La pelea a puñetazos entre dos hombres comenzó a convertirse
en un espectáculo a finales del siglo XVIII. Fue algo menos de un siglo después
cuando esta actividad, prohibida por inhumana en algunos lugares, por ejemplo
de los Estados Unidos, fue parcialmente humanizada a través de las reglas del
barón de Queensberry que, entre otras cosas, introdujeron los guantes; aunque
aún no impidieron que las peleas siguieran siendo interminables sesiones de
golpes que duraban incluso horas.
A lo largo de todo el siglo XIX, en Europa y en América el
boxeo fue captando adeptos y en muchos puntos, pese a estar formalmente
prohibido, era seguido incluso por los jueces que debían hacer efectiva dicha
prohibición. Los boxeadores antiguos peleaban exactamente igual que la gente de
la calle, esto es con golpes un tanto caóticos y curvos. Sin embargo, a finales
de siglo, James John Corbett comenzó a boxear de una forma más científica, con
golpes directos, mucho más efectivos; había nacido el boxeo moderno.
El 7 de septiembre de 1892, en el Olympic Club de Nueva
Orleans, Corbett noquea en el vigésimo primer asalto al entonces campeón del
mundo, el respetadísimo John Lawrence Sullivan, The Big, quizás el primer gran
campeón de boxeo de la Historia.
A Corbett le sigue el reinado de Bob Fitzsimmons, a quien
Corbett tiene en tan mala estima que sólo por impedir que se lleve el título
vuelve a boxear tras haberse retirado, aunque no puede evitar que Fitzsimmons,
mucho más joven, acabe con él. Años después, el 25 de julio de 1902, será
Fitzsimmons quien caerá tras un directo a su estómago propinado por James
Jackson Jeffries, apodado El Calderero, quien había sido sparring de Corbett.
El boxeo, en los momentos el cambio de siglo, evoluciona muy
rápidamente. Pero no para dar cabida a los negros. Haber, haber, ha habido
negros en los cuadriláteros desde el principio; incluso algunos esclavizados
habían llegado a boxear como espectáculo cien años antes. Pero el mundo del
boxeo no está en modo alguno preparado para aceptar el hecho, que cada vez es
más palmario, de que, entre que el boxeo capta sus campeones entre personas de
muy baja extracción social, y los negros lo son; y que, de hecho, los
boxeadores de origen africano parecen o suelen estar mejor dotados para este
deporte, resulta imposible de evitar el momento en que un negro sea el mejor
boxeador del mundo.
A Jeffries, de hecho, le sucederá un campeón más modesto,
Tommy Burns, quien pasará muchos años tratando de evitar los desafíos de los
boxeadores negros, sobre todo de Jack Johnson, el mejor dotado de ellos. Los
promotores tiemblan pensando en organizar una gran pelea que el contendiente
negro acabe por ganar. De ahí nace el fenómeno conocido como la troika negra, o
el grupo de grandes boxeadores de origen africano que, a falta de algo mejor,
pelearon incansablemente entre ellos en los últimos años del siglo XIX y
primeros del XX.
La troika negra estaba formada por Sam McVey, Joe Jeannette
y Sam Langford, luego ampliada con Jack Johnson y Harry Willis. De ellos,
quizás, la historia más triste fue la de Langford. Boxeador incansable, generó
miles de dólares, si no millones, a lo largo de los años, para la bolsa de Tex
Richard, su promotor. En los años veinte del siglo pasado, estaba ya muy viejo
y casi ciego, aunque siguió peleando hasta que ya le fue totalmente imposible.
Cuando se retiró, todo lo que Richard hizo por él fue contratarlo de barrendero
en su gimnasio. Murió en 1956, en un asilo de beneficencia, en Massachussetts.
Pero centrémonos en Johnson. Nació en 1878 en Galverston.
Medía uno noventa, razón por la cual fue conocido como El Gigante de
Galverston. Tras unos comienzos un poco dubitativos (en 1901 pierde un combate
y hace un nulo), luego se tira cinco años seguidos sin perder, hasta que los
jueces le escamotean la victoria que había obtenido justamente contra Marvin
Hart.
Por aquel entonces, Johnson ya ha iniciado la “caza” de
Tommy Burns, el súper-campeón blanco, por medio mundo. Por fin, consigue
encontrarlo en 1908, en Sidney, Australia. La estrategia de Johnson es muy
temeraria y Australia, además, es un país que no le hace ascos a la pelea entre
un blanco y un negro. Burns, pues, no puede decir que no, y el combate se
celebra el 26 de diciembre, en el Ruschcutter’s Bay Arena, ante la asombrosa cifra
para la época de 16.000 espectadores. El combate es notablemente desigual;
Johnson deshace a Burns en pedazos (de hecho, el boxeador blanco recibió
aquella velada tantas hostias que, ya acostumbrado, se hizo cura). En un
momento histórico, pues, un negro se proclamaba campeón del mundo de los pesos
pesados (o el equivalente de la época).
