Rudolf Hess ingresó en la cárcel de Nuremberg el 10 de octubre de 1945. Lo primero que hizo nada más ser llevado a la presencia del coronel Burton C. Andrews, jefe mayor de la prisión, fue reclamar unos chocolates que le habían quitado a la entrada. Se los habían dado los británicos y Hess quería guardarlos para su defensa en el juicio; por supuesto, consideraba que estaban envenenados. En el diario que guardó de aquellos días del final de 1945, anotó con precisión todos y cada uno de los días en que no cagaba, mostrando una obsesión bastante clara con la idea de que estaban conspirando contra él.
El 27 de noviembre, la corte de Nuremberg decidió celebrar una sesión para decidir si Hess estaba suficientemente en sus cabales como para ser juzgado. Probablemente temiendo ser enviado a un frenopático, donde quizá esperaba desaparecer misteriosamente, declaró que parecía que volvía a recobrar algo de memoria. Tiempo después, sin embargo, conforme sobre el juicio comenzaron a llegar las abrumadoras pruebas de las brutalidades del régimen nazi, Hess volvió a perder la memoria a ratos.
El 31 de agosto de 1946, se celebró la sesión de las declaraciones finales. Para entonces, Hess había puesto notable distancia con casi todos sus compañeros de juicio y cautiverio (con Julius Streicher, por ejemplo, ni siquiera se dirigía la palabra) y era considerado por los demás como un excéntrico. Nadie esperaba que aprovechase su último turno y, por eso, cuando Hermann Göring terminó su propia intervención, hizo el gesto de pasarle el micrófono a Joachim von Ribentropp (el amigo de Tiburcio), pero se quedó pegado cuando Hess, que estaba enmedio, lo tomó.
El discurso de Hess empezó bastante bien, con coherencia y tal; pero, conforme se desarrollaba, se iba perdiendo en conceptos cada vez más difíciles, frases a medio terminar. Su línea argumental fue bastante predecible. Él, dijo, había hecho varias predicciones antes de empezar el juicio. Había predicho que algunos testigos harían declaraciones sorprendentes o falsas. Intentaba, supongo, insinuar que se había manipulado, o drogado, a algunos testigos. A los 20 minutos de perorata, el presidente de la sala tuvo que decirle que fuera abreviando. Inmediatamente después, declaró su orgullo por haber trabajado a las órdenes «del hijo más grande que mi país ha alumbrado en sus mil años de historia».
Hess decía que no creía que fueran a ejecutarlo, pero muy probablemente lo pensó. El 20 de septiembre dio instrucciones precisas a su banco de Munich para que pagase la prima de su seguro de vida, para que así no fuese anulado. Sin embargo, el veredicto fue de no culpable para los crimenes que colocaban a su perpetrador en el paredón, es decir crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad. Fue declarado culpable de conspiración y crímenes contra la paz. Y condenado a cadena perpetua.
Teniendo como tenía Hess una personalidad huidiza y obsesiva, que colocaba cortinas argumentales que le permitían no ver lo que no quería ver, tras su condena hizo algo parecido. Existen testimonios que en los días posteriores a las condenas (y al suicidio de Göring) estuvo hasta de buen humor. Al parecer, estaba mascullando la idea de huir de Nuremberg y ponerse al frente de la nación alemana. Cómo llegó Hess a albergar la idea de que era el nuevo Führer, es algo que tendría que explicar él y, que yo sepa, nunca lo hizo. Lo que sí sabemos es que, en una prueba más de que vivía en su mundo, seguía, increíblemente, creyendo en la matraca que le había hecho volar a Escocia, es decir la posibilidad de un acuerdo entre los aliados no comunistas y una Alemania nazi. En uno de los boletines que escribió en su celda «preparando» su llegada al poder, declaró que tomaba el poder sobre Alemania «con la aprobación de las fuerzas de ocupación». O sea: parecía estar convencido de que los mismos que le habían condenado a cadena perpetua le iban a ascender a la categoría de canciller.
