lunes, marzo 27, 2023

El otro Napoleón (13): Todo por una entrepierna

 Introducción/1848

Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 

La inquietud primaria que presentaba en Europa la restauración imperial tenía que ver con el Congreso de Viena. Exactamente que, algunos años más tarde, en España sería un exitoso (y finalmente fallido) motto político el concepto de “nunca más un Borbón en el trono de España”, el Congreso de Viena había establecido con claridad que nunca se permitiría que Francia estuviese al mando de un Bonaparte. Por lo tanto, para los países europeos el primer problema que se planteaba era realizar, o no, la plena aceptación del régimen francés pues, como hemos visto, en estricta obediencia de los pactos vieneses, no sólo no podían hacerlo sino que debían combatirlo.

Rusia, Prusia y Austria, las tres grandes monarquías continentales, estaban todavía unidas por la Santa Alianza. Este tema, por lo demás, preocupaba sobremanera a Napoleón. Recién ocurrido el golpe de Estado, el emperador decidió enviar a alguien de su confianza a sondear a las principales testas coronadas sobre su tema. Eligió a uno de sus senadores vitalicios, el barón Georges-Charles de Heeckeren d'Anthès; hombre que es más conocido en la Historia por haberse cargado en un duelo a su cuñado, el poeta ruso Pushkin. En Austria, el canciller Karl Ferdinand von Boul le vino a decir que ellos no se metían, pero que más le valía a Napoleón no equivocarse. En Berlín, el enviado francés fue recibido con frialdad. La peor de las visitas fue la de San Petesburgo, donde el zar Nicolás, claro partidario del status quo de 1815, se mostró claramente hostil al restablecimiento del Imperio.

Francia, sin embargo, encontró pronta neutralidad, cuando no directa comprensión, entre los Estados de menor tamaño. En Cerdeña, el rey Víctor Emmanuel fue el primero de todos y después llegaron Dos Sicilias, Suiza, Bélgica y muchos principados alemanes. Asimismo, el golpe despertó pronto la solidaridad de los ingleses, puesto que la reina Victoria, siempre amante del orden, estaba muy preocupada por los graves disturbios en los que había estado implicado el país. Para reconocer el régimen francés, la reina Victoria, de forma bastante precisa por otra parte, se apoyó en el hecho de que Napoleón no había llegado al poder imperial mediante la herencia de una condición tal, sino por deseo del pueblo francés.

Con todo, a pesar de la oposición cerrada rusa, San Petesburgo quedaba muy lejos. El verdadero problema de Luis Napoleón era la hostilidad indisimulada de Federico Guillermo, el rey de Prusia. Aparte de tener un rechazo personal, tan intenso como justificable, hacia todo lo que tuviese relación con la familia Bonaparte, Federico Guillermo temía que el cambio de cromos en París pudiese provocar un nuevo desequilibrio europeo. Concretamente, el rey de Prusia temía que un Imperio francés suficientemente fuerte tratase de extender sus alas hacia Bélgica. Por esta razón, propuso inmediatamente a Inglaterra, Rusia y Austria la formación de una alianza defensiva. Sin embargo, ni Viena ni San Petesburgo consideraron que el peligro que los prusianos veían tan cercano fuese siquiera posible. De hecho, Rusia terminó por reconocer el Imperio francés, aunque arrastrando el escroto. El gesto ruso acabó provocando la misma aceptación formal en Berlín y en Viena.

Consolidado el II Imperio francés, el Senado, verdadera cámara legislativa del régimen, tuvo que ponerse manos a la obra en la construcción de una dinastía. La conversión de Francia en un II Imperio había colocado la corona imperial sobre las sienes de su actual detentador, pero también de sus descendientes. Y ahí estaba el problema.

En ese momento, Luis Napoleón no estaba casado. Así las cosas, al establecerse legalmente la línea de sucesión, las reglas sucesorias francesas, basadas en la Ley Sálica, colocaban en primer lugar al emérito Jerónimo. Jerónimo, sin embargo, era un viva la Virgen, y ni siquiera ése era el peor de los problemas. El peor de los problemas era que, automáticamente, quien tenía más posibilidades de heredar la corona, por la mera labor del tiempo, era Napoleón, su hijo; un tipo al que los conservadores políticos del Imperio consideraban demasiado cercano a las fuerzas demagógicas del país. Con fecha 26 de diciembre de 1852, el emperador reguló finalmente la sucesión en favor de su tío y su primo; si bien tenía entonces el lógico deseo de darle a Francia su propio heredero.