A partir del minuto uno tras el final del combate, todos los
aficionados al box, blancos, comienzan a fantasear con el blanco que se subirá
al ring a recuperar lo que por esencia le pertenece a la raza superior. Todas
las miradas se vuelven hacia Jeffries, El Calderero, quien, efectivamente, no
tiene, probablemente, alguien que le pueda hacer sombra en el firmamento del
boxeo blanco.
Tras muchos dimes y diretes, Jeffries acaba por aceptar el
reto al que todo el mundo le empuja, y pelea con Johnson el 4 de julio de 1910,
en Reno, Nevada. Un detalle muy americano: a la entrada del espectáculo, todos
los espectadores son despojados de sus armas de fuego; se teme que si Johnson
gana, el público lo linche. De hecho, el único hombre armado en ese combate es
el árbitro, Tex Rickard. Unos estudios de Hollywood han pagado un auténtico
pastón, 166.000 dólares, para filmar el combate.
Todo el mundo, todos los periódicos de los Estados Unidos,
consideran a Jeffries favorito. Simple y llanamente, un negro no puede ganar a
dos blancos seguidos.
Pero Johnson noquea a su rival en el décimo quinto
asalto.
Tras estas dos victorias, Jack Johnson se convirtió en todo
un símbolo para los negros; en un negro tan
poderoso que se permitía hacer las cosas que sólo hacen los blancos; por
ejemplo, acostarse con blancas. En 1909, se casó con Etta Durya, una tía
esquizofrénica que le hizo la vida imposible con sus paranoias hasta que se
suicidó; después se casó con Lucille Cameron-Falconet, también blanca. Este
doble matrimonio provoca una acusación por parte de la Justicia de
quebrantamiento de la Mann Act, esto es, de cometer bigamia.
Johnson tiene que huir de Estados Unidos y se refugia en
París, con toda su troupe, Lucille incluida. El 28 de noviembre de 1913,
revalida allí su corona mundial ante el ruso André Spoul. Luego viaja a Buenos
Aires, donde noquea, en una exhibición, a un boxeador vasco, apellidado
Guillarachea. Los promotores quieren que vuelva a pelear por el título, pero
Johnson no puede volver a Estados Unidos porque sabe que, en cuanto lo haga, lo
detendrán por bígamo (y prófugo). Por esta razón, acepta pelear en La Habana,
el 5 de abril de 1915, contra Jess Willard.
Las circunstancias del combate Johnson-Willard nunca se han
aclarado del todo. En el asalto 26, el aspirante golpea al campeón y éste cae
al suelo. Todos los testigos coinciden en señalar que, en ese momento, el
combate no sólo está igualado, sino que Johnson está tan fresco y consciente como
tiene por costumbre. Las fotos del campeón en el suelo lo muestran medio
sentado, protegiendo los ojos del sol con el brazo; como un burgués
tranquilamente semiacostado en una playa. Sin embargo, el árbitro cuenta, y
decreta el KO. Nada más hacerlo, el público comienza a gritar sus sospechas de
tongo.
¿Hubo tongo? Más que probablemente. Nat Fleischer,
entrenador de Johnson, le confesaría décadas después al periodista español
Fernando Vadillo que Johnson había recibido la visita de unos tipos que le habían
prometido 70.000 dólares por dejarse ganar, más la inmunidad para sus delitos,
es decir la posible vuelta a los Estados Unidos. Johnson valoraba mucho esta
segunda oferta, porque allí vivía su madre, a la que no podía ver a causa de su
exilio. Como aquellos hombres les dijeron que el dinero saldría de la
recaudación del combate, Johnson y Fleischer, siempre según éste último, habían
pactado un gesto secreto entre ambos como señal de que el manager había
recibido la pasta, momento en que el negro se dejaría caer. Pasaron los asaltos
y, el dinero no llegaba y el entrenador no daba la señal; por eso Johnson
siguió peleando. Hasta que, en el asalto 26, Fleischer recibió un sobre, dio la
señal, y Johnson cayó.
Cayó, sí. Como un gilipollas. Primero, porque en el sobre
sólo había 52.000 dólares. Segundo, porque lo de la inmunidad era un engaño; el
documento que le habían enseñado era una falsificación.
Contar la historia de Jack Johnson en un blog que se llama
Historias de España tiene su importancia porque el ex campeón, huyendo de los
Estados Unidos y del racismo, acabó recalando en Madrid, donde se convirtió en
un auténtico espectáculo.
