Una vez contada la historia de Salvador Allende y del
allendismo, creo se impone un epílogo sobre sus errores.
No ha de entenderse mal este enfoque. Hablar de los errores
de Allende no es hablar de que Allende fuera el único que se equivocase. Los
errores de otros, y sobre todo de los Estados Unidos, existen y son materiales
a la hora de explicar lo que pasó en Chile en el año 1973, bien que han sido ya
bastante explicados. Es Allende, sin embargo, quien permanece más inmune a la
crítica, como siempre le pasa a la figura histórica a la postre martirizada.
Salvador Allende Gossens, sin embargo, lejos de ser una
persona que no dio más pasos que los que le eran lícitos; lejos de ser una
persona que siempre trabajó para que no ocurriese lo que ocurrió, fue, en realidad,
de palabra, de obra o de omisión, uno de los arquitectos de la situación de
guerra civil larvada, o no tan larvada, que hizo crisis en Chile mediante el
golpe de Estado militar, o sea la rociada de gasolina en la hoguera.
En realidad, a mi modo de ver, titular estas notas El marxista naïf es buscar para Allende
la mejor sospecha posible. La más comprensiva con él. Otras personas piensan,
lo han dicho y lo han escrito, que en realidad el médico de Valparaíso no tenía
nada de inocente ni de bienpensado. Que, realmente, llegó a la primera
magistratura de Chile con un plan para tensionar la sociedad y la política
chilenas hasta el punto que lo hizo. Yo, sinceramente, al menos a mi nivel
actual de conocimientos, no lo pienso. La imagen que yo me hago de Salvador
Allende es la de una persona enormemente ideologizada, como había que serlo
para liderar un Partido Socialista Chileno que, en los años sesenta, no es que
no hubiese abandonado el marxismo; es que se declaraba leninista; y, además de
ideologizada, de alguna forma tomada por esa desesperación de aquél que
comienza a pensar que, en expresión muy común en España, se le había pasado el
arroz. En 1970, Salvador Allende era un político fracasado, un jarrón chino
polvoriento de la Historia de Chile; sólo el catastrófico fracaso de la
presidencia de Frei lo pudo resucitar.
Salvador Allende, por lo tanto, tuvo que alcanzar la
presidencia de Chile con una sensación clara de ensayo único: lo que debiera
hacer, debía hacerlo una vez, o no hacerlo. No habría otra oportunidad, al
menos para él. Como buen conocedor de la política chilena, pues no en vano
llevaba muchos años practicándola al máximo nivel, sabía que no podía
preterirla pero, aun así, percibía la necesidad de eliminar las desigualdades
inherentes al capitalismo; lo cual pronto lo llevó, en la creación de la Unidad
Popular, a la idea de acabar con el capitalismo mismo.
Y aquí está el primer error de Allende: su idea
de construir el socialismo en plena legalidad democrática, lejos de ser
la aportación genial que sus admiradores quieren ver, fue su primer,
fundamental, error. El gran error que surge de la inocencia y el buenismo del
presidente y que condicionará todo el proceso; porque a unos, los partidarios
de la Unidad Popular, especialmente los radicales, les regalará un aval para
hacer lo que querían hacer; y a los otros, la democracia cristiana y el Partido
Nacional, les dará la apoyatura argumental que necesitarán para plantear su
total oposición al allendismo.
El experimento chileno de Allende, lejos de demostrar que el
socialismo puede construirse en libertad, demuestra exactamente lo contrario.
El socialismo, y hablamos del socialismo del PSCh, esto es de inspiración
marxista-leninista, es un cambio sistémico. Es hacer las cosas de otra manera.
Como ya he insinuado antes, está en el propio programa electoral de la Unidad
Popular de 1970: Parlamento, no; Asamblea del Pueblo. Justicia separada del
Ejecutivo, no; tribunales populares. Economía de mercado, no; intervención
estatal de la economía, dejando lugar sólo para la pequeña propiedad y el
pequeño negocio, quién sabe si, además, como una opción meramente estratégica. Y digo esto de estratégica por dos razónes.
La primera, porque la Democracia Cristiana, tras las elecciones del 70, dio su
apoyo a la presidencia de Allende tras la exigencia de un pliego adicional al
programa electoral que introducía, básicamente, el respeto a la economía de
mercado; pero el propio Allende declararía que aceptó aquello, simple y
llanamente, para que le votasen.