Es por esta razón que el emperador tenía prisa en casarse. La verdad, teniendo ya 44 años, el tema lo había dejado demasiado tiempo. Por ello, solicita la mano de la princesa Carola de Vasa, miembra de la casa de Holstein-Gottorp; así pues, si estáis atentos en clase, ya deberíais saber que integrada en la casa real sueca. Como hija de Luisa Amelia Estafanía de Bade, la churri de Gustavo de Suecia, Vasa era sobrina lejana del propio emperador, pues Luisa y Luis eran primos. Sin embargo, este proyecto no gustó nada en Viena, que lo vio como una ocasión de levantar una alianza franco-escandinava contraria a sus intereses geopolíticos; y, consecuentemente, la archiduquesa Sofía, o sea la mamá de Francisco José, comenzó a dar por culo en modo experto hasta que consiguió que los suecos se hiciesen los ídem. Parece ser que, también, había por medio celos propios de grandes casas reales. La archiduquesa, por mucho que el título tuviese poca eficacia, siempre había querido que alguno de sus hijos fuese rey de Romanos y, ahora, con la llegada de Napoleón al trono imperial, máxime si ponía una pica en Escandinavia, esa posibilidad se alejaba.

Así las cosas, Morny se puso a pesar en otro lago de tías. Comenzó una negociación con el príncipe de Hohenlohe-Langenburg, Ernesto, que tenía muchos contactos con la familia real inglesa, más que nada porque fue cuñado de la reina Victoria. Se le propuso el matrimonio del emperador con su hija Adelaida. Este proyecto, sin embargo, se encontró con la oposición de la reina Victoria. No se trata en este caso que la reina inglesa temiese un fortalecimiento de Francia, sino todo lo contrario. Su oposición venía de que la reina, como buena pariente, quería lo mejor para la niña, y tenía sus dudas de que aquel matrimonio fuese lo mejor, puesto que pensaba que el Imperio no duraría mucho (en realidad, yo creo que tenía razón y que le fue mucho mejor como duquesa consorte de Schleswig-Holstein). Para entonces, además, las cabezas mejor informadas de Europa sabían ya que Napoleón andaba rondándole a una bella española llamada Eugenia de Montijo.

En realidad, Napoleón, en el momento en que estaba buscando pareja estable y oficial, ya había tenido hijos, sólo que ilegítimos. Se le atribuían, con bastante más que seguridad, dos que le habrían nacido durante su cautiverio en Ham de sus relaciones con Eléonore Vergeot, popularmente conocida como La Belle Sabotière; y uno más fruto de su relación con una dama inglesa, Miss Harriet Howard. En el marco de esas labores de picaflor, acabó fijándose en la condesa de Teba, perteneciente a la alta aristocracia española que, por aquellos tiempos, estaba viajando por Europa, de balneario en balneario, en compañía de su madre. Tenía 27 años, hablaba cuatro idiomas, tenía una conversación bastante amplia y, por último, era católica a macha martillo. La familia más cercana al emperador le animó a convertirla en su amante; la idea de los franceses, siempre tan proclives a valorar lo español como una puta mierda, era que el matrimonio con aquella mujer no merecía la pena. Luis Napoleón, sin embargo, tenía un punto muy rijoso; le pasaba como a esos hombres que piensan con el pene, que cuanto más se le resiste una pieza, más la desean; y Eugenia le dejó bien claro desde el primer momento que en su entrepierna se entraba en compañía de un arzobispo, porque sus convicciones religiosas no le permitían otra cosa.

Así las cosas, en un tiempo en el que las Montijo pararon en Fontainebleau para tomar las aguas, allí que apareció Luis y se le declaró a la Euge. Ella respondió con evasivas. Esto había pasado antes de proclamarse el Imperio; pero después del golpe de Estado, Luis presionó todavía más para obtener el casorio que deseaba (aunque, en realidad, lo que quería era follársela). Abandonó, ciertamente, sus promesas durante un tiempo, mientras Morny trataba de buscarle otra dote; pero el fracaso del proyecto nucleado alrededor de Adelaida de Hohenlohe terminó de convencerlo. El 31 de diciembre de 1852, en el soberbio baile de las Tullerías para despedir el año, le confirmó a las Montijo sus intenciones; especialmente a la madre, la condesa, que era la que verdaderamente cortaba el bacalao. Al parecer Eugenia, para saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar su rijoso pretendiente, fingió o tal vez se quejó de un incidente real que habría tenido con la mujer del ministro de Instrucción Pública, la señora de Fortoul; lo que obtuvo la dejó probablemente muy tranquila, puesto que Napo se puso totalmente de su lado. Horas después a Napoleón lo visitó Alexandre Florian Joseph Walewski, conde Colonna-Walewski, probable pariente del emperador pues siempre se dijo que era hijo de Napoleón I y sus frotamientos con Maria Walewska, pero que, en todo caso, era el embajador en Londres del Imperio. Walewski tenía miedo de que un casamiento del emperador con alguien demasiado cercano a Londres pudiera interpretarse en Europa como una nueva alianza con Inglaterra. En esa conversación, Luis Napoleón le dijo a su embajador que su decisión era casarse con Adelaida de Hohenlohe, pero que si ese plan no salía, se casaría inmediatamente con Eugenia de Montijo. La española, pues, era su Plan B, por así decirlo.

