una desconfianza común. En términos históricos, deberíamos pensar que estamos en una situación nada negativa. Cataluña, hoy, está gobernada principalmente por unos políticos que, en teoría, debieran sentirse más herederos de la Lliga Regionalista de Françesc Cambó que de la Esquerra Republicana de Lluis Companys, aunque sólo sea porque ésta sigue vivita y coleando. Cambó, en su día, reacciónó ante el gesto de Françesc Maciá de proclamar la república catalana, en abril del 31, dedicándole los peores epítetos. El nacionalismo catalán de corte conservador ha sido tan cañero como el que más (en 1916 dio la espantada y se marchó del Parlamento de Madrid), pero siempre ha, o había, tenido una idea de España. Así pues, teóricamente, que Cataluña la gobiernen partidos burgueses conservadores en lo social debería ser buen síntoma para España. Pero no lo es.
¿Por qué no lo es? Pues, en mi opinión, no lo es porque el montaje actual del Estado, generado en la Transición, no tenía el objetivo de solucionar el problema territorial, sino de tirar para delante con la democracia. Son cosas distintas. Distintas, sobre todo, de la otra gran oportunidad en la que se planteó este problema, que fue la II República. El momento en el que se perdió la gran ocasión histórica de articular, definitivamente, el Estado español. Una vez más, por la torpeza de tirios, troyanos,
rabassaires y
castellets.
Lo diré, así, para empezar, y así dejar las cosas claras: España, como proyecto, siempre ha propendido al federalismo. El foralismo, que hoy conservan los vascos y los navarros pero del que se beneficiaron otros muchos territorios de España frente a sus monarcas durante mucho tiempo, no es sino una forma imperfecta, apresurada, anticuada y socialmente discutible, de federalismo. Si tan antigua es la nación española como sostienen sus hagiógrafos, échese la cuenta de todos los años durante los cuales fue nación e imperio antes de que nos debilitásemos y cayésemos en manos del imperialismo francés, que nos trajo un rey que no hablaba español (pero, vaya, que el Archiduque de Austria tampoco hablaba catalán, que se diga...) y que nos impuso un modelo de Estado que no era el nuestro. Con los monarcas franceses, que no han dejado de dirigir nuestra Casa Real salvo en el interludio, más chusco que otra cosa, de Su Majestad Amadeo
non capisco niente, es cuando nos llegó el Estado centralizado, unitario según la terminología usada hasta el franquismo. Pero el Estado centralizado no está en nuestro ADN. No por casualidad el carlismo, que defiende esas leyes viejas combatidas por esa Constitución de 1812 que ellos consideraban, con razón, ideológicamente más francesa que española; no por casualidad, digo, esos defensores de la pureza de los fueros y las Cortes medievales que los Borbones dejaron de convocar, fueron también quienes sostuvieron, durante un siglo, las reivindicaciones territoriales.
España, decían aquellos carlistas de la primera hora del carlismo, se ha regido siempre por un rey, y unas Cortes. Si el rey quiere pasta, se la tiene que pedir a las Cortes. Qué es eso de un rey acochinado en Versalles, mandando sobre todos, inventándose impuestos que todo el mundo le habrá de pagar por su cara bonita. Y unos cojones. El rey pedirá a los territorios; y los territorios le darán, o no. Como ocurrió, cienes y cienes de veces, en un sentido o en otro, en las Cortes a las que acudieron los Reyes Católicos, y Felipe II, y sus herederos Austrias, a pedir pasta.
El liberalismo español, de inspiración francesa, era jacobino, central. Como, además, el carlismo, además de una posición ideológica, se convirtió, por tres veces, en una alternativa bélica, esto movió a los liberales a encastillarse en sus ideas y conservar la Constitución del 12 y sus principios como un insecto precámbrico en una piedra de ámbar transparente, fosilizados, inamovibles, innegociables. Mientras sus ideas de progreso iban abriendo las puertas al librepensamiento, la educación reglada, la libertad de expresión y los derechos del hombre, se las iban cerrando al federalismo natural de España.
El experimento hizo crisis en la I República española. Pero precisamente porque no había podido desarrollarse un liberalismo federalista, acomodado a los tiempos, evolucionario, la construcción del Estado federal acabó en manos de ideologías mucho menos fiables, cuando no directamente alejadas de la realidad. Porque don Francisco Pi i Margall, en realidad, no vivía en España, sino en un universo paralelo donde sus teorías del libre pacto, ante las cuales Rousseau aparece como un Hobbes cualquiera, se llevaban a cabo sin problemas. La realidad, sin embargo, fue terca, y construir la España Federal por implosión generó el merdé del cantonalismo, en el que provincias vecinas se declararon la guerra como si fuesen Serbia y Bosnia.
