viernes, marzo 16, 2012

El triunfo de los ratas


A menudo, los ciudadanos del hoy no nos damos cuenta de que las cosas no fueron siempre como son ahora y que, en consecuencia, algunas cosas que hoy parecen de gran sencillez, en el pasado fueron enormemente complejas.

Una de esas cosas es el reconocimiento de los delincuentes. En un mundo sin fotografía, sin cámaras ni huellas dactilares, los policías solían pasar, nos dicen  las crónicas, horas enteras en las cárceles, observando a los presos ya trincados. Partían de la base de que aquellos delincuentes, con probabilidad, delinquirían de nuevo tras salir del maco y, por eso, era importante memorizar sus rasgos.

Hasta hace un par de horas, históricamente hablando, todo lo que tenían los investigadores de los crímenes para resolverlos era las pruebas; y no siempre en las mejores condiciones. A decir verdad, si de antiguo se ha desarrollado la inteligencia del ser humano para delinquir, también lo ha hecho aquélla que sirve para luchar contra el crimen. Un libro chino del siglo XI nos cuenta la historia de un hombre que tuvo que investigar un asesinato en una zona rural. Al pie de una carretera, hizo reunir a todos los jornaleros de la zona, que acudieron con sus hoces en la mano. Entonces les dijo que colocasen la hoz en el suelo, delante de sus pies, y esperó. A los pocos minutos, las moscas que por ahí pululaban volaban sobre una de las herramientas; aquélla que se había manchado con la sangre del finado, sangre de la que, a pesar de haber lavado la hoja el asesino, quedaban trazas suficientes como para que las moscas las oliesen.

Así pues, la investigación de los crímenes siempre ha tenido sus desarrollos; pero qué duda cabe que poder utilizar las características personales de los sospechosos para trincarlos es una ayuda de primer nivel que, en ausencia de testigos directos, no se ha podido usar hasta hace bien poco tiempo.

La invención de la fotografía mejoró las condiciones de los que persiguen a los malos; aunque no del todo, porque todo el mundo sabe dejarse la barba, o cortársela. En realidad, el primer paso serio hacia la correcta identificación de los delincuentes lo dio un oscuro policía, un funcionario de despacho, llamado Alphonse Bertillon.

Bertillon era, ya lo hemos dicho, un rata. Uno de ésos tipos cuyo trabajo consiste en anotar constantemente datos relacionados con las detenciones que otros hacían en la calle. Poco a poco, el meticuloso Bertillon se fue dando cuenta de que los datos que de las personas se anotaban en las fichas eran tan genéricos, tan inespecíficos, que resultaba imposible usarlos para identificarlos. Al mismo tiempo, se fue fijando en algo que también es bastante evidente para una persona observadora: las personas, en realidad, somos distintas. Todos, o casi todos, tenemos signos físicos distintivos que nos distancian de los demás. Todo lo que hay que hacer es correcta notaría de su presencia.

Ante el escepticismo, si no la burla, general, Bertillon obtuvo de sus superiores permiso para comenzar a medir y anotar las características personales de los detenidos. Así, por su cuenta y riesgo, comenzó a tallar a los delincuentes, a medir su distancia de hombro a hombro, el perímetro de sus cabolos, el perímetro torácico, la longitud de manos y pies... Muy bien dotado para las matemáticas, Bertillon comenzó a estudiar las identificaciones, similitudes y correlaciones existentes entre los centenares de datos que fue acopiando, hasta descubrir que la adecuada combinación de características corporales nos convierte a cada uno de nosotros en una pieza única. Más en concreto, en el informe que elevó a sus superiores decía haber calculado que, si las personas son clasificadas según once medidas diferentes del tipo de las citadas, la probabilidad de que dos personas tengan las mismas es del 0,000238589%.

A finales del siglo XIX, un anarquista aterrorizó París, cometiendo diversos atentados, para lo cual se escudaba en utilizar dos identidades distintas. A ratos era un tal Ravachol, a ratos un tal Königstein (éste era su apellido real; a pesar de ser francés, François Claudius Königstein era hijo de holandés). Pero fue el método Bertillon, mediante la medición en momentos diferentes de ambos "personajes", el que permitió establecer que eran la misma persona y, consecuentemente, resolver el caso. A partir de ese día, la antropometría como método de lucha contra el crimen estuvo razonablemente aceptada en la policía francesa, venciendo con ello la natural resistencia de los policías de calle, que siempre han tendido a ver la labor de oficina como tiempo perdido.

En paralelo a estos trabajos, en 1877 un funcionario británico destinado en la India, de nombre William J. Herschel, enviaba un oficio a sus superiores en el que, por primera vez en la Historia, defendía el uso de las huellas digitales para la identificación de las personas. En su escrito, Herschel confesaba que llevaba veinte años solicitando de todas las personas que entraban en su oficina a solicitar documentos oficiales que imprimiesen la huella entintada de su dedo, y había ido creando centenares de fichas con esas impresiones. Afortunadamente, no se encontró con la Agencia Española de Protección de Datos Personales, porque de lo contrario le había metido un puro que te cagas. En realidad, todo lo que había hecho el inglés era fijarse en que los comerciantes chinos de la zona tenían por costumbre firmar contratos con el pulgar.

