viernes, septiembre 02, 2022

Aquel 1789 de Carlos IV (3): Las mujeres, por la zona sucia de la pista

Capítulos de esta serie:

Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito 


Una vez convocada la asamblea, desde Aranjuez salieron cartas oficiales para todas las ciudades con voto. En la carta se instaba a la ciudad a nombrar procuradores que, se dejaba claro, debían llevar poderes amplios “para poder tratar otros negocios”. El rey Carlos, claramente, quería que las ciudades pensasen que iban a unas Cortes normalillas, típicas del momento; pero también quería poder plantear sin problemas en la reunión los temas que tenía en la cabeza.

miércoles, agosto 31, 2022

Aquel 1789 de Carlos IV (2): Haciendo equipo

Capítulos de esta serie:

Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito 


 


El centralismo borbónico hizo desaparecer los consejos de Aragón, Flandes e Italia (bueno, éstos habían desaparecido por haberlo hecho el mando español sobre los territorios; aunque si el imperio español hubiera caído hoy en día, probablemente los hubiéramos mantenido para así permitir que los consejeros siguieran con sus mamandurrias black). Esto hizo del ya mal llamado Consejo de Castilla el elemento central del poder, junto con el Consejo de Estado, que permanece.

lunes, agosto 29, 2022

Aquel 1789 de Carlos IV (1): Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español

Capítulos de esta serie:

Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito 




Mariana Porque Yo lo Valgo de Austria. Vía Wikipedia.

En los provectos tiempos en los que yo era educando, hoy en día ya no lo sé, la Pragmática Sanción que comenzó todo el follón carlista en el siglo XIX, no diré que se estudiaba; pero cuando menos se citaba. Los alumnos de entonces, en efecto, estaban obligados a saber que el baile de la yenka que practicó Fernando VII en las últimas boqueadas de su reinado y de su vida había provocado el pleito dinástico que habría de alumbrar tres guerras civiles. Este hecho es, pues, importante y capital para la Historia de España. Y, quizás, por eso he dado en pensar, con los años, que no se estudia o se explica (o se explicaba) lo suficiente. Los actos de Fernando VII tienen un precedente en los actos de su padre, Carlos IV, que fue quien realmente comenzó el follón. Carlos IV tenía claro lo que quería hacer en materia dinástica y de hecho lo hizo; pero, finalmente, no remató. Y, no rematando, le dejó en herencia el problema a su hijo. En estas notas voy a ensayar algunas ideas sobre los porqués de dicha actuación.

Hablar de Carlos IV y la cuestión dinástica es hablar de la convocatoria a Cortes de 1789. Esta convocatoria fue realmente sorprendente en un país al que los Borbones habían hecho todo lo posible por acostumbrar a la idea de que reunir Cortes, como canta el bolero, era necedad.

En efecto: al contrario de la imagen que sostienen quienes creen que la Historia es una evolución lineal y, consecuentemente, el momento x+y es más completo que el momento x, a finales del siglo XVIII la edad de oro de las asambleas parlamentarias en España quedaba ya muy lejos. El sometimiento de las Cortes comenzó ya con los Reyes Católicos, que no parecieron tener en mucha estima el sistema de Cortes medieval, basado en reuniones relativamente frecuentes. Una de las cosas que hicieron Isabel y Fernando fue intentar dar pasos relevantes en pro de la centralización administrativa y política de sus reinos; una estrategia en la que fue fundamental la creación de la figura del corregidor en cada ayuntamiento. El corregidor inauguró una situación por la que, digámoslo en lenguaje actual para tratar de hacerlo más comprensible, cada ayuntamiento importante pasó a tener un delegado del gobierno central que manejaba muchos elementos de la gestión municipal. Las villas medievales, que eran lugares con elevados grados de autonomía, muchas de ellas gracias a los privilegios obtenidos de los propios reyes (un sistema de fueros particulares que es el sustento básico del nacionalismo vasco actual), pasaron a ser vasallos del rey. Y el cambio es relevante.

