miércoles, octubre 15, 2008
Churchill y Franco
Sin conocer la profundidad de las investigaciones de Ferrer, todo cuadra y tiene los visos de certeza. Si en la España de posguerra civil había alguien con capacidad y contactos para mover pasta, ése era March, personaje polimórfico y capaz de relacionarse con cualquiera. Es cierto que la II República fue a por él descaradamente, montándole una especie de juicio parlamentario en una sesión secreta de las Cortes; sesión en la que los postulados de March fueron defendidos por él mismo y, en sesiones subsiguientes, por José María Gil-Robles, líder entonces de las derechas republicanas. El gran enfrentamiento entre March y la República se produjo a cuenta de la organización del monopolio de tabaco, el cual supuso un quebranto para el mallorquín, que contaba con la concesión de la distribución de tabaco en las plazas africanas, es decir Ceuta, Melilla y el Protectorado. March instiló acusaciones de corrupción contra el gobierno, al que por lo que sé acusó de haber concedido la provisión de tabaco para el monopolio a una extraña sociedad extranjera (Le Nil se llamaba); y, en contraataque, los políticos de la República acusaron a March de contrabandista, de corruptor, de un montón de cosas. Indalecio Prieto llegó a decir en uno de sus discursos parlamentarios que todo el problema de March con los políticos republicanos es porque éstos habían rechazado su dinero en los últimos meses de la monarquía. Y tiene lógica pensar que March hiciera dicho ofrecimiento, teniendo en cuenta que pagó la construcción de la Casa del Pueblo de Palma de Mallorca, así pues no le hacía ascos a tener amigos en cualquiera de los lados del espectro político. Tras la guerra civil, Juan March se situó como el gran financiero del régimen, así pues es lógico que Churchill lo utilizase para enchufar la pasta.
La teoría, no demostrada al menos hasta ahora, de que Gran Bretaña untó a milicos hispanos para evitar la entrada de España en la guerra, es vieja; yo recuerdo haberla leído varias veces. Es pues, razonable darla por cierta. Ahora bien, y esto es lo que me ha movido a redactar apresuradamente estas notas, también es cierto que estos pagos, si existieron, son sólo un elemento más de la ecuación, y ni siquiera el más importante.
A despecho de que Tiburcio me corrija, pues estoy poniendo un pie en su Negociado de Historias Bélicas, hemos de tener en cuenta factores como:
1.- La principal razón de Franco para rechazar las presiones de Serrano Súñer y de la Falange para entrar en la guerra en favor de las potencias fascistas era el miedo. Franco no era tonto y sabía bien que cuando se apaga un fuego en el monte, pasan días durante los cuales las brasas siguen activas en el subsuelo, así pues cualquier tontería puede reactivarlas. Para ganar la guerra había sido crucial la neutralidad francobritánica, algo que, una vez entrados ambos países en guerra, no hubiera tenido lógica mantener si Franco hubiese seguido teniendo enemigo. Por lo demás, España era un país agotado por tres años de guerra y embarcarla en una nueva habría podido disparar la oposición al general. Frente a versiones interesadas como la de Serrano, quien pintó la entrevista de Hendaya como un triunfo de un Franco pacifista que quería ahorrarle a los españoles los horrores de la guerra, parece más cierto que las dificultades puestas por Franco eran más de carácter estratégico que moral.
2.- El precio que Franco reclamaba a Hitler a cambio de entrar en la guerra era excesivo. Hitler, consciente de que una invasión de Francia en toda regla (y no se olvide que la Francia de 1940 tenía muchos millones de kilómetros cuadrados en África) comprometería sus recursos (algo parecido le pasó a Felipe II en el siglo XVI; tenía que dedicar tantos soldados a vigiliar las plazas que tomaba o poseía que luego no tenía lanceros para dar hostias), optó por la solución Vichy. Pero la solución Vichy suponía la existencia de un gobierno francés primo hermano, con sus intereses propios. La reivindicación de Franco, que se basaba sobre todo en extender la influencia hispana en Marruecos, era impagable para el Führer, a menos que se malquistase con Petain.
