El documento de la comisión de estudio deja poco margen para las interpretaciones. Dice, con neta claridad, que «el régimen franquista es un régimen fascista calcado del de la Alemania nazi de Hitler y la Italia fascista de Mussolini». Acusa a Franco de instigar la guerra tanto como las partes contendientes y afirma que la correspondencia incautada a los nazis y fascistas tras la guerra, y utilizada en el proceso de Nuremberg, sustenta la acusación contra Franco por realización de crímenes contra la paz.
La Comisión también estuvo de acuerdo con las teorías según las cuales Franco era un peligro inminente para la paz en Europa, pues asevera que «las actividades en la frontera francesa parecen indicar que se espera posiblemente un conflicto con la España franquista».
Sin embargo, en diplomacia el diagnóstico de una situación tiene poco valor si no viene acompañado de medidas. De hecho, la Historia de la ONU está repleta de casos así. Casos en los que la institución salva la cara mediante el recurso a decir «Fulano ha sido muy malo y es culpable de todo, pero no tomo medidas contra él». En el caso del estudio del problema español, el problema se planteó a la hora de preguntarse si, una vez claro que el franquismo era un fascismo más, le era aplicable el artículo 39 de la carta de la ONU: «El Consejo de Seguridad determinará la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión y hará recomendaciones o decidirá qué medidas serán tomadas de conformidad con los artículos 41 y 42 para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales».
Como ya he comentado con anterioridad, aquí está la madre del cordero. Por mucho que los republicanos y, en general, todos aquellos que en aquellos años cuarenta tenían endiosada a la ONU como el foro definitivo del orden mundial, lo cierto es que, diplomáticamente hablando, lo que más le importaba a la oposición española, es decir la brutal represión interior del franquismo contra sus opositores, era un dato menor. Lo importante para la ONU era si Franco era una amenaza para la paz, como lo habían sido Hitler y Mussolini. Esto Franco lo sabía bien, y por eso tuvo buen cuidado de no incrementar ni un milímetro su imagen belicista. Por ello, la Comisión, en un párrafo que es la peor noticia para el republicanismo español, dice: «No se ha producido todavía la ruptura de la paz. Ningún acto de agresión ha sido probado. Ninguna amenaza contra la paz se ha establecido. Por consiguiente, ninguna de las medidas de coerción enunciadas en los artículos 41 [sin tropas] y 42 [mediando el uso de la fuerza y tropas] pueden ser ordenadas en la hora actual por el Consejo de Seguridad». De los escasos triunfos de la diplomacia franquista en esos años en los que iba claramente perdiendo la partida, le queda éste, crucial a la postre: convencer a las cancillerías suficientes de que no iba a atacar a nadie, ni se iba a implicar en ninguna aventura rara. En el momento que Franco consiguió que muchos países asumiesen que él no era como Mussolini y, por lo tanto, no iba a invadir Abisinia, la posición opositora se debilitó automáticamente.
Fruto de los dimes, diretes, discusiones y arreglos que todo papel diplomático comporta, el informe de la Comisión trata de arreglar las cosas diciendo que «el Subcomité constata que reina en este momento en España una situación que si no constituye un amenaza actual en el espíritu del artículo 39, representa una situación que, de prolongarse, puede amenazar el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales». El deporte preferido de Naciones Unidas es el rubgy. Y la jugada preferida, la patada a seguir. Sin embargo, como el problema estaba planteado en unos términos muy claros y los apoyos de la causa republicana no eran pocos, el informe termina apostando por una resolución del Consejo de Seguridad que recomiende la retirada de embajadores.
Al estudiar este dictamen en el Consejo de Seguridad, se produce la curiosa situación de que un amigo de la causa republicana, tratando de reivindicarla, en realidad les hace la pascua. Ese amigo es Andrej Gromiko, jefe de la diplomacia soviética durante décadas.
Estados Unidos presenta una enmienda a la resolución del Consejo en la que, ladinamente, le coloca a la recomendación de retirar los embajadores la coletilla «o, en su defecto, toda acción que considerara como eficaz y apropiada a las circunstancias actuales». Es decir, trataba de quedarse con las manos libres para mantener el embajador y hacer las cosas a su manera.
