Los lectores más fieles de este blog se habrán dado cuenta de que en los comentarios a un post muy reciente se ha producido el embrión de un debate, uno más de los eternos debates entre catalanes y no catalanes. Es, ya lo he dicho, un debate eterno. Leyendo estos mensajes, contestándolos, y entendiendo a base de ver la tele de las críticas que desde Cataluña van llegando, de un tiempo a esta parte, hacia otras comunidades de España, muy especialmente Andalucía, he pensado en escribir unas notas sobre este tema.
Mi balance personal, ya lo digo por delante, es muy de gallego: eso que podemos llamar el problema catalán o la cuestión catalana surge y se emponzoña por culpa de ambas partes. Ambas riberas del río (Ebro) han cometido errores que han servido para llegar a la situación actual; lo cual quiere decir que, de alguna manera, será sólo dando marcha atrás en dichos errores que se podrá lograr esa solución o pacto definitivo de la que hablábamos en el post.
¿Cuáles han sido, entonces, los errores de España o, por decirlo en términos históricos, Castilla?
El primero y más importante es haber pretendido que una fusión fuese, en realidad, una absorción. En el siglo XV, cuando Isabel de Castilla libró su particular batalla por ser reina frente a Juana, a quien la Historia conoce como La Beltraneja, la situación del reino castellano no era como para tirar cohetes. Se trataba de un reino dominado por clanes de nobleza que estaban enfrentados entre sí y que usaban a las candidatas para ello. Mayores niveles de cohesión y estabilidad había logrado Juan de Aragón en su reino, quizá gracias a su condición, más estética que real, de primus inter pares de la nobleza local; aunque el reino carecía de los medios para realizar la política exterior que ambicionaba el rey, y que le había transmitido a su hijo Fernando. El reino de Aragón se encontraba en ese estadio en el cual una nación comercial se da cuenta de que, lejos de ganar mercados, lo que ha de hacer es poseerlos, porque los tiempos de las soluciones a la veneciana ya han pasado. La unión de las coronas de Castilla y Aragón, en tal sentido, fue la unión entre un reino y una de las facciones del otro, en provecho mutuo.
Mediante el matrimonio, Fernando de Aragón se convirtió en el jefe militar del ejército común, embarcado en la misión histórica de la Reconquista. Isabel de Castilla inventó aquello del tanto monta, monta tanto, el yugo, las flechas y toda la pesca; pero la verdad es que ni ella, ni desde luego el entourage que la había hecho reina y que no dejó de gobernar España, estaba dispuesto a hacerlo cumplir. La empresa imperial fue una empresa castellana y fueron Castilla y Portugal los dos jugadores del tablero que se reunieron en la que tal vez puede considerarse la primera conferencia de Yalta de la Historia: la de Tordesillas.
España, entendida como Castilla, siempre ha propugnado su prelación estratégica a la hora de diseñar los designios de los pueblos que se han ido mezclando en la península ibérica. Por eso, cuando desde la gobernación general del país se asevera eso de que España es un cúmulo de nacionalidades, todo eso de la unidad en la diversidad, estas afirmaciones aparecen como poco creíbles; nunca, o casi nunca, se han visto acompañadas por los hechos. Ni siquiera en los tiempos de la sacrosanta y angélica II República, compendio de todas las cosas buenas de la Historia de España para tantos, fue así. El presidente Manuel Azaña, que hizo de Zapatero en aquella ocasión, protagonizó en la persona del coronel Maciá y sus despistados delegados catalanes el mismo tipo de trile burlón que, setenta años después, practicaría otro presidente del gobierno frente a casi los mismos actores políticos.
Hay que hablar claro: si España es un compendio de naciones, entonces a esas naciones ha de otorgárseles el que, en la Edad Moderna, es el principal privilegio de las naciones: la recaudación de impuestos. Donde hay una nación hay un pueblo entendido como tal; donde hay un pueblo entendido como tal hay un proyecto colectivo que es distinto, e incluso distante, de otros que lo puedan rodear geográficamente. Y, consecuentemente, ha de existir la capacidad de financiar dicho proyecto.