La segunda, que precisamente eso (admitir la pequeña propiedad en los primeros albores de la revolución) está ya en Lenin; y todos sabemos lo que hizo Lenin al llegar al segundo cuarto del partido.
Los cambios sistémicos sólo se pueden imponer mediante la
revolución, lo cual sólo en muy escasas ocasiones no incluye ciertas dosis, en
ocasiones elevadísimas, de violencia gratuita y ciega. Como ya he escrito, muy
lerdo hay que suponer a Allende para no imaginarse que su postrer propuesta de
someter el socialismo a referendo supondría perder dicha consulta, pues los
números de todas las elecciones anteriores cantan.
Así pues, Allende pretendía
implantar el socialismo, no sólo mediante la legalidad sino, además, en minoría. Ciertamente, esto lo hizo
también Lenin; eso quiere decir bolchevique: la minoría. Pero Lenin lo hizo
llevándose a los marineros de Kronstadt a la Duma para que apuntasen con sus
fusiles a los socialrevolucionarios cuando tomaban la palabra; lo hizo cerrando
los periódicos de otras ideologías, masacrando a los kulaks, destruyendo a la
burguesía rusa. Vladimir Lenin prácticamente no hizo uso de un solo elemento
democrático para arrimar el ascua a su sardina. Entendía que la única forma que tiene una
minoría de imponerse a una mayoría es a hostia limpia.
La pretensión del allendismo de subirse a las instituciones
democráticas chilenas para construir el socialismo nos conduce directamente al
segundo error de Allende: la blandura con su izquierda. Hay que
reconocer que la ultraizquierda chilena fue extremadamente inteligente respecto
de la Unidad Popular. Con el socialismo altamiranista
dentro de la coalición de gobierno, el MIR, la VOP y resto de grupos radicales
no tenían ninguna necesidad de estar dentro de ella. Ellos no querían gobernar
porque los ministerios eran fajas demasiado estrechas para ellos y, además,
eran lo suficientemente listos como para imaginarse que Allende no les
invitaría al club; pues hasta él habría entendido que un ministro mirista
colocaba las cosas en su punto de ebullición.
El MIR y su mundo, por lo tanto, permanecieron fuera de la
Unidad Popular; pero tan dentro que, de hecho, cuando todo acabó, eran ellos
quienes permanecían alrededor del presidente, compartiendo su martirio. Pero
esa extraterritorialidad fue tóxica para el proyecto de la Unidad Popular. Uno
no puede controlar a alguien que no es socio suyo, salvo usando a la policía.
Allende, sin embargo, quizá porque en su fuero interno entendía, si no
compartía, los postulados de la ultraizquierda, o quizá por mero cálculo
político relacionado con los equilibrios en el seno de la coalición, no sacó
las porras lo suficiente para parar a los radicales. En la Historia hay un hilo
invisible que une al Manuel Azaña que, un día de mayo de 1931, se niega en
redondo a que la guardia civil reprima a quienes están quemando iglesias,
colegios y bibliotecas; y al Salvador Allende que, un día detrás de
otro, deja encima de su mesa papeles que le informan de la toma ilegal de
fundos por parte de patotas de la ultraizquierda, y no hace nada, o casi nada.
Sobre Salvador Allende gravitaron siempre dos graves pecados
a los ojos de Occidente. Uno, el hecho evidente de que había expropiado ocho
veces más empresas de las que decía iba a expropiar; dos, que en su Chile, el
Chile cuyo ejército, carabineros y policía en general, obedecían sus órdenes,
quienes no sólo no creían en el camino legal hacia el socialismo sino que
además lo decían públicamente, camparon por sus respetos desde el minuto 1 de
su presidencia; y sólo cuando sus actos fueron especialmente execrables, es
decir cuando hubo muertos, reaccionó como debía. Hasta la pastueña y bastante sectaria II
República española fue más dura con su MIR, de soltera CNT-FAI.
Salvador Allende tenía prisa por construir el socialismo.
Sabía que había ganado un mandato pero, preso de su misma teoría de respeto a
las instituciones, sabía que debía devolverlo si no ganaba de nuevo. Esas
prisas provocan el tercer error de Allende, que es la instrumentación de una
política económica y social desastrosa. A despecho de acciones tan
loables como eficientes desde el punto de vista de la imagen, como la campaña
del medio litro de leche, el allendismo es, básicamente, un compendio de
chapuzas económicas que no podía tener más resultado que el que tuvo: pobreza,
estanflación, caos.
