Debo advertir una vez más, como hago siempre, de que este post es un off-topic total. De vez en cuando, a mis neuronas les da por sinapsearse en terrenos que no me son habituales y tengo un rato para elaborar unas notas y, como un blog no deja de ser un diario (algo que nunca he mantenido, aunque ahora, mira por donde, me mola), pues utilizo la ventana para opinar, que es algo sano.
En este texto voy a escribir dos palabras sobre un asunto que últimamente me hace, como dicen en la calle, de pensar.
¿Qué es lo que educa hoy a la gente? En mi opinión, casi nada más que la televisión. La gran mayoría de las ideas, de los puntos de vista, de los análisis de la realidad, que absorbe un ciudadano de hoy en día, le llegan a través de la televisión. La televisión es un referente para la ética personal, para las ambiciones del ciudadano medio y para su cosmovisión. Por eso es tan peligroso que la televisión se deje llevar por la tentación de lo fácil, lo mal hecho, o lo torvamente diseñado para explotar el hecho, palmario, de que siempre lo prohibido ejerce una atracción casi irresistible sobre las personas.
A la televisión española (así, con minúsculas, para que las abarque todas) le pasa lo que al cine: tiende a ser muy mala. A estar mal hecha. A ser un producto bastamente recauchutado, quizá escrito por guionistas estajanovistas que producen siete episodios en el tiempo que Aaron Sorkin se toma para perfeccionar una escena. Tal vez, lo digo por adelantado, no es culpa suya. Pero lo cierto es que los guiones españoles suelen ser una puta mierda salvo, quizá, en un terreno que siempre se nos ha dado bastante bien, que es el de la comedia con toques surrealistas (7 Vidas no tiene nada, pero nada, que envidiarle a Enredo, Las chicas de oro o cualquier gran comedia USA, ni Javier Cámara a, un suponer, Steve Urkel) o la adaptación de obras en sí perfectas (y estoy pensando en Los gozos y las sombras, por ejemplo).
Quitando excepciones, pues, los guiones españoles suelen ser lentos, dubitativos y, sobre todo, imperfectos. El último ejemplo que he visto ha sido Acusados, una serie creo que de Tele 5 que ha terminado recientemente su primera temporada. Debo confesar que le he dado en exceso el coñazo a mi mujer con mis cabreos. El argumento tiene más hilos sueltos que una chaqueta de punto tricotada por Franco cuando ya tenía Parkinson.
[Si no la has visto y quieres verla, déjalo aquí y vete a otro blog]
Un millonario político de campanillas, por supuesto casado, está liado con una menor y sufre el chantaje de la amiga de ésta. Un día, en una discoteca de su propiedad, y tras amenazarle la amiga con contarlo todo y chantajearle, el hijo del político se presenta allí y se la carga. Para tapar los hechos, el niño quema la discoteca, incendio en el que mueren cinco personas más.
Todo esto ocurre después de que la menor, cuando el político le haya dicho hasta aquí hemos llegado, se haya cortado las venas. En la serie se nos dice que el político cogió a la chica tras la tentativa de suicidio y la llevó a urgencias. Pero, por alguna extraña razón, nadie le vio. La trama consiste en que nadie puede vincular al político con la discoteca y, efectivamente, si alguien le hubiese visto en el hospital cuando la llevó para que le parasen la hemorragia, no habría serie. Pero el guión ni se molesta en buscar algún retruécano argumental para justificar esto.
Cuando el político, José Coronado, se entera de que su hijo se ha apiolado a la amiga chantajista y ha quemado la discoteca para tapar los hechos (otra cosa curiosa; yo habría atrancado la puerta del servicio donde estaba el cadáver y hubiera simulado un apagón), decide taparlo todo. Para taparlo, necesita tres cosas: una, comprar al policía científico que investigue el incendio, para que no diga en su informe que fue provocado. Otra, comprar al forense para que no diga en su autopsia que uno de los seis cadáveres es de alguien que no murió en el incendio sino antes. Y, por último, comprar a una fotógrafa de prensa que estuvo haciendo fotos en la discoteca y, por lo tanto, puede tener imágenes de él o de su hijo en la misma, con lo que serían situados en el lugar del crimen. En fin, el caso es que Coronado, al que le sale la pasta por las orejas, compra al científico, compra al forense… pero, por alguna extraña razón que no se nos explica, se «olvida» de comprar las fotos. La razón es que la presunta fotógrafa (en realidad las imágenes las tomó una amiga suya) es una de las protas de la serie; hay que meterla en la trama, hacer que sufra un secuestro; y, si las fotos se hubiesen vendido desde el principio, pues no habría trama alguna. Pero no se nos da explicación alguna de tamaño lagunón.
En esto entra en escena el personaje central de la trama, que es la jueza. La jueza es madre de la chica enamorada de Coronado y que se intentó suicidar. Se empeña en llevar el caso del incendio a la discoteca como una venganza personal contra el hombre que ha cagado la vida de su hija (la cual, efectivamente, acaba suicidándose). La serie es, pues, un choque de trenes: el político superpoderoso contra la jueza incorruptible. Y, sin embargo, el político tiene la partida ganada desde el primer momento. Esa jueza no puede instruir ese caso, pues tiene obvias conexiones con el mismo. Sin embargo, durante semanas y semanas, vemos a Coronado y a su gente sufrir porque la jueza les estrecha el cerco; pero nunca hacen lo primero que haría cualquiera en su situación, que es enviarle a la jueza el mensaje, claro y diáfano, de que como me sigas tocando los cojones yo tiro de manta y a ti en el Consejo del Poder Judicial te meten un cuerno por el talón derecho y te lo sacan por el ojo izquierdo. El argumento sigue, se desarrolla como una partida de póker; sólo que uno de los jugadores tiene en la manga la carta que le falta para rellenar la escalera real pero, por razones que nunca se nos explican, no la usa.
Ítem más. Llega un momento en que el político descubre que la jueza ha manipulado una prueba. Tiene incluso un testigo que lo corroborará. ¿Ordena a su abogado que dicte una providencia reclamando un juicio nulo y acusando a la jueza de prevaricación? Pues no. Deja que la cosa siga su curso hasta que le trincan y le detienen. Lo que se dice un verdadero gilipollas (y es que es habitual que los personajes de las series españolas serias hagan casi tantas gilipolleces como los de las comedias).
Al final, cuando ya está detenido, en el fondo relajado porque sabe que el asesino no es él sino su hijo y, por lo tanto, lo está protegiendo, lo admite todo ante la jueza y le dice que, en sus declaraciones oficiales, no va a citar a la hija/amante para protegerla. Generoso Coronado. Claro que el mismo tipo que en ese capítulo es generoso a la hora de proteger a una chica que ya se ha suicidado no dudó en el capítulo anterior en intentar chantajear a la misma jueza amenazándola con hacer público que su otra hija está haciendo guarreridas con su propio hijo. Esto es otra cosa propia de los argumentos de series españolas: el mismo personaje es un cabrón en la semana 11 y un cartujo no violento en la semana 12. Según vaya cuadrando para la trama, los personajes van cambiando. En las series españolas son inconcebibles personajes como Jebb Barlett (West wing), que es el mismo Barlett durante años y al cual, a partir de la tercera temporada o así, ya lo conoces tanto que hasta eres capaz de adivinar cuáles van a ser sus reacciones.