Esta enmienda enfureció a los soviéticos, quienes se dieron cuenta (hay que ser tonto del culo para no verlo) que, de aprobarse, en realidad dejaba sin efecto la eventualidad de una retirada coordinada de embajadores, que era lo que el bloque del Este buscaba. Sin embargo, Gromiko, o quien le diese las órdenes pertinentes, operó con notable torpeza. De forma sorpresiva, la URSS ejerció el veto de la enmienda estadounidense y exigió que se volviese a la moción inicial redactada por el polaco Lange, es decir al aislamiento puro y duro de Franco. El 24 de junio, Óscar Lange volvió a solicitar la votación de la moción, en un intento del bloque del Este de que todos los países se retratasen. El resultado fue que Francia, la URSS y México la apoyaran, y los otros siete miembros de turno del Consejo la tumbasen. Entonces Polonia reculó, pero hasta cierto punto era tarde. Presentó una nueva propuesta de moción que buscaba que el asunto quedase en el orden del día y hubiese un compromiso de volver a tratarlo por el Consejo (Lange proponía como tope el 1 de septiembre, es decir unos tres meses, para, dijo, darle tiempo a los republicanos a derribar el régimen de Franco. Se desconoce las milongas que le habían contado los comunistas españoles exiliados en Moscú para creer eso posible); así como la creación de una nueva Comisión de Estudio, que quedó formada por Australia, Polonia y Reino Unido. Teniendo en cuenta que Polonia quería poco menos que la ONU invadiese España y que Reino Unido había votado para que toda la cuestión pasara a la Asamblea sin recomendación alguna, por lógica, esta segunda comisión no llegó ni a media conclusión consensuada. Ya en el Consejo, Australia y Reino Unido presentaron una moción que comprometía al Consejo a mantener el problema en observación; pero Gromiko la volvió a vetar, por considerarla floja. Ante la situación de bloqueo, la moción se votó sin veto, recibiendo nueve síes y dos noes. La URSS y Polonia habían perdido incluso el apoyo de Francia que antes habían tenido.
En resumen: al comenzar la sesión del Consejo, la mayoría de los miembros eran proclives a que se tomase alguna decisión contra Franco. Pero querían apostar, todo lo más, tres o cuatro amarracos. La actitud de Gromiko, cortando el mus y cantando un órdago a la grande, colocó a esos mismos países en la posición de tener que definirse, y lo hicieron decidiéndose por la cautela, que es lo que un diplomático hace cien veces de cada cien cuando no está seguro de las consecuencias de sus actos. Gromiko, intentando ayudar a la causa republicana, le metió un pepino por donde los amargan.
Giral, amargamente, se quejaría en nota pública de los resultados de este Consejo de Seguridad del verano de 1946 indicando que su resolución era «una sentencia que no guarda relación con sus considerandos». Y tenía razón. Tan dura era la ONU diagnosticando el fascismo de Franco como blanda actuando contra él. Y, para solaz de los apoyos de Franco, tácitos o descarados, ello no había ocurrido por ninguna acción de esos amigos, sino por una terrible torpeza de uno de los mejores amigos de la República.
No obstante, ese verano del 46 es el más feliz para los republicanos exiliados. Todos los grupos políticos apoyan aún el gobierno Giral, aunque con las serias matizaciones prietistas; y el apoyo internacional es evidente en actos como el escrito firmado por más de cien diputados británicos en apoyo de la República. En Hungría, el gobierno de Zoltan Tildy reconoce oficialmente a la República. Los obreros checoslovacos se manifiestan a favor de España. La Asamblea Francesa invita a Giral a intervenir en su Comisión de Asuntos Extranjeros (ante la cual Giral, no sé muy bien basándose en qué, asevera que «el gobierno de la República puede garantizar que el orden y la disciplina no serán perturbados en España»).
Una vez más, y puesto que está en fase de envalentone, Giral se muestra contrario a un plebiscito que defina la forma de Estado, pues da por totalmente finiquitada la monarquía en España. Pero aquí empieza el gobierno Giral a pisar terreno no muy firme. La Conferencia socialista celebrada los días 27 y 28 de agosto en el exilio propugna «un régimen de libertad que permita al pueblo darse, por la vía del sufragio universal, el gobierno de su elección». En la misma línea se pronuncia, en la clandestinidad interior, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, la cual, en un manifiesto, se compromete a aceptar toda solución contraria a sus postulados que la voluntad popular, libremente expresada, pueda tomar. La toma de posición socialisgta, esto es lo que temen los giralistas, arrastra al laborismo británico, que empieza a coquetear descaradamente con la idea de una solución monárquica.
Lo quieran o no Giral, su gobierno y las formaciones que están en el centro de su apoyo, la simple y pura reinstauración de la República está dejando de ser la única alternativa al franquismo.
El 23 de octubre comienza un nuevo acto. Tras el Consejo de Seguridad, llega la Asamblea de la ONU.