Puede ser, también, que España ya no sea un compendio de naciones. Puede ser que a Cataluña, y al País Vasco, le pase un poco lo que al idioma gallego: pudo existir un momento en el que, pese a compartir la raíz latina, fuese un lenguaje plenamente distinguido del castellano, pero hoy en día está tan íntima y profundamente castellanizado que la distancia entre ambos es la mitad de la mitad. Con las mismas, si hubo un tiempo, que lo hubo, en el que el conjunto Aragón-Cataluña-Baleares-Valencia (porque no olvidemos que, en este debate histórico, el concepto Cataluña opera como una sinécdoque) fue un conjunto propio, con moneda propia, con instituciones propias, con dinámica nacional propia, hoy dicho conjunto está tan españolizado que la diferencia es mucho menos apreciable, cuando no negligible. Les guste o no a los catalanes y a los madrileños, cuando los expertos en mercadotecnia dividen España en zonas homogéneas según el comportamiento de los consumidores (la zonificación más conocida es la de Nielsen) suelen crear una extraña "provincia" consistente en las áreas metropolitanas de Madrid y de Barcelona. Porque parecerse, parecerse, lo que se dice parecerse, a lo que se parece un habitante de Sant Boi es a un habitante de Alcobendas. Para ambos, Lloret de Mar y Guadalix de la Sierra son como Marte.
Algo que habitualmente no se infiere de las famosas palabras del presidente del Gobierno, “la nación es un concepto discutido y discutible”, es que abren la puerta de una frase antónima: el concepto de la nación inexistente, o de la nación de naciones, es, en la misma medida, discutible. El problema con España, con Castilla, es que nunca ha hablado claro en este punto. En lugar de hacer suyo un proyecto, uno de los posibles, ha preferido nadar entre aguas permanentemente, consciente de que la rápida debilidad del castellanismo, que se hizo evidente desde el momento en que España comenzó a estrellarse contra el muro flamenco, le hacía, cada vez, más dependiente de la ayuda de aquéllos con los que no quería malquistarse.
A ello hay que unir que, además, desde principios del siglo XVIII España como proyecto es un proyecto francés, identificado con una dinastía francesa que no se cortó de enviar en comisión de servicio a reyes de España que ni siquiera hablaban español. Si Carlos de Habsburgo llenó el poder en España de posibilistas centroeuropeos, la caída de España en el remolino galo petó los pasillos del poder de franceses, jacobinos antes del jacobinismo; porque, dado que la Historia de Francia, en buena parte, se explica mediante la eliminación, cuando no el genocidio, de todos aquéllos que no quisieron unirse al proyecto de La Grandeur o lo pusieron en peligro, todo lo que fue quedando fue ese centralismo a ultranza que acabó teniendo nombre en la Revolución Francesa, pero existía de mucho antes.
El afrancesamiento del proyecto de España partía de la base de que en España se podía hacer con todo como en Francia se había hecho con borgoñones, normandos, hugonotes, cátaros y demás patulea: al que se mueva, pepino por el culo. Así, empiezan a pasar cosas como que los reyes prometan respetos fueristas para conseguir un abrazo y una tregua y a vuelta de correo se caguen y se meen en sus promesas, y todas esas cosas que comienzan a hacer el chiringuito ingobernable.
Para cuando el nacionalismo catalán se estructura en una idea económica, en las bases de Manresa, y reclama el Gran Derecho (recaudar los impuestos), España ya está en el plan de no dar un paso más en ese punto, apenas aceptando el fuerismo como animal acuático, y aceptándolo, tan sólo, por la cantidad de muertos que ha provocado. Para colmo, cuando, en circunstancias muy especiales, una generación de políticos españoles buenistas hasta un punto tal que a su lado Zapatero parece una desalmada abuela encabronada, van y le dan barra libre a los nacionalismos para que se desplieguen, convencidos de que tó er mundo é güeno y que eso de la España crisol de naciones funciona solito, se arrean tal hostia que lo que consiguen es convencer al centralismo de que está en la verdad de las cosas. El miedo creado por la I República es el miedo que tiene Azaña cuando coge el estatuto diseñado por los catalanes en la República (o sea, el de Nuria), y lo deja en la mitad de la mitad del cacho de un trozo.