Todo esto, sin mencionar que la señora jueza no sé si tiene demasiada idea de Derecho. En el último capítulo, el niño que quemó la discoteca se suicida, y en la siguiente escena se ve a la jueza en una reunión con los padres de las víctimas de la discoteca, en las que les dice: no os preocupéis, porque el chico tenía bienes de su propiedad, así pues habrá dinero para las indemnizaciones. Digo yo que un juez debería saber que un muerto no posee bienes; que el niño podría tener propiedades, pero dichas propiedades, desde el momento en que la bala le perforó el cráneo, ya no son suyas, sino de sus herederos. Todo eso sin mencionar el pequeño detalle de que es la jueza instructora, no la que le juzga. Y, ¿qué juez querrá juzgar a un muerto? Hasta Garzón sabe que Franco no es imputable ante un tribunal.
De todas formas, lo que más me preocupó de esta serie es el mensaje subliminal (bueno, nada subliminal en realidad) que porta. El personaje de la jueza no tiene desperdicio. Asume un caso que sabe que no debe instruir. Engaña al policía científico que ha sido untado para manipular el informe prometiéndole inmunidad y luego lo mete en la cárcel. Hace que personas de su equipo cometan tropelías, entre las cuales se encuentra el allanamiento de morada, para que algún personaje se crea que las han cometido los partidarios de Coronado. Manipula una prueba obtenida ilegalmente para que aparezca como legal. Y, en el colmo de los colmos, cuando el hijo de Coronado se dirige en coche a Madrid con una grabación de video de él con su otra hija (grabación con la que quieren chantajearla), simplemente envía a dos policías de paisano que paran al chico en la carretera, le dan una mano de hostias y le roban la cámara.
El mensaje de la serie es claro: si lo que persigues es justo (o tú crees que es justo), los medios tienen poca importancia. ¿Estado de derecho, libertades civiles, habeas corpus y esas mandangas? Pues son eso, mandangas; aquí lo que importa es la justicia.
No seré yo quien niegue el, por así llamarlo, derecho de un guión de televisión de desarrollar personajes poliédricos o con aristas negativas. Lo otro sería hacer series en plan Viva la Gente o El mundo es cascada de colores, que tampoco es el caso. Pero el problema, a mi modo de ver, es que el guionista apueste por estos personajes. Blanca Portillo (la jueza) paga, efectivamente, un alto precio por su obsesión, pues una de sus hijas acaba suicidándose. Pero consigue lo que quiere, es decir culminar la instrucción del caso; algo que, por lo demás, se da de hostias con el derecho procesal. El resultado es la tesis que acabo de comentar: el fin justifica los medios. Como serie de entretenimiento, pues, bastante mala. Y, desde el punto de vista de la vertiente socioeducativa, además de mala, irresponsable.
Otro ejemplo que quiero comentar es el de Física y Química. Confieso que esta serie me tiene anonadado casi desde el primer día. Me la encontré ya en la primera temporada zapeando por casualidad (es obvio que yo no soy su target de audiencia) y no he dejado de verla de cuando en cuando, un rato (la verdad es que no soy capaz de aguantarle un capítulo; lo cual es lógico pues esta serie habla de gladiolos y a mí lo que me gusta son los pinos).
Tengo la sensación de que en la segunda temporada sus guionistas han bajado un poco el pistón y han hecho los argumentos un poco más presentables. Aunque, aún así, la cosa sigue sorprendiéndome por muchos sitios.
La primera cosa que me sorprende es que en una serie colegial, sus protagonistas jamás estudien. Es como si toda la acción de Hospital Central se desarrollase en la puerta de urgencias durante las pausas que médicos, ATS y celadores se toman para echar un cigarrillo; dando con ello la sensación de que ser médico consiste básicamente en fumar en la calle. Lejos de tener que realizar el más mínimo esfuerzo, los escasos casos en los que una escena muestra a los profesores currando lo que se ve es a un adulto explicándole a bigardos de 17 años imbecilidades que se aprenden en la educación básica. Y, para colmo, la mayoría de los profesores lo son de asignaturas que siempre se han considerado marías, del tipo de dibujo, música, teatro… El título de la serie, de hecho, no sé a qué narices viene.
Los personajes tienen una vida muy curiosa. Fulano y Fulana tienen un folloncete amoroso y Fulano le dice a Fulana: «esta noche lo hablamos». En la siguiente escena están los dos en la noche de Madrid, siendo en no pocas ocasiones más que evidente que son las dos o las tres de la mañana, zascandileando por ahí y charlando sus cositas. Y al día siguiente están en clase. El mensaje lanzado es bastante claro: uno vive la vida, y la vida es el ocio. Las clases están para rellenar la mañana; eso de tener una disciplina vital para estar despejado en clase es cosa de abueletes. Lo mismo es que lo es y yo no me he enterado.
Hay asuntos que son, como todo, opinables. Me refiero, por ejemplo, a la moral sexual inherente a la serie. A mí me da la impresión de que en esto los españoles hemos sido pendulares y, por lo tanto, hemos ido de un extremo a otro, lo cual tiene la consecuencia de seguir siendo desgraciados. Si hace treinta años el escolar (y, sobre todo, la escolar) que le daba vidilla a su aparato sexual era denostado, hoy en día el denostado es el que no lo hace. A mí me parece que la mejor forma de hacer las cosas es no denostar a nadie pero, como digo, es cuestión de gustos.
Pero por lo que me cuesta pasar es con la actitud respecto de otras cosas. En la primera temporada había un estudiante que tenía la desgracia de ser trabajador y responsable, además de chino. El tontolaba de la clase, pues en toda clase hay siempre un tontolaba que se cree Kennedy, la toma con él y le hace de todo; hasta lo pinta de verde. ¿Apuestan los guionistas por el chino? Pues no. Apuestan por el idiota que, de hecho, no hace falta darse muchas vueltas por internet para descubrir que está entre los personajes con más fans; y eso nunca es fruto de la casualidad, sino de los guiones.
Alguien debería haberle explicado a los guionistas de esta serie (aunque parece que en la segunda temporada lo han medio entendido) que el bullying es una cosa muy seria; que la historia de no pocas mujeres con la garganta seccionada por su ex marido empezó el día que ese ex marido pintó a un chino de verde y no pasó nada; y que, consecuentemente, se puede hacer las cosas bien, se puede reventar las audiencias, sin necesidad de dar golpes éticos bajos.
Eso sí, mis personajes preferidos de la serie son los adultos. Los profesores. Aparte de tener los típicos problemas de siempre en las series de enredo, o sea noviazgos y embarazos entrecruzados (en toda serie española que dure más de cuatro temporadas es axioma matemático que todos acaban acostándose con todos en algún momento), son tan angélicos que asustan. Con la única excepción de una profesora que se ha traído de Camera Café su papel de borde, son tipos que todo lo entienden, todo lo negocian y en todo, al fin y a la postre, acaban abatiéndose. No sé, tal vez es que sea así. Tal vez es que hoy en día, en el mundo de la educación, no tienes más remedio que darle la razón a los alumnos en nueve ocasiones de cada diez (y en la que queda empatas). Pero el asunto es que ellos no sólo lo hacen; es que, además, les parece de pila máster. Les mola el rollo de que les traten, mutatis mutandis, como una puta mierda.