A base de estudiar sus fichas, Herschel acabó por darse cuenta de que las líneas de las huellas dactilares nunca son las mismas. Como confesaba en su escrito, comenzó a aplicar sus conocimientos, y rápidamente comenzó a detectar fraudes entre los indios que acudían a su oficina a pedir subsidios, los cuales solían aprovecharse de que los blancos les viesen a todos iguales, y se suplantaban unos a otros. El funcionario inglés, sin embargo, no consiguió interesesar a las autoridades bengalíes.

En esos mismos tiempos, el profesor y arqueólogo aficionado Henry Faulds, que residía en Tokio, encontraba unos vasos antiguos de arcilla y, al clasificarlos, cayó en la cuenta de que tenían impresa la huella de un pulgar; evidentemente, la firma del autor. Esto le llevó a estudiar las huellas dactilares con la misma metodología que Herschel, con la diferencia de que él puso sus conocimientos en práctica. Un vecino suyo, en efecto, fue robado en su casa y, conocedor de la afición del profesor, le enseñó una huella dactilar que había quedado grabada en una pared de la casa. Faulds la guardó y, cuando un sospechoso fue detenido, imprimió su huella y anunció, ante el escepticismo general, que el detenido no era el ladrón. Finalmente, el verdadero ladrón fue encontrado, demostrándose así la pertinencia del método.

Herschel y Faulds son, por lo tanto, los descubridores de la singularidad de la huella dactilar humana, aunque, que yo sepa, aun a día de hoy se discute sobre cuál de los dos exactamente fue el primero. Sin embargo, su descubrimiento permaneció en el terreno de la especulación durante algunos años más. Fue otra persona quien implantaría la metodología: Francis Galton, que era primo hermano de Charles Darwin y, como él, estaba muy interesado por todas las cuestiones relativas a la evolución y las características de los seres vivos.

Cuando conoció los primeros avances de la dactiloscopia, Galton se obsesionó con el tema. Realizó ampliaciones fotográficas de miles de huellas distintas, que estudiaba constantemente. Lo que buscaba era dar un paso que ni Herschel ni Faulds habían intentado: una sistematización de las diferencias entre las huellas, sin la cual, obviamente, el método no es útil para algo como la investigación policial, que necesita razonables dosis de inmediatez. Tras consumir centenares, si no miles, de horas en la contemplación y anotación de sus fotografías, finalmente, concluyó que existían cuatro tipos de diseños de huella dactilar humana. Su obra sobre la materia data de 1892, aunque tiene la desventaja de que el método de trabajo con las huellas que propone es notablemente farragoso, especialmente para un mundo sin ordenadores. Hacía falta el concurso de alguien menos teórico.

Como leo en los comentarios que os va la marcha, aquí podéis ver una obra sobre Galton, aunque centrada en otros conceptos, porque sir John, en realidad, estaba obsesionado con los temas de herencia darwinianos, así como con las implicaciones estadísticas de su estudio.

Pero acabamos de decir que hacía falta una persona con un punto de vista más pragmático. Ese alguien fue Edward Henry, quien en 1896 era inspector de la policía británica en Bengala. En dicho año, durante un viaje a Londres, Henry, que era un convencido de la antropometría y la dactiloscopia, y las usaba en su comisaría, conoció a Galton, quien le explicó su método. El policía se planteó simplificarlo, y fruto de esa labor es la segmentación de las huellas en cinco diseños: arco, bucle interno, bucle externo, verticilo y verticilo con doble bucle; cada uno de ellos representado por una letra. Asimismo, estableció una serie de puntos fijos dentro de la huella, y contó las líneas que cruzaban las rectas trazadas entre ellos. Contaba, por lo tanto, con dos datos (la letra, que definía el diseño; y el número de rayas atravesadas por los segmentos); por lo tanto, con sólo dos elementos podía ponerle nombre a las huellas.

En 1898, el método Henry identificó, por sí solo, a 345 delincuentes; al año siguiente, 570. El gobierno de Su Majestad quedó impresionado, hasta el punto que llamó a Henry a Londres, donde lo nombró Jefe del departamento de Encuestas Judiciales de Scotland Yard. La celebérrima condena, en su tiempo, de los hermanos Stratton (1905) disipó finalmente todas las dudas e implantó la metodología en los servicios policiales británicos.

Esta pequeña y breve historia es, pues, el triunfo de los ratas. El momento en el que la vida policial y la lucha contra el crimen da un paso más allá y se da cuenta de que estar en la calle no es todo lo que se puede hacer contra el crimen. La buena imagen siempre se la llevan las personas activas. Si le preguntamos a cualquier persona si conoce a un arqueólogo (real o de ficción), es probable que los suficientemente friquis citen a Howard Carter; pero, sin duda, el ejemplo es Indiana Jones. Los arqueólogos, sin embargo, saben bien que su vida se compone, fundamentalmente, de largas horas sobre la mesa de un despacho o de un museo, catalogando y estudiando piezas; a menos que sean aficionados a las parafilias sexuales, rara vez utilizarán el látigo.

