jueves, noviembre 05, 2009

El ¿genio? militar de Franco (1)

Este blog se va de puente. Alegraos por mí y, si no, bien pensado, ni puta falta que hace. El caso es que dentro de unas horas me marcho a la costa y ya no volveré a estar cerca de un ordenador hasta la tarde del lunes. Os dejo, mientras tanto, un post que quería terminar en una sola toma pero que, al final, se me ha enrrollado y he tenido que concebir en dos. A quienes lo leais y tengais algún comentario que hacer, os ruego que así lo hagais, pero que tengais paciencia, porque de viernes a lunes no habrá ningún humano disponible para moderar los comentarios.

Y este asunto de los comentarios, unido al hecho de que tengo muy comprobado de que en la red, cada vez que se habla de Franco, todo el mundo, tirios y troyanos, se pone muy nervioso, me mueve a hacer, asimismo, un comentario.

La regla básica de este blog es ésta: los personajes históricos son eso, personajes históricos. Personas, la inmensa mayoría muertas, que hicieron cosas lo suficientemente importantes como para someterse al escrutinio público de gentes como quien escribe este blog y quienes lo leen. Esto es así y, si no querían ser zaheridos, que no se hubieran metido en berengenales históricos. Así pues, en este blog, de Felipe II, de Franco, de Azaña, de Viriato y hasta de Favila está permitido que se diga que eran gordos, feos, tontos, guapos, inteligentes, estúpidos, ubretudos o lo que al comunicante se le ocurra. En este blog a los personajes históricos cada uno los pone como le sale de las narices según su leal saber y entender.

Con las mismas, sin embargo, las personas que en este blog participan, incluidos, por supuesto, sus amanuenses, son intocables. He pasado un par de comentarios por advertencia, pero ya no lo voy a hacer más. En este blog no se va a publicar ningún comentario insultante o despreciativo hacia ninguna de las personas que coloquen comentarios ni los autores de los post. Si a alguien no le gusta que yo diga que Fulano de Tal era tonto del culo, que le defienda. Con argumentos. Pero si le defiende a base de considerar que el tonto soy yo, o que no me entero, o que soy esto o soy lo otro, o que el tipo ése que colocó el segundo comentario es un idiota, o tal, seguirá pasando lo que está pasando ahora, es decir: el comentario no se publicará. Per saecula, saeculorum.

Y ahora vamos con la pregunta de hoy, que es si Franco era listo, o tonto.



Una de las cosas para las cuales «ha servido» la transición política es para que la historiografía se haya podido plantear el juicio en torno a la figura del general Francisco Franco. Durante muchas décadas, los juicios sobre su figura se caracterizaban por un notable radicalismo, bien que se hiciesen dentro o fuera de España. El efecto no ha terminado todavía y es lógico pues, si hemos de creer en esa regla que dice que los hechos no son Historia hasta que hayan pasado 50 años en la vida de las sociedad que los juzgan, todavía quedan unos cuantos años, como 16, para que haga 50 años de la muerte de Franco. No obstante, es un hecho que para la cultura histórica, poder juzgar la figura de Franco desde una posición no necesariamente militante ha sido un respiro, como lo es siempre estas circunstancias.

Un punto crucial del juicio de Franco es su calidad como militar. Francisco Franco Bahamonde fue muy jaleado en su juventud como un militar de carrera meteórica que llegó a ser general con algo más de 30 años. Estaba, pues, subido a la cima de la gloria militar en un momento de su vida en el que mucha gente apenas está todavía despegándose del botellón. Tras la guerra civil, fue considerado un genio militar que ahora aunaba, además, genio político. El no va más, vaya.

La verdad es que, por mucho que les joda a los que lo odian y sobre todo a los que lo sufrieron, Franco muy políticamente tonto no pudo ser. Alguien que logra ser un fascista de libro y aún así sobrevivir en el momento en que el fascismo es barrido de Europa y acabar siendo gran amigo precisamente de quienes lo barrieron, es, nos guste o no, alguien que sabe jugar sus cartas con habilidad. Con las mismas, hay cosas en su forma de hacer que revelan una simpleza acojonante. De Franco se ha dicho muchas veces, para mi gusto con total acierto, que consideró España como el inmenso patio de un cuartel, y pensó que podría gobernar el país como se gobierna dicho patio, esto es a toque de corneta y apelando a la disciplina.

Todo esto, sin embargo, pertenece al ámbito de lo subjetivo, y como todo lo subjetivo tiene jodido consenso. Se supone, sólo se supone, que el elemento militar es más fácil de analizar, más frío. Sin embargo, conforme avanza el tiempo y los análisis en torno a la figura de Franco son más libres, se va haciendo más patente que éste, el de su genio militar o estulticia militar, es otro campo para la polémica.

En este post intentaré, al nivel de mis conocimientos (ya he escrito muchas veces que lo mío es más la política que lo militar), cuáles son los pivotes en los que gira el debate en torno a si Franco fue un buen militar o un tuercebotas con suerte. Si conocéis alguno más, los comentarios están abiertos para vuestras consideraciones.