Especialmente relevante me parece la relación de una de las maestras con una de las alumnas, de la cual es tutora. Por razones que se me escapan porque deben de haber sido explicadas en los muchísimos minutos de la serie que no he visto, esta niñata es una especie de imbécil asilvestrada que está contra el mundo y, sobre todo, contra su tutora, que es su tía creo, a la que trata peor de lo que yo trato a mis trapos de cocina. Una niña que, por decirlo rápidamente, tiene un bofetón faraónico casi cada vez que abre la boca. La otra, en cambio, cada vez que tienen bronca la mira y la remira, trata de razonar; la niña no razona (más que nada porque el personaje es como medio lerdo) y suele terminar las conversaciones con alguna referencia hiriente a la mierda de vida de su tutora. Y ella la ve marchar con sus ojos bóvedos; porque en las discusiones entre adulto y adolescente, ojo al dato, éste siempre tiene, por lo visto, la última palabra. La niña jamás se queda sin postre, o sin salir. Lejos de ello, si el problema es que a la tutora no le gusta el novio que se ha echado (el tontolaba acosador) la solución acaba siendo que la tutora le dé al chico una llave de la casa para que se puedan ir a follar cuando les apetezca.
En general, cada vez que en ese colegio algún adulto toma una decisión mínimamente polémica surge la voz de algún otro adulto que dice algo así como: «Pero eso, ¿lo vamos a decir, así, sin discutirlo, sin negociar?» Con esa actitud, los profesores dejan de ser responsables de la educación para convertirse en meros gestores de la misma. Que lo mismo es el mensaje que se está buscando.
Hace ya mucho que el tiempo de las series de cartón-piedra se acabó. Hace años, en efecto, las series de televisión era puras moralinas que escondían la realidad. Pero eso hoy se ha acabado. La mejor serie que he visto últimamente, The wire (primera temporada) es un buen ejemplo de este cambio. Los policías que persiguen a un mafioso drogadicto negro no son mucho mejores que el tipo al que persiguen. El personaje central de la serie es un tipo impresentable al que el 90% de la humanidad clasificaría a la tercera conversación (como mucho) en la carpeta de machitos gilipollas. Los policías, cuando manejan pasta de la droga, sufren la tentación de robarla, y en ocasiones la roban. Por lo demás, el politiqueo de las altas esferas policiales es verdaderamente repugnante. No obstante, en medio de todo eso la serie no olvida algunos principios fundamentales, tales como que el que vende droga es el malo de la historia, nos pongamos como nos pongamos.
Lejos de ello, la televisión española se instala en un relativismo moral que no puede sino ser algo buscado y pretendido. Da la impresión de que esto lo hacen los guionistas amparados por el argumento mayor de «yo es que estoy reflejando la realidad». Argumento totalmente falso porque la inmensa mayoría de las tramas de las series españolas tienen una relación con la realidad apenas anecdótica (a los médicos de urgencias, por ejemplo, les suele llamar la atención, y les divierte, que los personajes de Hospital Central se pasen la vida gritando y corriendo de un lado a otro). Y quizás es que piensen que están sólo entreteniendo. Luego los gestores televisivos, cuando alguien en un foro público los tacha de irresponsables, se dan golpes de pecho y dicen aquello de Calimero de nadie me comprende.
Y, por el camino, subido en la grupa de la irresponsabilidad de nuestras showpersons, el personal aprende lo que aprende.
miércoles, abril 29, 2009
¿Quién es?
lunes, abril 27, 2009
Casas Viejas
La II República española, en lo que a gobiernos o series de gobiernos se refiere, se divide habitualmente en tres tercios. El primer tercio es el bienio constitucional, en el que la izquierda diseña la Constitución republicana. El segundo tercio es el bienio de las derechas, durante el cual se produce el golpe de Estado revolucionario mal llamado Revolución de Asturias; y el tercero es el regreso de las izquierdas con el Frente Popular.
Cada uno de estos tercios tuvo su tumba. La tumba del Frente Popular fue el golpe de Estado y la guerra civil. La tumba de las derechas fueron los escándalos del estraperlo y el caso Nombela-Tayá. Y la tumba del primer bienio de la República fue el feo asunto de Casas Viejas. Que es tan, tan feo, que hoy es el día que el pueblo de Casas Viejas ya no se llama Casas Viejas.
Ocurrió hace ahora 76 años, en 1933. Al iniciarse ese año, el anarquismo dijo basta. Los anarquistas y anarcosindicalistas siempre habían sido compañeros de viaje del sueño republicano, pero unos compañeros de viaje bastante incómodos. El sueño republicano fue alumbrado por políticos burgueses que no creían en otra cosa que en los regímenes parlamentarios reformistas, y algunos de izquierdas, situados casi siempre en el PSOE, los cuales, si bien eran en muchos casos marxistas avant la lettre, o bien se sacudían con elegancia esas teorías o bien las aplazaban hasta un futuro teórico lo suficientemente lejano como para convertirse, por la vía de los hechos, en avales del parlamentarismo burgués. Quizá el mayor ejemplo de esta tendencia pueda ser Julián Besteiro, quien se decía y consideraba marxista pero que, sin embargo, desde la tribuna de la presidencia de las Cortes, tras la aprobación de la Constitución republicana, no ahorraba epítetos positivos para el sistema parlamentario inglés y el posibilismo laborista.
Los anarquistas, sin embargo, estaban hechos de otra pasta. Llevaban 50 años luchando por el comunismo libertario y no iban a andarse con medias tintas. A ello se unió el parcial, en ocasiones completo, fracaso de la reforma agraria republicana, fracaso en el que tuvieron que ver defectos de diseño, el obstruccionismo de los propietarios y, sobre todo, la falta de financiación. El fracaso de la reforma agraria hizo que el anarquismo, que nunca había abandonado del todo las áreas rurales sobre todo en el sur de Andalucía, recibiese notables apoyos gracias a la profunda desilusión que muchos aparceros tenían hacia la República, en la que seguían muriéndose de hambre. Hay que hacer notar que parte de ese hambre era culpa de la propia República pues ésta, para evitar el abuso de los patronos con los jornaleros a la hora de fijarles salarios, dictó su llamada Ley de Términos Municipales, por mor de la cual no se podían contratar jornaleros fuera del término municipal donde estuviese ubicada la explotación. Esta medida fue muy positiva en aquellos lugares donde había explotaciones. Pero allí donde no las había o no se explotaban, condenaba a los jornaleros al hambre, pues no podían emplearse nada más que donde no había empleo.
El divorcio del anarquismo con la República se hizo más intenso en 1932, cuando la FAI organizó una serie de acciones revolucionarias en la cuenca del Llobregat, que hubieron de ser reprimidas y que hicieron al gobierno deportar a Guinea a dirigentes faístas como Durruti o Ascaso.