El problema del análisis de Allende, o quizá mejor
debiéramos decir de Vuscovic, es el approach
tremendamente maniqueo en que se basaba. Algo que marxistas y marxistoides aun hoy en día se resisten
a entender: ni ellos son el compendio de todas las virtudes, ni sus enemigos,
que eso son: enemigos, son una plétora de sevicias.
Ambos dos errores conceptuales los cometió Vuscovic,
mientras su presidente aplaudía con las orejas; y, cuanto más se equivocaba Epi,
más aplaudía Blas. El superministro económico asumió que, por principio, el mal
de la empresa chilena era el empresario, también conocido como ladrón de la
plusvalía del obrero. Para los marxistas chilenos, la plusvalía del obrero,
como el dinosaurio de Monterroso, siempre estaba ahí, y siempre estaría. Todo
lo que había que hacer, era liberarla. Estamos, por lo tanto, ante un marxismo
decididamente naïf, yo diría que
incluso de tonos anarcoides, porque asume la bondad intrínseca de la cogestión
obrera igual que los ácratas que implantaban el anarquismo en los pueblos de
Aragón antes y durante nuestra guerra civil estaban convencidos de que todos
los humanos aceptarían el egalitarismo sin una protesta.
La realidad, sin
embargo, no fue ésa. Las nacionalizaciones no sólo fueron muchas, sino que se
produjeron en un cortísimo espacio de tiempo que no llega a dos años. En
consecuencia, el allendismo le dio la vuelta a la tortilla al tejido industrial
chileno, lo colocó bajo la cogestión obrera, bajo la coordinación de camaradas no siempre bien preparados; y,
como consecuencia, gripó la producción.
En este punto, el allendismo, o el vuscovismo, se portó como
ese general imbécil que no se da cuenta de que a las tropas que avanzan y toman
terreno enemigo hay que alimentarlas de alguna manera, y proveerlas de nuevos
suministros. Da la impresión de que Allende creía que el socialismo era algo
que caería de cajón, por su propia lógica; idea que es, en un político tan
experimentado como él, de un simplismo intolerable. Allende primero creó el
problema y luego, con total desparpajo, reclamó la solución, en su famoso
discurso, ya citado, de que los chilenos tienen que entender que hay que
trabajar y hay que producir más, bla.
La política económica de Allende fue tan caducamente
equivocada que hay que remontarse, casi, siglos atrás para encontrar gentes
que, como él y su gobierno, tuviesen una creencia tan intensa en que, en materia monetaria, un Estado puede hacer lo que se salga del pingo.
En España, por ejemplo, esas convicciones provienen de los tiempos en que el
país nadaba en la plata de América. Décadas, si no un siglo, antes de que
Allende tuviese uso de razón, el mundo ya sabía que la masa monetaria no se
puede hacer crecer sin tasa, porque eso, al final, alimenta la inflación.
Sucintamente, en el Chile de Allende se tomaban medidas para frenar la
depreciación del peso que, en realidad, lo que hacían era depreciarlo más; con
ello los chilenos, todos los chilenos, se levantaban, cada mañana, un
centímetro más pobres.
Por supuesto, en el ámbito económico no hay sino citar otro
de los grandes errores de Allende, cual es su famosa doctrina expropiatoria. La
Doctrina Allende fue notablemente lesiva para Chile y es, además, una teoría de
dudosa legalidad. Como ya hemos tenido ocasión de comentar, la Doctrina Allende
se basa en un hecho moralmente comprensible: si quien es expropiado ha obtenido
sus riquezas mediante la explotación, no merece justiprecio; o, dicho de otra
forma: si los esclavos hubiesen sido hecho libres, en alguna nación, mediante
la nacionalización de las tierras o las fábricas en las que trabajaban, no habría
sido justo pagarle indemnización a sus propietarios.
Que las ideas sean prístinamente comprensibles y moralmente
exigibles no quiere decir, necesariamente, que sean legales. Allende no pudo
evitar que su Doctrina sonase a subterfugio para no pagar y, en puridad, no es
posible afirmar que no lo fuese. Pero es que, además, sólo los muy tontos
piensan de sí mismos que podrán permanecer en el orden internacional sin
guardar unas mínimas reglas de respeto hacia el Derecho y las reglas de juego
entre naciones.
