domingo, febrero 26, 2023

El otro Napoleón (1): Introducción/1848

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


Había pensado escribir una especie de conclusión a esta serie al final de la misma, pero finalmente he pensado que tendría algo más de efectividad escrita como introducción. Así pues, este post es un poco más largo de lo que suelen ser los míos. Vamos allá, pues.

¿Por qué el II Imperio? ¿Verdaderamente es tan importante, sobre todo desde una perspectiva española? Puede ser que la lectura de esta serie acabe por profundizar estas dudas si las tienes o hacer que surjan pues, veramente, en esta serie de posts sólo vas a leer cosas de España de forma enormemente tangencial. El damero que jugó Luis Napoleón fue el de la gran geopolítica europea, ergo mundial; y en esa partida nosotros éramos escasamente invitados y, desde luego, teníamos poco que decir. Incluso en el gran asunto que hará aparecer a España, que es la almoneda de la corona patria generada tras La Gloriosa, en realidad la actitud y deseos de nuestro país juegan un papel apenas superficial. El problema para el emperador de Francia era otro que no era España.

La razón por la que me embarqué, meses atrás, en la tarea de ordenar notas y recuperar lecturas sobre el II Imperio, no es por la fascinación del periodo. Ésta existe, sin duda. Mi idea personal, ya lo he escrito otras veces, es que la verdadera revolución que cambió el mundo fue la de 1848. La llamada Revolución Francesa fue un proceso vengativo, mayormente presidido por la mediocridad y la crueldad gratuita y poco productiva; es, sin embargo, un periodo que siempre ha tenido, y ha seguido teniendo, sus epónimos y sus hagiógrafos, porque, es cuando menos mi opinión, para determinados sedicentes herederos de la misma es muy importante que no acabe apareciendo ante la Historia como la explosión genocida que en buena parte fue. Es muy importante, por lo tanto, transmitir la idea de que las cosas no podían haberse desarrollado de otra manera. De ahí la sacralización de una revolución que logró bien poca cosa, que degeneró en un imperio que distorsionó el mundo más que cambiarlo; y que, en el terreno práctico, a la hora de mejorar la vida de las clases humildes y de lograr nuevas cotas de igualdad, tiene mucha menos importancia que la explosión del 48.

Pero, claro, hablar del 48 es hablar de Luis Napoleón, el hombre que, como su tío, acabó canalizando toda aquella fuerza de cambio que nadie, en puridad, sabía encauzar, ni siquiera los que la lanzaban. La diferencia entre un Napoleón y el otro es que el primero llevó a cabo su proyecto en un mundo estratificado y que respetaba unas reglas que, sin embargo, había desaparecido tres o cuatro décadas después. Aunque Luis Napoleón, tirando del prestigio de su tío, que era mitad prestigio personal, mitad nostalgia de los tiempos en los que Francia era grande, también fue la cabeza de un régimen autoritario, ya no era lo mismo. Ni en la cumbre de su dictadura le faltaron al emperador diputados republicanos que subiesen a la tribuna a tocarle los huevos; y, en todo caso, ni siquiera la dictadura pudo ya des-sacralizar ideas y elementos como el sufragio universal. 

Esto obligó a Napoleón III a ser una cosa que Napoleón I no fue: un hombre político moderno, en el sentido de persona cuyas actuaciones y formas son, en gran medida, las que vemos hoy en nuestro día a día. Y en esto reside su fascinación para mí. Luis Napoleón es, en ese sentido, el primer político moderno. La primera figura pública presidida por determinadas características, tales como:

1. El proyecto de poder ya no es un proyecto de poder colectivo, sino personal. Los monarcas contractualistas de buena parte de los tiempos medievales y modernos ejercían un poder personal casi ilimitado, pero su objetivo era el bienestar colectivo. A Luis Napoleón, tal es mi idea, se le ve en diferentes momentos del II Imperio tomando decisiones en las cuales la opinión o las consecuencias para el pueblo de Francia, la verdad, le importan un cojón. Su proyecto es, simple y llanamente, permanecer él en el poder y, al final de su mandato, poder dejar en herencia la finca a su hijo.