La actitud sempiterna de España respecto del asunto de Cataluña, puesto que Cataluña ha terminado por ser el gran continuador de las ambiciones del reino de Aragón de ser algo distinto, de concebir España como una joint venture, se ha basado, por lo tanto, en el doble lenguaje y el miedo, combinados por la fuerte presión de un proyecto que es inenarrablemente centralista desde el momento en que caímos en la desgraciada órbita del amigo parisino y tuvimos que tragar con su familia real.
Este sueño, además, ha producido monstruos, el más conocido de los cuales es esa cosa llamada franquismo o, mejor deberíamos decir, falangismo. Esa puta manía de lo español de no hablar claro dejó al fin y a la postre espacio para que quienes hablasen claro fuesen los radicalismos. Así acabó por nacer el radicalismo español, una vez más de patrón francés pues los Maeztu y demás no hacen sino mirarse en el ejemplo de Action Française;el tándem Primo de Rivera-Ledesma no hacen sino tunear esta ideología.
Este radicalismo español no por casualidad acude a los Reyes Católicos para buscar su figura cimera y toma de ellos los símbolos. En la concepción de José Antonio, la unificación de las coronas de Castilla y Aragón es el único momento en el que las cosas, en lo que al proyecto España se refiere, estuvieron en su sitio; lo que demuestra que José Antonio sabía un huevo de derecho hipotecario, pero no se había mirado demasiado la Historia. Leer la Historia de España con habilidades intelectuales propias de la LOGSE permite alcanzar estas interpretaciones epidérmicas, según las cuales España tiene que estar unida porque tiene una misión imperial y un solo destino común, que es un fistro diodenal filofascista porque, en los pueblos organizados y libres, el personal tiene el destino que le sale del guaino tener; paradójicamente, hoy son los nacionalismos periféricos los que se han acercado a esta idea, y se llenan la boca hablando de Cataluña como un ente totalizador que a todos sus ciudadanos engloba, o de esa figura retórica de “los vascos y vascas”, que viene a ser más o menos lo mismo.
Como España ha dejado de vivir el franquismo pero vive el franquismo inverso, todo esto está presente en la calle y en las gentes. Son escasos los falangistas, cierto; pero son bastantes más los que se resisten a conceder que no exista un proyecto español que deba respetarse sí o sí. Y yo no digo que no sea así; lo que digo es que eso será, en todo caso, el resultado de una discusión que nunca se ha tenido, que nunca la nación española ha fomentado ni permitido. Que, probablemente, debió hacerse en la Transición, pero se orilló porque en aquel momento nuestra democracia, por decirlo mal pero con mucha precisión, no tenía el coño para ruidos.
Esta estrategia de no hablar claro se puede apreciar muy bien en la reciente polémica creada por un político catalán que ha criticado la molicie de los perceptores de las prestaciones especiales diseñadas para jornaleros del campo en el sur de España. La polémica no tendría mucho sentido, o más bien tendría otro tono, si todo el mundo tuviese claro que España, como Estado social, está conformada constitucionalmente como una organización en la cual las personas que tienen más aportan para transferir recursos a los que tienen menos; es, pues, una nación socialmente solidaria. Que esas personas pobres estén en Figueras o en Don Benito es irrelevante. Sin embargo, orillando el debate histórico de qué es España, y no solo eso sino aprobando en paralelo normas como el Estatuto catalán, que se basa en el concepto de que la solidaridad en España es entre territorios, se permite que se produzcan estas interpretaciones. Y, por el camino, el camino que realmente deberíamos transitar, que es la discusión en torno a la eficiencia del PER, queda enterrado bajo un falso debate sobre si los catalanes pagan o dejan de pagar a los jornaleros de Marinaleda.
