miércoles, octubre 17, 2012

La negociación colectiva nació en Flandes

Los tercios de Flandes son una de esas cosas de la Historia de España de las que todo el mundo ha oído hablar alguna vez. Normalmente para mal porque, dentro de esa tradición tan española de quejarse por ser objeto de la Leyenda Negra pero en el fondo creérsela, la mayor parte de la gente tiene a los tercios como lo más de lo más de la crueldad de los ejércitos para con sus vencidos. Y qué razón tienen. Todo el mundo sabe que en el mundo medieval, renacentista y barroco, los ejércitos se comportaban en los lugares que invadían con una exquisitez tan acendrada que, en realidad, a las poblaciones sitiadas se les hacían los dedos huéspedes para ser tomadas de una vez.

lunes, octubre 15, 2012

Fra Girolamo (16)

No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo,  décimo tercer y décimo cuarto capítulo.



Carlos VIII se las dio de reformador de Roma, aunque, en realidad, lo que hacía era negociar en secreto con Ludovico Sforza una alianza que les pudiese convenir a ambos. Mientras tanto, sin embargo, convocó a los profesores de la Sorbona, a los que sometió tres cuestiones:
  • ¿Obligaban al Papa, o no, los decretos de Pisa y Costanza, a convocar un Concilio General cada diez años; y puede exigírsele tal cosa ahora, teniendo en cuenta los graves conflictos que atraviesa la Iglesia?
  • ¿Pueden los miembros de la Iglesia, con la asistencia de los príncipes de la Cristiandad, convocar ese Concilio si el Papa no lo hace; y representaría dicho Concilio a la totalidad de la Iglesia?
  •  Si otros príncipes rehusasen participar, ¿podría el rey de Francia tomar esta decisión por sí solo?
La respuesta de los doctores de la Sorbona, que sabían bien que nunca hay que morder la mano de quien nos da de comer, fue positiva. Carlos VIII podía, si sentía tal deber, iniciar la reforma de la Iglesia; y así lo creyó Savonarola.

Pero Carlos nunca reformó nada. No tenía, de hecho, la menor intención de hacerlo. Como no tenían la menor intención de impulsarle a hacerlo los teólogos franceses, que nunca le reprocharon su inactividad final. Entre septiembre y octubre, el rey francés y Sforza llegaron a un acuerdo que incluía una tregua entre ambas partes, y la nueva invasión francesa quedó pospuesta sine die.

Es probable que los florentinos savonarolianos fuesen los únicos se sorprendiesen de ello. Francia es Francia, siempre lo ha sido y siempre lo será. Aunque ahora la veamos unida bajo los principios de la grandeur, la Revolución Francesa y tal, Francia, como nación, ha tenido tantas tensiones centrífugas como cualquier otra. Francés quiere decir amalgama de francos, borgoñones, aquitanos y normandos, eso como poco; una diversidad tan grande como la que podamos tener en otros países, sólo que gestionada de otra manera. Los castellanos nunca han cometido genocidios como los cometidos por franceses con los habitantes de la Vendée; mucho menos los celebran hoy en día, ufanos, por las calles, como sí hacen los anglicanos con los irlandeses.

Francia es un país con territorio y situación como para aspirar a ser potencia. Pero su grandeza ha sido también su problema, pues lo ha convertido en un país relativamente fácil de invadir, como bien saben los reyes medievales ingleses, o Hitler. Por esta razón, Francia es, de alguna forma, la cuna y génesis de la diplomacia, esto es de la mentira, el engaño y la traición. La palabra de Francia, en la Historia, nunca ha valido gran cosa. Francia basculó, tras la revolución luterana, entre protestantismo y catolicismo, hasta que se decidió por uno de ellos por un simple cálculo político. Una parte nada despreciable de las desgracias de España durante sus siglos decadentes tiene que ver con la estrecha dependencia de nuestra política exterior respecto de París, lo cual nos hizo víctimas de las ciclotimias del Louvre y sus inquilinos. Carlos VIII no es una excepción a esta regla enormemente pragmática, a la vez que falta de escrúpulos. Lo que nunca entiendieron los revolucionarios florentinos es que a París le importaban un cojón. Que a los doctores de la Sorbona, en el fondo, la polémica moral sobre la fiabilidad del papado les traía completamente al fresco. Quien sí lo entendió muy bien fue Ludovico Sforza, quien como buen lombardo estaba medio hecho de la misma pasta y quien, en consecuencia, mientras seguía azuzando la Liga italiana contra Francia, negociaba con ella en secreto, para llegar a un acuerdo que dejó a Florencia, literalmente, en bragas.
Para colmo, Alejandro Borgia, haciendo uso de un fino sentido político, renovó la oferta a Florencia de retornarle Pisa a cambio de su unión a la Liga. Fue un torpedo en la línea de flotación de los frateschi y un movimiento claramente favorable a los arrabbiati.