El primer elemento es la decisión de entrar en Toledo y liberar el Alcázar, donde resistía numantinamente el coronel Moscardó.

En primer lugar, se ha apelado a esta decisión de Franco basándose en la necesidad de procurar auxilio a unos compañeros que le eran fieles, alimentando esa imagen del militar que nunca deja a los suyos en la estacada. Creo que aquí sí que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que esa imagen pertenece a las películas, pero no a la realidad. Muy a menudo, los militares dejan a compañeros suyos en la estacada por necesidades bélicas y estratégicas, y en la propia guerra civil hay ejemplos tan diáfanos como el del monasterio de Nuestra Señora de la Cabeza, cuyos resistentes aguantaron carros y carretas como Moscardó pero, finalmente, tuvieron que rendirse.

Visto esto, es sospechoso el hecho de que Franco liberase el Alcázar. Cuando las tropas africanas que comandaba el general pisan la península, su primera obsesión, y es por ello que resulta tan sangrienta la batalla de Badajoz, es conectar las dos bolsas de ataque nacionales en ese momento desconectadas: el Norte, nucleado alrededor de Mola y su sublevación en Pamplona; y el sur, donde están Franco y Queipo. La línea de evolución lógica es Extremadura porque, teniendo en cuenta que en Portugal existe ya entonces un régimen proclive a los sublevados, «subiendo» por Extremadura lo que consigue Franco es tener su flanco izquierdo seguro e, incluso, poder aprovisonarse por ahí. Desde Badajoz, Franco tiró claramente hacia Madrid, consciente de que, si caía la capital, era más que probable que la guerra hubiese acabado. Sin ir más lejos, de haber conseguido los franquistas tomar Madrid en las primeras semanas de la guerra, a la República le habría quedado Cataluña, el Este y partes del Norte; pero se habrían quedado, por ejemplo, sin las reservas de oro que les sirvieron para comprar las armas soviéticas.

Desde el momento en que Franco toma Talavera, todo el mundo parece tener claro que va a saltar sobre Madrid como una pantera. Pero no lo hace. En realidad, se desvía de su camino natural. Talavera, os bastará mirar cualquier mapa para comprobarlo, está ligeramente más al norte que Toledo y su vía natural de llegada hacia Madrid es lo que hoy es la autovía de Extremadura y no, desde luego, la carretera de Toledo.

A partir de aquí, dos teorías.

La primera, como digo, destaca que Franco tuvo un gesto de camaradería y sensibilidad militar hacia sus camaradas, y les salvó. Otros, como los atrapados en Jaén, estaban en la misma situación, pero no tan cerca. Además, suele indicar esta versión, Franco se habría dado cuenta de que si seguía avanzando hacia Madrid sin haber resuelto lo de Toledo, habría dejado al enemigo a su espalda, creándose un frente nuevo.

Los críticos de esta idea dudan de este último argumento. Según esta interpretación, de haberse hecho evidente el avance de las tropas nacionales hacia Madrid, lo que habrían hecho los republicanos que combatían en Toledo habría sido volver grupas rápidamente para defender la capital, con lo que ese segundo frente, se dice, nunca habría existido. Con todo, y siempre según mi opinión, la tesis más consolidada sobre por qué fue un error militar desviarse hacia Toledo es que esa decisión no fue ningún error. Al menos desde un punto de vista político o, si se prefiere, de relaciones de poder. Y aquí, aunque algo desarrollaré en las próximas líneas, no hay sino que retrotraerse al excelente post que sobre esta materia escribió ya Tiburcio.

El conocimiento masivo y profundo de la Historia nos hace a menudo perder la perspectiva de lo que los contemporáneos de los hechos sabían u opinaban. Hoy sabemos tantas cosas sobre las brutalidades de los campos de concentración hitlerianos que no podemos creer que Alemania entera lo desconociese todo sobre los hornos crematorios y las cámaras de gas hasta bien pasado el final de la guerra. Con las mismas, sabiendo lo que sabemos tendemos a cometer el error de ver en Franco un caudillo indiscutido casi desde el momento en que llega a Marruecos. Pero en esa visión olvidamos que el muñidor del golpe de Estado es Emilio Mola. Es a Mola a quien llama Martínez Barrios para tratar de parar el golpe de Estado; es a Mola, no a Franco, a quien ofrece un puesto en el gobierno. Y por encima de Mola aún queda otra figura, bien es verdad que un poco decorativa o simbólica, que es el general Sanjurjo, en las primeras jornadas de la guerra.

Mola comienza a perder terreno frente a Franco cuando el avispado gallego consigue tener hilo directo con italianos y alemanes y, consecuentemente, se convierte en la bisagra sobre la que gira la importantísima ayuda extranjera al bando nacional. El fuerte contingente italiano que se desplaza a España llega allí para ayudar a Franco más que a Mola. De hecho, para cuando los italianos empiecen a tener peso en el teatro de operaciones de Mola, el frente Norte, Franco ya será Generalísimo e, incluso, Mola estará ya muerto. No es intención de este post analizar el asunto de que si Mola murió de un accidente natural o provocado, pero quede aquí la idea, que es lo importante para este redactado, de que, en las primeras semanas de la guerra, Franco bien pudo sentir la necesidad de afianzarse como lo que no era, esto es líder indiscutible del bando rebelde.