Las Cortes renacentistas siguieron siendo la asamblea a la que tenía que acudir el rey para pedirle pasta a los contribuyentes; pero se basaban ya en una relación de vasallaje más neta. Los Reyes Católicos, además, mutaron las Cortes medievales en una asamblea mucho más tratable para ellos. Si en las Cortes medievales castellanas pudieron verse reuniones de hasta un centenar de villas, Isa y Nando redujeron todo aquello a los grandes corregimientos, concentraciones urbanas donde sus funcionarios y representantes tenían una fuerte dotación de recursos y que, por lo tanto, podían aspirar a tener más controlados. A las Cortes renacentistas fueron llamadas 17 ciudades, 7 de ellas cabezas de reino, más Granada cuando fue conquerida.

De una forma lógica, pues, tener más poder el rey significaba que las Cortes lo perdían; el poder es un vaso comunicante, y eso no ha cambiado. Los Austrias se encontraron un campo abonado sobre el que, además, echaron fertilizante químico. Desde principios del siglo XVI, los reyes hispanos empiezan a dejar claro que quieren que los procuradores que vayan a las Cortes lleven un poder de acción total. Atacan, pues, el modo de actuación vigente hasta el momento, en el que el procurador de Burgos (elegido muchas veces por sorteo, como veremos en las Cortes que recensionamos) llevaba unas instrucciones de sus vecinos de donde no se podía salir. El procurador medieval, por lo tanto, era alguien que, de alguna manera, se limita a constatar que los burgueses de Segovia apoyaban esto o aquello. Pero los reyes, claro, querían diputados que se pudieran definir en el momento en el sentido que les pareciese, porque siempre es más fácil sacar adelante una reforma laboral en esas condiciones que si lo que tienes en tu parlamento es una mayoría de tipos que llevan la orden de votar en contra y no la pueden subvertir. Una de las consecuencias de la victoria de Carlos V sobre los comuneros fue que el rey decretase que los corregimientos en ciudades y villas dejaren de ser coyunturales y pasaren a ser perpetuos, consolidando así la prevalencia del poder central sobre el local, lo que ha hecho decir a muchos historiadores que la tradición parlamentaria española fue lo que realmente quedó derrotado en Villalar. El sistema se centralizó de tal manera que el sistema tradicional de dietas de los procuradores, que acudían a las asambleas a costa del erario de su villa, se cambió por un pago por parte del rey. Los diputados pasaron, pues, a ser servidores de la monarquía en mayor medida que representantes de sus territorios.

Carlos I y Felipe II convocaron todavía Cortes con una cierta habitualidad, ma non troppo. La razón es obvia: siendo ambos reyes monarcas fundamentalmente guerreros, siempre estaban necesitados de servicios de millones por parte de sus taxpayers, y todavía sentían la necesidad de cubrir el expediente de solicitárselos. En las Cortes de 1538, que se convocaron porque era necesario un nuevo servicio de sisa, la nobleza se negó a conceder el pago. Esto marcó un antes y un después, porque la reacción del rey fue entenderse desde entonces con los procuradores; es decir, tanto la nobleza como el clero dejaron de ser convocados a las reuniones, salvo en las convocatorias que tenían como función la jura del heredero de la Corona.

Mientras las Cortes castellanas habían sido relativamente trotamundos (no así las aragonesas, más fijas), en el siglo XVII los Austrias tendieron a centralizarlas en Madrid; otro gesto importante, pues ya no era el rey el que se movía a las Cortes, sino las Cortes las que se movían hacia el rey. Como os he dicho, el monotema casi total era votar los nuevos cobros de impuestos, aunque en 1632 se registró la jura del príncipe Baltasar Carlos. En el año 1663, Felipe IV convocó Cortes para jurar a su hijo Carlos. Sin embargo, al poco murió el rey y Mariana de Austria, la regente, decidió suspender la convocatoria. Mariana no tenía buenas ideas sobre las Cortes españolas y, por lo tanto, hizo uso de su poder para decidir que eso de que el nuevo rey tuviese que jurar ante una asamblea parlamentaria era una tontería vintage; que los reyes, como los de Bilbao, juran donde les sale de los cojones.