La situación para el bando de Savonarola era tan crítica que el fraile se vio impelido a tomar una decisión de gran calado: desafiar la prohibición vaticana, y volver al púlpito. En realidad, fue una decisión más fácil de lo que parece pues, perdido ya el apoyo francés que era su principal aval político, Savonarola sabía que no le quedaban más que dos opciones: obedecer como un buen hombre de la grey divina, y hundirse de por vida en lo más profunda de algún priorato de la campiña toscana; o animar el enfrentamiento total, la rebelión contra el Papa. En la Navidad de 1497, el fraile celebró una misa y dio de comulgar a 300 personas. El domingo de Epifanía, fue la Signoria en pleno la que acudió a su oficio. No nos hacemos mucha idea, pero aquel gesto fue, nunca mejor dicho, la hostia: el gobierno de Florencia prestaba homenaje a un fraile excomulgado por el Vaticano, gesto que quedó confirmado, días después, con su decisión de abrir el Doumo (mientras las iglesias donde predicaban críticos a Savonarola permanecían cerradas) para permitirle predicar.

Días antes del sermón de Savonarola, en Florencia comenzaron a verse las figuras, siempre prostibularias y chulescas, de los mercenarios. Soldados pagados que comenzaron a contar, a quien les preguntaba, que habían sido contratados por los frateschi. Para colmo, con las horas se supo que el dinero de las soldadas había sido obtenido mediante un préstamo contra los activos del Monte de Piedad. Si el partido de Savonarola no estaba preparando un golpe de Estado, se parecía mucho.
El escándalo del préstamo de los mercenarios aconsejó a Savonarola anunciar que anulaba su sermón, para el cual se estaban instalando tribunas de madera en la nave del Duomo. Nunca sabremos con certeza si ese gesto venía a significar que el fraile se daba cuenta de que su lucha era inútil y estaba, por ello, dispuesto a claudicar. Nunca lo sabremos porque, en realidad, el proceso ya no lo controlaba él. Lo controlaba su partido político. Había pasado demasiado tiempo desde la revolución florentina, demasiado tiempo en el que los frateschi habían cargado con buena parte del gobierno de la ciudad, como para que no se hubiese creado ya una tupida red de intereses que hacía que muchos de los partidarios de Savonarola no pudiesen permitirse un paso atrás por su parte. Él anunció que no predicaría, pero, casi automáticamente, la Signoria anunció que lo haría el domingo 11 de febrero. Había elecciones en marzo, y el gobierno popular necesitaba desesperadamente que Savonarola actuase antes para cambiar el sentir de los votos.

El vicario del arzobispado de Florencia intervino cerrando el púlpito y prohibiendo a todos los eclesiásticos acudir al sermón. La Signoria respondió dándole dos horas para cambiar de idea, bajo amenaza de echarlo de la ciudad.

Finalmente, el domingo 11, el sermón de Savonarola no decepcionó.

Fue un sermón muy metafórico, sin decir nombres, pero en el que el fraile dejó clara su intención de no obedecer a quien no se rige por los principios de la caridad, porque en ese caso es, dijo, una herramienta rota.

Savonarola recordó el espectáculo automático que se había producido en Florencia el día que se le comunicó la excomunión; la apertura inmediata de tabernas y burdeles, y la orgía en que se convirtieron las calles. Consiguientemente, acusó al Vaticano, sin nombrarlo, de estar dispuesto a disolver toda la virtud de Florencia.

El problema para Savonarola fueron las alusiones, muchas, que hizo en su sermón a la proximidad de un momento divino, mágico, milagroso. Sus adversarios, que no eran tontos, reaccionaron como siempre se reacciona ante un mistabobo que dice ser capaz de realizar actos sobrenaturales: exigiéndole que los lleve a cabo.

Savonarola contraatacó como de hecho hacen muchos engañabobos: generando un milagro negativo. El último día de Carnaval, reunió a los florentinos en la Piazza y los bendijo, mientras les pedía que rezasen a Dios para que, si no consideraba sus gestos y su labor suficiente, enviase en ese momento una columna de fuego que lo hundiese en el Infierno. Cosa que, evidentemente, no pasó. Pero, como también pasa a menudo (menos a menudo de lo que debería, pero bueno…), la promenade apenas convenció a los florentinos, que habían esperado ver un caballo blanco bajar del cielo, o algo así. Entonces, los frateschi lo intentaron organizando una nueva hoguera de las vanidades, pero hubo escaso entusiasmo esta vez.

En las elecciones de marzo, el partido arrabbiati consiguió la mayoría. También se quedaron con la casi totalidad de los Diez y de los Ochenta.

El principio del fin.