Con la policía pasa lo mismo. La imagen guay del poli, hoy y hace 150 años, es la del tipo que persigue a los malos en la calle, y los pone en vereda. Pero quienes realmente hicieron avanzar la criminología no fueron ellos. Fueron tipos oscuros, de aspecto y modos funcionariales, ratas de despacho.

Y ni siquiera ponían los brazos en jarras tras calzarse las gafas de sol, como el insoportable Horatio Caine.

jueves, marzo 15, 2012

Pregunta icónica

Escribo para dejaros aquí una pregunta sobre la que podáis, si queréis, opinar.

A día de hoy, con ésta, este blog acumula 802 entradas. Entre adivinanzas, artículos actuales, polladas y tonterías, yo calcula que suman unos 50 posts. Lo cual quiere decir que hay unos 750 artículos sobre Historia. La dimensión media del artículo, yo lo sé bien, son unas cuatro páginas en word, o unas 2.000 palabras.

Lo cual nos llevaría a concluir que dentro del blog hay ya unas 3.000 páginas escritas o, lo que es lo mismo, un millón y medio de palabras.

De un tiempo a esta parte, algún amigo me está dando la brasa de la hostia con que esto hay que evolucionarlo. Que debiera recopilar artículos con diversos criterios y ofrecerlos todos juntos. Me dicen algunos lectores que, especialmente, aquellos temas que he tratado seriados, en varias tomas distintas, se pierden un poco en el magma del blog; que a veces es un poco frustrante encontrar una toma y tener que ponerte a buscar las otras.

Bueno, el caso es que esas mismas voces braseras me hablaron de la edición de Kindle. Como yo soy consumidor compulsivo de Kindle, lo tenía cerca.

Bueno. La cosa es que, con bastante probabilidad, intentaré ver si logro superar mi vagancia natural y voy haciendo pequeños huevos Kindle, libros de unas 100 o 200 páginas o así, y los pongo a la venta en Amazon a medio euro, más o menos.

Voy a comenzar, como me han recomendado, por las series. Tengo la idea de irlas empaquetando, sin demasiado criterio de homogeneidad (esto es, tratando temas diversos) para crear archivos de lectura que sirvan para un rato de semi-relajación; el autobús, por ejemplo. Pero luego, quizás, me ponga con otras series. La Guerra Civil, por ejemplo. O el Crimen Organizado. Está, como digo, por ver.

La cosa es que ya me he fabricado en Word un primer ejemplar y, una vez terminado, cuando he visto la portada toda blancuzca, me ha venido una duda. Debería utilizar una imagen para la portada. ¿Una para cada libro, una para cada serie, una para todas? Y... ¿qué imagen? Algo que sea indicativo del contenido histórico, evidente; y que no tenga derechos, claro. Mi primera idea ha sido alguna de las varias, muchas fotos de la guerra civil que tengo escaneadas. Pero, claro, la guerra civil comenzó este blog, pero luego la cosa ha crecido lo suyo.

Así que he pensado que quién mejor que mis lectores para aconsejarme al respecto. ¿Alguna idea?

miércoles, marzo 14, 2012

La encrucijada sindical

Le leo a uno de nuestros pundits nacionales que la razón del importante papel político jugado en España por las centrales sindicales proviene de nuestra Transición. Sinceramente, creo que se queda corto. Muy corto. La hostia de corto, diría yo. La razón de que nuestros sindicatos mayoritarios, hoy, tengan reconocida una labor constitucional, (la mano); y ejerzan de hecho una influencia crucial en la política (el hombro), tiene una historia mucho más anterior.

La principal razón de que en España tengamos sindicatos tan poderosos, en el sentido de cercanos al poder o relevantemente enfrentados con el mismo, es el infradesarrollo de los partidos políticos. Desde Fernando VII, España ha tenido como dos docenas de grandes estrategas políticos que, desde el poder, han diseñado el futuro y el presente de la política patria; y casi ninguno, por no decir ninguno, pensó en una sana y variada formación de partidos políticos para estructurar el sistema.

Al gran líder liberal del siglo XX, el príncipe de Vergara, nunca le moló lo de los partidos políticos. Partidario y todo de recortar los poderes de la corona para mutarla de hecho en algo que no era (conflicto latente durante décadas que acabó dando con la reina en la frontera), a don Baldomero Espartero lo que realmente le iba era el cabildeo cortesano; a su alumno aventajado, el general Serrano, le dejó tan impresa esa afición que en el Palacio Real entró a menudo, no hasta la cocina, sino hasta la propia alcoba de Lizbeth Never Say No. Otros grandes políticos decimonónicos, desde Salustiano Olózaga al conde de Toreno, tenían, si acaso, capillas, que no partidos; ni los querían. Por lo que se refiere a los más conservadores, a los Narváez, conde de San Luis, etc., obviamente no les iba nada en crear una estructura razonable de alternancias modelo Disraeli/Gladstone, o similar.

El catalán don Juan Prim se fue a la tumba sin revelar el secreto de cómo salvar la monarquía española, que varias veces dijo poseer pero que se le fue por las heridas recibidas en la calle del Turco antes de poder ser revelado. De todas formas, visto cómo se las gastó con el partido autonomista cubano, no es nada aventurado avanzar que la suya no sería una solución de amplio espectro, una solución que a todos diese voz, que es lo que hubiera necesitado España para que las necesidades obreras no hubieran de desbordarse por el flanco sindical.