El radicalismo españolista es culpable, asimismo, de haber inventado otro elemento jodidísimo del debate territorial: el concepto de lengua propia. España siempre ha amado y valorado su idioma, que siempre ha tenido cotas muy elevadas de universalidad. Pero nunca nadie como los falangistas fomentó la idea del español como la lengua propia; la lengua que no sólo hablaban los españoles, sino que les hacía españoles. Hablad la lengua del Imperio, dictaminaba el falangismo más radical tras el final de la guerra civil. Contra lo que se pueda pensar, el concepto de lengua propia, que está en todos los estatutos de autonomía de España de territorios en los que se habla algo más que castellano, no es un concepto creado por el autonomismo. Es falangismo reciclado, perceptible en conceptos absurdos como que el catalán tiene que hablar catalán o el valenciano valenciano (que, además, no es catalán), porque si no lo hace es algo así como un catalán o valenciano de baja intensidad, una bomba sucia filológica.
Cada individuo tiene una lengua propia, que es la que le enseña su madre, la que utiliza, al principio de su vida, para pedir pan, cariño, o la comodidad de ser llevado en brazos. El 4 de julio, bajo la bandera de las barras y estrellas, se apiñan centenares de miles de estadounidenses cuya lengua propia es el castellano, el ruso, el polaco, el arapahoe, el maorí, el italiano. La lengua propia de las naciones no existe: pariéndola, el fascismo español parió un aborto; y el nacionalismo periférico, adoptándolo, no hizo sino alimentar un monstruito que siempre nos estará jodiendo mientras viva.
España es culpable, pues. Pero Cataluña está lejos, muy, muy lejos, de ser un mero ente pasivo, inocente, que todo lo que ha hecho ha sido ser el objeto de estas culpas.
Obviamente, la primera culpa de Cataluña y del nacionalismo catalán es manipular la Historia. Uno puede sentirse agraviado siempre que lo esté; pero de ahí a pretender convencer al mundo de que ese agravio ha existido siempre, hay un paso que los nacionalistas de toda laya dan con una elegancia digna de mejor labor. Con la misma facilidad con que Hitler interpreta en sus teorías que Alemania es un imperio cuyo desarrollo ha sido siempre alevemente impedido por fuerzas ignotas distribuidas por toda Europa, el nacionalismo catalán quiere ver en todos y cada uno de los conflictos que ha protagonizado en la Historia de España las raíces de un sentimiento separatista. Poco le importan hechos tan poco compadecidos con esa realidad como que la corona de Aragón fuese bastante más amplia que eso que se llaman países catalanes; o que las conquistas imperiales aragonesas se consolidaron gracias al espadón de militares andaluces; o que el Corpus de Sangre fuese provocado por una presencia militar escasamente formada por españoles y provocase una misiva de la Diputación que empezaba por hacer profesión de fe en la corona; o que Rafael de Casanovas fuese un señor que estuviese muy lejos de morir con Cataluña en los labios. Por no citar hechos más palmarios aún, como que los reyes de España, desde Felipe II hasta Carlos IV, tuvieron siete u ocho preocupaciones mayores en que pensar que no fuesen las reivindicaciones de los catalanes (cosa que no le pasa a los reyes actuales). El nacionalismo convierte una guerra dinástica en la procura de un sueño independentista que los catalanes guardarían como un grimorio sagrado de siglos atrás, y ni una cosa, ni la otra, son del todo ciertas.
Cataluña es culpable de esa monumental manipulación, como es culpable de la adopción de ese falangismo reciclado, al que me refería con anterioridad, de la lengua propia. Todo lo que rodea a la lengua usada en un sentido mítico identitario se hace enormemente complejo; esto es algo que cualquier estudioso serio del franquismo sabe pero, por razones que tienen que ver con cómo se hizo la Transición, en la democracia hemos cometido el tremendo error de repetirlo. No fue así siempre: los cronistas extranjeros de la España de la preguerra civil y de la guerra señalan, no pocas veces, la sencillez del planteamiento catalán en ese momento. A Franz Borkenau, autor de The Spanish Cockpit, un obrero catalán le explica, durante los años de la República, que el enfrentamiento con Madrid se ha terminado porque el problema que los catalanes tenían era que no se les dejaba hablar en catalán; una vez que se les deja, ¿por qué seguir enfadados?
Los largos años del franquismo, sin embargo, aportaron al nacionalismo ese invento de la lengua propia, que ellos adoptaron con total proclividad. Ahora ya no se trata de que pueda llevarse a cabo el uso de la lengua en la que una parte de la cultura y la vida catalanas se despliega. Ahora se trata de que toda la cultura y la vida catalanas se despliegue en esa lengua, porque es la lengua propia y, consecuentemente, las otras (la otra, vaya) son impropias. Como impropias eran, en tiempo del franquismo, las lenguas hoy cooficiales con el castellano.
El nacionalismo catalán ha adoptado, en este punto como en otros, planteamientos que no necesitaba. Y que no los necesitaba es obvio si uno estudia la evolución de ese mismo nacionalismo en el pasado bien reciente y la ausencia de esas ideas. El nacionalismo catalán tradicional, de hecho, era consciente de que no hay progreso de Cataluña sin progreso de España. El discurso catalanista de finales del siglo XIX y principios del XX es un discurso que combina, por una parte, la concepción de una idea de España y de sus necesidades. Tengo en mi biblioteca un libro de 1916 que aglutina una serie de conferencias sobre política económica pronunciadas en 1916 en Barcelona por políticos de la Solidaridad Catalana; y la palabra Cataluña prácticamente no se cita. En ocho o nueve conferencias diferentes se aborda todo: la industria, la agricultura, los transportes, el sector financiero... y la palabra de los conferenciantes, todos ellos constantes reclamadores de su autonomía federal, de sus mancomunidades efectivas, todos ellos políticos relapsos que abandonaron por aquellas fechas las Cortes de Madrid porque no entendían a Cataluña, todos ellos, digo, disertan sobre lo que España debe de hacer en materia económica.
Este hecho, la idea de España, se combinaba entonces, como ahora, con un segundo factor, que es la simple y pura defensa de los también simples y puros intereses de Cataluña. Los catalanes no llevan, como pensarán algunos, menos de diez años sacando a pasear el concepto de balanza fiscal. De hecho, este concepto trufa ya las discusiones del Estatuto catalán de la República. Eso de “nosotros ponemos más de lo que recibimos” es discurso viejo del nacionalismo catalán. Pero es un discurso parcial, porque esconde dos grandes elementos: uno, que el concepto en sí de balanza fiscal es una chorrada atécnica, que la balanza fiscal real no hay quien la calcule (y esto es algo que hace setenta años ya explicó en el Parlamento José Calvo Sotelo, fino hacendista); y, dos, que en esa hipotética balanza habría, de hacerla, que colocarlo todo.
En 1898, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el modelo económico catalán, que ya venía renqueando de décadas atrás, colapsó. Colapsó tan gravemente que una institución como la banca catalana, hasta entonces todo lo provechosa que podía ser la banca en España y en seria competencia con la banca madrileña, desapareció para no volver hasta que un día el neonacionalismo finisecular pujolista creyó que una cosa que llamó Banca Catalana resucitaría el sueño hasta que la entidad quebró y acabó en los sótanos del hoy BBVA.
La reacción de España al colapso del modelo catalán fue sacrificarse para evitar dicha pérdida. No fue una reacción en modo alguno altruista; en realidad, históricamente esa España que no es Cataluña ha entendido que la necesita para sobrevivir; es, en este punto, Cataluña la que se empeña en no entender. En realidad, ya durante todo el siglo XIX Cataluña había condicionado la política económica española, que en lugar de apuntarse al libre comercio, que le habría metido en vena toneladas de modernidad, se apuntó al proteccionismo gremialista y neomedieval que reclamaba Foment del Treball, retrasando el progreso nacional y entrando en una espiral que, como ocurre varias veces en la Historia (sin ir más lejos, con la crisis del 29) vino a enmascarar una guerra, la del 14 (conflicto en el que, al calor de la neutralidad, los mismos industriales que estaban a punto de irse a la mierda, se forraron). Pero Cataluña le debe al resto de España esa implicación solidaria en sus necesidades, como le debe que los intereses particularísimos de los industriales catalanes retrasasen prácticamente hasta la muerte de Franco la construcción en España de un sistema fiscal racional y equilibrado (para muestra, la reforma Alba de 1918, descarrilada por los industriales catalanes y vascos, a los que no les salió del pingo pagar un impuesto de sociedades).