2. Los objetivos que cuentan son los objetivos personales. El emperador Luis Napoleón hizo creer a muchos que defendía una serie de ideas necesarias para el futuro del mundo, como, por ejemplo, el derecho de las nacionalidades a organizarse. Pero, en realidad, todo eso era farfolla. Lo que quería el emperador era cargarse el estatus quo europeo dibujado en 1815, cautivo y desarmado su tío. Quería volver a hacer a Francia la gran potencia de Europa; pero, por encima de todo, buscaba volver a encumbrar a la familia Bonaparte al puesto que, según él, le correspondía.

3. El emperador era un hombre muy poco de fiar. Decía una cosa y la contraria. Se comprometía a una cosa y, tiempo después, a su exacto opuesto. Aquellos llamados a ser sus aliados estructurales: los ingleses, terminaron literalmente hasta los huevos de sus mentiras. Luis Napoleón fue un hombre que hacía constantes declaraciones para la galería, fuese su política efectiva coherente con las mismas, o no. Porque ya no buscaba el bienestar colectivo sino, simplemente, el voto. 

4. La persona del emperador era la única prioridad. Alrededor de una figura tan polémica, tan variable y, por qué no decirlo, tan torpe, sus sucesivos hombres fuertes, sus personas de confianza, fueron cayendo como frutas maduras, la mayoría de ellos sacrificados para comerse los marrones de los errores que había cometido su jefe. Los únicos entornos que el emperador conservó siempre fueron su cónyuge, la española Eugenia de Montijo, y su cuarto militar, buena parte del cual acabaría perdiendo la vida en Sedán por protegerle. La imagen de los guerreros medievales dando la vida para proteger el caballo de su rey puede ser muy poética y atractiva; pero, la verdad, si en algún tiempo de la Historia la pervivencia como sea del hombre de poder ha sido fuerte, ésta es el tiempo que nos ha tocado vivir. 

En todos estos sentidos, Luis Napoleón ha dejado de ser ya un monarca a la antigua usanza, y ha pasado a ser un gobernante de corte actual. Como digo, en esto reside su gran atractivo. 

Y, bueno, hecha la introducción, vayamos con la movida.

Un refrán muy conocido en Galicia y también fuera de ella dice que el Miño se lleva la fama y el Sil el agua. Algo parecido yo creo que le pasa, en el caso de Francia con el 14 de julio y el 24 de febrero. Quizás, es una teoría, mucho más efectivo para la evolución histórica europea que la toma de la Bastilla fue este 24 de febrero de 1848, cuando la multitud de parisinos tomó las Tullerías y después el Palais Bourbon, al grito de ¡Vive la République! En aquella jornada histórica, los diputados realistas, garantes de un sistema que cayó con rapidez, fueron sustituidos por los guardias nacionales vestidos de azul, por los obreros de blusón y por los estudiantes. Alphonse de Lamartine, al frente de estos republicanos, fue confirmando frente a la turba los nombres del nuevo gobierno provisional; nombres que, en todo caso, ya habían sido anunciados por el National, el principal periódico republicano.

En la lista estaba, lógicamente, Lamartine, reciente autor de su Historia de los girondinos, fundamental para entender el sentimiento republicano francés, y entender sus diferencias con el español. Lo acompañaban el octogenario Jacques-Charles Dupont de l'Eure; Alexandre-Auguste Ledru-Rollin, el gran radical; François Jean Dominique Arago; Pierre Alexandre Thomas Amable Marie de Saint-Georges, conocido como Marie y normalmente haciendo pareja con Isaac Jacob, normalmente conocido como Adolphe, Crémieux, ambos abogados que se habían hartado de visitar los juzgados para defender republicanos en los años anteriores; y Louis-Antoine Pagès, normalmente conocido como Garnier-Pagès, el hombre cuyos discursos amaba la gente. Estos hombres se repartieron el poder. Dupont fue nombrado primer ministro, Lamartine se llevó Exteriores, Ledru-Rollin el Ministerio del Interior, y las obras públicas fueron para Marie. Sin embargo, conscientes de tener poca fuerza por sí mismos, este primer núcleo republicano pronto se expandió para buscar nuevos talentos. Por ejemplo, el Ministerio de Finanzas fue para el banquero Michel Goudchaux, cercano al movimiento; e Instrucción Pública para Lazare Hippolyte Carnot, miembro de una famosa familia de políticos y científicos que acabaría dando un presidente para la República. Por último, Comercio fue también para un tecnócrata, por así decirlo: Eugène Bethmont.