Para esta estrategia, la operación del Alcázar le vino a Franco verdaderamente machihembrada. La acción del Alcázar fue una epopeya mundial de grandísimo impacto. Yo tengo un par de libros escritos monográficamente sobre el Alcázar por reporteros británicos (y éstos son los que son porque leo en inglés, que en francés también hay varios en el mercado) escritos en el tono épico de los grandes hechos. Con su gesto hidalgo, un poco modelo Fray Luis de León y su famoso decíamos ayer, el luego general Moscardó, con su sin novedad en El Alcázar, mi general, selló un importantísimo golpe de opinión pública para Franco que, en alguna medida, hizo ya casi inevitable su encumbramiento a su generalísimo destino.

¿Sabía todo esto Franco? ¿Lo había pensado? No sé , que hablen los francólogos. Lo que sí sé es que le dijo asu círculo íntimo que se desviaba a Toledo porque era consciente que liberar la ciudad suponía dar un golpe de moral (de moral, no estratégico) al enemigo. ¿Pensó que, además le daba un golpe moral, quizá definitivo, a los «enemigos» que pudiera tener a la hora de conseguir el mando supremo del bando nacional? Joder, si yo supiera eso, sería Rappel, no te jode.

Los ocho días que perdió Franco liberando Toledo fueron suficientes como para que la República recibiese el primer material de la URSS, amén de dos brigadas internacionales y otras tropas españolas, con las cuales pudo parar los pies de los nacionales a la vera de la capital durante el resto de la guerra. En parte, este estancamiento de años, según algunos estudiosos, es propiamente consecuencia de la acción de El Alcázar pues, llegándose desde Toledo, los nacionales tuvieron que atacar Madrid encontrándose un obstáculo natural como el río Manzanares; mientras que, de haber avanzado desde Talavera todo tieso, habrían conectado con las tropas que hostigaban la ciudad desde el norte y habrían entrado más o menos por la carretera de La Coruña, con mayor facilidad.

La siguiente decisión de Franco sobre la que existen dudas es la toma de Málaga. La caída de Málaga en manos nacionales fue de enorme importancia para la República, pues sirvió de excelente apoyatura para los asesores soviéticos y los comunistas en general para agitar los puños (nunca mejor dicho) en las narices del general Asensio y del presidente Largo Caballero, culpándoles de aquella pérdida y consiguiendo, de hecho, la defenestración de la camarilla militar de Caballero. Pero estratégicamente Málaga no fue tan importante. No lo suficiente, dicen los críticos de Franco, como para comprometer en dicha toma la formación del cuerpo expedicionario italiano que Mussolini había enviado a España.

En efecto, los primeros 6.000 o 7.000 camisas negras que el fascismo romano envió a España no fueron destinados a Aranda de Duero, donde se estaban formando las divisiones italianas, sino a Málaga. Estas tropas, al mando del general Mario Roatta, se aplicaron a tomar Málaga casi al mismo tiempo que arriba, en el Jarama, había comenzado la muy sangrienta batalla en la que los republicanos, y muy especialmente las Brigadas Internacionales, colocaron un muro de sangre que Franco no pudo traspasar.

Franco inició la batalla del Jarama para cortarle a Madrid el último cordón umbilical que a la postre le quedaría (la carretera de Valencia), pero sus tropas se empantanaron tras una serie de pequeños avances y fueron batidas por los republicanos, que se fueron a por él con todo lo gordo, que era mucho. A la luz de estos hechos (un ejército extenuado que acaba atrapado por el embate imparable de un enemigo superpertrechado) cabe preguntarse: y, ¿qué hacían más de 5.000 italianos, recién duchados y en perfecto estado de revista, con sus tanquetas, con su artillería, con su todo, bailando sevillanas en Málaga? Hay quien dice que estaban ahí porque Queipo se puso de canto. Aunque, la verdad, resulta difícil de creer que a Franco le pudiese llegar a importar una mierda que a Queipo le picase el huevo izquierdo.

Franco necesitaba un respiro en el Jarama, y ese respiro tenía que dárselo el golpe, con puño de hierro, de los italianos en Guadalajara. Pero la batalla de Guadalajara, como sabréis cualquiera de los que leéis esto y tengáis un par de horas de vuelo leyendo cosas de la guerra civil, la perdieron los italianos más o menos con la misma contundencia con la que algunos son batidos por el Alcorcón, club de fútbol. Por lo tanto, la jugada no le pudo salir peor a los nacionales, pues la batalla de Guadalajara se perdió y, además, planteándola se diversificaron efectivos en dos frentes distintos, Jarama y Guadalajara, cuando alguien más listo habría apostado sólo por uno.

Para algunos estudiosos, la batalla de Guadalajara es, pues, otra cagada de Franco. Pero las cosas no están tan claras.

