A menudo, los ciudadanos del hoy no nos damos cuenta de que las cosas no fueron siempre como son ahora y que, en consecuencia, algunas cosas que hoy parecen de gran sencillez, en el pasado fueron enormemente complejas.
Una de esas cosas es el reconocimiento de los delincuentes. En un mundo sin fotografía, sin cámaras ni huellas dactilares, los policías solían pasar, nos dicen las crónicas, horas enteras en las cárceles, observando a los presos ya trincados. Partían de la base de que aquellos delincuentes, con probabilidad, delinquirían de nuevo tras salir del maco y, por eso, era importante memorizar sus rasgos.
Hasta hace un par de horas, históricamente hablando, todo lo que tenían los investigadores de los crímenes para resolverlos era las pruebas; y no siempre en las mejores condiciones. A decir verdad, si de antiguo se ha desarrollado la inteligencia del ser humano para delinquir, también lo ha hecho aquélla que sirve para luchar contra el crimen. Un libro chino del siglo XI nos cuenta la historia de un hombre que tuvo que investigar un asesinato en una zona rural. Al pie de una carretera, hizo reunir a todos los jornaleros de la zona, que acudieron con sus hoces en la mano. Entonces les dijo que colocasen la hoz en el suelo, delante de sus pies, y esperó. A los pocos minutos, las moscas que por ahí pululaban volaban sobre una de las herramientas; aquélla que se había manchado con la sangre del finado, sangre de la que, a pesar de haber lavado la hoja el asesino, quedaban trazas suficientes como para que las moscas las oliesen.
Así pues, la investigación de los crímenes siempre ha tenido sus desarrollos; pero qué duda cabe que poder utilizar las características personales de los sospechosos para trincarlos es una ayuda de primer nivel que, en ausencia de testigos directos, no se ha podido usar hasta hace bien poco tiempo.
La invención de la fotografía mejoró las condiciones de los que persiguen a los malos; aunque no del todo, porque todo el mundo sabe dejarse la barba, o cortársela. En realidad, el primer paso serio hacia la correcta identificación de los delincuentes lo dio un oscuro policía, un funcionario de despacho, llamado Alphonse Bertillon.
Bertillon era, ya lo hemos dicho, un rata. Uno de ésos tipos cuyo trabajo consiste en anotar constantemente datos relacionados con las detenciones que otros hacían en la calle. Poco a poco, el meticuloso Bertillon se fue dando cuenta de que los datos que de las personas se anotaban en las fichas eran tan genéricos, tan inespecíficos, que resultaba imposible usarlos para identificarlos. Al mismo tiempo, se fue fijando en algo que también es bastante evidente para una persona observadora: las personas, en realidad, somos distintas. Todos, o casi todos, tenemos signos físicos distintivos que nos distancian de los demás. Todo lo que hay que hacer es correcta notaría de su presencia.
Ante el escepticismo, si no la burla, general, Bertillon obtuvo de sus superiores permiso para comenzar a medir y anotar las características personales de los detenidos. Así, por su cuenta y riesgo, comenzó a tallar a los delincuentes, a medir su distancia de hombro a hombro, el perímetro de sus cabolos, el perímetro torácico, la longitud de manos y pies... Muy bien dotado para las matemáticas, Bertillon comenzó a estudiar las identificaciones, similitudes y correlaciones existentes entre los centenares de datos que fue acopiando, hasta descubrir que la adecuada combinación de características corporales nos convierte a cada uno de nosotros en una pieza única. Más en concreto, en el informe que elevó a sus superiores decía haber calculado que, si las personas son clasificadas según once medidas diferentes del tipo de las citadas, la probabilidad de que dos personas tengan las mismas es del 0,000238589%.
A finales del siglo XIX, un anarquista aterrorizó París, cometiendo diversos atentados, para lo cual se escudaba en utilizar dos identidades distintas. A ratos era un tal Ravachol, a ratos un tal Königstein (éste era su apellido real; a pesar de ser francés, François Claudius Königstein era hijo de holandés). Pero fue el método Bertillon, mediante la medición en momentos diferentes de ambos "personajes", el que permitió establecer que eran la misma persona y, consecuentemente, resolver el caso. A partir de ese día, la antropometría como método de lucha contra el crimen estuvo razonablemente aceptada en la policía francesa, venciendo con ello la natural resistencia de los policías de calle, que siempre han tendido a ver la labor de oficina como tiempo perdido.
En paralelo a estos trabajos, en 1877 un funcionario británico destinado en la India, de nombre William J. Herschel, enviaba un oficio a sus superiores en el que, por primera vez en la Historia, defendía el uso de las huellas digitales para la identificación de las personas. En su escrito, Herschel confesaba que llevaba veinte años solicitando de todas las personas que entraban en su oficina a solicitar documentos oficiales que imprimiesen la huella entintada de su dedo, y había ido creando centenares de fichas con esas impresiones. Afortunadamente, no se encontró con la Agencia Española de Protección de Datos Personales, porque de lo contrario le había metido un puro que te cagas. En realidad, todo lo que había hecho el inglés era fijarse en que los comerciantes chinos de la zona tenían por costumbre firmar contratos con el pulgar.
