Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
A Isabel
no le habían faltado advertencias en el sentido de que Enrique podía
resolver el sudoku francés mediante su conversión al catolicismo.
La reina de Inglaterra se informaba de los asuntos de geopolítica
católica a través de Lorenzo Guicciardini, un político a sueldo
del Gran Duque de Toscana, Fernando de Medici. Los Medici eran
católicos pero, al mismo tiempo, eran rabiosamente antiespañoles,
lo que les llevó a tener una relación estrecha con Londres.
Guicciardini le había dicho varias veces a la reina que no
descartase ese enroque real.
En
realidad, Isabel estaba razonablemente convencida de que Enrique iba
a montar la de Saint-Denis aproximadamente unos nueve meses antes de
que lo hiciera y, de hecho, había amenazado veladamente al rey
francés con las consecuencias.
Todo
esto, sin embargo, no impidió que, cuando le llegó la noticia, a
Isabel le sentase como si tuviera testículos y alguien le hubiese
arreado una patada en todo el medio de los mismos. Verdaderamente,
Isabel había creído (como creen muchos conocedores epidérmicos de
la Historia, muchos de ellos españoles) que su triunfo sobre la Armada había supuesto un antes y un después, había girado la
manija de Europa y había inclinado en plano de la Historia en su
dirección. Cuando comprobó que no era así y que la principal
manzana del continente que estaba en almoneda, esto es, Francia, caía
del lado de los papistas, se quedó catacróquer durante semanas. Le
escribió una carta obviamente petada de reproches al rey francés
(que hemos de suponer la utilizó durante alguna visita al excusado),
y ordenó la retirada total de sus tropas de Francia. Burghley, sin
embargo, consideraba este gesto demasiado radical; así pues, porfió
sin cese hasta que la convenció de que diera una parcial marcha
atrás; fueron sólo los heridos y enfermos los que volvieron; lo cual, al fin y a la postre y como veremos, fue una desgracia.
Lo que
siguió fueron las consecuencias de todo aquello. A pesar de que
había hecho todo lo posible por revertir el coste de la campaña
francesa al rey Enrique y de que el propio Essex había pagado
soldadas por sí mismo, al Estado inglés la broma de la guerra civil
francesa, en la que no había conseguido nada, le costó unas 100.000
libras, que es un pastón para la época. Todo ese dinero salió de
exacciones fiscales establecidas para la causa (la madre de todas las
derramas). Además, la propia guerra, que congeló la principal vía
de entrada y salida para lo que los ingleses se comían o vestían y
vendían, esto es, el Canal, provocó en 1592 y 1593 una crisis
económica de agudas proporciones que se cebó, sobre todo, en eso
que hoy llamamos el paro juvenil.
Desde un
punto de vista político, el tema más complicado eran los impuestos.
Desde la marcha de Leicester a Holanda, el tema no había hecho sino
empeorar: había sido necesario financiar la resistencia a la Armada
(mientras, además, buena parte de los ingleses jóvenes eran
movilizados), y después la aventura gabacha. En las últimas horas
de luz de un domingo de junio de 1592, todo este tema se acrisoló en
lo que hoy consideraríamos una manifa. A lo largo de la Bermondsey
High Street en Southwark, se fue formando una abigarrada multitud de
aprendices artesanos sin trabajo, parados juveniles en general y
veteranos de guerra que, como ya sabemos, no fueron precisamente bien
tratados por la reina que juraron defender. Hay que entender, por cierto, la especial sicología del parado juvenil en aquella época. La mayor parte de los jóvenes que no encontraban trabajo habían sido aprendices de un oficio en algún gremio. Habían, por lo tanto, pasado por un largo y pedregoso cursus honorum hasta llegar a ser artesanos, durante el cual, las más de las veces, sus maestros los trataban como la mierda y los explotaban vilmente. Todo eso el jovenzano de la época lo soportaba estoicamente porque sabía que al final del túnel había luz: una vez sentase plaza de artesano, en un mundo en el que los gremios establecían departamentos estancos que los liberaban de la competencia, el trabajo estaba asegurado. Salvo que no hubiese trabajo, claro. En muchos casos, durante las crisis económicas del Renacimiento y más tarde, los aprendices se sintieron como ese estudiante al que le hacen pagar un máster de 70.000 euros y, una vez aprobado, van y le dicen que en la Bolsa de Trabajo hay un par de ofertas de reponedor del Carrecuatro.