En contra de la tesis, quizá demasiado simplista, de que fue Franco quien cometió todos los errores en el binomio Jarama/Guadalajara, tenemos que tener en cuenta que el otro gran elemento de la movida es el ejército italiano, es decir un cuerpo expedicionario cuyo jefe supremo es alguien tan impredecible, tan exagerado y tan sanguíneo como Benito Mussolini, personaje de escaso bagage intelectual bélico pero que, cuando envía a sus primeros voluntarios a España, está bélicamente empalmado tras sus victorias coloniales, que le hacen creer es la polla de Montoya y que Hitler es algo así como su discípulo.

Gualajara, población por la que el 18 de julio ningún bando mostró un interés intenso, acabó cayendo del lado republicano gracias a los buenos oficios del anarquista Cipriano Mera, quien también se hizo con Cuenca en una operación en la que apenas contaba con Manolo y el de la guitarra. En diciembre del 36 una pequeña columna republicana, la de Jiménez Orge, había partido desde la ciudad hacia Sigüenza con la intención de atacar el bastión nacional, y consiguió abrirle una brecha a los franquistas tomando Mirabueno, Almadrones y Algora. Para enero, sin embargo, los nacionales habían recuperado estos pueblos. El día de Inocentes de 1936, el recién ascendido general Moscardó le propone a Mola una acción decidida en la carretera de Aragón para consolidar ese frente cuya vulnerabilidad ha demostrado Jiménez Orge. Mola se lo propone a Franco y éste está a finales de enero considerando la situación. El estudio de esta acción será el germen del ataque del Jarama.

Pero algunos días después, concretamente el 13 de febrero, ocurre algo. Desde el 8 y hasta el 12, buena parte de los italianos desembarcados en Cádiz han estado empantanados tomando Málaga, pero Málaga ya ha caído. Por eso, siguiendo quizás las indicaciones de su Duce, le envían un mensaje a Queipo en el que le exigen ser destinados a alguna acción que les pueda reportar gloria. Queipo, que tiene el sur más o menos en situación estabilizada, pasapalabra y le endilga el marrón a Franco o, como a él le gustaba decir en privado, Paca la Culona.

En todo caso, la acción de los italianos muestra que, al menos algunos de ellos, tendían a creer que todo el monte era orgasmo y que, por lo tanto, si se habían paseado por Abisinia, igual se pasearían por España.

Emilio Faldella y Giacomo Zanussi, jefe y subjefe del Estado Mayor de las CTV respectivamente, conferencian en Salamanca con los grandes estrategas del bando nacional. Lo que se encuentran estos dos jóvenes mandos militares de nuevo cuño fascista es a un Franco en estado puro. El general español pasa fríamente de las ampulosas peticiones de gloria de los italianos y abre la caja de los reproches. Franco está cabreado porque los italianos han creado con el CTV un pequeño ejército dentro del ejército, y eso no va con él (en realidad, no le falta razón, porque la más que relativa independencia de las Brigadas Internacionales respecto del Ejército Popular de la República, en otro bando, creará problemas casi constantes).

Si hemos de creer a estudiosos de la cosa como La Cierva, Franco, en ese momento, le pide a los italianos que le ayuden en el frente cordobés, importante porque los nacionales quieren hacerse con las minas de Almadén; y en el Norte, o sea la campaña de Euskadi. Los italianos, sin embargo, no quieren ir al Norte (aunque acabarán haciéndolo, pues de hecho los vascos firman con ellos el ominoso Pacto de Santoña), probablemente para no coincidir con los alemanes, con los que tal vez habían llegado a algún tipo de acuerdo de reparto de esferas de influencia. Mussolini lo que quería era que su Corpo Truppe Volontarie iniciase un avance desde Teruel hacia el mar, rompiendo la zona republicana en dos. El Duce se hacía pajas imaginando a sus camicie nere entrando en Valencia. La cosa tiene lógica, pues Valencia es, tal vez, una de las ciudades españolas más conocida en Italia, por aquello de que los Borgia eran de allí.

A Franco los testículos se le caen y se le marchan rebotando por el suelo de la sala del palacio episcopal cuando escucha esa petición. Como decimos aquí, es posible que no fuese ninguna lumbrera militar. Pero no era tan tonto'l'culo como para no darse cuenta de que esa operación, en febrero de 1937, era imposible. Franco partiría en dos la zona republicana ya al final de guerra, y sus buenos muertos le costó. Apenas medio año después de iniciadas las hostilidades, habría sido mucho peor. Y es para evitar esta chorrada, según sus hagiógrafos, que propone a los italianos que peleen en Guadalaja.

Yo veo, pues, dos versiones, o dos tipos de versiones, contrapuestas. Según una, Franco fue estúpido y torpe al plantear dos batallas a la vez en lugar de sólo una, distribuyendo el esfuerzo en exceso y demostrando con ello escaso genio militar; error que tendría un precedente en el gesto de permitir que la fuerza italiana se gastase tomando Málaga.