Tanto Napoleón como Walewski esperaban que la reina Victoria se negase al matrimonio de Adelaida; y así fue. Convenció a su protegida de que, por muy brillante que fuese la posición presente de su pretendiente francés, no tenía garantizada ninguna estabilidad futura casándose con él. Así las cosas, desde el 8 de enero, plenamente informado de las novedades en Londres, el emperador toma partido claramente. Inmediatamente, se presenta una rebelión dentro de su gobierno. Drouyn de Lhuys, Persigny y Fortoul amenazan con dimitir si no se casa con una mujer de sangre principesca. Pero Napoleón permanece impasible el francés. El 13 de enero, Mocquard, el mayordomo mayor del emperador, sale de las Tullerías con una esquela para la condesa de Montijo solicitándole la mano de Eugenia.

La noticia cae muy mal en las cancillerías europeas. En Francia, la Bolsa se desploma. Los grandes nombres franceses reciben a la española con esa superioridad moral que los franceses siempre han tenido por todo el resto del mundo, pero que reservan en sus versiones más intensas para lo español. Los políticos legitimistas son los que más ácidos se muestran, acostumbrados como están a que sus reyes se casen con lo mayor de lo mayor y, todo lo más, envíen a reinar a España a segundos o terceros hijos, o hermanos menores. Un emperador de Francia, un hombre que podría casarse si quisiera con una descendiente directa de la Virgen si por ahí hubiese una, casándose con una española. ¿Qué será lo siguiente? ¿Admitir que un Pata de Mulo es veinte veces más sabroso que un puto Camembert?

Al francés medio, sin embargo, el tema le cae en gracia. A la gente siempre le han gustado las historias románticas. Y en el puñetero ecuador del siglo más romántico de la Historia de la Humanidad, pues ya me diréis. París, de repente, está petado de Carlotas Correderas que dicen haber intimado alguna vez con la bella española. Y en los mercados, las lavanderías y los burdeles de París, la historia del emperador casado por amor arrasa. El matrimonio es anunciado y declarado el 22 de enero, en las Tullerías, ante el Senado, el Cuerpo Legislativo y el Consejo de Estado. La ceremonia mesmeriza a los parisinos; pero en el momento en que el Ayuntamiento de París le ofrece a Eugenia 600.000 francos para comprarse una joya de diamantes y ella lo rechaza amablemente, solicitando que el dinero se distribuya entre los pobres, ya es la locura. ¡La española tiene corazón! Toda una novedad, hay que reconocerlo, para un francés.

Euge, en todo caso, no quería casarse. Yo creo que a ella ese señor no le gustaba y, demás, encontraba París un lugar bonito, pero envarado y repleto de gilipollas (cosa en la que no ha cambiado, la verdad). Sin embargo, entre su madre y su entorno español la convencieron, porque, la verdad, sabían que no se iba a ver en otra como aquélla. Pero hay que entenderla. A ella, aquel señor, veinte años mayor que ella, con unos antecedentes de picaflor bastante importantes (nunca olvidemos que Francia inventó la dinastía Borbón); aquel señor, digo, no le gustaba una mierda. Se casaron el 30 de enero de 1853; pero aquel día, tenedlo por seguro, Eugenia de Montijo hubiera preferido mil veces estar en Madrid, en cualquier mansión de aristócratas amigos, tomando chocolate.

Cuando llegó el momento de echar a andar el matrimonio, comenzaron los problemas. Napoleón quería a Eugenia rodeada de una Corte de mujeres de la alta sociedad francesa. Pero no fue posible, porque los pares de Francia, y las paras, le hicieron el vacío a la española. Así las cosas, la Corte de Eugenia se montó con las churris de las personas cercanas al Imperio, como la duquesa de Bassano (Pauline Marie Ghislaine) o la princesa de Essling (Anne Debelle) o el conde Tascher de la Pagerie (Charles Joseph Louis Robert Philippe). La mayor parte de estas y otras damas de menor jaez eran ya amigas de Eugenia antes del braguetazo. Fue el esforzado Equipo A que se tuvo que enfrentar al vacío prácticamente total que tanto los legitimistas como los orleanistas le hicieron a aquel matrimonio.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario