Capítulos de esta serie:
Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito
Mariana Porque Yo lo Valgo de Austria. Vía Wikipedia.
En los provectos tiempos en los que yo
era educando, hoy en día ya no lo sé, la Pragmática Sanción que
comenzó todo el follón carlista en el siglo XIX, no diré que se
estudiaba; pero cuando menos se citaba. Los alumnos de entonces, en
efecto, estaban obligados a saber que el baile de la yenka que
practicó Fernando VII en las últimas boqueadas de su reinado y de
su vida había provocado el pleito dinástico que habría de alumbrar
tres guerras civiles. Este hecho es, pues, importante y capital para
la Historia de España. Y, quizás, por eso he dado en pensar, con
los años, que no se estudia o se explica (o se explicaba) lo
suficiente. Los actos de Fernando VII tienen un precedente en los
actos de su padre, Carlos IV, que fue quien realmente comenzó el
follón. Carlos IV tenía claro lo que quería hacer en materia
dinástica y de hecho lo hizo; pero, finalmente, no remató. Y, no
rematando, le dejó en herencia el problema a su hijo. En estas notas
voy a ensayar algunas ideas sobre los porqués de dicha actuación.
Hablar de Carlos IV y la cuestión
dinástica es hablar de la convocatoria a Cortes de 1789. Esta
convocatoria fue realmente sorprendente en un país al que los
Borbones habían hecho todo lo posible por acostumbrar a la idea de
que reunir Cortes, como canta el bolero, era necedad.
En efecto: al contrario de la imagen
que sostienen quienes creen que la Historia es una evolución lineal
y, consecuentemente, el momento x+y es más completo que el momento
x, a finales del siglo XVIII la edad de oro de las asambleas
parlamentarias en España quedaba ya muy lejos. El sometimiento de
las Cortes comenzó ya con los Reyes Católicos, que no parecieron
tener en mucha estima el sistema de Cortes medieval, basado en
reuniones relativamente frecuentes. Una de las cosas que hicieron
Isabel y Fernando fue intentar dar pasos relevantes en pro de la
centralización administrativa y política de sus reinos; una
estrategia en la que fue fundamental la creación de la figura del
corregidor en cada ayuntamiento. El corregidor inauguró una situación
por la que, digámoslo en lenguaje actual para tratar de hacerlo más
comprensible, cada ayuntamiento importante pasó a tener un delegado
del gobierno central que manejaba muchos elementos de la gestión
municipal. Las villas medievales, que eran lugares con elevados
grados de autonomía, muchas de ellas gracias a los privilegios
obtenidos de los propios reyes (un sistema de fueros particulares que
es el sustento básico del nacionalismo vasco actual), pasaron a ser
vasallos del rey. Y el cambio es relevante.
Las Cortes renacentistas siguieron
siendo la asamblea a la que tenía que acudir el rey para pedirle
pasta a los contribuyentes; pero se basaban ya en una relación de
vasallaje más neta. Los Reyes Católicos, además, mutaron las
Cortes medievales en una asamblea mucho más tratable para ellos. Si
en las Cortes medievales castellanas pudieron verse reuniones de
hasta un centenar de villas, Isa y Nando redujeron todo aquello a los
grandes corregimientos, concentraciones urbanas donde sus
funcionarios y representantes tenían una fuerte dotación de
recursos y que, por lo tanto, podían aspirar a tener más
controlados. A las Cortes renacentistas fueron llamadas 17 ciudades,
7 de ellas cabezas de reino, más Granada cuando fue conquerida.
De una forma lógica, pues, tener más
poder el rey significaba que las Cortes lo perdían; el poder es un
vaso comunicante, y eso no ha cambiado. Los Austrias se encontraron
un campo abonado sobre el que, además, echaron fertilizante químico.
Desde principios del siglo XVI, los reyes hispanos empiezan a dejar
claro que quieren que los procuradores que vayan a las Cortes lleven
un poder de acción total. Atacan, pues, el modo de actuación vigente
hasta el momento, en el que el procurador de Burgos (elegido muchas
veces por sorteo, como veremos en las Cortes que recensionamos)
llevaba unas instrucciones de sus vecinos de donde no se podía
salir. El procurador medieval, por lo tanto, era alguien que, de
alguna manera, se limita a constatar que los burgueses de Segovia
apoyaban esto o aquello. Pero los reyes, claro, querían diputados
que se pudieran definir en el momento en el sentido que les
pareciese, porque siempre es más fácil sacar adelante una reforma
laboral en esas condiciones que si lo que tienes en tu parlamento es
una mayoría de tipos que llevan la orden de votar en contra y no la
pueden subvertir. Una de las consecuencias de la victoria de Carlos V
sobre los comuneros fue que el rey decretase que los corregimientos
en ciudades y villas dejaren de ser coyunturales y pasaren a ser
perpetuos, consolidando así la prevalencia del poder central sobre
el local, lo que ha hecho decir a muchos historiadores que la
tradición parlamentaria española fue lo que realmente quedó
derrotado en Villalar. El sistema se centralizó de tal manera que el
sistema tradicional de dietas de los procuradores, que acudían a las
asambleas a costa del erario de su villa, se cambió por un pago por
parte del rey. Los diputados pasaron, pues, a ser servidores de la
monarquía en mayor medida que representantes de sus territorios.
Carlos I y Felipe II convocaron todavía
Cortes con una cierta habitualidad, ma non troppo.
La razón es obvia: siendo ambos reyes monarcas fundamentalmente
guerreros, siempre estaban necesitados de servicios de millones por
parte de sus taxpayers,
y todavía sentían la necesidad de cubrir el expediente de
solicitárselos. En las Cortes de 1538, que se convocaron porque era
necesario un nuevo servicio de sisa, la nobleza se negó a conceder
el pago. Esto marcó un antes y un después, porque la reacción del
rey fue entenderse desde entonces con los procuradores; es decir,
tanto la nobleza como el clero dejaron de ser convocados a las
reuniones, salvo en las convocatorias que tenían como función la
jura del heredero de la Corona.
Mientras
las Cortes castellanas habían sido relativamente trotamundos (no así
las aragonesas, más fijas), en el siglo XVII los Austrias tendieron
a centralizarlas en Madrid; otro gesto importante, pues ya no era el
rey el que se movía a las Cortes, sino las Cortes las que se movían
hacia el rey. Como os he dicho, el monotema casi total era votar los
nuevos cobros de impuestos, aunque en 1632 se registró la jura del
príncipe Baltasar Carlos. En el año 1663, Felipe IV convocó Cortes
para jurar a su hijo Carlos. Sin embargo, al poco murió el rey y
Mariana de Austria, la regente, decidió suspender la convocatoria.
Mariana no tenía buenas ideas sobre las Cortes españolas y, por lo
tanto, hizo uso de su poder para decidir que eso de que el nuevo rey
tuviese que jurar ante una asamblea parlamentaria era una tontería
vintage; que los
reyes, como los de Bilbao, juran donde les sale de los cojones.
Aquel
gesto, aparentemente inocente, selló el final de las Cortes
españolas tal y como generaciones de castellanos, aragoneses y
navarros las habían concebido. Mariana de Austria pasó a reclamar
los servicios a los municipios por carta, sin reunirlos. El concepto
de vasallaje total se había perfeccionado; a pesar de lo cual,
ejércitos de tuiteros, licenciados en Historia e ignorantes en
general siguen considerando que la Edad Media fue el periodo de la
vida de los hombres en el que fueron menos libres. Carlos II, por su
parte, heredó en esto los gustos y usos de su MasMas, y siguió
pasando de las Cortes.
Con
estos precedentes, cuando llegaron los Borbones, que como buenos
franceses eran unos centralistas y mandones de la hostia,
directamente se cargaron el sistema de reuniones parlamentarias que
había malvivido durante el siglo anterior. Las siguieron convocando,
ciertamente; pero ya en un número meramente simbólico, sin función
hacendística y centrándolas, sobre todo, en la aclamación del
príncipe de Asturias una vez que hubiere jurado recibir algún día
la Corona (bueno; para ser exactos, las coronas) de Ejpaña. En el siglo XVII, efectivamente, se había
producido una transferencia de potestades desde el legislativo al
ejecutivo, dicho sea en terminología actual; puesto que la mayoría
de las funciones otrora asignadas a los procuradores y su poder de
decisión, ahora las ejercían el Consejo del Reino y el Consejo de
Castilla.
Una
gran novedad de las Cortes del siglo XVIII es, en todo caso, que el
afán centralista del absolutismo hace que las diferencias entre
reinos se desdibujen. En 1709, por primera vez, serán convocados a
las mismas Cortes representantes
de los reinos de Aragón, Valencia, Cataluña y Castilla; quedando
como única excepción Navarra, que seguirá siendo
parlamentariamente independiente hasta el siglo siguiente. ¿Habrían
sido las cosas de otra manera si las comunidades orientales españolas
hubiesen apoyado a Felipe V en su polémica sucesoria? Ciertamente,
es más que posible que la centralización fuese una represalia. Pero
yo, la verdad, pienso que cuando la cabra tira al monte, no la vas a
parar. Creo que la medida tenía elementos estructurales que la
justificaban, por así decirlo. Felipe V era un centralista, y eso
quiere decir que difícilmente habría aceptado un reino
políticamente fragmentado por unas tradiciones que no conocía, en
las que no creía y a las que, en realidad, despreciaba.