Según la otra versión, su decisión de abrir la batalla de Guadalaja se produce a causa de los planes imperiales de los italianos, que se quieren ir a Valencia a triunfar como en Addis Abebba, probablemente pensando que los republicanos eran como los abisinios. A mí, personalmente, esta segunda versión me parece bastante sólida; pero, sin embargo, me sigue quedando la duda de por qué no se dejó de hostias y empleó a los italianos directamente en la pelea del Jarama. Porque la batalla de Guadalajara empieza el 8 de marzo, es decir una semana después de que terminase la del Jarama. Pero si la reunión de Salamanca fue el 13 de febrero o en sus aledaños, parece que hubo, pienso yo, tiempo para que los italianos llegasen al Jarama (la batalla duró hasta el 27 del mes, según leo).

Lo que es un hecho es que la colocación sucesiva de las batallas del Jarama y de Guadalajara (primero una, luego otra), permitió a los republicanos optimizar sus fuerzas y utilizar algunas de ellas de hecho en los dos enfrentamientos; algo que, obviamente, no habrían podido hacer si ambas agresiones se hubiesen producido a la vez.

Tras la derrota de Guadalajara, Franco cambia de táctica, en un movimiento que tiene sus defensores y sus detractores. Abandona Madrid como objetivo a corto plazo; de hecho, ya en abril de 1937, creo yo, Franco conceptúa la caída de Madrid como lo que fue, es decir una simple y pura consecuencia del final de la guerra. A partir de la primavera del 37, el epicentro de la guerra se desplaza al frente Norte, y ya no parará hasta que dicho frente deje de existir en la práctica.

Los críticos de Franco señalan que, con la enorme cantidad de fuerzas que para entonces estaba acumulando, con más y más italianos y la Legión Cóndor alemana comenzando a dominar los aires, lo que tenía que haber hecho es seguir atacando Madrid. Mi opinión personal es que esta valoración es excesivamente dura. Volatizar el frente del Norte tenía, a mi modo de ver, bastante lógica. Franco tenía que estar informado por su inteligencia de los gravísimos problemas de coordinación que existían entre el gobierno vasco y el gobierno de Valencia, pues los vascos se empeñaron en conceptuar el llamado por Valencia Cuerpo del Ejército Vasco como un auténtico Ejército de Euskadi. En otras palabras, operaron como si, más que una autonomía con estatuto recién estrenado, fuesen un país independiente coligado con España en contra de los nacionales. Franco, pues, tenía que saber bien que los vascos serían proclives a no guerrear fuera de sus fronteras, atrapados por su milenaria tradición del árbol Malato. Si sus espías eran mínimamente listos, conocería los intentos de los vascos (y de los catalanes, por cierto) de negociar con las potencias europeas arreglillos por su cuenta. Franco tenía que saber, pues, que el eje Bilbao-Santander-Oviedo era un eje polícamente inestable y militarmente ineficiente. A mí me parece que tenía sentido atacarlo.

Hay otro factor, además. Cuando los franquistas toman Bilbao se encuentran, y esto es bien sabido, la capacidad industrial bilbaina completamente inmaculada. Por razones que nunca nadie ha sabido explicar, los vascos en su huida de Franco no destruyeron sus fábricas, que es lo que se debe hacer para no regalarle al enemigo PIB además de terreno. Son muchas las sospechas de que hubo pacto. Entre quiénes, no está claro. Pero tuvo que haberlo. Pero si hubo pacto, entonces Franco sabía cosas. Cosas que nosotros no sabemos y que, tal vez, le hicieron pensar que era interesante iniciar la campaña del Norte.


La semana que viene, más.

martes, noviembre 03, 2009

Barometreando

Off topic total, mientras preparo un articulito sobre Franco.

Supongo que todos sabréis que ayer salieron los primeros datos del barómetro del CIS de octubre en los que, entre otras cosas, se valoraba, como es habitual por estas fechas, la labor de los ministros de la nación. Así que me dio por preguntarme qué es lo que había pasado en este terreno «históricamente», es decir desde el primer barómetro de Zapatero. Tomando octubre como base, eso supone mirarse los correspondientes a octubre del 2004, 2005, 2006, 2007, 2008 y 2009.

Desde el barómetro de octubre del 2004, es decir desde que ganó las elecciones, Zapatero ha usado 34 ministros; de ellos, 19 buitres y 15 palomis. El periplo de valoraciones de 1 a 10, como en el cole, lo copio en la siguiente tabla, que espero (no puedo saberlo hasta que no cuelgue el post y pruebe) que se pueda ver razonablemente pinchando en la imagen, porque así, a bote pronto, hay que ser astronauta para distinguir las cifras.




Esta es la parte fría, o sea la de los datos. A partir de aquí, el análisis, que es algo más enjundioso.

Según estos datos, el ministro más popular de todos los que ha usado Zapatero es José Bono, quien se retiró, después de dos octubres, con una nota promedio de 5,46. No sé si este dato le gustará a Zapatero. A Bono seguro que sí (de hecho es probable que ya lo sepa). Eso sí, Bono fue un ministro relativamente efímero. Mucho más mérito tiene María Teresa Fernández de la Vega, que lleva en el tajo desde el primer día y aún así tiene un promedio ligeramente por encima del aprobado.