Aquel gesto, aparentemente inocente, selló el final de las Cortes españolas tal y como generaciones de castellanos, aragoneses y navarros las habían concebido. Mariana de Austria pasó a reclamar los servicios a los municipios por carta, sin reunirlos. El concepto de vasallaje total se había perfeccionado; a pesar de lo cual, ejércitos de tuiteros, licenciados en Historia e ignorantes en general siguen considerando que la Edad Media fue el periodo de la vida de los hombres en el que fueron menos libres. Carlos II, por su parte, heredó en esto los gustos y usos de su MasMas, y siguió pasando de las Cortes.

Con estos precedentes, cuando llegaron los Borbones, que como buenos franceses eran unos centralistas y mandones de la hostia, directamente se cargaron el sistema de reuniones parlamentarias que había malvivido durante el siglo anterior. Las siguieron convocando, ciertamente; pero ya en un número meramente simbólico, sin función hacendística y centrándolas, sobre todo, en la aclamación del príncipe de Asturias una vez que hubiere jurado recibir algún día la Corona (bueno; para ser exactos, las coronas) de Ejpaña. En el siglo XVII, efectivamente, se había producido una transferencia de potestades desde el legislativo al ejecutivo, dicho sea en terminología actual; puesto que la mayoría de las funciones otrora asignadas a los procuradores y su poder de decisión, ahora las ejercían el Consejo del Reino y el Consejo de Castilla.

Una gran novedad de las Cortes del siglo XVIII es, en todo caso, que el afán centralista del absolutismo hace que las diferencias entre reinos se desdibujen. En 1709, por primera vez, serán convocados a las mismas Cortes representantes de los reinos de Aragón, Valencia, Cataluña y Castilla; quedando como única excepción Navarra, que seguirá siendo parlamentariamente independiente hasta el siglo siguiente. ¿Habrían sido las cosas de otra manera si las comunidades orientales españolas hubiesen apoyado a Felipe V en su polémica sucesoria? Ciertamente, es más que posible que la centralización fuese una represalia. Pero yo, la verdad, pienso que cuando la cabra tira al monte, no la vas a parar. Creo que la medida tenía elementos estructurales que la justificaban, por así decirlo. Felipe V era un centralista, y eso quiere decir que difícilmente habría aceptado un reino políticamente fragmentado por unas tradiciones que no conocía, en las que no creía y a las que, en realidad, despreciaba.

Estas Cortes unificadas de todo el reino fueron pocas: 1709, 1712, 1713, 1724, 1760 y, finalmente, 1789. Si ponéis esas fechas en un cronograma veréis el efecto: si bien Felipe V se sintió compelido a convocar Cortes con cierta habitualidad mientras se sintió más o menos inseguro en la polémica sucesoria, en cuanto se consolidó se olvidó del tema. Fernando VI pasó de convocar Cortes; Carlos III, que venía de Nápoles de hacer lo que le salía del real ciruelo, las convocó una vez; y, finalmente, su hijo convocó sólo las de 1789, que son las que justifican este palimpsesto. Las Cortes navarras, por su parte, se reunieron diez veces en aquel siglo, lo que es un ritmo algo más elevado que refleja el mantenimiento de una costumbre parlamentaria más intensa. Sin embargo, los navarros de dos siglos antes habían tenido hasta 41 asambleas; también, pues, entre los navarros, la costumbre parlamentaria estaba sufriendo su propia decadencia, bien que más tenue.