3.- Hasta que se produce la invasión aliada en el norte de África y comienza la subguerra contra Rommel, la entrada de España en la guerra hubiera supuesto la creación de un nuevo frente entonces inexistente. Hitler, a sus espaldas, tenía la Francia de Vichy y más allá un régimen político que recibía en Madrid a Heinrich Himmler como un fiestero de veinte años recibiría en su dormitorio a Angelina Jolie. Si España se convertía en miembro del Eje, la respuesta de Reino Unido habría sido defender Gibraltar, probablemente invadiendo las Canarias. Esto, para Franco, hubiera podido ser el acabóse, pues sabía bien que si sus alianzas llegaban a comprometer la integridad territorial española, muchos de los que le vitoreaban podrían volverse contra él.
Una vez que se produce la invasión de África, momento en el que los aliados ya cuentan con el concurso del Tío Sam, habría sido una mala decisión estratégica pedirle a Franclo que entrase en guerra. Con una España no beligerante, los ejércitos aliados tuvieron que entrar por Sicilia y, como demuestran hechos como la batalla de Nola, no les fue fácil. Con España en el Eje habrían tenido toda la fuerza moral de entrar por Cádiz, o Málaga, o Almería y, a menos que Hitler sembrase el país de Panzerdivisionen, se habrían plantado en los Pirineos en menos de lo que yo tardo en gestionar un bocata de chorizo cular; generando con ello, mucho antes del verano del 44, la situación de doble frente (Este y Oeste) que generó el desembarco de Normandía. Mi teoría, incluso, es que es una pena que Franco no entrase en la guerra pues, de haberlo hecho, la derrota de Hitler se habría adelantado cosa de año y medio y, además, Franco probablemente no habría sobrevivido a la misma.
4.- Hay, por último, un factor de importancia crítica, cuando menos desde 1943, aunque probablemente desde antes. El gran punto flaco de Alemania eran las materias primas y muy especialmente los hidrocarburos; esto explica buena parte de los afanes expansionistas de Hitler. Así pues, Alemania, que era el centro del Eje, podía proveer a sus aliados de muchas cosas, fundamentalmente divisiones motorizadas, aviones, carros de combate y esas cosas; pero no podía garantizarles suministros de los que fuesen deficitarios.
En España, como sabemos bien, no hay casi petróleo. Somos intensamente dependientes del exterior en esto; y si lo somos hoy, que hay molinos eólicos y centrales nucleares, hace setenta años lo éramos cien veces más.
Para Franco, unirse al Eje habría supuesto enterrar a los españoles en una carencia mucho más acusada que la que de por sí depararon los años del racionamiento. Carlton Hayes, que fue embajador de Estados Unidos en España en los últimos años de la guerra, cuenta en sus memorias que la estrategia de Roosevelt y de Truman fue calcular las necesidades de petróleo de España y luego darle a Franco acceso a más o menos el 60% de las mismas. Una decisión inteligente, porque de esta manera generó una dependencia total respecto de dichos suministros pero, al tiempo, mantenía al posible enemigo en una situación de anemia crónica.
En suma: si Franco hubiese entrado en guerra junto a Alemania, se había encontrado con que, tras el desembarco en África de los aliados, los ejércitos se habrían ido a por él. Si Hitler o Mussolini hubiesen decidido ayudarle entonces, además de enviar los tanques tendrían que haber enviado también la gasolina y los pertrechos, porque España no estaba en condiciones de facilitárselos. Es prácticamente inevitable que Franco perdiese Canarias y que, incluso, con la disculpa de protegerlas, también perdiese las Baleares, invadidas por su amigo y aliado Mussolini, el cual siempre las ambicionó. La rápida convergencia entre aliados y españoles republicanos habría dado una esperanza a la oposición interior, fortaleciéndola.