En el capítulo de nefastos se encuentran dos mujeres que hoy son ministras: Bibiana Aído tiene un promedio de 3,52, después de dos exámenes; y lo abracadabrante es lo de nuestra ministra seminal, Ángeles González-Sinde, que sólo ha pasado una preevaluación como quien dice y ya le han puesto, así, de salida, un 3,46. Para comprobar la crueldad de la nota baste que comprobéis en la tabla que Magdalena Álvarez, ministra polémica donde las haya a la que se le cayeron túneles y la de dios es su hijo, dejó el machito ministerial con una nota de 3,69. No parece que haya sido muy buena idea nombrar a la señora Querubines.

Otra cosa que veo es que hay una diferencia notable, amén de lógica, entre haber sido ministro en la primera legislatura de la ceja o serlo/haberlo sido en la segunda. Los que llevan ya dos años o así siendo ex-ministros pueden exhibir, por lo general, carreras muy aseaditas, con promedios por encima de 4, que para un político es como para hacer fuegos artificiales, y alguno (véase Pedro Solbes, sin ir más lejos) con notas que ya las querrían para sí sus sucesores.

La columna de desviación típica nos da una idea de con qué ministros ha sido la opinión más variable. Si no me he liado con las líneas, esta reflexión nos lleva a darnos cuenta de que los tres ministros en los que la opinión ha variado más bruscamente son ministras: Magdalena Álvarez, María Antonia Trujillo y Carme Chacón. Yo que tú, Carmen, me quitaba de ahí, que, no es por nada, pero en menuda foto estás posando...

En el capítulo de los más estables hay que tener cuidado porque hay algunos que tienen poca desviación porque tienen pocas calificaciones, pues fueron ministros durante pocos octubres. Es el caso de los catalanes Clos y Montilla, por ejemplo. O del propio Bono, Bernat Soria, César Antonio Molina... Personalmente, creo que el la desviación típica más meritoria es la de Alfredo Pérez Rubalcaba, muy baja, lo cual denota opinión estable, a pesar de que lleva ya bastante tiempo siendo ministro.

Por último, otro cálculo que he hecho, columna de la derecha, se refiere a la distancia existente entre la última calificación recibida por cada ministro (o bien octubre del 2009, o bien el último octubre en que fue ministro) y su mejor registro de la serie. Esta columna, pues, podría considerarse la columna de análisis sobre quién ha caído más bajo.

Esta vez, tenemos a un hombre al frente de la lista Quién te ha visto y quién te ve: Pedro Solbes, que subió bastante arriba (su promedio lo denota) pero también bajó lo suyo antes de irse, quizá por aquello de negar la crisis y tal. Eso sí, el ticket Álvarez/Trujillo le anduvieron cerca.

Por fin, he hecho un último cálculo: hallar los promedios de calificación por sexos. El resultado está en el gráfico que os copio aquí y que demuestra que, históricamente hablando, los ministros han tendido a tener una imagen media mejor que la de las ministras. En octubre del 2004, primer barómetro considerado, la imagen de los hombres del gobierno era en torno a un 5% superior a la de las mujeres, ratio que trepó más allá del 8% en el 2005, descendiendo bruscamente por debajo de la mitad al año siguiente y volviendo a ascender en el 2007. En el 2008 es el primer barómetro en el que la imagen colectiva de las ministras supera a la de los ministros, pero en este último barómetro ellas vuelven a estar por debajo, aunque en un leve 1,3%. La cuesta abajo parece que iguala bastante las cosas, quizá porque hay mucha menos buena imagen que repartir.


domingo, noviembre 01, 2009

La gran guerra vasca (y 7)

Los últimos actos de la gran guerra vasca van a tener lugar bajo el signo de dos sustantivos: división y cansancio. Dividido y cansado es como está el bando carlista al regreso de D. Carlos a su epicentro ideológico del norte. La derrota de la Expedición Real servirá para aflorar la multiformia de ese complejo movimiento político y, sobre todo, social, que llamamos carlismo decimonónico.

Como bien sabe cualquier político que haya ganado unas elecciones y luego las haya perdido, no hay nada más fácil que gobernar un movimiento político cuando le va bien, ni nada más difícil que mantenerlo en una mínima disciplina cuando está a la defensiva. El hecho de que el teórico heredero del trono de España hubiese tenido que volver a ver las orillas del Ebro desde el norte, en contra de lo que ampulosamente había jurado, instiló a los diferentes carlismos a enfrentarse por la dominación del movimiento. Dentro del carlismo convivían, no nos hemos cansado de repetirlo, muchas sensibilidades, entre las que cabe destacar el foralismo y el tradicionalismo, aunque se podría hablar de más, pues también había catalanes, militares de variada laya, persas... etc. D. Carlos nunca había ocultado su preferencia por el bando llamado apostólico, integrado por los tipos más ultramontanos de la España del momento, defensores de un total maridaje entre el trono y el altar y, conscuentemente, defensores de un estado de cosas que bien se identifica con eso que hemos dado en llamar Antiguo Régimen.