A base de estudiar sus fichas, Herschel acabó por darse cuenta de que las líneas de las huellas dactilares nunca son las mismas. Como confesaba en su escrito, comenzó a aplicar sus conocimientos, y rápidamente comenzó a detectar fraudes entre los indios que acudían a su oficina a pedir subsidios, los cuales solían aprovecharse de que los blancos les viesen a todos iguales, y se suplantaban unos a otros. El funcionario inglés, sin embargo, no consiguió interesesar a las autoridades bengalíes.
En esos mismos tiempos, el profesor y arqueólogo aficionado Henry Faulds, que residía en Tokio, encontraba unos vasos antiguos de arcilla y, al clasificarlos, cayó en la cuenta de que tenían impresa la huella de un pulgar; evidentemente, la firma del autor. Esto le llevó a estudiar las huellas dactilares con la misma metodología que Herschel, con la diferencia de que él puso sus conocimientos en práctica. Un vecino suyo, en efecto, fue robado en su casa y, conocedor de la afición del profesor, le enseñó una huella dactilar que había quedado grabada en una pared de la casa. Faulds la guardó y, cuando un sospechoso fue detenido, imprimió su huella y anunció, ante el escepticismo general, que el detenido no era el ladrón. Finalmente, el verdadero ladrón fue encontrado, demostrándose así la pertinencia del método.
Herschel y Faulds son, por lo tanto, los descubridores de la singularidad de la huella dactilar humana, aunque, que yo sepa, aun a día de hoy se discute sobre cuál de los dos exactamente fue el primero. Sin embargo, su descubrimiento permaneció en el terreno de la especulación durante algunos años más. Fue otra persona quien implantaría la metodología: Francis Galton, que era primo hermano de Charles Darwin y, como él, estaba muy interesado por todas las cuestiones relativas a la evolución y las características de los seres vivos.
Cuando conoció los primeros avances de la dactiloscopia, Galton se obsesionó con el tema. Realizó ampliaciones fotográficas de miles de huellas distintas, que estudiaba constantemente. Lo que buscaba era dar un paso que ni Herschel ni Faulds habían intentado: una sistematización de las diferencias entre las huellas, sin la cual, obviamente, el método no es útil para algo como la investigación policial, que necesita razonables dosis de inmediatez. Tras consumir centenares, si no miles, de horas en la contemplación y anotación de sus fotografías, finalmente, concluyó que existían cuatro tipos de diseños de huella dactilar humana. Su obra sobre la materia data de 1892, aunque tiene la desventaja de que el método de trabajo con las huellas que propone es notablemente farragoso, especialmente para un mundo sin ordenadores. Hacía falta el concurso de alguien menos teórico.
Como leo en los comentarios que os va la marcha, aquí podéis ver una obra sobre Galton, aunque centrada en otros conceptos, porque sir John, en realidad, estaba obsesionado con los temas de herencia darwinianos, así como con las implicaciones estadísticas de su estudio.
Pero acabamos de decir que hacía falta una persona con un punto de vista más pragmático. Ese alguien fue Edward Henry, quien en 1896 era inspector de la policía británica en Bengala. En dicho año, durante un viaje a Londres, Henry, que era un convencido de la antropometría y la dactiloscopia, y las usaba en su comisaría, conoció a Galton, quien le explicó su método. El policía se planteó simplificarlo, y fruto de esa labor es la segmentación de las huellas en cinco diseños: arco, bucle interno, bucle externo, verticilo y verticilo con doble bucle; cada uno de ellos representado por una letra. Asimismo, estableció una serie de puntos fijos dentro de la huella, y contó las líneas que cruzaban las rectas trazadas entre ellos. Contaba, por lo tanto, con dos datos (la letra, que definía el diseño; y el número de rayas atravesadas por los segmentos); por lo tanto, con sólo dos elementos podía ponerle nombre a las huellas.
En 1898, el método Henry identificó, por sí solo, a 345 delincuentes; al año siguiente, 570. El gobierno de Su Majestad quedó impresionado, hasta el punto que llamó a Henry a Londres, donde lo nombró Jefe del departamento de Encuestas Judiciales de Scotland Yard. La celebérrima condena, en su tiempo, de los hermanos Stratton (1905) disipó finalmente todas las dudas e implantó la metodología en los servicios policiales británicos.
Esta pequeña y breve historia es, pues, el triunfo de los ratas. El momento en el que la vida policial y la lucha contra el crimen da un paso más allá y se da cuenta de que estar en la calle no es todo lo que se puede hacer contra el crimen. La buena imagen siempre se la llevan las personas activas. Si le preguntamos a cualquier persona si conoce a un arqueólogo (real o de ficción), es probable que los suficientemente friquis citen a Howard Carter; pero, sin duda, el ejemplo es Indiana Jones. Los arqueólogos, sin embargo, saben bien que su vida se compone, fundamentalmente, de largas horas sobre la mesa de un despacho o de un museo, catalogando y estudiando piezas; a menos que sean aficionados a las parafilias sexuales, rara vez utilizarán el látigo.
Con la policía pasa lo mismo. La imagen guay del poli, hoy y hace 150 años, es la del tipo que persigue a los malos en la calle, y los pone en vereda. Pero quienes realmente hicieron avanzar la criminología no fueron ellos. Fueron tipos oscuros, de aspecto y modos funcionariales, ratas de despacho.
Y ni siquiera ponían los brazos en jarras tras calzarse las gafas de sol, como el insoportable Horatio Caine.