El 8 de enero de 1933, el anarquismo sacó músculo en Sevilla, Zaragoza, Logroño, Lérida, Granada, Barcelona y Valencia. Fue una insurrección en toda regla reprimida como tal por el gobierno. Sin embargo, esa represión no pudo impedir que la mecha revolucionaria se extendiese por el sur de Andalucía, y pronto hubo conflictos en Sanlúcar, La Rinconada, Utrera, Alcalá de Guadaira, Arcos de la Frontera...
Casas Viejas estaba, y está, situado en medio de ese merdé, en la provincia de Cádiz y perteciendo, entonces, al municipio de Medina Sidonia. Tenía unos 1.200 habitantes, todos o casi todos de los cuales vivían del campo. En el área había 6.000 hectáreas cultivables, pero en 1932 sólo se habían trabajado 1.300, porque los propietarios se negaban a explotarlas en las condiciones que les imponía la legislación. Por lo tanto, se estima que en aquel año habían trabajado unos 100 jornaleros en toda la aldea, lo cual suponía una astronómica cifra de paro del 80%.
El 10 de enero, los estrategas anarquistas decidieron el estallido de una insurrección en toda la baja Andalucía, y sus correligionarios en Casas Viejas recibieron la orden de unirse a ella. El día 11 un grupo de anarquistas izó una bandera rojinegra en el pueblo, tomó sus escopetas de caza y se dirigió al cuartel de la guardia civil, donde los efectivos que allí estaban se negaron a secundar la rebelión. Ambos bandos se enfrentaron a tiros, resultando dos guardias heridos. Los sublevados tomaron el control del pueblo.
El gobierno civil de Cádiz, al tener noticia de esta insurrección, envió refuerzos. A las cinco de la tarde del mismo día 11 llegó al pueblo el teniente Fernández Artal, de la Guardia de Asalto, al mano de 12 guardias y cuatro números de la guardia civil. Logró liberar a los sitiados en el cuartelillo y, en general, sacar del pueblo a los rebeldes. Sin embargo, una pequeña partida, liderada por Curro Cruz, a quien todos conocían como Seisdedos, se hizo fuerte en una de las casas. Fernández Artal hizo dos intentos de componenda y los dos le salieron mal: primero le envió a un guardia para parlamentar, que fue herido y apresado por los anarquistas; y después a un detenido, el cual se unió a los sitiados. En total, allí dentro hay cinco hombres, dos mujeres y un niño. Fernández Artal, puesto que se hace de noche y tiene controlada la situación, decide esperar al día siguiente.
Mientras el teniente de Asalto espera, el primer acto real de la tragedia levanta el telón en Madrid. A la Puerta del Sol, sede de la Dirección General de Seguridad, llegan las noticias de Casas Viejas. Es director general Arturo Menéndez. Menéndez es en ese momento, como poco, un hombre presionado para impedir que la revolución brote en el sur de Andalucía; en buena parte, pues, su actuación de las próximas horas se basará en el deseo de evitar eso como sea. Prueba de que es así es que tres días antes de la sublevación de Casas Viejas, la DGS había hecho pública una nota de prensa en la cual instaba a las fuerzas de seguridad a «redoblar el rigor empleado» contra los sediciosos.
Menéndez ordena más refuerzos. Pero los refuerzos salen de Madrid, lo cual es lo primero que huele mal en toda esta historia, porque lo normal es que los refuerzos se envíen desde más cerca mejor, porque así llegan antes. Una compañía de guardias de asalto al mano del capitán Manuel Rojas Feigespan, hombre de absoluta confianza de Menéndez, se mete en el expreso de Andalucía de esa noche camino del sur. Menéndez acude personalmente a la estación del Mediodía a despedirlos, algo que tampoco es my normal.
Pero Menéndez tiene razones para acudir al andén. Una vez allí, se acerca a Rojas y le da órdenes taxativas: «ni heridos ni prisioneros cuando se haga fuego contra la fuerza». Así pues, el capitán Rojas viajó al sur convencido de que tenía patente de corso para hacer lo que creyese conveniente.
En la mañana siguiente, Rojas está ya en Casas Viejas. Intenta evacuar a lo sitiados con bombas de mano, sin conseguirlo. Apresurado por solventar el problema cuanto antes, resuelve hacerlo mediante el fuego. Los guardias lanzan sobre la casa piedras envueltas en trapos empapados de gasolina y acercados a la llama antes del lanzamiento.
Al inicio del incendio, una mujer y el niño huyen de la casa. Luego otra mujer y un hombre intentan huir, pero son abatidos por los tiros de los guardias. El resto de los revolucionarios mueren abrasados vivos en el inmueble.
Son las ocho de la mañana. Rojas ha conseguido lo que quería. El pueblo casi entero está acojonado en sus casas. Pero, por alguna razón, juzga que aún hay que dar un paso más. Ordena registrar las casas una por una y proceder a la detención de sospechosos. Se generó una cuerda de 14 detenidos que, inexplicablemente, fueron fusilados, desarmados y atados, tras haber sido paseados frente al cuartelillo que horas antes tenían sitiado.
Los hechos hacen mella en la conciencia del teniente Fernández Artal, el cual probablemente tuvo algo muy parecido a un ataque de ansiedad. Rojas lo tranquiliza y de paso le recuerda que lo mejor que puede hacer es cerrar la boca sobre lo que ha visto y, luego, toma el camino de Madrid.
El día 12, el ministerio de la Gobernación, actual del Interior, regentado por Casares Quiroga, informa en una nota de los hechos de Casas Viejas. Da una cifra aproximada de víctimas (18 o 19), se refiere únicamente al episodio de la casa y los sitiados, asevera que la operación se realizó con bombas de mano y cita el incendio sólo para justificarlo como consecuencia de las mismas. Los hechos, sin embargo, habían tenido muchos testigos, especialmente desde las trochas de los alrededores del pueblo. Campesinos que pudieron huir de la represión posterior fueron a Medina Sidonia y comenzaron a contar lo que habían visto. El día 15, dos periódicos de Madrid deciden destacar enviados especiales. La Libertad envía nada menos que a Ramón J. Sender; y La Tierra envía a Eduardo de Guzmán, quizá su mejor informador y autor de interesantes libros sobre la República y la Guerra Civil. Pese a luchar con el mutismo oficial, de la mano o la pluma de estos enviados, el día 19 la prensa empieza a publicar retazos de verdad.
En aquel entonces la República tenía una costumbre hasta cierto punto insana por lo poco ejemplarizante que ha heredado nuestra democracia, y es ésa de dar a los parlamentarios más vacaciones que las de la hija del marqués. El Parlamento no abre sus puertas hasta el 1 de febrero pero, para cuando lo hace, lo hace para servir de caja de resonancia del enorme follón de Casas Viejas. Ese mismo día Eduardo Ortega y Gasset, diputado radical-socialista (y, por lo tanto, teórico socio del gobierno) presenta una interpelación y un informe en el que asevera con precisión que once personas han sido asesinadas mientras estaban atadas e inermes. Casares (inexplicablemente, diría yo) ni siquiera está en el hemiciclo, así pues tiene que contestar el subsecretario, Carlos Esplá, el cual hace un papelón que apenas calla las bocas menos exigentes.