El nacionalismo colonial se basa en la imagen de un país colonizado cuyo colonizador explota sin piedad ni preocupación alguna por el bienestar de sus naturales. Cataluña, históricamente hablando, no puede exhibir esa imagen. Es, más bien, al revés. Es, más bien, ella la que ha condicionado la evolución económica del resto de España. Es en este sentido que el cachondo de Agustín de Foxá decía que Cataluña es la única metrópoli del mundo que vive obsesionada con separarse de sus colonias.
Todo esto lo sabían los nacionalistas viejos, y es por eso que no practicaban el victimismo. Pero la ausencia de memoria del moderno nacionalismo ha provocado que haga un uso industrial de dicho sentimiento, incluso tratándose, como acabo de decir, de un territorio que tiene poco margen para justificarlo.
Porque el nacionalismo catalán ha abrazado el victimismo, su postrer error, que es en el que se encuentra en el momento presente, consiste en ser incapaz de jugar el partido que ha acabado presentándose. El victimismo catalán está diseñado para que la idea central de la movida sea que Madrid aplasta a Cataluña. En el momento en que lo que ha pasado es que fuera de Cataluña se ha comenzado a convertir en verdad social la imagen de una Cataluña que aplasta al resto, el discurso ha devenido torpe y absurdo.
La mala resolución del problema catalán durante la República, la represión del movimiento del 34 (que fue un golpe de Estado independista, cosa que no suelen recordar quienes acusan a Madrid de ser desleal... ¿hay algo más desleal que un golpe de Estado?), los desencuentros entre Madrid y Barcelona durante la guerra, que hicieron más por Franco que toda la fuerza aérea nacional, y la decisión del nacionalismo catalán de levitar fuera de la realidad y aislarse durante la larga noche del exilio (los catalanes no estuvieron en el Contubernio de Munich porque no se iba a hablar de lo suyo), alimentaron durante décadas el alma del victimismo catalán y construyeron ese mundo de mitos intocables que es hoy este nacionalismo.
El otro día le comentaba a un amigo residente en Cataluña, que en un comentario dejó los amargos versos de Machado sobre Castilla, que tal vez un problema de Cataluña es que no tenga poetas así; vates más catalanes que el pan tumaca que, sin embargo, hayan cantado con amargura el lado oscuro de su tierra. Lejos de ello, el nacionalismo catalán actúa como si no hubiese lado oscuro; como si, sin ir más lejos, Cataluña no fuese, a día de hoy, quizá el territorio de España donde más caro es vivir, donde más cara sale el agua, y las autopistas, y tantas cosas. Lejos de dejar entrar el aire de la crítica, Cataluña se concibe a sí misma como el compendio de todo bien; es todo lo contrario que Castilla/España, que no para de darse golpes de pecho por haber quemado judíos y violado mujeres aztecas. En consecuencia, los mitos catalanes son intocables, y por alguna esquina de You Tube pulula un video, muy visto fuera de Cataluña, donde se muestra cuál es el destino que le cabe esperar a alguien a quien, en un programa de la televisión catalana, se le ocurra la valentía de criticar a Lluis Companys. Ello a pesar de ser don Luisote un personaje con más fondo de armario que la comisión gestora del Día del Orgullo Gay.
El mito-victimismo catalán funcionó extraordinariamente durante la Transición porque la Transición, en buena parte, se construyó sobre él. En los años ochenta, sin embargo, el nacionalismo catalán recibió un toque. Se formó una operación de centro-derecha, buscando inventar el PSOE del otro lado, y al frente de la misma se puso la mano derecha de Pujol, Miquel Roca. En aquellos tiempos, el siempre afilado Alfonso Guerra dijo en público que Roca nunca podría ganar unas elecciones en España. Roca saltó como el Puma de Baracoa: eso me lo dices porque soy catalán. La respuesta de Guerra es importantísima para entender este problema: no es que seas catalán, le dijo; es que eres nacionalista catalán.