Estas
Cortes unificadas de todo el reino fueron pocas: 1709, 1712, 1713,
1724, 1760 y, finalmente, 1789. Si ponéis esas fechas en un
cronograma veréis el efecto: si bien Felipe V se sintió compelido a
convocar Cortes con cierta habitualidad mientras se sintió más o
menos inseguro en la polémica sucesoria, en cuanto se consolidó se
olvidó del tema. Fernando VI pasó de convocar Cortes; Carlos III,
que venía de Nápoles de hacer lo que le salía del real ciruelo,
las convocó una vez; y, finalmente, su hijo convocó sólo las de
1789, que son las que justifican este palimpsesto. Las Cortes navarras, por su parte, se reunieron diez veces en aquel siglo, lo
que es un ritmo algo más elevado que refleja el mantenimiento de
una costumbre parlamentaria más intensa. Sin embargo, los navarros
de dos siglos antes habían tenido hasta 41 asambleas; también,
pues, entre los navarros, la costumbre parlamentaria estaba sufriendo
su propia decadencia, bien que más tenue.
El
ocaso del parlamentarismo es inmediato, como en un vaso comunicante,
a la mutacion que sufre la teoría política del poder real. Los
reyes renacentistas y barrocos, desde el punto de vista de la teoría
constitucional, eran signantes de un contrato. Los llamados
estamentos o brazos (nobleza, clero, pueblo llano o burguesía)
habían firmado un contrato con el rey y su familia, mediante el cual
éste se encargaba de la gobernación del país, siempre
asistido por dichos estamentos,
a cambio de ser un rey bueno, justo y que siempre mirare por el
bienestar común. En el absolutismo ilustrado, como hemos dado en
etiquetarlo, normalmente para poder explicarlo a los jovenzanos, esta
relación contractual desaparece y, con ella, desaparece la posesión
natural por parte de los estamentos de derechos y libertades que,
libremente, han cedido al rey. Entender esta diferencia tiene su
importancia, sobre todo, a la hora de juzgar la rebelión española
contra el francés que quería traer de nuevo al país al Deseado,
Fernando VII. En la vida y en ese pálido reflejo de la misma que son
las redes sociales es bastante fácil encontrarse a gente que se echa
las manos a la cabeza porque no entiende la actitud de sus
tatarabuelos cuando tanto lucharon por traer de nuevo a España a un
rey absoluto. Gentes que, normalmente, consideran como el ápex
histórico de la renuncia del español de a pie a sus libertades la
famosa anécdota del grupo de campesinos que se dedicaron a tirar del
carro del rey como si fuesen bueyes. En realidad, cuando menos en mi
opinión, las cosas son un bastante más ricas y complicadas. La
rebelión de los españoles contra el francés fue una rebelión
antigua, antigua como la reivindicación euskaldún de los fueros,
que quería recuperar a un rey contractualista; aunque al fin y al
cabo, trajese a uno absolutista porque resultó que el rey era un
cabrón. Lo que los españoles querían era regresar a los viejos
tiempos, que valoraban mucho y que hacen que, por ejemplo, Carlos II
sea uno de los reyes más amados de la Historia de España. Tiempos
en los que el rey era uno con ellos por mor de un pacto social
voluntario (cuando menos en teoría), que era el que justificaba que
el príncipe tuviese que jurar ante las Cortes. Era su forma de
firmar el contrato, y por eso el gesto de Mariana de Austria fue tan
sospechosamente negativo.
Ahora,
sin embargo, el rey no era el gerente del Estado; sino que era el
Estado. Era, fundamentalmente, una ideología importada de la Francia
de Luis XIV. Fue este principio el que hizo que los municipios
dejasen de ser células originales de poder político (un estatus que
intentaría recuperar para ellos Pi i Margall un siglo y pico
después) para pasar a ser simples y puras oficinas del poder estatal
(es decir, lo que son hoy, al parecer con orgullo). Una de las cosas
para las que sirvieron los famosos Decretos de Nueva Planta fue para
extender el mecanismo de la designación real de corregidores y
municipios desde Castilla, donde se aplicaba en exclusividad, al
resto de España, con las solas excepciones de Navarra y Álava. El
rey, por lo tanto, pasó a designar a los gobernadores de las
ciudades, corregidores, alcaldes y justicias. Cataluña se dividió
en cuatro corregimientos, que venían a respetar bastante la vieja
distribución de veguerías, al frente de los cuales se colocó a
corregidor de designación real.
El
corregidor, por lo demás, también cambió en sí mismo. Hasta
entonces, el corregidor era alguien elegido y con ciertas dosis de
provisionalidad; lo que era permanente desde Carlos I era la
institución, pero no la persona, porque en el corregidor primaba,
hasta entonces, la condición de elegido más que las funciones. Los
Borbones, sin embargo, hicieron que el corregidor fuese un cargo más
duradero, sometido a un escalafón profesional; en otras palabras;
inventaron al político gestor profesional, que vive de eso y,
consecuentemente, tiene mucho que perder en la pérdida de su cargo.
Desde 1783, para ser corregidor había que pasar un concurso de
méritos y se reguló la “profesión” con grados y categorías.
El cargo, por lo tanto, pasó a ser un funcionario del Estado, con
todo lo que ello supone de mayor eficiencia (dirán los defensores) y
de dependencia, comeculismo y corrupción (dirán los detractores).
En 1718, además, se importó de Francia la figura del intendente, es
decir la persona con mando regional por así decirlo, convertidos en
1749 en miembros de la estructura gubernamental por Fernando VI.