A la muerte de Prim, no pocos españoles tenían esa visión naïf, que también es bastante común hoy en día, según la cual, cuando gobernasen los buenos (cualesquiera que éstos sean), por el mero hecho de serlo, resolverían los problemas. El progresismo español tenía una confianza desmedida en progresistas y republicanos, pero la I República no es sino la historia de lo que pasó cuando estos políticos, en el fondo tan desestructurados como los conservadores, llegaron al poder. Estanislao Figueras, Pi i Margall, Salmerón o Castelar se fueron sucediendo en el frontispicio de la política española sin que ninguno de ellos fuese capaz de contrarrestar las tendencias centrífugas que afloraban al calor de la inexistencia de un poder estructurado. La enseñanza de aquel periodo fue la llamada Restauración, que tampoco buscó en lo absoluto la estructuración política de España, sino que se limitó a copiar el sistema inglés en su dermis y sostenerlo con un acromegálico fraude electoral.

La II República, que tantos cambios trajo, no puede contar la estructuración política como uno de ellos. En realidad, siguió siendo un régimen que desnortaba la representatividad parlamentaria día sí, día también; con la única excepción de las dos nacionalidades históricas, donde sí gobernaron y mandaron quienes tenían la fuerza de los votos (sobre todo en el País Vasco). La República tuvo tres grandes partidos: el Radical, el Socialista y la CEDA. El primero es el único que gobernó efectivamente, el segundo se auto-extrañó del proceso y al tercero no le dejaron. Por el camino, el régimen se convirtió en un régimen de políticos sin votos: Niceto Alcalá-Zamora, cacique electoral de Priego que sabe Dios dónde habría quedado de haberse celebrado unas elecciones limpias en su distrito; Manuel Azaña, que jamás tuvo mesnadas electorales y, por eso, para llenar sus mitines tuvo que aliarse con quien se alió; Miguel Maura, otro que tal baila; Ángel Pestaña, representante de sí mismo; Santiago Casares, representante de un republicanismo gallego tan evanescente como inaprehensible; y así mucho.

En estas condiciones, la clase obrera nunca encontró cauce para expresarse ni para defenderse por el flanco político; y para cuando la tuvo, como acabamos de decir, el PSOE, por motivos diversos no demasiado confesables, decidió no arrimar su ascua a la sardina gubernamental, nada más que lo estrictamente necesario. Si a eso unimos que, de una forma un tanto singular en la Historia europea, en España prenden pronto de forma muy profunda los puntos de vista anarcosindicalistas, acabamos teniendo lo que tuvimos, esto es un proletariado que no sólo no tenía acceso a las estructuras del poder y la participación, sino que además no lo quería. Doble sentimiento, de queja primero y de indiferencia después, que puede encontrarse con claridad en todos los discursos de Pablo Iglesias, quien, cada vez que era llamado a hablar ante el gobierno sobre mejoras de las condiciones del obrero, empezaba diciendo que a él esos encuentros se la pelaban, porque lo que él quería era acabar con los gobiernos burgueses.

Con estos planteamientos, era imposible que la izquierda política se relacionase con normalidad con el sistema político. Por eso, a principios del siglo XX llegó a meros acuerdos estratégicos con los republicanos para conseguir escaños en las Cortes, y sólo se apunta a una coalición política merecedora de tal calificativo con el gobierno Canalejas, es decir en el marco de la famosa campaña del ¡Maura, no!, que se parece al No a la guerra como una gota de agua a otra, y que tuvo iguales, yo diría que peores, consecuencias en términos de crispación.

Porque el recorrido de los partidos políticos es tremendamente limitado, es por lo que todos los anhelos de la numerosa clase obrera y campesina española se articulan a través del movimiento sindical. Entre otras cosas porque los patronos, de toda la vida de Dios, han tenido una visión distinta a la de los políticos, y siempre se han mostrado más proclives a entenderse con los obreros (sí, ya sé que el Catón del Buen Progresista dice lo contrario; pero esa teoría, simplemente, olvida hechos como que cuando el ámbito político todavía estaba digiriendo el fin de la Restauración y la transición hacia la democracia, el ámbito empresarial ya tenía jurados arbitrales de empresa).

España es, pues, un país, en el cual se obtenían muchos más éxitos a través de la acción sindical que de la acción política. Este hecho es el generador del efecto curioso de que a lo largo de buena parte del siglo XX hayamos tenido una central sindical mayoritaria que no respondía exactamente a la identificación con partido político alguno o, más bien, la rechazaba de plano. La CNT es el resultado de lo que pasa cuando aprietas fuerte una manga pastelera llena de crema; la crema sale a borbotones y por el primer agujero que encuentra. Nace oficialmente el anarcosindicalismo bebiendo de la decepción de décadas del obrerismo campesino del sur de España, salvajemente reprimido por las autoridades; y articulando a las masas obreras catalanas, que son muchas y no encuentran en la política forma de expresarse. Crecen, pues, antipolíticos, introduciendo en la ecuación del poder en España una variable inexistente en otros países.