Si además había generales untados que iban a El Pardo a comerle la oreja para que no entrase en la guerra, es más que probable. Pero lo que reputo falso es que ésta fuera la principal razón de nuestra no beligerancia.
martes, octubre 14, 2008
Discusiones bizantinas (y 3)
El segundo concilio de Nicea, será el que deba enfrentarse, como decía, con el problema de la iconoclastia. En realidad, los iconoclastas son una consecuencia de la impregnación entre religiones. Tanto los judíos como los musulmanes son contrarios al culto a las imágenes y, de hecho, el Antiguo Testamento no es muy partidario (véase Éxodo, XX, 4). A los iconoclastas les preocupaba que la creciente querencia del catolicismo por las imágenes, a base de multiplicar vírgenes, santos y celebraciones, debilitaba al catolicismo a la hora de conseguir prosélitos entre las personas nacidas en otras creencias. El emperador León III dió un paso hacia la prohibición de las imágenes, pero la lentitud en la retirada de las imágenes llevó a los emperadores bizantinos a decidir acelerar un poco las cosas. El clímax iconoclasta se alcanzó el día que los iconoclastas, por sí mismos o quizá debidamente teledirigidos, derribaron una imagen de Jesús de Nazaret que coronaba el palacio imperial.
El patriarca de Constantinopla, Germán, protestó contra estos actos y defendió el uso de imágenes en el culto católico. La respuesta de los constantinopolitanos fue deponerle para colocar en su lugar al iconoclasta Anastasio. El año 729, Germán se fue con el cuento al Papa Gregorio II.
El siguiente Papa Gregorio, el III, celebró un sínodo en el 731, donde amenazó con excluir de los sacramentos a todo aquel que destruyese una imagen. El sucesor del emperador León III, Constantino V, llamado El Coprónimo, intensificó la violencia iconoclasta. Convocó un concilio en Hiería sin el concurso del Papa. En este conciliábulo reunió a 338 obispos, todos iconoclastas, dirigidos por Gregorio de Neocesarea. Anatematizaron a Germán de Constantinopla, Jorge de Chipre y Juan Damasceno por defender el culto de las imágenes.
El siguiente emperador, León IV, siguió con la política iconoclasta, aunque no sin tantas violencias. Pero tenía el problema en casa. Su mujer, la emperatriz Irene, era secreta defensora de las imágenes, hasta el punto que su marido llegó a descubrirla en sus habitaciones privadas practicando el culto a las mismas. Sin embargo, Irene jugaba con la ventaja que las mujeres suelen tener siempre en materia de esperanza de vida; así, León la acabó palmando antes que ella, dejándole la corona a un niño de diez años, Constantino VI. La emperatriz, ni corta ni perezosa, restableció el culto a las imágenes y pactó con el Papa, Adriano I, la celebración de un concilio. Este segundo concilio de Nicea se abrió el 24 de septiembre del 787, bajo la presidencia del patriarca Tarasio de Constantinopla.
El concilio sirvió para condenar definitivamente la iconoclastia, aunque, teniendo en cuenta que los enemigos de las imágenes eran un huevo, intentó fórmulas de acercamiento para que no se cabreasen mucho, fórmulas que de hecho han permanecido en el tiempo. Por ejemplo, una de las cosas que Nicea pasó de defender eran las imágenes representando la Trinidad, entonces muy en boga, en las que el Padre aparecía como un anciano, el Hijo como alguien más joven y el Espíritu Santo como la famosa paloma. No es una iconografía demasiado extendida, y ello es así, en parte, por aquel intento de transacción. Dicen las conclusiones del concilio que “se debe dar a estas imágenes la salutación y la adoración e honor, pero no el culto de latría [de ahí la ido-latría], que sólo conviene a la Naturaleza Divina”. Viendo las cosas que hacen los almonteños con la reja y tal, da que pensar que las normas de Nicea no se cumplen demasiado.
