«Las Cortes esperan del Gobierno la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión en que vive España». Así rezaba la proposición no de ley presentada en el Congreso en la sesión parlamentaria del 16 de junio; sesión que habría de ratificar definitivamente el divorcio entre las dos españas y la madurez con que ambas esperaban ya, cada una a su manera, la guerra civil.
34 diputados de derecha firmaban esa proposición, abrigando con ello a José María Gil Robles, su gran impulsor y el defensor parlamentario de la propuesta. Tomó Gil Robles la palabra para, casi inmediatamente, abordar la conocida nómina de sucesos acaecidos en España desde el 16 de febrero de aquel mismo año. Una lista tan conocida como infame:
160 iglesias totalmente destruidas.
251 asaltos más a templos.
269 muertos.
1.287 heridos.
215 agresiones personales frustradas o sobre las cuales no hay información.
138 atracos consumados.
23 tentativas de atraco.
69 centros particulares y públicos destruidos.
312 centros asaltados.
113 huelgas generales.
228 huelgas parciales.
10 periódicos destruidos.
33 asaltos a periódicos.
146 bombas y petardos explotados.
78 bombas recogidas sin explotar.
El censo cuantitativo vino seguido de otro de carácter más cualitativo. Se acordó Robles de los ingenieros de Peñarroya, que finalmente habían pasado 19 días secuestrados en el fondo de una mina sin ser rescatados por las fuerzas de orden público. Se acordó, y fue esta cosa que hizo mucho daño a las bancadas de la izquierda, como se lo sigue haciendo a las bancadas de la izquierda historiográfica, de las instrucciones publicadas en Reino Unido, llamando la atención a los conductores británicos de que en España partidas de no se sabe muy bien quién paraban a los coches en las carreteras para «solicitarles» donaciones para el Socorro Rojo Internacional. Cuando saca a pasear el caso del guardia civil degollado en Córdoba, un diputado lo acusa de mentiroso y se monta la primera tangana de la tarde. Prosigue Gil Robles, entre acusaciones de mentiroso, afirmando que barcos mercantes españoles habían sido expulsados de puertos extranjeros a causa de la propaganda revolucionaria que realizaban sus marineros. El ministro de Estado le asevera que eso es falso, Gil contesta que ello ha ocurrido en Génova y Workington, a lo que el ministro responde que puede demostrar la falsedad de ambos casos; que hubo huelgas, pero no expulsión.
En medio de este rifirrafe relativo a hechos ocurridos fuera de España, el ministro de Estado se ofrece a dar las explicaciones que sean pertinentes y, lo que es más importante para el curso del debate, advierte a Gil Robles que blandiendo esas acusaciones está alimentando intereses contrarios a los de España. Torpe alusión. Se lo pone a huevo al hábil retórico salmantino, que al fin y al cabo es en su origen abogado litigante (como lo era, también, José Antonio, o el socialista Jiménez de Asúa), de forma que el líder de la CEDA le contesta: «como se va contra los intereses de España es manteniendo un estado de agitación y de anarquía que antes los ojos del mundo nos desacredita». Bull's eye.
Dos días antes del debate, el Gobierno había hecho pública una declaración anunciando que había puesto coto a la anarquía. La siguiente parte del discurso de Gil Robles se ocupa en ridiculizar esa nota, con dos argumentos. El primero, bastante obvio: si el Gobierno, que siempre había negado que en España hubiese una situación de anarquía, ahora decía que la había sofocado, lo que estaba haciendo, de alguna manera, era reconocer que había mentido sistemáticamente. Y el segundo, más obvio, el desmentido de la esencia del comunicado, es decir del hecho de que la anarquía hubiera sido vencida. Sólo en las 48 horas desde la declaración, recuerda el diputado, se habían producido heridos en Los Corrales (Santander), había habido un tiroteo en Badajoz, una bomba en un colegio de Santoña, un muerto, guardia civil, en Moreda, y otro, dependiente, en Villamayor de Santiago, dos derechistas muertos en Uncastillo, un tiroteo en Castalla (Alicante), un obrero asesinado en Suances, incendios de cortijos en Estepa, un derechista asesinado en Arriondas, otro muerto y dos heridos graves, también derechistas, en Nájera, otro muerto y cuatro heridos en Carchel (Jaén), así como cuatro bombas en sendas casas en construcción de Madrid.
«La verdadera entraña del problema», continúa el diputado, «radica en que el Gobierno no puede poner fin al estado de subversión porque el gobierno nace del Frente Popular, que lleva en sí la esencia, el germen de la hostilidad nacional». Se extiende el diputado en los objetivos de comunistas y socialistas que, dice, sólo buscan la dictadura del proletariado y, mientras lo consiguen, socavar el sistema productivo. «Ellos saben a dónde van, y tienen marcado el camino», dice; «vosotros no, señores de Izquierda Republicana». Sin dejar de referirse a los bancos de la izquierda burguesa, les saca a pasear la idea de la dictadura republicana, que él considera el fin de toda democracia. Y continúa: «Desengañaos, señores diputados; un país puede vivir monarquía o república, en sistema parlamentario o en sistema presidencialista, en sovietismo o en fascismo: como únicamente no vive es en anarquía, y España hoy, por desgracia, vive en la anarquía». «Estamos presenciando», sentencia campanudamente, «los funerales de la democracia».
