En una guerra civil se juntan un montón de cosas distintas. No hay bandos puros, que sólo pelean por una razón. En cada bando, siempre, hay gentes diversas que toman su opción por motivos muy diferentes. Toda guerra civil es un dédalo de razones y de interpretaciones entrecruzadas que son las que hacen que saber de Historia sea, en realidad, interpretar la Historia.
Uno de esos hechos poliédricos, inaprehensibles, son las guerras carlistas. En la guerra carlista se juntan, como mínimo, cuatro grandes corrientes: primero, el absolutismo dinástico; segundo, el tradicionalismo católico; tercero, el fuerismo vasco; y, cuarto, las tensiones regionalistas, más que nacionalistas, en otros lugares de España, sobre todo Cataluña. En esta pequeña serie, os voy a hablar, básicamente, de uno solo de estos componentes, porque pienso que, en realidad, es el más importante: el fuerismo vasco. La guerra carlista de 1833 es, también, la gran guerra vasca. El primer enfrentamiento serio entre los vascos y el resto de los españoles. De ahí nacen muchas cosas. Creo que es importante conocerla, siquiera epidérmicamente, para entender eso que hoy llamamos el problema vasco.
La historia empieza, como dije, en 1833, a la vera de la cama de un rey voluble y moribundo. Fernando VII agoniza entre sábanas sudorosas y a su alrededor, inquietos, sus hombres políticos conspiran para evitar hechos que reputan peligrosos. Todo el mundo, en ese momento, considera que, muerto el rey, y puesto que sólo ha tenido una hija (Isabel, que además tiene apenas tres años entonces), la corona ceñirá las sienes de Carlos, su hermano. Carlos es un decidido partidario de la monarquía tradicional, como en el fondo lo ha sido Fernando. Isabel no es que sea muy liberal, pero es muy pequeña. En ella cifran sus esperanzas los sectores más liberales de palacio.
Todo el mundo le come la oreja al enfermo terminal. Fernando, entre que está sonado y que es ya de por sí gilipollas, da por la mañana una de cal y por la tarde una de arena. Primero anula la Ley Sálica, que impide reinar a las mujeres, abriendo el portillo para la sucesión en la persona de su hija. Luego da marcha atrás, presionado por la camarilla real partidaria de Don Carlos, dirigida sobre todo por el ministro Calomarde. Dice la tradición que el asunto lo zanjó la infanta María Carlota, quien arrancó de las manos de Calomarde el testamento del rey, lo rompió y luego le arreó una hostia al ministro. Calomarde habría respondido con la famosa frase «señora, manos blancas no ofenden».
Curiosamente, todo este problema de la Ley Sálica no afectaba a uno de los territorios que más decididamente serían carlistas, es decir Navarra. En Navarra, la norma aprobada en su día por Felipe V nunca había estado vigente, así pues en el territorio de Navarra no había impedimento alguno para que Isabel fuese la heredera. Sin embargo, los navarros tenían muy claro que lo que Isabel traía prendidas eran las ideas más aperturistas de sus partidarios, de un liberalismo primigenio pero ya enemigo de los fueros vasconavarros, considerados por los liberales como una chocha herencia caduca de los tiempos medievales. Navarra se hizo, entonces y por un largo siglo, carlista hasta las trancas. En las calles del futuro Euskadi se cantaba:
D. Karlosek emon dau
erege-berbea, erege-berbea,
gura dabela gorde
euskaldun legea...
O sea: D. Carlos ha dicho/el mismo rey, el mismo rey/que quiere respetar/la ley vasca.
Este planteamiento político-bélico, a la muerte de Fernando VII, tiene y tendrá su importancia para la causa vasca, por cuanto tenderá a vincular la suerte de los derechos seculares de los vascos a la causa del Antiguo Régimen; y, como quiera que ésta es la causa finalmente perdedora de la larga guerra civil que en el fondo fue todo el siglo XIX, acabará pagando muchos platos rotos y reaccionando mediante el encastillamiento en un nacionalismo con fuertes tintes tradicionalistas.
Las diputaciones vascas no habían enviado diputados a las Cortes de Cádiz. Más aún, el País Vasco, aunque de una forma un poco a la remanguillé, jugó bastante la baza de los afrancesados, es decir, otra causa finalmente perdedora. Se dice que esta pseudoidentificación de los vascos con José Bonaparte, a quien dieron importantes ministros como Urquijo, Colón de Larreategui o el muy céntrico Mazarredo, tiene que ver con la ilusión que algunos sectores del fuerismo albergaron de que Napoleón acabaría por esponsorizar la creación de un Estado independiente al norte del río Ebro; cosa que, que yo sepa, Napoleón se planteó con la misma seriedad con la que se planteó la posibilidad de usar rorcuales comunes para sus cargas de caballería.