Por lo que se refiere al otro gran sindicato español, la UGT, hay que entender que sería inexacto decir que el PSOE posee a la UGT; es, más bien, al revés. En la huelga general de 1917, es la UGT la que hace exhibición de músculo; por mucho que la huelga fracasase, para el socialismo español, 1917 viene a significar la absoluta prevalencia ideológica y estratégica del sindicato sobre el partido. Años después llega la dictadura de Primo de Rivera, general que derriba todo lo que hay menos, precisamente, la UGT, cuyo secretario general, Largo Caballero, pasa los duros años dictatoriales siendo consejero de Estado, episodio que los socialistas prefieren preterir de la biografía de su partido. Largo acepta aquel compromiso medio raro porque ve en ello la oportunidad, no de alzarse sobre el resto de los partidos políticos, sino de acabar con la CNT, que es la verdadera competencia que tiene.

En 1933, cuando en la izquierda marxista de la República se comience a hablar de tomar el poder mediante el golpe de Estado revolucionario, será en la UGT donde la idea nazca y crezca; y por no creer ya en la dictadura del proletariado es por lo que el histórico trío de la bencina ugetista (Besteiro, Anguiano y Saborit) es cesado.

Supongo que no habrá que gastar muchas líneas contando el poder sindical durante la guerra civil. En los tribunales populares, en los órganos de gobierno (véase Cataluña), etc., los sindicatos son admitidos como una parte más. Simple y llanamente, se asume, con total tranquilidad, que los puestos, prebendas o responsabilidades han de ser repartidos entre los republicanos burgueses, el PSOE, el PCE, UGT y CNT. Forman parte de la lista como si, verdaderamente, hubieran sido votados alguna vez. En la zona catalana, sobre todo Aragón, se produce uno de los episodios de la Historia de la Humanidad en el que el poder sindical se hace más elevado. Los anarquistas dominan la Generalitat (uy, perdón, quisimos decir el Comité de Milicias Antifascistas) durante meses (con la asténica colaboración de Lluis Companys, responsabilidad de la que sus biógrafos de parte le alivian elegantemente), hasta que los sociocomunistas los echen a hostia limpia; y en Aragón montan un edificante régimen egalitario que no invita precisamente a la ilusión por la Acracia.

Durante los años del franquismo, es una organización sindical, Comisiones Obreras, la que se convertirá en el principal, casi único, foco de oposición. Los partidos políticos, sí, se reunían dentro y fuera de España, charlaban con alemanes, franceses y británicos y todo eso; pero ninguno de ellos podía soñar, ni remotamente, con montarle a Franco un patín como el que le montaron los sindicatos en el 62 desde Asturias y luego todo hacia el sur. CCOO reedita parcialmente el esquema de la CNT; aunque de ideología más canónica, también es un sindicato de muy amplio espectro y con tenues identificaciones partidarias (es un error, a mi modo de ver, referirse a CCOO como el sindicato comunista; comunista era la OSO, y el PCE la tuvo que disolver por la fuerza de Comisiones). Está dentro del franquismo, lo utiliza, y cada vez es más peligroso para el régimen. Cuando en Suresnes el PSOE decida reinventarse en nuevos líderes jóvenes, el muñidor del proceso, su auténtico mentor, será Nicolás Redondo, secretario general de la UGT.

Como consecuencia, España lleva como 100 años acostumbrada a introducir a los sindicatos como un elemento más del entorno político, aceptando su representatividad como quien acepta barco como animal acuático, y asumiendo que un secretario general de un sindicato es un tipo que tiene que ir por ahí hablando de la ley del Aborto en lugar de la problemática de los asbestos entre los obreros de la construcción. En diversos ejemplos, desde la Comunidad de Madrid de Joaquín Leguina hasta los recientes gobiernos de Zapatero, los sindicatos han tenido un papel inusitado como iluminadores de la política económica y social.

La pregunta es si este proceso ha tocado a su fin. Y yo creo que no. Creo que no, por la simple y pura  razón de que el principal elemento que, según mi interpretación, genera el excesivo poder sindical, sigue ahí. Los partidos políticos españoles siguen siendo estructuras cerradas, clientelares, con escasísima calidad democrática y, además, al eterno asalto del centro político, lo que hace que, ideológicamente, tampoco resulten atractivos a muchos españoles, sobre todo los encuadrados en eso que un día llamamos la clase obrera. Su clientelismo hace que la forma de hacer carrera en el partido sea ser fiel al líder que resulta ganador; la brillantez está de más. Las listas cerradas y el voto borreguero en las cámaras hacen el resto. Ha pasado el 15-M, y bien se puede decir que no han aprendido nada. Nada.

En esas condiciones, ¿por qué habrán los sindicatos de pasar a un segundo plano nacional, si siguen siendo necesarios? No creo que sea exacto ya hablar de clase obrera. Pero los españoles, digamos, de ingresos modestos, ¿qué cauce participativo tienen? En realidad, se encuentran en una situación que, desde luego, es diferente; pero, en la esencia de su voluntad de presencia, se sigue pareciendo demasiado a la de los jornaleros de la Mano Negra.