Enrique de Francisco, diputado socialista y destacado miembro de la UGT, le da la réplica a Gil Robles responsabilizando de los desmanes ocurridos a los fascistas. Con un loable desparpajo, responde: «Yo no tengo aquí estadísticas, señor Gil Robles, porque para eso es preciso prepararse, y yo no tengo preparación; pero sí conozco de hecho la situación aquélla [se refiere al bienio de las derechas] y no se puede venir a echar en cara cosas de que uno mismo tiene que acusarse».
Y continúa: «Nos ha relatado aquí su señoría algunos hechos que ya he manifestado que no me han impresionado poco ni mucho, porque aún conociendo la realidad de algunos de ellos y lamentándolos de una manera sincera y leal, era necesario hacer previamente una averiguación para saber si en gran parte esas cifras de asesinatos, de atracos y de incendios, manejadas por el señor Gil Robles, pueden ponerse en el haber de las fuerzas que acaudilla su señoría, si los autores de tales hechos han sido inducidos por determinadas fuerzas». Esta insinuación por parte de De Francisco no quedó completada con acusaciones concretas; de hecho, en parte el diputado se desmintió a sí mismo segundos después, cuando dijo: «yo he querido referirme a la actitud de rebeldía de la clase capitalista y patronal, que crean situaciones de ánimo en la clase trabajadora, ya dolorida, ya amargada por las condiciones adversas de su propia vida y que no es extraño, señor Gil Robles, que en esa situación de ánimo, aunque nosotros no lo justifiquemos, realice excesos de los cuales sus autores serán los primeros en lamentarse cuando fríamente lo consideren».
Continúa De Francisco: «Nosotros no hemos de amparar excesos de ninguna especie, porque tenemos nuestra táctica, nuestra doctrina, nuestras normas, y a ellas nos sujetamos; pero hemos de cargar en todo instante contra la clase capitalista (...) toda la responsabilidad que ella tiene en la creación de estos conflictos».
Lo que tenía que ser el centro del debate sobre el orden público, pues, se constituyó de estas dos intervenciones, a favor y en contra de la proposición, como siempre en el mundo parlamentario con sus tintes sardineros. Gil Robles arrimó el ascua a su sardina, y en esto su crítico De Francisco tuvo parte de razón recordándole al político de derechas que una parte importante de la conflictividad del 36 había nacido antes, durante el bienio de las derechas, que fue, desde muchos puntos de vista, un auténtico borrón y cuenta nueva de la política realizada en el bienio constitucional anterior, lo cual contribuyó, y no poco, a la hora de desafectar a masas crecientes de izquierdistas respecto de los métodos democráticos. La CEDA trató de presentar la anarquía existente como algo puramente surgido de las elecciones del Frente Popular, cuando, en realidad, el radicalismo de dicho Frente era en parte fruto de una política excesivamente sectaria llevada a cabo por el centro-derecha durante sus años de gobierno.
Pero más allá de ese matiz, la intervención de Robles fue demoledora, porque demoledora era la realidad sobre la que actuaba. Ya podía De Francisco recordar los años del bienio de las derechas o el juego de la pídola; ya podía recordar lo que quisiera, que no con eso lograría desmentir los hechos que toda España conocía bien entonces y estaba sufriendo.
La izquierda gobernante, aquella tarde del 16 de junio, se obstinó en no entender. Tradicionalmente, en España, cuando un gobierno y su partido de apoyo se obstinan en no ver algo, no lo ven aunque les den dinero. Con la misma cenutriez con que Ansar no fue capaz de ver que España no quería ir a Irak ni a poner un puesto de pipas; con la misma cenutriez con que el actual Gobierno se obstinó en seguir diciendo que eran galgos los podencos de la crisis económica, con esa misma cenutriez, digo, el gobierno del Frente Popular, y el propio FP, se obstinaron, la tarde del 16 de junio de 1936, en sostener que:
La anarquía no era para tanto.
En todo caso, lo poco o mucho de anarquía que pudiera existir era provocada por los fascistas, no ellos ni los de su cuerda.
En todo caso del todo caso, si alguna violencia de izquierdas pudiera haber, estaba justificada porque es que el personal estaba muy puteado.
El discurso de De Francisco no ha pasado demasiado a la Historia, y no me extraña porque fue torpe, inconexo, tópico y simplón. En un momento en el que la izquierda debió colocar a su mejor hombre con el objetivo de un acercamiento, en la hora, quizá, de un Besteiro, el Frente Popular prefirió seguir dándole a la matraca de las explicaciones sencillitas y los tópicos partidarios.
Hay un murmullo en la sala, porque José Calvo Sotelo ha pedido la palabra.