El día 2 ya es Lerroux, es decir el jefe de la minoría opositora al gobierno más numerosa, el que se levanta, provocando la contestación del mismísimo Azaña, jefe de gobierno. En esta intervención, Azaña utiliza esa típica estrategia que dice que cuando no quieras hablar de lo particular, extiéndete en lo general. Azaña se lanza a peroratas sobre la acción general del gobierno y sobre Casas Viejas, además de decir que ya está todo aclarado, pronuncia la célebre, desgraciadísima frase, de «en Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, sino lo que tenía que ocurrir». Esta frase sólo se justifica aceptando que Azaña era tonto, que en mi opinión puede ser con mucha mayor probabilidad de lo que habitualmente se acepta; que, en ese momento, no supiera realmente lo que había pasado en Casas Viejas (pero si dijo eso sin saberlo, alto tonto sí que era); o ambas cosas a la vez.
Se propone la creación de una comisión parlamentaria. El gobierno, que tiene casi 20 muertos sobre la mesa, tiene el cuajo de rechazarla (123 votos a 81).
A los hagiógrafos de don Manuel Azaña les gusta recordar que, tras este debate, el presidente del Gobierno se aplicó a saber lo que realmente había pasado en Casas Viejas y de hecho encargó al teniente coronel Romeu una investigación. Todos estos datos son ciertos. Pero, sin embargo, no dejan de formar parte de una, a mi modo de ver, excesiva comprensión para con Azaña. El 2 de febrero, cuando se levanta en las Cortes para contestar a Lerroux, han pasado ya 20 días desde la matanza de Casas Viejas, y los abrumadores testimonios publicados por la prensa hacen imposible a nadie creer que la versión de Casares es la correcta. De hecho, el gesto de Azaña, encargando una investigación propia, deja ver claramente que él mismo lo piensa. Resulta muy difícil de creer que Azaña fuese a la sesión del día 2 completamente ciego. Que no supiera aún con certeza, tiene un pase. Pero que ni siquiera sospechase, eso no se lo cree ni el que asó la manteca. Así pues Azaña, en las Cortes, se levantó, si no para mentir, sí para sospechar que estaba mintiendo.
El 13 de febrero, en su diario, Azaña dice que recibe noticias de Casas Viejas y que se teme lo peor. Esta entrada del diario sirve para que quienes creen en él sustenten que antes no sabía nada. Pero eso mismo convierte a Azaña en un presidente del Gobierno delante del cual los policías se cargan impunemente a más de 15 personas y él se tira un mes entero sin saberlo.
El día 23 el diputado Salvador Sediles, sobreviviente de la sublevación de Jaca por cierto, hace público en el parlamento las averiguaciones hechas por los diputados por libre y sobre el terreno. Es la primera vez que en las Cortes se oye completa la versión real de lo ocurrido.
Azaña se levanta a contestar. Lo que hace es dividir los hechos en dos periodos distintos. Hay uno que va hasta las 8 de la mañana del 12 y otro que ocupa lo que ocurrió después. Del primero asevera que se respetó la legalidad a machamartillo. Y, sobre el segundo, realiza un retruécano políticamente irresponsable, o mejor yo diría impresentable: «¿Tenemos nosotros algo que ver con el que haya podido faltar a sus obligaciones en Casas Viejas ni en ninguna otra parte?» Acojonante. Un presidente del Gobierno confesando, negro sobre blanco, que si alguien, utilizando el aval de formar parte de las fuerzas de seguridad, va y se pasa metiéndole unos tiritos a unos mataos, él no tiene por qué ser responsable. De la bronca que se montó el gobierno se hizo tanta caquita que se le disolvió el cuajo y acabó por permitir la formación de la comisión parlamentaria (173 votos contra 130).
Para aquel entonces el principal implicado en la cuestión, el capitán Rojas, estaba tratando de tapar bocas. Viajó a Sevilla para tratar de tranquilizar al cada vez más histérico Fernández Artal. Pero, sin embargo, mientras estaba haciendo eso, cinco capitanes de Seguridad firmaban un acta, que hacían llegar a Azaña, en la que, entre otras cosas, declaraban que en enero de 1933 el Director General de Seguridad les dio instrucciones «de que en los encuentros que hubiera con los revoltosos con motivo de los sucesos que se avecinaban en aquellos días, el gobierno no quería ni heridos ni prisioneros». Obsérvese que el acta pone en los labios de Menéndez las palabras «el gobierno no quiere». Para más inri, además de a Azaña, le enviaron el acta a un diputado de la oposición, el radical Tomás Peyre.
Los firmantes del documento fueron apartados del servicio y expedientados. Azaña, por su parte, llamó a su presencia a Rojas, quien confirmó en la entrevista haber recibido las órdenes y, consiguientemente, avaló el acta, aunque aún negaba las ejecuciones a sangre fría.
El 2 de marzo, la oposición ensayó una nueva censura al gobierno por el asunto de Casas Viejas. Azaña se defendió calificando el acta de los capitanes de movida política. Hubo quien pensó que había saltado la valla y que saldría de aquélla con los cojoncillos en su sitio. Pero apenas unas horas después, el día 3, Fernández Artal estalló. Estando en Madrid, se sinceró con sus compañeros del cuartel de Pontejos, los cuales le recomendaron que hablase, por lo que prestó en la DGS, y ante un abogado del Estado, una declaración en la que confirmaba la producción de ejecuciones sin legalidad alguna.
La publicación de esta confesión provocó la dimisión de Menéndez, incapaz ya de permanecer en el cargo. El consejo de ministros, en reunión de urgencia, ordenó un careo ante el juez de Rojas y Fernández Artal. Si lo montó para solucionar el asunto, la cosa le salió mal, porque fue Rojas el que se derrumbó y acabó por reconocerlo todo.
El 7 de marzo, mes y medio después de los hechos y dos semanas después del informe Sediles, Azaña se levantó en el Parlamento para reconocer los fusilamientos por primera vez. Presentó el nombramiento del juez especial como una demostración de la preocupación del gobierno por esclarecer los hechos.
El 10 de marzo, la comisión parlamentaria culminó sus trabajos, en los que hablaba de fusilamientos sumarios ordenados por la Dirección General de Seguridad. Se exculpaba totalmente a los miembros del gobierno. El 16 de marzo, la oposición boicoteó la votación de este dictamen, que quedó aprobado por 210 votos contra uno.
Sin embargo, la aritmética parlamentaria no lo es todo en democracia. El gobierno perdió, seguidas, las elecciones municipales parciales de abril de aquel año y, después, las convocadas para las vocalías del Tribunal de Garantías. La gota malaya de la oposición obligó a Azaña a dimitir en septiembre de 1933. Pocas semanas después, la derecha arrasaba en las urnas.