En este caldo de cultivo, no cabe extrañarse de que las Cortes de Cádiz decidiesen proponer la abolición de los fueros euskaldunes sin, en realidad, pensárselo mucho. Para los diputados liberales, quitar los fueros era tan lógico como es lógico para un barrendero quitar de la acera unos papeles que molestan. Aunque hoy veamos, o queramos ver, los fueros, pelaos o amejorados, como lo más de lo más de la modernez política, lo cierto es que son privilegios antiguos; y las Cortes de Cádiz rompieron con todo, o casi todo, lo antiguo. Y, como decía, no hubo allí ningún vasco para oponerse seriamente a la movida (vascos hubo, sí; pero no habían sido elegidos por los vascos, ergo no los representaban).
Las relaciones con Fernando VII tampoco fueron buenas. Al Borbón nunca le gustaron los fueros porque eran una forma de no poder meter mano en el País Vasco y Navarra y Fernando, nunca lo olvidemos, era un rey absoluto (además de un tonto absoluto y un vendeatumadre absoluto). Durante la tercera década del siglo, hizo todo lo que pudo para terminar de abolir los fueros navarros, decisión que llegó a publicar sin llevarla a efecto. El problema fuerista provocó que los vascos tomasen las armas, y ahí está la asonada de Lausagarreta en Vitoria (1827) para atestiguarlo. Estos problemas dan alas a los tradicionalistas carlistas, los cuales predican con fuerza la idea de que sólo Don Carlos respetará los fueros. En 1830, de hecho, Madrid prepara una expedición militar para someter a los euskaldunes de una vez, con 30.000 hombres. No es la fiereza de los vascos la que detiene esos ímpetus, como le pasara a Roldán siglos antes, sino la casualidad que quiere que en el momento en que los fernandinos cruzan el Ebro para empezar a repartir, Mina entre por los Pirineos en una pseudoinvasión liberal que obliga a los ejércitos estatales a olvidarse por un rato del asunto de los fueros.
En septiembre de 1833, a la muerte del rey Fernando, las tres provincias vascas y Navarra se alzan prácticamente al segundo. Aunque con diferencias. Vizcaya y Álava fueron insurreccionales desde el primer momento. Pero la cosa no fue tan fácil y ni en Guipúzcoa ni en Navarra tuvo éxito la cosa, especialmente ésta última, a causa de la importancia que allí tiene la nobleza.
Y es que un elemento que, a mi modo de ver con pleno acierto, han destacado muchas veces los historiadores vascos, es que la insurrección de 1833 es, fundamentalmente, una movida popular. Tomemos el ejemplo del mismo Bilbao. Allí, el diputado general liberal Uhagón (la historiografía vasquista no duda en recordar que no fue en realidad elegido, sino impuesto por Fernando VII), unido al corregidor (hoy diríamos delegado del gobierno) creen tener la sartén por el mango y, con el mando de los miqueletes en la mano, presionan a los diputados carlistas para que acepten una situación de sometimiento. Éstos, en efecto, no se atreven a rebelarse, y por lo tanto acuden a la reunión de la diputación montada por los liberales. Pero cuando la noticia llega al extrarradio, a barrios hoy bien caros como Begoña o Deusto, el personal se encabrona y, poco a poco, se monta una buena manada de pueses armados que se dirigen a pedirles cuentas a sus diputados. Los miqueletes les abren la puerta de la ciudad y, de hecho, cuando esa multitud se presenta en la Diputación exigiendo la proclamación de D. Carlos, la guardia del edificio se junta con ellos dejando al corregidor y al diputado liberal, como aquél que dice, en bragas.
La situación está llamada a resolverse como casi siempre. Desde el centro se monta una gran armada, al mando del general Sarsfield, que entra en el País Vasco a leche limpia. Toma Vitoria y se dirige hacia Bilbao. El 25 de noviembre, los carlistas abandonan la ciudad. Pero se dispersan en pequeñas partidas por todo el territorio.
En Madrid creen estar sofocando una rebelión. Pero lo que ha empezado es una guerra en toda regla.