1848 fue una revolución de libro. Un movimiento con unos animadores muy claros: los republicanos burgueses, que pronto mostró una clara tendencia a completarse, o complicarse más bien, a su izquierda. A los nombres que habían sido concitados tras la figura de Lamartine comenzaron a unirse otros destacados por un mayor radicalismo. Entre ellos, cabe citar a Armand Marie François Pascal Marrast, periodista; o el también “plumilla” Ferdinand Flocon, además del historiador, ya plenamente socialista, Louis Blanc, y un dirigente obrero, Alexandre Martin, conocido como “el obrero Albert”. Todos ellos reclamarán su lugar en el poder y, de hecho, reclamarán que el gobierno republicano sea socialista. Las discusiones, amplias e incluso agrias, acabarán provocando que todos entren en el Ejecutivo. El gobierno de 1848 se convirtió, por lo tanto, en un gobierno de coalición de facto; la reunión de fuerzas que, sin llegar a ser antagonistas, sí estaban plenamente diferenciadas unas de las otras.

De alguna manera, todo se resume, y así se puede y se debe estudiar desde el punto de vista de la Historia, como el enfrentamiento entre dos periódicos: el National y la Réforme. El primero, republicano burgués, tiene por principal reivindicación la eliminación del voto censitario. El segundo quiere refundar la sociedad francesa.

En una cosa, en todo caso, están de acuerdos unos y otros: hay que hacer un referendo. De profundas convicciones democráticas, los liberales burgueses que tumbaron la monarquía en 1848 no querían dar ni un solo paso sin el refrendo de la gente. Los dirigentes de tendencias más obreristas, sin embargo, daban por proclamado el nuevo régimen, sin más necesidad.

Los obreros tienen prisa. Mediados del siglo XIX son tiempos de angustia y de incertidumbre para muchísimos trabajadores franceses de poca cualificación. Las nuevas máquinas textiles han llegado ya desde Inglaterra, donde han sido todo un éxito, y están enviando al paro a ejércitos enormes de trabajadores que lo eran en su casa, cosiendo. El ferrocarril amenaza con dejar sin trabajo a carreteros, caleseros y otras profesiones. No por casualidad, aquel 24 de febrero, en media Francia, son asaltados talleres y estaciones de tren y, en Suresnes, las turbas incendian un palacio propiedad de los Rotschild.

Los obreros, de hecho, tienen tanta prisa que el 25 de febrero, apenas unas horas después de proclamarse la república, una manifestación obrera se presenta en el Hotel de Ville a escrachar al gobierno recién nombrado. Han encontrado un líder en un joven proletario llamado Marche. Ante Lamartine, Marche deja claro que esa multitud se encuentra allí para exigir el derecho al trabajo. El viejo republicano trata de parlamentar, pero los obreros le dejan claro que no se contentarán con frases. Así pues, un presionado Lamartine se compromete a crear los talleres nacionales para darle trabajo a los parados. Pero es una promesa, y los ánimos están muy caldeados, porque hay mucha gente pasándolo muy mal. El 28 de febrero hay una nueva manifestación. Se decide que Louis Blanc y Albert formarán y presidirán una Comisión sobre el Trabajo, destinada a implantar medidas que mejoren la calidad de vida de los obreros.

Francia, además, se embarca el día 25 en una importante guerra simbólica: la guerra de las banderas. La revolución del 48 se ha hecho bajo dos banderas: la tricolor de la monarquía derribada, y la bandera roja de los revolucionarios. Son muchos los que demandan que la bandera roja pase a ser la de la nueva república, algo que repugna a los republicanos burgueses. Lamartine, al parecer, estuvo a punto de ceder en este punto; pero la presión de sus conmilitones lo llevó a resistirse. Así pues, Lamartine realiza un discurso a las masas, repleto de referencias a la entonces ya endiosada revolución francesa, recordando lo muy importante que fue la tricolor en aquella situación. “La bandera tricolor”, les dice, “ha dado la vuelta al mundo con nuestras libertades y nuestras glorias, mientras que la roja no ha recorrido sino el Campo de Marte”, en referencia a la sangrienta jornada de 1791. En la reacción entusiasmada de la gente a este discurso se salvó la bandera tricolor para Francia. En vano Louis Blanc patrocinó una manifestación más al día siguiente.

