En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un
interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las
maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento
le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito,
sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos,
se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al
borde de un cisma. El emperador, sin embargo,
supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido
por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y
volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a
hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que
descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas,
el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque
no sin dificultades.
El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo
de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio
bajo el control de sus legados.
El concilio recomenzó con un
fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la
residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron
la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa
recuperase el control sobre el concilio.
Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo,
por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino
en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador
se echó atrás; incluso a pesar de
la oposición de su sobrino el rey de España.
El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque
una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia.
La discusión comenzó y se atoró ya
en el primer canon, a la hora de decidir sobre la elección de los
obispos. Lorena capitaneó toda una línea de opinión que abogaba
por retirar completamente al Papa del proceso electivo. Los debates
subieron de tono al llegar al cuarto canon y el asunto de los obispos
titulares, a los que Lorena llegó a apelar de “monstruos”.