Otra cosa es adónde se están llevando los sindicatos a sí mismos. Porque son ellos, no la situación, los que han negado la Historia. La Historia nos dice que los sindicatos han sido siempre una fuerza independiente que se distinguía de los partidos políticos y se negaba a someterse a ellos. Sin embargo, desde 1982, con la primera victoria del PSOE, se inicia un lento proceso, que a mí me parece es posible que fuese diseñado y ejecutado desde el partido, para darle la vuelta a esa situación. Felipe González quería, no sé si una UGT sometida al PSOE; pero sí, desde luego, un PSOE con vida propia que pudiera pasar de la UGT si fuese necesario. Sólo así podía abordar la reconversión industrial, que él sabía absolutamente necesaria. La situación hizo crisis en 1986, con la reforma de las pensiones. Nicolás Redondo renunció a su acta de diputado. El gobierno aguantó el tirón. Y pasó lo que en el poema de Cervantes: fuese... y no hubo nada.

El terreno de cuándo han ganado y perdido los sindicatos es un terreno totalmente opinable. Mi opinión particular es que el sindicalismo español muestra, históricamente, cierta torpeza a la hora de plantear las huelgas generales. Fracasó en 1917, aunque cabe decir que, muy probablemente, no era su objetivo ganar, sino quedarse donde se quedó, demostrando su fuerza. Fracasó en 1934, aunque es mal ejemplo, porque aquello no fue una huelga, sino un golpe de Estado, que son cosas distintas. Triunfó en el 62, movida que yo considero una huelga general encubierta de tomo y lomo, porque el franquismo hubo de doblar la cerviz, a su manera, ante el empuje sindical, y permitir la negociación colectiva, aunque fuese a la remanguillé. ¿Triunfó el 14-D? Vale, dejaron a toda España sin tele a las doce en punto y al día siguiente no fue a currar ni Peter, pero, exactamente, ¿qué pararon? ¿Pueden decir, como los estrategas del 62, que consiguiesen virar el rumbo que llevaba el gobierno? Más bien no; a medio plazo, no.

Repásese, de todas formas, la lista. La mayoría de huelgas generales sindicales han sido huelgas políticas, porque los sindicatos ni saben, ni quieren, renunciar a ese papel plus, como de movimiento de alta calidad, que la vida social española les otorga. Y se han emborrachado del dicho mecanismo. Desde 1982, en Alemania han gobernado: Helmut Kohl, Gerhard Schröder y Angela Merkel. Francia (primeros ministros): Pierre Mauroy, Laurent Fabius, Jacques Chirac, Michel Rocard, Édith Cresson, Pierre Bérégovoy, Édouard Baladour, Alain Juppé, Lionel Jospin, Jean-Pierre Rafarin, Dominique de Villepin y François Fillon. Italia: Giuliano Amato (2 veces), Carlo Azeglio Ciampi, Silvio Berlusconi (3 veces), Lamberto Dini, Romano Prodi (2 veces), Massimo D'Alema y Mario Monti. Son, pues, tres países en los que han gobernado, en treinta años: tres, doce y  siete primeros ministros diferentes.

¿Cuántos de ellos han sufrido huelgas generales?

En España son todos.

Jugando, jugandito, a ser un poder dentro del poder, era sólo cuestión de tiempo que alguien les hiciese caso. Si Felipe González fue el socialista que quiso poner terreno entre él y los sindicatos, José Luis Rodríguez Zapatero fue el socialista que se propuso gobernar con ellos. Los sindicatos, presa de esa ebriedad de lo inmanente, se dejaron querer y, para cuando el poder político se convirtió en eso que la sociedad española odiaba, ya no podían desligarse de él.

Es en este sentido en el que yo interpreto la enorme, casi exagerada violencia estructural con que quienes arremeten contra los sindicatos a su izquierda lo hacen. Lo que a los líderes sindicales les descoloca más, probablemente, es esta virulencia proveniente del bando indignado; y es así porque no entienden que es a ellos, a los indignados, no desde luego a las personas de clase alta, a las que el maridaje sindical con el poder político ha dejado huérfanos. Los otros rincones de la sociedad española que se sienten malquistos con los sindicatos tienen otros cauces para eclosionar; pero los que, teóricamente, se habían quedado sin ellos hasta el 15M famoso, son los seguidores de éste.

La huelga general del 29, por todo esto, podría ser histórica. Histórica, en el sentido de borrar del panorama la función que los sindicatos han venido cumpliendo hasta ahora en España, desde hace cosa de un siglo.

La cuestión es qué pinta tendrá lo que venga detrás.

lunes, marzo 12, 2012

Hanna Reitsch





El 29 de marzo próximo, supongo que sin alharaca ninguna, se cumplirán cien años del nacimiento de una mujer de elevado mérito: Hanna Reitsch, la primera mujer en la Historia que recibió la Cruz de Hierro de primera clase del ejército alemán, y el último aviador que aterrizó en Berlín antes de la definitiva caída de la ciudad a manos de los aliados.