La principal labor de la República, sin embargo, labor que es una de las principales razones de que los franceses las numeren, era sacudirse la imagen de repúblicas anteriores. Para muchos franceses, que en 1848 todavía podían recordar sus vivencias o las de sus padres, république era una palabra que significaba Terreur y, por supuesto, guillotine. Así pues, casi el primer acto jurídico de la nueva república será publicar un decreto de abolición de la pena de muerte por delitos políticos. La señal es clara: no habrá masacres, no habrá exiliados. Les funcionó, porque la medida generó un movimiento inmediato de solidaridad con el nuevo régimen.

La república de 1848 fue un movimiento extraordinariamente bienintencionado. Éste fue, de hecho, su principal defecto. Como otros revolucionarios antes que ellos y muchos otros después, los hombres del 48 actuaron en el gobierno como si la revolución fuese un valor en sí mismo que, como la creencia en la Trinidad, todo lo resolviese. Igual que los muy católicos creen en el valor de la oración, éstos republicanos creían en el valor de la revolución. Así las cosas, en el Hotel de Ville los miembros del gobierno se aposentaron para recibir a decenas, si no cientos, de delegaciones que llegaban de muchos sitios de Francia e incluso de fuera de Francia. Los que querían mejoras en la educación; los que querían el librecambio; los que querían abogar por el pueblo polaco. Y a todos los dijo la República que sus peticiones serían atendidas. Como si la revolución, por el mero hecho de haberse producido, ya tuviese la potestad de resolver todos los problemas a la vez.

La realidad, sin embargo, era distinta. La monarquía derrumbada ya se había visto azotada por una grave crisis económica y financiera. De hecho, la situación es tan comprometida que el gobierno, en un gesto más de ese mal del homo politicus, permanentemente, en todo tiempo y lugar, convencido de que pueden existir actos sin consecuencias; el gobierno, digo, decreta una moratoria unilateral de diez días en el abono de efectos de comercio. Durante diez días, nadie debe nada a nadie en Francia; pero esto también quiere decir que nadie cobra de nadie. Consecuencia: la economía se gripa, los precios se disparan, pues ahora han de incluir la prima de riesgo de que el gobierno decrete un nuevo impago; y, grosso modo, todo se va a la mierda. Ocurre el pre-corralito: los depositantes en los bancos acuden a ellos en masa para recuperar su dinero; pero la mayoría de los bancos tienen colocado el numerario en títulos de deuda estatal, que lo que se están pegando en los mercados no es una hostia, sino lo siguiente. La leche, de hecho, es tan brutal que desde el 23 de febrero la Bolsa está cerrada para que no haya cotizaciones. Ojos que no calculan... El presidente del Tribunal de Comercio, una institución fundamental para la vida económica francesa, se suicida.