Apostólicos y foralistas no se tenían mucha ley. A los primeros, el posibilismo de los segundos, pues todo foralista que se precie tragará con muchas cosas con tal de que le conserven los fueros, les distanciaba. A los segundos, la Expedición Real, que había sido en gran parte una promenade apostólica, les había enseñado que los clericales estaban dispuestos a colocar muchos intereses por encima de los suyos como vascos y navarros. En tiempos de derrota, pues, lo que hasta entonces habían sido diferencias y críticas pasan a ser, al menos para algunos de los miembros de cada bando, intentos de anulación.

Los apostólicos fueron llenando la cabeza de D. Carlos, en la que probablemente había mucho espacio libre, con la idea de que la Expedición había fallado por culpa de los cobardes, de los tibios; argumento que tiene su gracia teniendo en cuenta que fue en parte su tibieza la que la había hecho fracasar. Así inflamado de amor a Dios y al trono de sus tatara-tatarabuelos, D. Carlos proclama, en Arceniega, su voluntad de arramblar con quienes le han traicionado. En un movimiento de acojonante autoestima, se autonombra comandante en jefe de las fuerzas carlistas (él, que acaba de retornar, por lo visto, victorioso) y coloca a la derecha de su sitial a un general navarro, Gergué, miembro del pequeño, pero ultrapeleón, partido apostólico navarro, absolutista hasta las trancas e, incluso, las barrancas. De los dichos, el bando clerical pasa a los hechos, forzando el consejo de guerra al general Zariátegui, el primer acusado de no haber hecho las cosas bien durante la expedición, que es juzgado en compañía de su lugarteniente Elio.

La condena a arresto de que son objeto los dos militares euskaldunes provoca una inmediata rebelión, comandada por el teniente coronel Urra, en Navarra, y que le costará a su cabecilla la cabeza entera. La locura eclesial persiste y D. Carlos, que no anda sobrado de genios militares, aún se permite purgar a elementos tan importantes como los generales Villarreal o Simón de la Torre. Cuando alguno de estos represaliados le dé por saco en Vergara, quizá D. Carlos se pregunte por qué, pues no hay mayor ciego que el que no quiere ver y, además, tiene todo el día a un coro de presbíteros asegurándole que ve como un halcón.

Fue esta política contra los generales foralistas la que acabó por impulsar a éstos a aglutinarse alrededor de una figura que será crucial para el proceso, la del murciano Rafael Maroto, quien ha comandado durante la guerra las tropas vizcaínas y se ha ganado el respeto de muchos militares vascos.

Hay que decir, además, que en el proceso de tratar de malquistar a los vascos con D. Carlos no fue ajena María Cristina, pues por aquel entonces las tropas de Espartero hacían propaganda mediante bandos en los que insinuaba la disposición de Madrid de respetar los fueros. Y es que María Cristina, quien tampoco tenía tantas diferencias con su oponente Charly el dinosaurio Borbondonte y, en realidad, quería que su hija dejara de ser una reina constitucional para volver a ser una reina por cojones histórico-religiosos, como todos los reyes antes que ella, María Cristina, digo, tenía sus propios problemas con unos tipos un tanto desarrapadillos que iban surgiendo bajo el nombre de progresistas, que pronto llegarán a tener mayoría en las Cortes, y con los cuales el sueño de volver a ser reina responsable tan sólo ante Dios y ante la Historia devendría en imposible. En medio de este enfrentamiento, una inesperada alianza con los vascos, que muy liberales en lo político no es que fuesen (salvo los donostiarras, en parte), aparecía como una oportunidad.

De los deseos de MC de parar la ola liberal-progresista es de lo que se alimenta un joven militar que ya descolla como alternativa a Espartero: el general Narváez, que será conocido como El Espadón de Loja.

Esta nueva «comprensión» por parte de palacio hacia el hecho de que los vascos y navarros tendrían derecho a conservar sus fueros es la que hace nacer en el carlismo el movimiento que algunos llaman «transaccionista», es decir partidario de una transacción con el bando contrario, transacción que se resumiría en la famosísima máxima de Paz y Fueros. Los transaccionistas vascos, entre llos cuales se encontraban Zariátegui o Eguía, el padre Cirilo o Ramírez de la Piscina, tenían de liberales lo que tiene Guti de educado. Eran simpatizantes de una monarquía controlada por unas cortes a la antigua usanza, estamentarias, y que votase su padre. Y eran, claro, foralistas.

El carlismo, para entonces, se divide en tres tipos diferentes de antiliberales: transaccionistas, que quedan descritos; persas, partidarios de una monarquía también a la antigua usanza aunque con ciertos controles al poder real; y puros o apostólicos, que bramaban desde el fondo de la caverna su defensa del rey omnímodo cuya justicia emanaría de la inspiración divina. De estos tres grupos, el primero dejará de ser carlista en Vergara para pasar a engrosar las filas de lo que se llamó partido moderado.