En el comienzo del siglo XX, todo el mundo medianamente inteligente parecía tener claro que el tema de los territorios de España se había enquistado hasta convertirse en un problema supurante, y que más temprano que tarde habría que sajarlo, doliese lo que doliese. Esto ya era así al final de la primera guerra mundial pero, pocos años después, la eclosión de una dictadura militar que durante siete años se portó los catalanes como la siguiente de la lista se portaría con los vascos, acabó por dejar bastante claras las cosas.
Pero esa dictadura se acabó. Y dejó paso a la gran, verdadera oportunidad que ha tenido España de resolver este problema: la II República.
¿Por qué la II República y no la Transición? Pues no por que fuese un régimen más democrático; que ésta, la verdad, es una afirmación más que discutible (la Transición, con todos sus defectos, redactó una Ley Antiterrorista; pero no una Ley de Defensa de la República, que es, de largo, muchísimo menos respetuosa con los derechos fundamentales); sino porque la República, al revés que la Transición, se tiznó rápìdamente de un espíritu de
ahora sí; de oportunidad histórica para resolver las cuestiones, de solucionar de una vez por todas los temas que llevaban creciendo torcidos cien o doscientos años. La Transición, ya lo he dicho antes, tuvo otro espíritu; tuvo un espíritu de transacción de hacer lo que había que hacer para que nadie se pusiera de canto. Y, en ese espíritu, copió lo peor de la II República, por mucho que a corto plazo le pudiera ser rentable.
¿Cuáles fueron los posicionamientos básicos sobre la cuestión territorial cuando llegó la II República? Pues, lo primero de todo, y aquí está la raíz de la oportunidad perdida, lo que fueron es equívocos.
Si hay alguien que piensa que en la Transición se jugó al trile de engañar al contrario, debería repasarse la Historia de la II República. Antes de que esta surgiese, en puridad antes de que nadie, y nadie es nadie, pudiese avizorar la llegada de la República en el corto plazo, se produjo, en el verano de 1930, una reunión de casi todas las fuerzas republicanas: el Pacto de San Sebastián. Al pacto de San Sebastián no acudieron los nacionalistas vascos, que tenían un follón interno entre ellos de mil demonios entre tradicionalistas, peneuvistas y los progresistas de Acción Nacionalista Vasca y, además, por su perfil conservador recelaban de algunos, si no muchos, de los integrantes de la reunión. Sí fueron los catalanes, ampliamente representados; y también los nacionalistas gallegos, aunque representados por un político, Santiago Casares Quiroga, que en realidad estaba más interesado en tocar pelo en la gobernación de Madrid que en conseguir la autodeterminación gallega.
Quien piense que en el Pacto de San Sebastián se habló de igualdad, de derechos, de reforma agraria, de democracia, o algo así, que se lo vaya quitando de la cabeza. Es consenso prácticamente total de los participantes que escribieron sobre la reunión que en el encuentro de San Sebastián, hablar, hablar, lo que se dice hablar, se habló de un solo tema: Cataluña.
El nacionalismo catalán, especialmente el representado históricamente por Esquerra y algún otro grupo no muy lejano como el Estat Catalá, se caracteriza mucho por esta manera de hacer las cosas. Si un Armagedon está a punto de caer sobre la Tierra, se convoca una reunión en la Casa Blanca para discutir si se envía a Bruce Willis que le ponga un pepino en el subsuelo, y los nacionalistas catalanes son invitados, lo más probable es que contesten: o se habla del derecho a la autodeterminación de Cataluña, o no vamos. Así las cosas, si por la reunión de San Sebastián nos tenemos que regir, llegaremos a la conclusión de que el gran problema histórico que tenía España a las puertas de la República no era la desigualdad del campo, ni los derechos de la clase obrera, ni la alfabetización de las gentes, ni la regeneración de la vida pública, ni la revitalización de la economía, ni la igualdad de sexos, ni nuestra posición exterior, ni la educación, ni el bienestar colectivo; era el problema catalán. Y, probablemente, es que era así.