¿Cuál es la valoración que cabe hacer de Casas Viejas? Muchos historiadores han destacado, en los últimos años, la inocencia básica de Azaña, sosteniendo que el presidente del gobierno no supo de la existencia de los asesinatos impunes como muy pronto hasta el 19 de marzo. A mi modo de ver, esta interpretación no tiene pase. En democracia, como bien le recordarían una vez a Felipe González hablando del GAL, un presidente del gobierno es culpable tanto de saber, como de no saber. Porque el presi que no sabe que el seno de su administración se viola la ley es culpable de no saberlo, como lo es quien ordena dicha violación a sabiendas.
A mi modo de ver, además, en la oscuridad de esta historia queda desdibujada la figura de Arturo Menéndez. Es muy difícil pensar en un director general de Seguridad que da por su cuenta y riesgo una orden tan tajante como evitar la producción de heridos o prisioneros. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que eso es algo que se acabará volviendo contra uno mismo si, finalmente, sale a la luz y verdaderamente no se cuenta con apoyo de arriba. Así pues, me resulta muy difícil de creer que, cuando menos, don Santiago Casares Quiroga no estuviese informado, cuando no fuese el padre de la citada instrucción. Y, nuevamente, me cuesta creer que un ministro del Interior dé una orden así sin tener claro que Manitú la apoya.
Bartolomé Barba, capitán del ejército y destacado militar proalzamiento (fundaría la Unión Militar Española) fue por ahí contando, en esos días, que el día 11 se encontraba de guardia y que escuchó a Azaña decir «ni heridos ni prisioneros; tiros a la barriga». La mayoría de los historiadores se inclinan por pensar que esto fue una invención opositora y que Azaña nunca dio esa instrucción. Muy probablemente, es así. Don Manuel Azaña no es un asesino. Es, tan sólo, un mal, bastante más malo de lo que se suele decir, presidente del gobierno.
La República, además, acabó por abrochar con este asunto de Casas Viejas uno de sus esperpentos legales más acendrados. Porque el ya ex director general de Seguridad vio su causa sobreseída en el proceso por los sucesos; proceso en el que el capitán Rojas fue condenado a 21 años de prisión. Quizá por el cabreo que se pilló por comerse el marrón él solito, llegada la guerra Rojas se pasó al otro bando y participó en la represión en Granada.
Cada uno de estos tercios tuvo su tumba. La tumba del Frente Popular fue el golpe de Estado y la guerra civil. La tumba de las derechas fueron los escándalos del estraperlo y el caso Nombela-Tayá. Y la tumba del primer bienio de la República fue el feo asunto de Casas Viejas. Que es tan, tan feo, que hoy es el día que el pueblo de Casas Viejas ya no se llama Casas Viejas.
Ocurrió hace ahora 76 años, en 1933. Al iniciarse ese año, el anarquismo dijo basta. Los anarquistas y anarcosindicalistas siempre habían sido compañeros de viaje del sueño republicano, pero unos compañeros de viaje bastante incómodos. El sueño republicano fue alumbrado por políticos burgueses que no creían en otra cosa que en los regímenes parlamentarios reformistas, y algunos de izquierdas, situados casi siempre en el PSOE, los cuales, si bien eran en muchos casos marxistas avant la lettre, o bien se sacudían con elegancia esas teorías o bien las aplazaban hasta un futuro teórico lo suficientemente lejano como para convertirse, por la vía de los hechos, en avales del parlamentarismo burgués. Quizá el mayor ejemplo de esta tendencia pueda ser Julián Besteiro, quien se decía y consideraba marxista pero que, sin embargo, desde la tribuna de la presidencia de las Cortes, tras la aprobación de la Constitución republicana, no ahorraba epítetos positivos para el sistema parlamentario inglés y el posibilismo laborista.
Los anarquistas, sin embargo, estaban hechos de otra pasta. Llevaban 50 años luchando por el comunismo libertario y no iban a andarse con medias tintas. A ello se unió el parcial, en ocasiones completo, fracaso de la reforma agraria republicana, fracaso en el que tuvieron que ver defectos de diseño, el obstruccionismo de los propietarios y, sobre todo, la falta de financiación. El fracaso de la reforma agraria hizo que el anarquismo, que nunca había abandonado del todo las áreas rurales sobre todo en el sur de Andalucía, recibiese notables apoyos gracias a la profunda desilusión que muchos aparceros tenían hacia la República, en la que seguían muriéndose de hambre. Hay que hacer notar que parte de ese hambre era culpa de la propia República pues ésta, para evitar el abuso de los patronos con los jornaleros a la hora de fijarles salarios, dictó su llamada Ley de Términos Municipales, por mor de la cual no se podían contratar jornaleros fuera del término municipal donde estuviese ubicada la explotación. Esta medida fue muy positiva en aquellos lugares donde había explotaciones. Pero allí donde no las había o no se explotaban, condenaba a los jornaleros al hambre, pues no podían emplearse nada más que donde no había empleo.
El divorcio del anarquismo con la República se hizo más intenso en 1932, cuando la FAI organizó una serie de acciones revolucionarias en la cuenca del Llobregat, que hubieron de ser reprimidas y que hicieron al gobierno deportar a Guinea a dirigentes faístas como Durruti o Ascaso.
El 8 de enero de 1933, el anarquismo sacó músculo en Sevilla, Zaragoza, Logroño, Lérida, Granada, Barcelona y Valencia. Fue una insurrección en toda regla reprimida como tal por el gobierno. Sin embargo, esa represión no pudo impedir que la mecha revolucionaria se extendiese por el sur de Andalucía, y pronto hubo conflictos en Sanlúcar, La Rinconada, Utrera, Alcalá de Guadaira, Arcos de la Frontera...
Casas Viejas estaba, y está, situado en medio de ese merdé, en la provincia de Cádiz y perteciendo, entonces, al municipio de Medina Sidonia. Tenía unos 1.200 habitantes, todos o casi todos de los cuales vivían del campo. En el área había 6.000 hectáreas cultivables, pero en 1932 sólo se habían trabajado 1.300, porque los propietarios se negaban a explotarlas en las condiciones que les imponía la legislación. Por lo tanto, se estima que en aquel año habían trabajado unos 100 jornaleros en toda la aldea, lo cual suponía una astronómica cifra de paro del 80%.
El 10 de enero, los estrategas anarquistas decidieron el estallido de una insurrección en toda la baja Andalucía, y sus correligionarios en Casas Viejas recibieron la orden de unirse a ella. El día 11 un grupo de anarquistas izó una bandera rojinegra en el pueblo, tomó sus escopetas de caza y se dirigió al cuartel de la guardia civil, donde los efectivos que allí estaban se negaron a secundar la rebelión. Ambos bandos se enfrentaron a tiros, resultando dos guardias heridos. Los sublevados tomaron el control del pueblo.