Hanna Reitsch nació, efectivamente, el 29 de marzo de 1912, en la ciudad silesia de Hischberg. Era hija de un prusiano y una tirolesa. Su padre era médico oftalmólogo. En 1931, terminado el bachiller, su padre quiere que inicie sus estudios de medicina, con la intención de que se vaya a África a ejercer. Pero la hija quiere volar, lo cual genera bastantes discusiones en el seno familiar, por considerar los padres que eso de volar no es un oficio serio; menos aún cuando quien quiere ejercerlo es una mujer. Sin embargo, la hija se pone tan pesada que, finalmente, sus padres le autorizan a tomar cursos de vuelo a vela. A los 20 años, se saca la licencia de piloto de vuelo con y sin motor. A partir de ahí, durante dos años, compagina su afición a volar con los estudios de medicina. Sin embargo, en 1934 abandona los estudios y parte a Kiel, donde su hermano es oficial de marina. Es allí, en Kiel, donde comienza a hacerse famosa en el país por hacer la proeza de atravesar una tormenta con su avión sin sufrir daños. Acto seguido, y por iniciativa de unos productores cinematrográficos, ameriza un avión sin motor en la superficie de un lago. A partir de ahí, se convertirá en lo que hoy denominamos un personaje mediático. Tras sendas expediciones aéreas, en Latinoamérica y Alemania, se convierte en la primera mujer alemana que es autorizada a ingresar en la escuela oficial de navegación aérea.

En Lisboa, en 1935, se produce su primera demostración aérea internacional, después de que Reitsch haya sobrevolado Francia, Suiza y España. Sus proezas se convierten en hechos de conocimiento mundial. Ese mismo verano, es designada para realizar las pruebas de un nuevo planeador, el Seeadler (albatros), que ha de ser capaz de amerizar. Las pruebas se realizan con éxito en el lago Constanza. En mayo de 1937, toda la prensa europea publica la gesta de cinco aviadores alemanes que han atravesado los Alpes en planeador. Uno de ellos es Hanna Reitsch. El Salzburgo, durante los juegos aéreos internacionales, recibe el rango de capitana de aviación; es la primera mujer alemana es conseguir tal cosa.

Hanna Reitsch era, probablemente, el mejor aviador con que contaba el ejército alemán. De largo. Además, su escasa estatura, bajita y delgada como un jockey de carreras, le permitía meterse en cualquier parte y volar prácticamente en cualquier circunstancia. Sin embargo, el Estado nazi, siendo como era fuertemente sexista, nunca habría permitido que formase parte de los combates de la futura guerra; aunque al final, como veremos, tendrá que ser así. Por eso, en septiembre de 1937, es destinada a la base aérea de Rechlin, como piloto de pruebas. Allí pilotará, entre otros, diversos prototipos de los famosos Stukas y, también, comenzará a interesarse por los helicópteros, vehículos entonces menos desarrollados.

El 27 de marzo de 1941, la capitana Reitsch es presentada al jefe de la Luftwaffe, mariscal Hermann Göring, que ha de entregarle algunas condecoraciones que ha ganado como piloto de pruebas. El mariscal espera impaciente en su mansión, pero la invitada no llega, hasta el punto que Göring llega a preguntar, malquisto, si no se estará haciendo de rogar o será una maleducada. En realidad, lo que pasa es que Reitsch está esperando en la puerta de la casa, porque el servicio no se puede creer que alguien como ella sea la famosa aviadora. De hecho, cuando finalmente la entran a la presencia de Göring, éste apenas acierta a decir: “Pero… ¿es posible que algo tan pequeño pueda volar? ¡No lo puedo creer!”

Como se ve, el respeto a la mujer no era el fuerte de los nazis.  

Al día siguiente, se celebró una recepción, pero en la Cancillería, es decir frente a Hitler. En realidad, es la segunda vez que Reitsch ve a Hitler, pues también participó en la ceremonia de Salzburgo, cuando fue nombrada capitana. En esta ocasión, el Führer le impone la Cruz de Hierro de Segunda Clase, hasta entonces sólo concedida a una mujer en la Historia de Alemania.

Mientras la guerra continúa, Hanna Reitsch es designada como probadora de los distintos modelos de Messerschmitt. De hecho, probando el Me 163 se producirá un grave accidente, pero ella, en lugar de tratar de salvarse, decide pilotarlo, con el objeto de que el prototipo quede lo menos dañado posible. Finalmente, lo aterriza en un campo, no sin sufrir graves heridas: seis fracturas craneales, y la nariz rota. Pasa cinco meses entre la vida y la muerte, en el hospital de Ratisbona.

Algunos días más tarde del accidente, se le concede, oficialmente, la Cruz de Hierro de Primera Clase, una condecoración que jamás una mujer había obtenido antes.

Tras su estancia en el hospital, a Hanna Reitsch le queda una secuela bien jodida para un aviador: vértigo. Tiene vértigo incluso yendo en coche. Así pues, debe ejercitarse subiendo al tejado de la casa donde reside para lograr vencerlo.