Algún día, si tenemos tiempo y ganas y oportunidad, hablaremos
in extenso de esta reunión donostiarra, de quién fue y de quién no fue, de lo que se habló, todo eso. Pero baste, a los efectos de estas notas, con decir que se habló, fundamentalmente, de Cataluña. Pero que, como siempre que políticos de Madrid y de Barcelona hablan sobre este tema; sean dichos políticos demócratas, fascistas, de derechas, marxistas, anarcoides o ingenieros químicos; como siempre, digo, no se habló claro.
Sucintamente: los nacionalistas catalanes se marcharon de Donostia convencidos de que había una concertación republicana para hacer de España un Estado federal; mientras que los no nacionalistas o incluso frontalmente contrarios al nacionalismo, salieron de allí pensando que les habían vendido a los
nengs una mula ciega; un autonomismo
light disfrazado de pitufo federaloide.
Entendámonos: en San Sebastián quedó claro, que diría Jardiel Poncela, como el caldo de un asilo, que el pueblo catalán expresaría su voluntad en forma de un Estatuto creado en Cataluña y votado por los catalanes. Pero, al mismo tiempo, también quedó claro que las Cortes Constituyentes
de Madrid entenderían de dicho Estatuto. Para unos, los catalanes, eso suponía el mero trámite de sancionar su voluntad; una especie de
vise que el Parlamento de Madrid colocaría al pie del texto que se le presentase desde Barcelona. Para otros, los de Madrid, suponía retener para el Parlamento nacional la potestad de mantener y de quitar del texto que llegase de Barcelona lo que les diese la gana.
¿Lo estás pensando? Deberías, sí: exactamente la misma confusión que en el famoso «Pasqual, aprobaré en el Parlamento el Estatuto que venga de Cataluña». Maragall se levantó a apaludir como
fan poseso convencido de que eso quería decir lo que quería decir. Y Zapatero se lo tomó como una promesa electoral más. Una de ésas que cumples a tu manera o, qué coño, la incumples si hace falta. José Luis Rodríguez Zapatero es, a su manera, todo un republicano; y no, precisamente, en el mejor sentido de la palabra.
La República nació, todo el mundo lo sabe, con ese espíritu fraternal y, como decía, un poso filosófico-político dispuesto a resolver de una vez los problemas estructurales de España, de cuya permanencia se responsabilizaba a la Restauración. La República, en esto, fue como ese joven padre que se dice que él no va a cometer con su hijo los errores que cometió su padre con él; historia que termina, no pocas veces, como termina.
Además, hay que tener en cuenta que un coronel retirado, Françesc Maciá, comenzó a cargarse este ambiente positivo con el gesto de declarar la República catalana. Cuando Macía y Companys se hacen cargo, por el artículo 33, del Ayuntamiento y la Diputación, lo hacen, así lo afirmó el primero de ellos en su proclama, «en nombre de Cataluña»; y, horas después, proclaman «el Estado catalán bajo el régimen de una república catalana», invitando a «los otros pueblos de España» a constituir una confederación.
Françesc Maciá pudo cargarse allí mismo, en sus primeras horas, la República. Tuvo suerte de que elementos importantísimos del mando militar español, como el director general de la Guardia Civil (un tal Sanjurjo) habían decidido ya ponerse a disposición del nuevo orden. De haber existido el día 14 de abril un núcleo duro de militares monárquicos dispuestos a dar la batalla, podrían haber intentado arrastrar al Ejército entero con el argumento de que la decisión de Barcelona era contraria a la unidad de España (que lo era); y, consecuentemente, no sé si haber revertido la situación. Pero hostias, las habría habido, y hoy no estaríamos hablando del proceso tan natural del 14 de abril. El segundo problema creado por este gesto es que condicionó, obviamente, todo el debate sobre la forma de Estado. Dicho en plata: los políticos de izquierda burguesa, el
mundo Azaña podríamos decir, que en otras circunstancias habría querido creer que el nacionalismo catalán pretendía tan sólo un Estatuto, ahora
sabían que la pretensión de Maciá, pronto de Companys, no era crear ningún esquema basado en la existencia superior de una nación española. El corolario de ello es que le cogieron miedo al Estado Federal y, aunque siguieron apoyándolo de palabra, de obra y de omisión pasaron de él como de deglutir deyecciones.