La situación se salvó
gracias al alcalde de Londres, sir Willam Webb. Webb tuvo la visión,
muy moderna por cierto, de que aquel 15-M se le podía subir a la
chepa con dos de pipas; así pues, tomó a su sheriff y sus
adjuntos, se subieron todos a los caballos, cruzaron el Puente de Londres y
procedieron a arrestar a los cabecillas del movimiento,
descabezándolo de un golpe. Al día siguiente, inteligente de nuevo, Webb le recomendó a Burghley que solucionase el tema con dos hostias y
una multa, o sea que no se cebase, no fuera que el resultado fuese
peor que el origen.
Las
sospechas eran muchas de que se preparaba otra mani para el Midsummer
Day. Así las cosas, el gobierno decretó el toque de queda. Se
decretó el cierre (todo el día) de las casas de juego y otros
establecimientos públicos (incluso los bolos) hasta año nuevo, y se
montó un importante servicio policial de vigilancia callejera no
sólo en Londres, sino también en las áreas adyacentes de Medio
Sexo y Surrey.
Webb,
que es un tipo que yo creo que merecería una medalla histórica por
el profundo conocimiento que demuestra del pueblo sobre
el que gobernaba y su propensión hacia la mano izquierda, le
escribió a Burghley diciéndose que se le había escapado un detalle
que podría poner las cosas mucho peor: la violencia xenófoba. Los
conflictos religiosos y las vicisitudes de la geopolítica en los
veinte o treinta años anteriores habían provocado un importante
flujo de inmigración extranjera hacia Inglaterra en general y
Londres en particular, y Webb ahora temía que los disturbios se
volvieran contra ella. Temía, fundamentalmente, por los calvinistas
holandeses refugiados en Londres, la mayoría de los cuales habían
levantado negocios y tiendas. Muchos comerciantes ingleses, poco
proclives a entender las razones de la solidaridad religiosa,
consideraban que aquellos tipos, algunos de los cuales ya iban por la
segunda generación de residentes, les estaban quitando el negocio.
Incluso entrando en el terreno de lo religioso, no dejaban de
recordar que en el caso de muchos de ellos (los holandeses, por
ejemplo), en realidad disponían de libertad para practicar su culto
en su país de origen; así pues, concluían, allí no hacían nada.
Otro
grupo de huidos religiosos, los hugonotes, se había establecido en
Inglaterra desde 1572 (la noche de San Bartolomé). En gran parte,
los primeros huidos ya habían muerto, y ahora quienes estaban en
Londres eran sus hijos; gentes que, a pesar de haber crecido en
Inglaterra, seguían manteniendo su identidad francesa y, por lo
tanto, su tendencia a segregarse de los ingleses. La mayoría de
aquellos comerciantes habían servido como aprendices en los gremios
ingleses hasta conseguir su categoría de artesanos; pero entonces,
tirando de su identidad francesa, habían tomado la costumbre de
tomar sólo aprendices franceses y, además, dado que tenían
contactos al otro lado del Canal para realizar importaciones de
materias primas, por lo general vendían más barato que el producto
propiamente local. Como eso los convertía en gente próspera, nos
encontramos con que en numerosos barrios de Londres ocurría lo que
en las regiones insulares españolas y otras zonas turísticas con
los alemanes y los británicos: los hugonotes se lanzaron a saco a la
inversión inmobiliaria. Como consecuencia: los otros protestantes
le quitaban el trabajo a los ingleses, les encarecían la vivienda
convirtiéndose en sus caseros; y la respuesta de la reina era
esquilmar a los ingleses a impuestos para pagar guerras.
En
agosto de aquel 1592, por si faltaba poco para el duro, a la manifa
se unieron bacterias, virus y microbios. Se produjo una plaga mortal
en la ciudad como consecuencia del regreso de los soldados enfermos
de Francia. La mayoría de aquellos soldados no tenía ni un mango:
la reina todavía les debía (y les seguiría debiendo) las soldadas.
Así pues, la ciudad se llenó de mendigos homeless que cada
vez que te pedían limosna te mandaban un ejército de bichitos por
el aire.
En el
otoño, el gobierno decidió resolver el problema à la manière
isabelline, esto es, simplemente prohibiendo a los veteranos que
entrasen en Londres. Asimismo, ordenó que las fiestas del calendario
otoñal fuesen anuladas, para que la gente no se juntase. Acojonada
ante la perspectiva de enfermar, de hecho Isabel trazó un perímetro
de dos millas a las redonda de su palacio donde no podía entrar ni
dios. Los tribunales prácticamente cerraron, y los pocos juicios que
celebraban, los más urgentes, se oían en Hertford Castle, a tomar
por culo de la ciudad.
Con
todas estas medidas, la mortalidad en la ciudad se moderó algo. Pero
eso sólo fue mientras hizo frío. Con la llegada de la primavera de
1593, generosa, el tema rebrotó. Se ordenó que toda casa donde se
produjese un contagio fuese sometida a cuarentena; la puerta de la
calle debería marcarse con una cruz roja. Se cerraron de nuevo los
teatros, esta vez durante trece meses. Sólo se podían hacer
representaciones a más de siete millas de la catedral de San Pablo.
En el
Parlamento, mientras tanto, era un clamor lo que se producía en
favor de los veteranos de guerra. Incluso los nobles ingleses, a los
que, la verdad, la suerte del commoner siempre les ha importado
dos remigios, se habían coscado de la enorme injusticia que estaba
cometiendo eso que podríamos llamar el Estado inglés con los tipos
que habían ido a las guerras que a éste le interesaban y que,
incluso, lo habían salvado de ser invadido por España. Arrastrando
la entrepierna, la reina concedió a los que se encontraban en
situación más penosa una subvención de dos shillings a la
semana. Pero, vaya. En primer lugar, los beneficiarios eran aquéllos
que estaban en una situación tan jodida que la norma tuvo que
permitir que el beneficiario pudiera enviar a un representante a
cobrar la pasta (muchos estaban tirados en una esquina, sin poder ya
moverse). Y, en segundo lugar, aquella subvención apenas daba para
comprar un poco de pan y queso; yo calculo que vendría a ser como
darle hoy en día a un veterano de guerra unos 150 pavos al mes, si
no menos. God save the precious Queen...
Además,
hay otro detallito que demuestra que quien hace la ley, la hace a su
conveniencia. Los tecnócratas de Burghley introdujeron en la norma
un artículo fundamental: la subvención sólo sería pagadera en
el lugar de nacimiento del soldado. Lo cual venía a suponer que
todo un ejército de inválidos, escrofulosos, tuberculosos y
sifilíticos tendrían que dejar Londres si querían tener su parte
de la generosidad real.
Aquello
sirvió para quitarle presión a la olla, pero no del todo. En abril
y mayo, en diversos barrios de Londres comenzó a generalizarse el
fenómeno de patotas de jóvenes desempleados que deambulaban en
grupo por las calles, dispuestos a hacer uso de la violencia, muy
particularmente contra los extranjeros. En la noche, esas pandillas
distribuían pasquines y pegaban carteles en las paredes repletos de
mensajes xenófobos. Tenían en qué mirarse: el llamado Evil May
Day, una fecha a los inicios del reinado de Enrique VIII en la
que los jóvenes aprendices locales habían desatado la violencia
contra los extranjeros. Aquella vez su principal objetivo habían
sido los prestamistas lombardos.
El calor
no es bueno para aplacar los ánimos cuando están exaltados, y por
eso no colaboró demasiado en el conflicto el hecho de que el verano
de 1593 fuese para los londinenses un verano con todas sus letras,
dicho sea en términos hispánicos. Pero, claro, tanto calor en una
ciudad abigarrada y sucia que, además, llevaba meses coqueteando con
las epidemias, no vino precisamente para llenar las piscinas, sino
los cementerios. En las cárceles, muchos presos murieron por golpes
de calor y la ciudad, literalmente, quedó parada, puesto que buena
parte de los hombres de negocio se fue al campo y cerró sus
chiringuitos. En junio, la reina ordenó que se celebrasen oraciones
públicas en contra de la plaga; ella misma estaba un poco acojonada
puesto que, a pesar de que se había refugiado con un estrecho
círculo en el castillo de Windsor, había visto cómo uno de los
sirvientes de una de sus camareras moría dentro del castillo por la
plaga. La situación era tan comprometida que se hizo necesario
desconvocar la Feria de Bartolomé, un mercado de grandes
proporciones, que se combinaba con diversos juegos y
entretenimientos, que tenía lugar a mediados de agosto fuera de las
murallas de la ciudad y era, por así decirlo, los sanfermines de los
londinenses. Las autoridades de la ciudad abogaron por el
establecimiento de controles para que los enfermos no pudieran entrar
en la feria a cambio de que ésta no fuese desconvocada. Pero la
reina se negó, a pesar de que sabía de que la feria de agosto era
fundamental para la economía londinense (como las ventas de Navidad
de hoy en día para algunos comercios). Finalmente, Burghley la
convenció de que si no había feria sería un desastre económico de
grandes proporciones.
La
conspiración de hechos, esto es, la plaga y la pérdida de Francia
para la causa protestante, acabaron por llevar a Isabel a varios de
esos periodos de depresión que por otra parte fueron relativamente
frecuentes en su vida. La lectura que hizo de los hechos, a pesar de
llevarla a la depresión, siguió siendo coherente con su sicología,
esto es, siguió buscando las vías para liberarse ella personalmente
de toda carga: todo lo que había pasado, incluso la plaga de
Londres, no era culpa de ella, sino un castigo de Dios por la
conversión al catolicismo de Enrique. En su visión entre mesiánica
e interesada (porque no me digáis que la interpretación de las
cosas no le venía de coña a una señora que tenía bastantes
problemas a la hora de decir eso de por mi culpa, por mi culpa,
por mi gran culpa), Isabel, que ya tenía sesenta palos, comenzó
a pasar largos ratos leyendo la Biblia, a ver si encontraba una
solución a su problema teológico y moral, además de traducirse la
Consolación de la filosofía de Boecio.
El
horrísino calor de 1593 se terminó al año siguiente, dando paso a
unos meses cálidos repletos de tormentas. Un montón de agua que
siguió manando hasta bien entrado el verano y que arruinó los
campos. En agosto se pasó más o menos bien, pero en septiembre
regresaron los diluvios y las inundaciones. El valor del grano se
dobló, y ya se sabe que, en una economía como aquélla, el
encarecimiento del cereal suponía el inmediato encarecimiento de las
mesas de los más pobres. La situación pedía movida, y la hubo.
Comenzaron
las demostraciones, las rebeliones y los saqueos en Londres. El
Consejo Privado trató de resolver el problema como siempre lo
intentan todos los consejos privados del mundo mundial, sean éstos
absolutistas, democráticos o devotos de la Sharia: decretando que
los agentes económicos tienen que vender los productos a un
precio menor, aunque sus costes sean los que son. Y los agentes
económicos respondieron aquella vez como responden siempre: pasando
de todo porque por otra parte, no les queda otra puesto que el
comerciante es un comerciante, no una ONG. Una noticia contribuyó a
calentar, además, los ánimos: aquel verano se acabó sabiendo que
el lord Chamberlain, lord Hunsdon, había contratado a la compañía
de Will Shakespeare para que representase en palacio dos comedias
para la reina. La noticia, la verdad, daba toda la impresión de que
a la reina le importaba más echarse unas risas que alimentar a su
pueblo. Recordemos, además, que la reina, por mor de una royal
prerogative, enviaba a sus oficiales a los mercados, donde
requisaban los (mejores) alimentos que ella iba a tomar a un
precio artificialmente bajo que no era el del mercado. Así pues,
la carestía de la vida no iba con la reina, a pesar de que era, con
mucho, la persona más rica de Inglaterra; y, al parecer, todo lo que
preocupaba ante la crisis que vivía el país era levantar su propio
ánimo.
En
realidad, Isabel de Inglaterra nunca tuvo la sensación o la
convicción de que fuese responsabilidad suya aliviar la dura
situación de sus ciudadanos. En la monarquía anglicana fundada por
su padre, la política económica no existía. Pero, claro, lo que sí existían, eran los indignados.