En el siglo XVIII, al contrario de lo que nos dice el
imaginario colectivo (e ignorante), España estaba preocupada, y sus elites lo
estaban con ella. La gente imagina, bajo el palio del concepto Antiguo Régimen,
a unos tipos metidos en sus grandes mansiones pasando totalmente de los males
de la patria y disfrutando de sus privilegios. Esta imagen, como digo muy
extendida incluso entre dizque maestros de la cosa, equivale a sostener que
España, en el siglo XVIII, era un país de gilipollas. Porque hay que ser
gilipollas para aspirar a que tu coche te lleve de un sitio a otro eternamente
y, sin embargo, jamás hacerle ninguna labor de mantenimiento.
Lejos de lo que nos dice este imaginario, la España culta del
siglo XVIII, y muy especialmente la gobernante, estaba preocupada por el hecho
de que España no carburase como modelo económico. Muchos de aquellos españoles
estaban perfectamente informados de cómo habían avanzado las teorías de la política
económica; comenzaban a comprender que el mantra en el que se había sostenido
la pretendida supremacía económica española, el acceso casi ilimitado a la
plata, era un mantra de mierda (por no mencionar que el acceso a la plata era
cada vez más limitado). Cualquier rey con dos dedos de frente comprendía que
las razones del endeudamiento exponencial de España eran dos: los gastos
excesivos (la que se tiene por razón única por muchos); y la incapacidad de
allegar ingresos internamente. España necesitaba, lo diremos en términos
actuales, una clase media, o algo que se le pareciese. Y, en aquellos momentos,
esa clase media sólo podía salir del campo; luego llegaría una cosa llamada
Revolución Industrial, que no es otra cosa que un proceso por el cual se descubre
de que es mucho más fácil, más rápido y más multiplicador generar ese proceso
en las ciudades. Pero eso, como digo, nos llegó mucho después.