Espartero, oh sorpresa, consigue una sonora victoria sobre las armas carlistas en Peñacerrada; victoria que provoca la destitución de Guergué. Le sustituye el padre Cirilo, más posibilista, que se acerca a Maroto quien, automáticamente, recibe el aval de los militares vascos apartados del mando, como De la Torre o Urbiztondo, Zariátegui, Villarreal, Elio... Ante este movimiento que no les presagiaba nada bueno, los apostólicos preparan un golpe de mano en Estella pero, enterado Maroto, se dirige a la ciudad anunciándoles que los va a fusilar. Los apostólicos se encastillan, presentan batalla y se encuentran con la desagradable sorpresa de que sus propias tropas, el 18 de febrero de 1839, se colocan de lado del murciano. Las tapias se llenaron de sangre.

Maroto le envía un memorial muy valiente a su comandante en jefe y líder del mundo mundial por la Gracia de Dios. En dicho informe, reconoce que ha mandado fusilar a Guergué y a otros militares, y anuncia que «estoy resuelto, por la comprobación de un atentado sedicioso, para hacer lo mismo con otros varios, que procuraré su captura, sin miramiento a fuero ni a distinciones».

Este memorial pone a D. Carlos de los nervios. Realiza una proclama en la que declara traidor a Maroto. Tres días después, cuando comprueba que los que llevan armas y se baten el cobre pasan de su comandante en jefe como de deglutir deyecciones y están con Maroto, hace otra proclama en la que dice que no, que le ajunta. A este tipo de personajes nunca les ha preocupado ni poco ni mucho decir en la misma semana una cosa y su contraria. Al fin y al cabo, su Autoridad descendía directamente de Dios.

Los marotistas siguieron a D. Carlos hasta Tolosa y le exigieron que desterrase a los prohombres apostólicos, cosa que el pretendiente, cómo no, hizo. Los vascos hicieron pleno en el nuevo organigrama carlista: Zariátegui, jefe de Estado Mayor; De la Torre, jefe de las fuerzas en Vizcaya; Elio, en Navarra; Iturralde, en Guipúzcoa; y Urbiztondo, de la división castellana. A partir de ese momento, el final de la guerra carlista dejará de estar en manos de quien le da nombre, y pasa a estarlo de los vascos, quienes alcanzarán la paz a cambio de lo suyo.

En un principio, las negociaciones giran sobre tres puntos: los fueros, la conservación de los rangos de los militares carlistas, y alguna fórmula que salve los derechos dinásticos de D. Carlos. Es en este último punto en el que MC pone pies en pared.

Entonces Maroto intentó conseguir que Francia y/o Inglaterra le apoyasen en un proyecto de paz que, en esas condiciones, ni Madrid ni D. Carlos (bueno, éste menos que ninguno, pues estaba ya poco menos que a la orden) pudiesen rechazar. Los franceses de Luis Felipe apoyaron un acuerdo basado en los tres puntos de negociación, mediante el cual se conservaban los fueros, los rangos, y se hacía una especie de juego revuelto con la cuestión dinástica: tanto D. Carlos como María Cristina deberían salir de España, el primero renunciando al trono; aunque, a cambio, Isabel debería casarse con algún hijo del primero. Los ingleses, en cambio, no tragaron. La propuesta que le hicieron llegar a Maroto decía que sí en lo de los rangos, pero nada más. Establecía que D. Carlos debía pirarse de España (sólo él) y, en el caso de Vascongadas y Navarra, se mostraba partidaria de que conservasen sus privilegios «en cuanto sean compatibles con el sistema representativo de gobierno que ha sido adoptado por la España toda».

Probablemente, a Maroto lo que le pedía el cuerpo era mandar a la mierda a los ingleses. Pero, mientras leía su propuesta, en Navarra los apostólicos se amotinaron y, lo que es peor, en Vizcaya las tropas se negaron a cargar contra las fuerzas esparteristas. El personal estaba hasta los huevos de la guerra. Así las cosas, las negociaciones comenzaron a fructificar, más que nada porque los negociadores vasco-carlistas dejaron caer sin una lágrima la tercera condición (los derechos dinásticos de su teórico líder) de la lista que reivindicaciones irrenunciables.

D. Carlos reaccionó. Su reacción, por lo demás, conforma un episodio que le encanta a la historiografía vasca, y la verdad es que no me extraña. Se presenta en Elgueta, donde se concentran bastantes tropas carlistas, a las que formó y soltó una arenga antitransaccionista de la hueva. Cuando terminó, los soldados le saludaron... ¡con vivas a Maroto! Entonces el rey, cuenta la historia o, tal vez, la leyenda, fue informado por un asistente: «Señor, es que no hablan castellano». Hace que un general traduzca su arenga al euskera y las tropas, tras oírlo, saludan con el grito que entonces se hizo más común: «¡Pakea, pakea, pakea!».

Algunos días más tarde, y tras las últimas negociaciones en Oñate, Espartero redacta el famoso artículo 1 del armisticio que establece que «recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los Fueros». Es lo más lejos que puede llegar, pues en aquella España ya embrionariamente constitucional ni un general, ni siquiera una reina o su regente, podían garantizar una decisión que era competencia de las Cortes. Maroto, De la Torre, Urbiztondo y el resto de los transaccionistas lo saben; no hay más leche en esa ubre.

Los ejércitos se encuentran en Vergara, donde se da el famoso abrazo.

Es el final de la gran guerra vasca.