El gobierno trata de hacerlo lo mejor que sabe. Se crea el Comptoir National d'Escompte, que comienza a realizar el pago descontado por adelantado de las rentas que muchos franceses estaban cobrando. Pero aquello no funciona, porque aquel Estado carece de medios para descontar todo el río de pasta que los franceses quieren cobrar y consideran, justamente, su dinero. Goudchaux dimite. A principios de marzo, los bonos más populares, normalmente llamados 5%, han pasado de cotizarse a 116 francos al principio de todo a 89; pero llegarán pronto a cotizar por debajo de 50, esto es, se venderán con unas primas de riesgo brutales, y eso si se venden. Garnier-Pagès, que ha sucedido a Goudchaux al frente del merdé, lanza una gran emisión de empréstito al 5%. La República le da a esta emisión calidad de emisión patriótica; viene a decir, pues, que los franceses han de suscribirla porque hay que salvar a la nación. De hecho, el Hotel de Ville es testigo de la visita de una delegación de obreros impresores que, en escena tensa y llena de pathos, entregan una parte de sus escasos emolumentos para convertirse en acreedores del Estado. Pero son casi los únicos. Los títulos, emitidos a la par, pronto valen el 70% de su nominal; en esas condiciones, nadie en sus cabales invierte su pasta ahí, y la emisión queda sin cubrir. Y entonces llegan las medidas duras. Primero, el corralito de verdad: las cajas de ahorro no podrán reembolsar más de 100 francos, puesto que el exceso sobre dicha cantidad se abonará en deuda pública. O sea, se trata de hacer que la gente tenga que comprar los putos papelitos, sí o sí. Y, por supuesto, la medida de todo político fracasado que no sabe qué hacer. Montoreando a nivel experto, la República impone un impuesto sobre cualquier contribución directa; un impuesto confiscatorio de 45 céntimos por franco. Una puta burrada que, además, no es progresiva; es para todo dios. La república, en el fondo, nunca se recuperará del golpe de opinión pública que supuso.

El día 5 de marzo, en medio de todo este follón y claramente buscando algún cambio de tono de la opinión pública, el gobierno da el paso fundamental que ha prometido, y aprueba el sufragio universal. En ese momento los republicanos burgueses, que a causa de la grave crisis financiera son conscientes de que han perdido a la gran burguesía parisina, tratan de confiar en la burguesía media de provincias; en los hombres enriquecidos, normalmente, en el agro, y que estaban reducidos a la nada política por el sufragio censitario monárquico y, ahora, pueden apreciar una gran ventaja en la llegada del nuevo régimen. Ledru-Rollin se apresuró a cesar a todos los prefectos y subprefectos nombrados por la monarquía, para poder establecer un nuevo orden más allá de L'Ile de France. Una nueva generación de comisarios policiales llega a todas partes para vender las maravillas del nuevo régimen; maravillas que también, según las instrucciones de Carnot, deberán ser cantadas por los maestros.

Sólo en ese momento, entre los ambientes burgueses republicanos comienzan a hacerse una pregunta. Bueno, pero ahora que vota todo Cristo, ¿cuál será el resultado de las elecciones? Porque, claro, hasta entonces, y ni siquiera, ojo, durante la revolución francesa, los políticos han estado expuestos a esa práctica tan común hoy en día de salir a la palestra y jugársela, porque la gente lo mismo te vota que te bota. No, los políticos de mediados del siglo XIX, y aún mucho más tarde, a lo que están acostumbrados es a elecciones cuyo resultado conoce perfectamente aquél que las convoca. Ahora, sin embargo, la estructura del nuevo Estado es tan endeble que nadie puede garantizar eso, entre otras cosas porque las urnas van a estar llenas de votos sobre los que hasta ahora no se ha preocupado nadie.

La consecuencia es que el régimen aprieta su abrazo sobre los cuerpos sociales, intentando dirigirlos hacia el voto adecuado; con lo que se expone como régimen escasamente democrático. En provincias, efectivamente, los nuevos prefectos se convierten en una especie de virreyes de uniforme que, a menudo, incluso cesan alcaldes que no les gustan para poner a otros de su cuerda. Las fuerzas conservadoras cada vez hablan más de “dictadura jacobina”. Evidentemente, Lamartine acusa el golpe. Pero es que Lamartine ni siquiera había sido consultado por Ledru-Rollin antes de proceder a los ceses y nombramientos. En el gobierno apunta un embrión de cisma.

Los periódicos de corte más burgués cargan contra una situación en la que, se quejan, la legalidad ha sido subvertida a través de la creación de clubs republicanos que operan como organizaciones de poder paralelas al poder. Se habla con miedo de figuras como François Vincent Raspail, Etienne Cabet y, sobre todos, Louis Auguste Blanqui. Se habla de que, abriéndoles la Guardia Nacional, el gobierno ha armado a los obreros.