El primer proyecto de Constitución de la República lo elaboró una Comisión Jurídica (hoy lo llamamos Comisión de Codificación, que ya era el nombre que tenía el órgano antes de la República) que entregó un proyecto con un montón de votos particulares que defendían con bastante convicción que la República conformase España como un Estado federal. Pero en la ponencia constitucional, presidida por el socialista Jiménez de Asúa, la cosa ya comenzó a ponerse de canto. Al final del proceso, el Estado Federal fue defendido en las Cortes tan sólo por los grupos nacionalistas (Esquerra, Lliga, Unió Socialista de Catalunya, Acció Catalana, Federación Republicana Gallega, Vasco-Navarros por el Estatuto) y el viejo Partido Federal de ideología pimargalliana y sus exiguos 13 diputados. Fuera de Cataluña, País Vasco y Galicia, pues, el federalismo tenía menos apoyos que la defensa del Estado centralista que, realizada en solitario por los agrarios y algunos independientes de derechas, contó con 26 votos, que se consideraron, en la época, casposa calderilla parlamentaria. Y, sin embargo, como digo, era exactamente el doble de lo que el federalismo captó fuera de las comunidades históricas.
El grueso de aquellas Cortes constituyentes, por razones muy diversas, y por un total de 237 diputados seguros más otros fluctuantes, se lo ganó una teoría que había sido alumbrada por los nacionalistas gallegos: el llamado, entonces, Estado integral, y que hoy llamamos Estado de las autonomías. Un modelo basado en:
1) Derecho de autogobierno, según algunos para las comunidades históricas, según otros para todo quisqui.
2) Artículo en la Constitución que delimita las competencias exclusivas del Estado central, las quiera o no la región (entre ellos, la Hacienda Pública).
3) Proceso de definición de las competencias a ejercer por la autonomía
propuesto por la región, pero
aprobado por el Parlamento de Madrid.
Este esquema, ya lo he dicho, fue una transacción inventada por diputados que un año antes eran federalistas, cuando menos de boquilla, a causa, sobre todo, de la situación creada por Cataluña con su decisión unilateral de declararse un Estado propio, por mucho que después la revirtiese; y, tampoco hay que olvidarlo, los enormes recelos de los políticos republicanos hacia la autonomía vasca, por el corte radicalmente conservador de sus más que probables gobernantes. Porque suena hoy un tanto extraño, pero lo cierto es que aquel PNV de 1931 tenía una reivindicación de autogobierno fundamental: poder negociar un Concordato propio con el Vaticano.
Por el camino hacia el Estado integral se coló una idea que en la República no pudo llevar a cabo por falta de tiempo, pero que estaba destinada a vivir una larga vida décadas atrás. La expresó uno de los políticos menos políticos de aquel Parlamento, el diputado por la Agrupación para el Servicio de la República José Ortega y Gasset, de profesión filósofo. Ortega se subió a la tribuna para expresar la posición de su grupo sobre el proyecto de redactado constitucional sobre la forma de Estado y dijo que, en lógica, lo que todo el mundo consideraba era una regulación para que Cataluña, País Vasco, Navarra y Galicia gozasen de estatus diferentes coherentes con sus tradiciones fueristas o su voluntad de autogobierno, debía de llegar a todos. A todo aquel que lo quisiera. A toda región que se considerase con derecho a ello, y voluntad para arrostrarlo. Aquella idea fue tan mal recibida en aquellas Cortes que, en puridad, sólo recibió un apoyo definido; el del diputado republicano gallego Ramón Tenreiro. Sin embargo, cuarenta años después, pasada la larga noche de piedra del franquismo, fue la opción elegida. Es cierto que se diseñaron dos velocidades constitucionales para las autonomías; pero hasta el más lerdo de los diputados constituyentes de la Transición tenía que darse cuenta de que pasado el tiempo, o sea ahora, esa diferencia sería irrelevante.
Esta opción, lo hemos dicho, no tuvo demasiados adeptos en la República, y esto es así porque la concepción en aquellos tiempos del problema territorial español era mucho más precisa. Se trataba de resolver el problema de quien, por Historia, lengua o tradición, quería gobernarse; entendiéndose que todos los demás se colmaban siendo gobernados desde el Estado central. En el momento en que se plantea un Estado en el que todas las regiones son autónomas, es necesario plantear el problema de la solidaridad entre ellos, que es lo que ha hecho petar el actual estado de cosas; porque el que paga se cansa de ver que, un año detrás de otro, el que cobra siga pasando el recibo al cobro.