Con todo, y por lo menos para mí sin duda, el gran error de
Allende, si exceptuamos el primero que los genera todos que es su extraña
concepción de socialismo impuesto en el marco de la democracia, es su relación
con el estamento militar. Como ya he insinuado en otros párrafos, es
bastante habitual que en España, puesto que los españoles suelen desconocerlo
casi todo incluso de sí mismos, se sea notablemente injusto con Chile desde un
punto de vista histórico. Sobre todo hace unas pocas décadas, cuando nosotros ya
éramos democracia y Latinoamérica era un rosario de espadones, los españoles
tendían a mirar a Chile por encima del hombro, considerándolo uno más de esos
países cuya Historia bien podía resumirse como un continuo de asonadas
militares y periodos de dictadura.
Ese destino, no obstante, no es el que vivió Chile; se
adapta mucho mejor a la Historia de España. Chile tiene prolongados periodos de
parlamentarismo, y su ejército exhibe una tradición constitucionalista que
nosotros no podemos aseverar de nosotros mismos. Tanto es así que algunos de
los partidarios de Pinochet recuerdan la resolución del Congreso chileno de
finales de agosto, en la que con palabras apenas veladas se reclamaba del Ejército
la intervención para restablecer el orden; declaración que, según esta
peripatética teoría, daría legitimidad constitucional al golpe de Pinochet (y,
hemos de suponer, también su gesto posterior de cagarse y mearse encima de esa
misma Constitución).
Saltos mortales dialécticos aparte, el problema estriba en
que no fueron Washington, ni Eduardo Frei, ni siquiera la derecha o la
ultraderecha chilenas, quienes señalaron a los militares el camino del poder.
Fue Salvador Allende. El presidente Allende, convencido del gubernamentalismo
del ejército chileno, decidió hacerlo suyo, ponerlo de su parte. Así las cosas,
en los últimos veinte o treinta meses de su vida, apenas se dejó ver en público
si no era rodeado de uniformes y, de hecho, convirtió al general Carlos Prats
en su vicepresidente político plenipotenciario. En el marco de un análisis
tremendamente simplista, Allende parece haber asumido que, una vez que el
ejército chileno se bajase del faetón de la neutralidad política, iba a
realizar ese gesto siempre por el lado izquierdo. ¿Por qué, en un país
mayormente de centro-derecha, cuya institución militar además, como suele
ocurrir siempre, tiene perfiles más conservadores que la media?
Alguien debió engañar a Allende; quizá, supongo, José Tohá,
su ministro, primero de Interior, luego de Defensa, y el propio general Prats.
Alguien le tuvo que decir al presidente que controlar la subversión
reaccionaria en el seno de un ejército implicado de hoz y coz en la labor
gubernamental, estaba chupado. Alguien se lo tuvo que contar; pero también es
cierto que él se lo tuvo que creer. Que es algo que hacen, con demasiada
asiduidad, las personas crédulas.
El Allende de las últimas boqueadas, el Allende de la
primera semana de septiembre de 1973, se me aparece como un hombre desconectado
de la realidad, víctima de sus propios análisis simplistas. Todavía cree en la
fidelidad del ejército; todavía quiere fijarse en la prueba de total fidelidad
aportada por el general Pinochet tras el tancazo.
Sus círculos más ultraizquierdistas no le dicen eso; le dicen que hay una
conspiración reaccionaria, y que la violenta aplicación de la Ley de Armas es
su primer escalón. Pero Allende no lo ve, quizás porque para entonces ya no
puede fiarse de esa misma ultraizquierda, que tantas veces le ha puesto las
cosas difíciles y le ha engañado. Es probable, incluso, que cuando decide sacar
a pasear el refrendo sobre el socialismo, piense que Chile le va a votar en
masa, y que toda esa gente que ahora está contra él va a aceptar el resultado
sin más.
El fondo de toda la cuestión es, a mi modo de ver, que
Allende está convencido de tener la razón. Y, por alguna razón, eso le basta.
Siendo más cierto que la Historia de la Humanidad está empedrada con los
nombres de muchos personajes que tuvieron la razón, y de los que hoy no sabemos
nada.
La mayor prueba del fracaso del allendismo es que, aunque al
comunismo le quedaban el día que murió aun 16 años de vida, su experimento no
se volvió a intentar. La vía hacia el socialismo desde la democracia
parlamentaria quedó cegada en el momento en que él se reventó el velo del
paladar.
Volvieron a florecer las alamedas. Pero lo fueron plantadas
por hombres con mucha mayor dosis de realismo que Salvador Allende Gossens, el
marxista naïf.