Madrid, en 1916, cuando Johnson y toda su familia y
asistentes recalaron en el Palace, era una ciudad pequeña, provinciana y pacata. Una
ciudad que no había visto jamás a un negro de uno noventa, masivo de músculos,
encima vestido como Johnson, es decir como los negros nuevos ricos de las
películas: sombrero de ala ancha con cintas de colores, manos enguantadas de
amarillo, abrigo de piel sobre los hombros, traje ajustado con chaleco,
brillantísimos zapatos de charol, y una leontina colgando del chaleco, de oro,
que le habían regalado tras su triunfo sobre Jeffries, y que enseñaba, ufano, a
todo transeúnte que se lo pedía durante sus largos paseos andando, calle Alcalá
arriba y abajo, mostrándose. Bastón de junco y pajarita. Ni Madrid, ni España,
habían visto jamás algo ni medio parecido.
El personal del hotel lo escucha, en la tarde, tocar el
violoncelo; o le observa hacer puños en una esquina de la brasserie del hotel. Los periodistas le preguntan, y Johnson insiste en que no piensa
dejar España. Dos son las razones para ello: una, que España no puede ser
racista contra los negros, porque básicamente no sabe lo que es un negro; dos,
que España es un país neutral, mientras que el resto de Europa, en guerra, no
es precisamente un lugar interesante para recalar.
En julio, Johnson se desplaza a Barcelona, y el día 10 sube al
ring en la plaza Monumental. Se enfrenta al irlandés Arthur Craven, dos metros
y 105 kilos de carne blanca. Un tipo muy curioso. Boxeador y todo, cómo no lo
iba a ser con ese cuerpo, su vocación real es la de bohemio y chulo, puesto
que, si está en Barcelona boxeando, es sólo porque su primer proyecto personal,
vivir en Montmartre pintando cuadros horribles y viviendo de las tías, no le ha
salido bien. Al declararse la primera guerra mundial, Craven es movilizado,
pero deserta, cruza los Pirineos, y aparece en Barcelona. Tras el gong que anuncia
el primer asalto, pasan cosa de diez o doce segundos antes de que Johnson le
atice una hostia monumental, que da con el irlandés en el suelo. Victoria,
pues, a lo grande. A lo negro.
Es el no va más del ex campeón. Montado a la grupa de su
promotor en Barcelona, el dueño del cabaré Excelsior (que luego fue el cine
Cinemar), conoce a los súper-famosos españoles de su tiempo, el primero de
ellos el torero Rafael Gómez “El Gallo”, y frecuenta cafés, cafetines y
cabarés, gastando a manos llenas.
Regresa a Madrid el 3 de abril de 1908, y pelea en el Circo
Price con Blink McCloskey. Victoria a los puntos en sólo cuatro asaltos (era
una exhibición).
El 10 de marzo de 1916 boxea en Madrid contra Frank Crozier,
un jamaicano boxeador errante, al que gana a los puntos en diez asaltos.
Se hace socio del exclusivísimo club de golf Puerta de
Hierro, en el que, de aquella, no entraban abogados ni médicos, mucho menos
simples ciudadanos de clase media, sino miembros de la altísima alcurnia
aristocrática de la ciudad. Pero cuando no almuerza en el selecto club de
Puerta de Hierro, se mete en cualquier taberna de la Cava Baja a meterse al
cinto un buen cocido madrileño, que le vuelve loco. En verano, realiza una
serie de exhibiciones en ciudades levantinas.
Sin embargo, Johnson tiene nostalgia de, cuando menos, el
continente donde ha nacido. El 12 de febrero de 1919 pelea en Madrid con Bill
Flint y, luego, decide irse a México. Una vez allí, ya no puede más y, en
octubre de ese mismo año, se entrega al sheriff de San Diego. Pasa seis meses
en prisión, y luego reaparece como boxeador, en Mexicali; y sigue boxeando
hasta el 15 de mayo de 1928, cuando se retira tras perder contra Bill Hartwell.
Tiene 50 años y se va a vivir al Harlem de Nueva York.
Parece acabado pero, simplemente, se recicla. Funda una orquesta de jazz, crea exitosos
espectáculos de vodevil, y deja que un escritor, Tony van der Bergh, publique
una biografía suya: The Jack Johnson
story. Un libro alucinante en el que se cuenta que Johnson fundó un
restaurante en Madrid y que llegó a ser torero, medio apadrinado por Joselito,
pero que fue volteado por el morlaco en su primera faena.
Según el celebérrimo reportero español José María Carretero
(El Caballero Audaz), con más de sesenta años, Johnson volvió a Madrid, justo
en los años anteriores a la guerra civil. Lo que sí se sabe ciertamente es que aún en 1945, con 67
años, boxeó en una exhibición con su compañero de troika Joe Jeannette.
Un año después, 10 de junio de 1946, murió en un accidente
de tráfico el más madrileño de los campeones del mundo de los pesos pesados.