Aun y a pesar de ser, ya lo he dicho, más precisa la percepción del problema en aquellos tiempos, no por ello dejó de descarrilar. El sistema autonómico o «Estado integral» se construyó a base de podar notablemente el Estatuto venido de Barcelona; algo que los catalanes entendían se les había garantizado que no se haría. A partir de ahí, que aflorase el conflicto de la
Ley de Cultivos era sólo cuestión de tiempo. Por lo demás, que Barcelona plantease de nuevo, en 1934, su rebelión respecto del Estado central, mediante un auténtico golpe de Estado independentista, se podría haber evitado; hubiera bastado con que al frente de la Generalitat estuviese alguien con miras más largas que Lluis Companys, hecho éste que no era nada difícil, la verdad. Companys era tan buena persona como político mediocre.
Finalmente, Madrid conservó la llave de la caja (elemento fundamental del federalismo es que no sea así) porque los pilotos políticos de la República, Azaña fundamentalmente, perdieron muy pronto la confianza en los catalanes, comenzaron a acordarse en sus diarios de la famosa frase de Espartero de que Barcelona hay que bombardearla cada cincuenta años, y buscaron vías de transacción para conservar todos los resortes del poder en manos de lo que ellos consideraban la República, esto es: Madrid. Cataluña, por su parte, acumulando en apenas tres años dos actos de descarada deslealtad institucional (que, en muchos países del mundo, habrían supuesto perder toda ilusión de ser autónoma durante por lo menos un siglo, cuando no
for good), se convirtió en lo territorial en lo que las izquierdas republicanas fueron en lo social: un ente cagaprisas que, precisamente por su apresuramiento en hacer en meses lo que no se había hecho en cien años, acabó provocando que el régimen tomase un exceso de velocidad para la vía, y descarrilase en la primera curva cerrada.
La Transición no podía parecerse a ese proceso. Mal que le pese a los líderes históricos de los partidos sobre todo de izquierdas, la Transición no llegó porque el general Franco se fuese a Barajas y tomase un avión para exiliarse como, salvando las distancias tecnológicas, hizo Alfonso XIII en 1931. La Transición llegó después de que Franco se muriese en la cama, asegurando que lo que dejaba lo había diseñado él. A partir de ahí, la obsesión de los pilotos del proceso es que nadie encontrase razones para extrañarse del proceso afirmando que no era eso a lo que había venido. La solución tenía que ser
café para todos y alguien, en el momento oportuno, se acordó de aquel viejo discurso de Ortega... La República, en cambio, había echado a su antecesor, y tenía un cheque en blanco, firmado por la sociedad española en la puerta del Sol, ante el ayuntamiento de Eibar, en todas las esquinas de España, para resolver las cosas de una vez. Se encontró, sin embargo, con el problema de que aquellos políticos, por mucho que tanta gente los tenga en una nube, hicieron empalidecer a los actuales en lo que a mezquindad, cortedad de miras y demagogia se refiere. En 1931, en un momento en el que España habría aceptado su conversión en Estado Federal sin más resistencias que las de un pequeño grupo parlamentario formado por diputados castellanos apenas unidos por su fe católica y sus ideas conservadoras en lo social, prefirieron, unos, en Madrid, jugar al equívoco; y otros, en Barcelona, a la deslealtad. Menos mal que eso es el pasado, y hoy esas cosas ya no pasan, ¿verdad?
El Pokemon de la Transición ha evolucionado con los años y se ha convertido en un ser fofo, problemático y cascarrabias. Bueno, la verdad es que los nacionalismos siempre han sido cascarrabias;
abuela cabreada de España le llamaba al País Vasco Claudio Sánchez Albornoz. La solución que parece que se busca es ahondar en la asimetría del Estado de las autonomías; o sea, coger lo peor de éste, y lo peor del esquema federal.
Bull's eye. El enquistamiento que se producirá acabará por producir, en realidad ya lo está produciendo, un efecto muy español, y es que la deriva federal no llegue como llegan las cosas, esto es tras discusiones, valoraciones y
cross-checking; sino de la mano de demagogos ignorantes, que no saben de lo que están hablando y ponen en el Estado Federal la ilusión de que lo va a solucionar todo de una forma natural. Lo que se dice plantar, de nuevo, las semillas del fracaso.
Si uno coge hoy a una decena de políticos de primerísima fila, los encierra en la habitación de un hotel, y les conmina a discutir el principal problema estructural de España, las probabilidades son altísimas de que se pongan de acuerdo en hablar de una cosa: Cataluña. Exactamente igual que hace 83 años.
Lo que se dice un movimiento lampedusiano.