El gobierno civil de Cádiz, al tener noticia de esta insurrección, envió refuerzos. A las cinco de la tarde del mismo día 11 llegó al pueblo el teniente Fernández Artal, de la Guardia de Asalto, al mano de 12 guardias y cuatro números de la guardia civil. Logró liberar a los sitiados en el cuartelillo y, en general, sacar del pueblo a los rebeldes. Sin embargo, una pequeña partida, liderada por Curro Cruz, a quien todos conocían como Seisdedos, se hizo fuerte en una de las casas. Fernández Artal hizo dos intentos de componenda y los dos le salieron mal: primero le envió a un guardia para parlamentar, que fue herido y apresado por los anarquistas; y después a un detenido, el cual se unió a los sitiados. En total, allí dentro hay cinco hombres, dos mujeres y un niño. Fernández Artal, puesto que se hace de noche y tiene controlada la situación, decide esperar al día siguiente.
Mientras el teniente de Asalto espera, el primer acto real de la tragedia levanta el telón en Madrid. A la Puerta del Sol, sede de la Dirección General de Seguridad, llegan las noticias de Casas Viejas. Es director general Arturo Menéndez. Menéndez es en ese momento, como poco, un hombre presionado para impedir que la revolución brote en el sur de Andalucía; en buena parte, pues, su actuación de las próximas horas se basará en el deseo de evitar eso como sea. Prueba de que es así es que tres días antes de la sublevación de Casas Viejas, la DGS había hecho pública una nota de prensa en la cual instaba a las fuerzas de seguridad a «redoblar el rigor empleado» contra los sediciosos.
Menéndez ordena más refuerzos. Pero los refuerzos salen de Madrid, lo cual es lo primero que huele mal en toda esta historia, porque lo normal es que los refuerzos se envíen desde más cerca mejor, porque así llegan antes. Una compañía de guardias de asalto al mano del capitán Manuel Rojas Feigespan, hombre de absoluta confianza de Menéndez, se mete en el expreso de Andalucía de esa noche camino del sur. Menéndez acude personalmente a la estación del Mediodía a despedirlos, algo que tampoco es my normal.
Pero Menéndez tiene razones para acudir al andén. Una vez allí, se acerca a Rojas y le da órdenes taxativas: «ni heridos ni prisioneros cuando se haga fuego contra la fuerza». Así pues, el capitán Rojas viajó al sur convencido de que tenía patente de corso para hacer lo que creyese conveniente.
En la mañana siguiente, Rojas está ya en Casas Viejas. Intenta evacuar a lo sitiados con bombas de mano, sin conseguirlo. Apresurado por solventar el problema cuanto antes, resuelve hacerlo mediante el fuego. Los guardias lanzan sobre la casa piedras envueltas en trapos empapados de gasolina y acercados a la llama antes del lanzamiento.
Al inicio del incendio, una mujer y el niño huyen de la casa. Luego otra mujer y un hombre intentan huir, pero son abatidos por los tiros de los guardias. El resto de los revolucionarios mueren abrasados vivos en el inmueble.
Son las ocho de la mañana. Rojas ha conseguido lo que quería. El pueblo casi entero está acojonado en sus casas. Pero, por alguna razón, juzga que aún hay que dar un paso más. Ordena registrar las casas una por una y proceder a la detención de sospechosos. Se generó una cuerda de 14 detenidos que, inexplicablemente, fueron fusilados, desarmados y atados, tras haber sido paseados frente al cuartelillo que horas antes tenían sitiado.
Los hechos hacen mella en la conciencia del teniente Fernández Artal, el cual probablemente tuvo algo muy parecido a un ataque de ansiedad. Rojas lo tranquiliza y de paso le recuerda que lo mejor que puede hacer es cerrar la boca sobre lo que ha visto y, luego, toma el camino de Madrid.
El día 12, el ministerio de la Gobernación, actual del Interior, regentado por Casares Quiroga, informa en una nota de los hechos de Casas Viejas. Da una cifra aproximada de víctimas (18 o 19), se refiere únicamente al episodio de la casa y los sitiados, asevera que la operación se realizó con bombas de mano y cita el incendio sólo para justificarlo como consecuencia de las mismas. Los hechos, sin embargo, habían tenido muchos testigos, especialmente desde las trochas de los alrededores del pueblo. Campesinos que pudieron huir de la represión posterior fueron a Medina Sidonia y comenzaron a contar lo que habían visto. El día 15, dos periódicos de Madrid deciden destacar enviados especiales. La Libertad envía nada menos que a Ramón J. Sender; y La Tierra envía a Eduardo de Guzmán, quizá su mejor informador y autor de interesantes libros sobre la República y la Guerra Civil. Pese a luchar con el mutismo oficial, de la mano o la pluma de estos enviados, el día 19 la prensa empieza a publicar retazos de verdad.
En aquel entonces la República tenía una costumbre hasta cierto punto insana por lo poco ejemplarizante que ha heredado nuestra democracia, y es ésa de dar a los parlamentarios más vacaciones que las de la hija del marqués. El Parlamento no abre sus puertas hasta el 1 de febrero pero, para cuando lo hace, lo hace para servir de caja de resonancia del enorme follón de Casas Viejas. Ese mismo día Eduardo Ortega y Gasset, diputado radical-socialista (y, por lo tanto, teórico socio del gobierno) presenta una interpelación y un informe en el que asevera con precisión que once personas han sido asesinadas mientras estaban atadas e inermes. Casares (inexplicablemente, diría yo) ni siquiera está en el hemiciclo, así pues tiene que contestar el subsecretario, Carlos Esplá, el cual hace un papelón que apenas calla las bocas menos exigentes.
El día 2 ya es Lerroux, es decir el jefe de la minoría opositora al gobierno más numerosa, el que se levanta, provocando la contestación del mismísimo Azaña, jefe de gobierno. En esta intervención, Azaña utiliza esa típica estrategia que dice que cuando no quieras hablar de lo particular, extiéndete en lo general. Azaña se lanza a peroratas sobre la acción general del gobierno y sobre Casas Viejas, además de decir que ya está todo aclarado, pronuncia la célebre, desgraciadísima frase, de «en Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, sino lo que tenía que ocurrir». Esta frase sólo se justifica aceptando que Azaña era tonto, que en mi opinión puede ser con mucha mayor probabilidad de lo que habitualmente se acepta; que, en ese momento, no supiera realmente lo que había pasado en Casas Viejas (pero si dijo eso sin saberlo, alto tonto sí que era); o ambas cosas a la vez.
Se propone la creación de una comisión parlamentaria. El gobierno, que tiene casi 20 muertos sobre la mesa, tiene el cuajo de rechazarla (123 votos a 81).
A los hagiógrafos de don Manuel Azaña les gusta recordar que, tras este debate, el presidente del Gobierno se aplicó a saber lo que realmente había pasado en Casas Viejas y de hecho encargó al teniente coronel Romeu una investigación. Todos estos datos son ciertos. Pero, sin embargo, no dejan de formar parte de una, a mi modo de ver, excesiva comprensión para con Azaña. El 2 de febrero, cuando se levanta en las Cortes para contestar a Lerroux, han pasado ya 20 días desde la matanza de Casas Viejas, y los abrumadores testimonios publicados por la prensa hacen imposible a nadie creer que la versión de Casares es la correcta. De hecho, el gesto de Azaña, encargando una investigación propia, deja ver claramente que él mismo lo piensa. Resulta muy difícil de creer que Azaña fuese a la sesión del día 2 completamente ciego. Que no supiera aún con certeza, tiene un pase. Pero que ni siquiera sospechase, eso no se lo cree ni el que asó la manteca. Así pues Azaña, en las Cortes, se levantó, si no para mentir, sí para sospechar que estaba mintiendo.