Los clubs carbonarios y socialistas hicieron pronto exhibición de una visión claramente “pedagógica” de la nueva política. Así, defienden que las elecciones se aplacen porque, dicen, previamente “hay que adoctrinar a la población rural”. “Si hubiera elecciones ahora”, dicen, “el pueblo iría a las mismas guiado por sacerdotes y aristócratas, como bestias ciegas; el pueblo no sabe, hace falta que sepa” [Inciso: casi un siglo después, que ya le vale, éste será el argumento que esgrimirá cierta izquierda en la República para negarle el voto a la mujer]. O sea: hace falta que me vote. Si yo no voy a sacar un seis, al parchís no se juega. Estas intenciones de los socialistas, sin embargo, se enfrentan con la visión de Lamartine y los republicanos burgueses. Lamartine, en efecto, no quiere ni un minuto adicional de dictadura; tiene prisa por consultar a los franceses.

El conflicto está servido.

9 comentarios:

  1. Mmm, promete ser superinteresante. Y nunca lo había pensado así, pero tienes razón. El tiempo de la revolución francesa y el imperio de Napoleón lo percibe uno como dieciochesco, en cambio la segunda parte del siglo se nota mucho más moderna.

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  2. Anónimo4:54 p.m.

    Mhcusímas gracias, me fascina este período; sin embargo considero que la revolución francesa fue de gran importancia pues permitió introducir la idea de que un gobierno republicando, no monárquico, era posible y por lo menos viable, cierto que en ese momento se dio desde el voto censitario. Claro que antes hubieron repúblicas pero eran casos aislados... Si yerro en algo no dudes en hacerme la atingencia respectiva. Un fuerte abrazo y espero con ansia los próximos capítulos de este último coletazo de la Francia imperial (aúnque le costaría mucho desprenderse de sus colonias y no ha dejado de ejercer influencia imperialista al menos en sus ex colonias africanas= dddd

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  3. Anónimo9:05 p.m.

    Bueno, supongo que cada cual interpreta la Historia - y todo lo demás- según le baila la bola. Pero limitar la revolución de 1789 a un "proceso vengativo, mayormente presidido por la mediocridad y la crueldad gratuita y poco productiva" es cuando menos atrevido. Eso sólo se puede entender desde el punto de vista de sacralizar la revolución burguesa y liberal de 1848. Lo típico de antes de nosotros todo era barbarie podemita.
    La realidad es que la revolución de 1848 responde a su tiempo igual que la de 1789 al suyo y aquella no hubiera tenido lugar si esta no hubiera eliminado -y esta es la palabra exacta- aquellos elementos de la sociedad que llevaban siglos haciendo todo lo que se les venía en gana con los restantes, o sea, la aristocracia y el clero. Una vez que los genocidas de 1789 limpiaron el panorama, los burgueses oportuna y oportunistamente reclamaron su sitio. En mi opinión, 1848 es hija putativa de 1789 y aprovechó bien su herencia paterna, y guste o no guste, habría que reconocerle a ésta última el mérito.
    Respecto a lo de "Los monarcas contractualistas de buena parte de los tiempos medievales y modernos ejercían un poder personal casi ilimitado, pero su objetivo era el bienestar colectivo".... no se que Historia habré estudiado yo pero monarcas de esos, contados con los dedos de una mano he visto. Los reyes, pasados y alguno presente, reinan para hacer lo que se les pone en la polla -literalmente- porque su reino es suyo, patrimonio familiar como quien dice, y disponen del mismo -y de sus súbditos y demás animales que lo pueblan- como tal. Si eso es bienestar colectivo pues que venga cualquier Borbón y se descojone de risa.
    Un saludo.

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    1. Cuando menos para mí, está bastante claro: la Historia que has estudiado es la que se estudia ahora.

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  4. Anónimo5:28 p.m.

    Puede ser. Pero aprendi a no creerme de entrada todo lo que leo. Ni siquiera lo de este blog. Espíritu crítico se llama.

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    1. Haces muy bien. Pero no creas: no es una práctica tan original

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    2. Anónimo4:01 p.m.

      Ni lo pretendo. Original sería echar pestes de la geografía que se estudia ahora y decir que la Tierra es plana.

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    3. De nuevo, haces bien en ni siquiera pretenderlo.

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  5. Sobre todo, teniendo en cuenta la cantidad de terraplanismo que hay hoy en día.

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