En noviembre de 1943, Reitsch se desplaza a Orcha, en el frente oriental de la guerra, reclamada por el general Von Greim. El 28 de febrero de 1944, de nuevo es llamada a Berlín, a la presencia de Hitler, para recibir su Cruz de Hierro. En ese encuentro se habla de la probabilidad de construir aviones suicidas, al estilo de los kamikaze japonés; sin embargo, Hitler considera esa solución prematura e innecesaria, por considerar que la situación bélica de Alemania no es tan desesperada. Sin embargo, Reitsch acabará trabajando en el diseño de los famosos V1, que habrían sido, en realidad, aviones suicida (sobre todo la tercera versión, que por no tener, ya no tenía ni tren de aterrizaje). La guerra, sin embargo, terminó antes de que las pruebas se pudiesen hacer.

A finales de 1944, pasa de nuevo varias semanas en el hospital, herida tras un ataque aéreo.
El 25 de abril de 1945, Reitsch se encuentra de misión en Kitzbühel, localidad austriaca bien conocida de los aficionados al esquí. Su misión es localizar lugares susceptibles de ser usados como campos de aterrizaje para el traslado de heridos. Sin embargo, muy poco después de haber llegado recibe un telegrama del general Von Greim, quien le ordena presentarse en Munich para ejecutar una orden especial y excepcional.

El Führer ha llamado al general a su despacho. Lo ha hecho, previsiblemente, para nombrarlo jefe de las fuerzas aéreas en lugar de Hermann Göring, en quien Hitler ya no confía después de que el pígnico dirigente nazi haya intentado tomar las riendas del Reich medio a las espaldas de su jefe. Sin embargo, para entonces Berlín, en su mayoría, está ya tomado por los rusos, y las pocas aeronaves que conserva la Luftwaffe ni se atreven a acercarse. Sólo hay un aeropuerto, el de Gatow, en manos alemanas, y para eso está seriamente bombardeado por la artillería rusa, situada ya a un tiro de lapo.

El 26 de abril, a las cuatro de la madrugada, un Junker 188 aterriza en el campo de Rechlin, sede del Estado Mayor de la Luftwaffe-Norte. Hace 48 horas que ningún avión ha partido para Berlín. Para colmo, el vehículo más propio para la misión, un helicóptero, ha sido destruido en un bombardeo. Por ello, el viaje debe hacerse en un caza biplaza, el Focke-Wulf FW 190. Von Greim va delante pilotando y Hanna Reitsch detrás, de copiloto. El lugar reservado a ella es tan pequeño que no puede ni entrar ni salir de la carlinga sin ayuda de terceros.

Treinta minutos de vuelo, tras los cuales el avión baja el morro. El avión aterriza en Gatow sin heridos. Desde el aeropuerto, Von Greim habla con la cancillería, donde se le informa de que Hitler quiere hablarle como sea, en persona. El general se vuelve a su copiloto y le musita: “Befehl ist Befehl”. Órdenes son órdenes. Luego descarta acercarse por tierra, y decide hacerlo por el aire, aterrizando junto a la Puerta de Brandenburgo. Despegan en un Fieseler-Storch hostigado por la artillería soviética.

El general Von Greim, que va a los mandos, vuela a escasos metros del suelo, por lo que los soviéticos, a su paso, le disparan incluso con sus fusiles y pistolas. Repentinamente, el general deja escapar un grito y se encoje; le han alcanzado. Desde detrás, Hanna Reitsch se yergue como puede y, por encima de los hombros de su mando, agarra, con una mano el “palo de escoba” (el timón) y con la otra la llave del combustible. Así, llevando el avión un poco como míster Bean, lo aterriza en el lugar acordado, en la Puerta de Brandenburgo.



¿Era Hanna Reitsch una devota nazi? El biógrafo más documentado que yo he logrado encontrar, la francesa Patricia Lechevrel, asevera que no, con un tono casi de sentirse ofendida por la duda. Sin embargo, creo que ésta es una teoría difícil de sostener. Hanna Reitsch es, probablemente, uno de esos alemanes supervivientes de la segunda guerra mundial que han construido, o para los que se ha construido, un pasado algo más edulcorado que el real. Lo cierto es que alguien que abraza con la ausencia de reparos con que lo hizo ella el proyecto de pilotar aviones suicidas, difícilmente puede ser una persona de escasos perfiles ideológicos.

En todo caso, Hanna Reitsch estuvo presa del ejército americano poco más de un año. Siendo como era una persona cuyo único acto de guerra fue aterrizar un avión por encima de las espaldas de un anciano herido, era lógico que la soltaran, y eso hicieron en noviembre de 1946. Aunque no se volvió a subir a un avión hasta 1952, año en el que Alemania fue autorizada para volar de nuevo.

Ese año de 1952, Madrid es la sede de los campeonatos del mundo de vuelo sin motor, en los que participa Hanna Reitsch, que entonces tiene ya 40 años, y gana la medalla de bronce. En 1959, es huésped en India del presidente Pandit Nehru. De 1962 a 1966, participa en la construcción de una escuela de vuelo en el país africano de Ghana, proyecto que queda cercenado por la caída en desgracia de Kwame Kkumah. En 1968, parcipa en los campeonatos alemanes de helicóptero y en 1970 obtiene el récord de vuelo femenino en helicóptero, sobre los Alpes austríacos.

En septiembre de 1971, apenas dos años antes de morir, todavía obtuvo el campeonato mundial de vuelo en helicóptero.