El 13 de febrero, en su diario, Azaña dice que recibe noticias de Casas Viejas y que se teme lo peor. Esta entrada del diario sirve para que quienes creen en él sustenten que antes no sabía nada. Pero eso mismo convierte a Azaña en un presidente del Gobierno delante del cual los policías se cargan impunemente a más de 15 personas y él se tira un mes entero sin saberlo.
El día 23 el diputado Salvador Sediles, sobreviviente de la sublevación de Jaca por cierto, hace público en el parlamento las averiguaciones hechas por los diputados por libre y sobre el terreno. Es la primera vez que en las Cortes se oye completa la versión real de lo ocurrido.
Azaña se levanta a contestar. Lo que hace es dividir los hechos en dos periodos distintos. Hay uno que va hasta las 8 de la mañana del 12 y otro que ocupa lo que ocurrió después. Del primero asevera que se respetó la legalidad a machamartillo. Y, sobre el segundo, realiza un retruécano políticamente irresponsable, o mejor yo diría impresentable: «¿Tenemos nosotros algo que ver con el que haya podido faltar a sus obligaciones en Casas Viejas ni en ninguna otra parte?» Acojonante. Un presidente del Gobierno confesando, negro sobre blanco, que si alguien, utilizando el aval de formar parte de las fuerzas de seguridad, va y se pasa metiéndole unos tiritos a unos mataos, él no tiene por qué ser responsable. De la bronca que se montó el gobierno se hizo tanta caquita que se le disolvió el cuajo y acabó por permitir la formación de la comisión parlamentaria (173 votos contra 130).
Para aquel entonces el principal implicado en la cuestión, el capitán Rojas, estaba tratando de tapar bocas. Viajó a Sevilla para tratar de tranquilizar al cada vez más histérico Fernández Artal. Pero, sin embargo, mientras estaba haciendo eso, cinco capitanes de Seguridad firmaban un acta, que hacían llegar a Azaña, en la que, entre otras cosas, declaraban que en enero de 1933 el Director General de Seguridad les dio instrucciones «de que en los encuentros que hubiera con los revoltosos con motivo de los sucesos que se avecinaban en aquellos días, el gobierno no quería ni heridos ni prisioneros». Obsérvese que el acta pone en los labios de Menéndez las palabras «el gobierno no quiere». Para más inri, además de a Azaña, le enviaron el acta a un diputado de la oposición, el radical Tomás Peyre.
Los firmantes del documento fueron apartados del servicio y expedientados. Azaña, por su parte, llamó a su presencia a Rojas, quien confirmó en la entrevista haber recibido las órdenes y, consiguientemente, avaló el acta, aunque aún negaba las ejecuciones a sangre fría.
El 2 de marzo, la oposición ensayó una nueva censura al gobierno por el asunto de Casas Viejas. Azaña se defendió calificando el acta de los capitanes de movida política. Hubo quien pensó que había saltado la valla y que saldría de aquélla con los cojoncillos en su sitio. Pero apenas unas horas después, el día 3, Fernández Artal estalló. Estando en Madrid, se sinceró con sus compañeros del cuartel de Pontejos, los cuales le recomendaron que hablase, por lo que prestó en la DGS, y ante un abogado del Estado, una declaración en la que confirmaba la producción de ejecuciones sin legalidad alguna.
La publicación de esta confesión provocó la dimisión de Menéndez, incapaz ya de permanecer en el cargo. El consejo de ministros, en reunión de urgencia, ordenó un careo ante el juez de Rojas y Fernández Artal. Si lo montó para solucionar el asunto, la cosa le salió mal, porque fue Rojas el que se derrumbó y acabó por reconocerlo todo.
El 7 de marzo, mes y medio después de los hechos y dos semanas después del informe Sediles, Azaña se levantó en el Parlamento para reconocer los fusilamientos por primera vez. Presentó el nombramiento del juez especial como una demostración de la preocupación del gobierno por esclarecer los hechos.
El 10 de marzo, la comisión parlamentaria culminó sus trabajos, en los que hablaba de fusilamientos sumarios ordenados por la Dirección General de Seguridad. Se exculpaba totalmente a los miembros del gobierno. El 16 de marzo, la oposición boicoteó la votación de este dictamen, que quedó aprobado por 210 votos contra uno.
Sin embargo, la aritmética parlamentaria no lo es todo en democracia. El gobierno perdió, seguidas, las elecciones municipales parciales de abril de aquel año y, después, las convocadas para las vocalías del Tribunal de Garantías. La gota malaya de la oposición obligó a Azaña a dimitir en septiembre de 1933. Pocas semanas después, la derecha arrasaba en las urnas.
¿Cuál es la valoración que cabe hacer de Casas Viejas? Muchos historiadores han destacado, en los últimos años, la inocencia básica de Azaña, sosteniendo que el presidente del gobierno no supo de la existencia de los asesinatos impunes como muy pronto hasta el 19 de marzo. A mi modo de ver, esta interpretación no tiene pase. En democracia, como bien le recordarían una vez a Felipe González hablando del GAL, un presidente del gobierno es culpable tanto de saber, como de no saber. Porque el presi que no sabe que el seno de su administración se viola la ley es culpable de no saberlo, como lo es quien ordena dicha violación a sabiendas.
A mi modo de ver, además, en la oscuridad de esta historia queda desdibujada la figura de Arturo Menéndez. Es muy difícil pensar en un director general de Seguridad que da por su cuenta y riesgo una orden tan tajante como evitar la producción de heridos o prisioneros. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que eso es algo que se acabará volviendo contra uno mismo si, finalmente, sale a la luz y verdaderamente no se cuenta con apoyo de arriba. Así pues, me resulta muy difícil de creer que, cuando menos, don Santiago Casares Quiroga no estuviese informado, cuando no fuese el padre de la citada instrucción. Y, nuevamente, me cuesta creer que un ministro del Interior dé una orden así sin tener claro que Manitú la apoya.
Bartolomé Barba, capitán del ejército y destacado militar proalzamiento (fundaría la Unión Militar Española) fue por ahí contando, en esos días, que el día 11 se encontraba de guardia y que escuchó a Azaña decir «ni heridos ni prisioneros; tiros a la barriga». La mayoría de los historiadores se inclinan por pensar que esto fue una invención opositora y que Azaña nunca dio esa instrucción. Muy probablemente, es así. Don Manuel Azaña no es un asesino. Es, tan sólo, un mal, bastante más malo de lo que se suele decir, presidente del gobierno.
La República, además, acabó por abrochar con este asunto de Casas Viejas uno de sus esperpentos legales más acendrados. Porque el ya ex director general de Seguridad vio su causa sobreseída en el proceso por los sucesos; proceso en el que el capitán Rojas fue condenado a 21 años de prisión. Quizá por el cabreo que se pilló por comerse el marrón él solito, llegada la guerra Rojas se pasó al otro bando y participó en la represión en Granada.
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