Los catalanes nacionalistas son un subconjunto de los catalanes, como los nacionalistas gallegos son un subconjunto de los gallegos o los habitantes de Vitoria que se duchan por las mañanas son un subconjunto de los vitorianos (ampliamente mayoritario, espero). El victimismo catalán, sin embargo, cuadraba mal aceptando esto. ¿Cómo podía haber catalanes que no sintiesen la mordedura de la persecución española? Por lo tanto, el nacionalismo jugó la baza de la identificación de ambas cosas. Catalán, por lo tanto, equivale a nacionalista catalán. Es posible que Roca, a día de hoy, todavía no entienda qué le quiso decir Guerra aquella vez, hace treinta años.
En los famosos tiempos de la República, ni se le habría ocurrido hacer eso. Por muchos votos que cosechase entonces la Esquerra, cualquier catalán medio cultivado sabía que en Cataluña había una clase obrera a la cual todo eso de la identidad nacional catalana se la rechuflaba. El victimismo, combinado con la movida de la lengua propia y la manipulación de la Historia, tuvo como objetivo cambiar eso.
Cataluña, sin embargo, se ha encontrado con un inesperado cambio de guión. Al nacionalismo español o castellano le ocurrió lo mismo tras la muerte de Franco cuando, de repente, tuvo que convivir en el mismo dormitorio con otras sensibilidades territoriales que no entendía. Fruto de esa falta de adaptación son las toneladas de chorradas que desde esas posturas se dijeron del autonomismo, que fue ridiculizado en artículos periodísticos y novelas de éxito para solaz de muchos salones de clase media.
Los nacionalistas de toda laya nunca pensaron que eso les podría pasar a ellos porque creyeron que ser nacionalista es algo connatural a ser demócrata; así pues, sus postulados nunca se pondrían en solfa. Desde el 2004, sin embargo, estos mismos nacionalistas, y muy específicamente los catalanes, se encontraron con el problema de morir de éxito. En el palacio de la Moncloa, por primera vez en la Historia de la democracia, se sentó un primer ministro que se dedicó a sobreactuar su total y natural asunción del fenómeno de lo catalán, obligado por el hecho de que los votos cosechados allí por el PSC le eran totalmente necesarios para mantenerse en el poder. Así las cosas, el hombre de Moncloa emitió su nihil obstat para el pacto de gobierno con ERC (craso error, porque suponía amigarse con un socio que nunca aceptaría ser moderado) y no escondió sus preferencias por soluciones a la catalana, como ocurrió con la famosa operación de Endesa. Como consecuencia, afloró la condición, que en realidad siempre ha tenido, colonizadora del catalanismo, y los goznes comenzaron a chirriar. Cuando los catalanes habituales en Madrid regresaron a Barcelona contando que en su hotel del centro ya no se servía cava catalán, el problema comenzó a mostrarse.
Cataluña tenía, en ese punto, una encrucijada. Podía haber tomado el sendero estrecho, pedregoso y empinado, pero al fin y al cabo virtuoso, de entonar un mea culpa histórico y comenzar desde ahí. O podía tomar la autopista de montar victimismo sobre victimismo. Esto último es lo que hizo. No sólo ponemos un montón de pasta, sino que encima caemos mal. Sorprende comprobar que muchos catalanes que piensan así son capaces de preguntarse incrédulos, dos minutos después, cómo es posible que los estadounidenses no sean capaces de entender por qué el resto del mundo los odia. En el fondo, es el mismo problema, y resulta relativamente sencillo de ver. Pero el nacionalismo catalán está tan profundamente falto de autocrítica que es imposible que lo vea.
En suma, lo que tenemos son dos partes enfrentadas. Una no quiere hablar claro y la otra se pasa todo el día mirando a su espejito mágico y preguntándole quién es el más guapo; y cómo el espejito recibe jugosas subvenciones de quien le está preguntando, ya sabemos cuál es, siempre, su respuesta. Es un círculo vicioso en el que ambos lados, castellanos y catalanes, están muy cómodos. Hay mucha pasta y muchos votos en no entenderse, y por eso ambas partes bailan, constantemente, la ceremonia de la confusión. Y del desencuentro.
Es, lamentablemente, lo que hay.