El ocaso del parlamentarismo es inmediato, como en un vaso comunicante, a la mutacion que sufre la teoría política del poder real. Los reyes renacentistas y barrocos, desde el punto de vista de la teoría constitucional, eran signantes de un contrato. Los llamados estamentos o brazos (nobleza, clero, pueblo llano o burguesía) habían firmado un contrato con el rey y su familia, mediante el cual éste se encargaba de la gobernación del país, siempre asistido por dichos estamentos, a cambio de ser un rey bueno, justo y que siempre mirare por el bienestar común. En el absolutismo ilustrado, como hemos dado en etiquetarlo, normalmente para poder explicarlo a los jovenzanos, esta relación contractual desaparece y, con ella, desaparece la posesión natural por parte de los estamentos de derechos y libertades que, libremente, han cedido al rey. Entender esta diferencia tiene su importancia, sobre todo, a la hora de juzgar la rebelión española contra el francés que quería traer de nuevo al país al Deseado, Fernando VII. En la vida y en ese pálido reflejo de la misma que son las redes sociales es bastante fácil encontrarse a gente que se echa las manos a la cabeza porque no entiende la actitud de sus tatarabuelos cuando tanto lucharon por traer de nuevo a España a un rey absoluto. Gentes que, normalmente, consideran como el ápex histórico de la renuncia del español de a pie a sus libertades la famosa anécdota del grupo de campesinos que se dedicaron a tirar del carro del rey como si fuesen bueyes. En realidad, cuando menos en mi opinión, las cosas son un bastante más ricas y complicadas. La rebelión de los españoles contra el francés fue una rebelión antigua, antigua como la reivindicación euskaldún de los fueros, que quería recuperar a un rey contractualista; aunque al fin y al cabo, trajese a uno absolutista porque resultó que el rey era un cabrón. Lo que los españoles querían era regresar a los viejos tiempos, que valoraban mucho y que hacen que, por ejemplo, Carlos II sea uno de los reyes más amados de la Historia de España. Tiempos en los que el rey era uno con ellos por mor de un pacto social voluntario (cuando menos en teoría), que era el que justificaba que el príncipe tuviese que jurar ante las Cortes. Era su forma de firmar el contrato, y por eso el gesto de Mariana de Austria fue tan sospechosamente negativo.

Ahora, sin embargo, el rey no era el gerente del Estado; sino que era el Estado. Era, fundamentalmente, una ideología importada de la Francia de Luis XIV. Fue este principio el que hizo que los municipios dejasen de ser células originales de poder político (un estatus que intentaría recuperar para ellos Pi i Margall un siglo y pico después) para pasar a ser simples y puras oficinas del poder estatal (es decir, lo que son hoy, al parecer con orgullo). Una de las cosas para las que sirvieron los famosos Decretos de Nueva Planta fue para extender el mecanismo de la designación real de corregidores y municipios desde Castilla, donde se aplicaba en exclusividad, al resto de España, con las solas excepciones de Navarra y Álava. El rey, por lo tanto, pasó a designar a los gobernadores de las ciudades, corregidores, alcaldes y justicias. Cataluña se dividió en cuatro corregimientos, que venían a respetar bastante la vieja distribución de veguerías, al frente de los cuales se colocó a corregidor de designación real.

El corregidor, por lo demás, también cambió en sí mismo. Hasta entonces, el corregidor era alguien elegido y con ciertas dosis de provisionalidad; lo que era permanente desde Carlos I era la institución, pero no la persona, porque en el corregidor primaba, hasta entonces, la condición de elegido más que las funciones. Los Borbones, sin embargo, hicieron que el corregidor fuese un cargo más duradero, sometido a un escalafón profesional; en otras palabras; inventaron al político gestor profesional, que vive de eso y, consecuentemente, tiene mucho que perder en la pérdida de su cargo. Desde 1783, para ser corregidor había que pasar un concurso de méritos y se reguló la “profesión” con grados y categorías. El cargo, por lo tanto, pasó a ser un funcionario del Estado, con todo lo que ello supone de mayor eficiencia (dirán los defensores) y de dependencia, comeculismo y corrupción (dirán los detractores). En 1718, además, se importó de Francia la figura del intendente, es decir la persona con mando regional por así decirlo, convertidos en 1749 en miembros de la estructura gubernamental por Fernando VI.