Estas conclusiones, además, vivirían otra peripecia que dio para un montón de problemas. Enviadas las actas a Roma originalmente escritas en griego, el Papa dio orden de que se tradujesen al latín y fuesen remitidas al nuevo poder emergente en Europa, que era el emperador Carlomagno. El traductor la cagó y, en lugar de la palabra adecuada que era veneración (de las imágenes), utilizó la palabra adoración. Como consecuencia, durante varios años la iglesia francesa anduvo a hostias con Roma por considerar que el concilio de Nicea obligaba a los católicos a adorar las imágenes.
De todas formas, una cosa quedó clara en Nicea y permanece en el momento presente: el pacto entre el Papado y los poderes políticos de Occidente. Hasta esos días, el gran apoyo del pontífice había sido el emperador constantinopolitano; pero con el surgimiento de Carlomagno, es decir el poder centroeuropeo redivivo, el Vaticano cambió de amiguito, lo cual no sentó nada bien a los emperadores bizantinos, los cuales, poco a poco, fueron alejándose y creando eso que conocemos como cisma de Oriente.
El día de la Epifanía del 857, el patriarca Ignacio de Constantinopla celebraba una misa a la que asistía Bardas, el regente que gobernaba durante la minoría de edad del emperador, su sobrino Miguel III, conocido por la Historia con el nada equívoco sobrenombre de El Beodo. Por razones de moralidad, Ignacio se negó a dar la comunión a Bardas, por lo que el regente se encabronó y lo cesó. Nombró patriarca a Focio, que es, a mi modo de ver, el caso más supersónico de santidad de la Historia: en seis días pasó de seglar mediopensionista a superobispo de una de las dos o tres mayores sedes apostólicas del mundo.
La reacción de Roma era de esperar. Sintiéndose fuerte ahora que tenía alianzas con el nuevo poder Europeo, se puso del lado de Ignacio y lo declaró único y legítimo patriarca de Constantinopla. La respuesta de Focio fue excomulgar al Papa Nicolás I. Apoyándose en argumentos demográficos, Focio lanzó la idea de que Roma debería dejar se ser la sede central del catolicismo en favor de Constantinopla, ya que, desde la conversión de los búlgaros, el catolicismo era más fuerte en el Este que en el Oeste de Europa. Además, acusó a los latinos de herejes, por defender la idea de que el Espíritu Santo no sólo procede del Padre, sino también del Hijo. Como se puede ver, este teológico tridente siempre ha dado para mucho en las polémicas.
El Beodo fue asesinado en el año 867, siendo sustituido por Basilio el Macedonio, el cual cambió completamente el tono del enfrentamiento. Recluyó a Focio en un monasterio y restituyó a Ignacio. Ambos por su cuenta se dirigieron a Roma para solicitar apoyo. Así que, finalmente, el Papa Adriano II tuvo que convocar un concilio, el IV de Constantinopla, que comenzó el 5 de octubre del 869. Dicho concilio excomulgó a Focio y creyó enterradas todas las indisciplinas de la iglesia oriental.
Este cuarto concilio de Constantinopla es el último celebrado en Oriente. El último de las discusiones bizantinas. Para entonces, la Edad Media llamaba a la puerta, y el mundo cambiaba. El resto de los concilios ecuménicos se ha celebrado en Occidente, lo cual ha alejado progresivamente a los llamados católicos y a los llamados ortodoxos. Es un proceso quizá menos visible porque los problemas de la Iglesia católica, en los siglos siguientes, serán muchos, pero ya no vendrán de Oriente, sino de cosas como la herejía albigense y, sobre todo, el protestantismo.
A Juan XXIII le preocupaba mucho la desunión de los católicos y hay quien quiere ver en el último concilio, el Vaticano II, un intento de acercamiento. No obstante, como habéis podido leer, hay por medio siglos de leches.
Por de pronto, cambiamos de tema para no aburrir en exceso. Pero queda pendiente hablar de muchos concilios, y de muchas discusiones, aunque ya no bizantinas.