Su paranoia fue tal que, probablemente, olvidó que estaba en una cárcel y condenado a cadena perpetua. Exigía que se instalasen en su celda equipos de telefonía y telegrafía para poder comunicarse con el pueblo alemán. Cursó «órdenes» de que los ferrocarriles alemanes diesen billete gratis a todo aquel que quisiera venir a verle cuando estuviese en Munich. Diseñó un nuevo Reichstag con 500 diputados, ninguno de los cuales, por cierto, podría ser mujer. A este lo coje Bibiana Aido y lo cuelga por los pies. Sobre los judíos, dictaminó que deberían ser concentrados en lo que llamó «campos de protección» (de la ira del pueblo alemán), donde las condiciones serían «lo más humanas posible». En otras palabras, no se había enterado de nada.
La cárcel berlinesa de Spandau tenía 132 celdas individuales, cinco celdas de castigo y 10 celdas comunes para 40 prisioneros cada una. Sin embargo, el acuerdo entre estadounidenses, rusos, británicos y franceses, los cuatro guardianes del lugar, llevó allí a sólo siete inquilinos. El 10 de julio de 1947, ingresaron en Spandau:
Baldur von Schirach, ex jefe de las juventudes hitlerianas, que entonces tenía 40 años y había sido condenado a 20 años.
El almirante Karl Doenitz, el hombre que heredó el mando sobre Alemania tras el suicidio de Hitler, ex comandante en jefe de la marina alemana, que entonces tenía 56 años y debía cumplir una sentencia de 10.
El Barón, Konstantin von Neurath, diplomático de 74 años, antiguo jefe del Reich en Bohemia y Moravia, condenado a 10 años.
Erich Raeder, de 71 años, antiguo almirante general de la Armada y que, a pesar de la solidaridad de oficio, odiaba a Doenitz.
El siempre educado y culto Albert Speer, futuro autor de un conocido best seller de memorias, entonces de 42 años. Había sido el arquitecto de guardia de Hitler, el hombre llamado a construir el Gran Berlín del nazismo, y luego su ministro de Armamento (donde hasta los historiadores más antinazis reconocen que no lo hizo tan mal). Entró con una sentencia de 20 años. Sería, con mucho, el prisionero que más pendiente estaría del siempre atrabiliario Hess.
Por último, además de Hess claro, Walter Funk, antiguo presidente del Reichsbank, que entonces tenía 57 años y estaba condenado a cadena perpetua.
Las normas de Spandau no fueron nada contemporizadoras. A los presos se les otorgó un número y eran conocidos por ese número. No podían escribir ni recibir más de una carta, que no tuviese más de cuatro hojas, cada mes. Tampoco podían hablar entre ellos a menos que fuesen autorizados a ello. Tenían derecho a una visita de 15 minutos cada dos meses, pese a lo cual Hess pasó décadas sin ver a su mujer ni a su hijo, al que apenas conocía; se negó en redondo a recibirlos. Tenían establecida una agenda de trabajo, sobre todo limpieza, que debían cumplir todos los días, salvo los domingos y fiestas alemanas. Sólo podían tomar un baño caliente a la semana.
El asunto de cómo se coordinaron las cuatro potencias en Spandau es espinoso, porque las especiales características del régimen soviético, tan rígido y aparentemente desinteresado por lo que pudieran pensar de él más allá del Telón de Acero, ha hecho que, en realidad, no exista equilibrio en los testimonios. De lo que sabemos parece deducirse que fueron los rusos los que se tomaron el asunto con más rigidez. Al parecer, anotaban hasta el menor incidente que ocurriese, sobre todo al principio; y, en general, toda la historia de la existencia de Spandau es la historia de una continua negociación con los soviéticos para conseguir pequeñas laxitudes en el trato de los prisioneros. El trato era tan distinto que, según algunos datos que se han publicado, durante el mes que los rusos se encargaban de las guardias y de la prisión, los prisioneros adelgazaban ostensiblemente. No obstante, a Spandau le cabe el mérito de haber sido, durante muchos momentos de la Guerra Fría, el único lugar en el mundo en el que rusos y americanos colaboraban.
En enero de 1948, a Funk se le presentó una grave obstrucción de vejiga pero, siempre según los testimonios al uso, fueron los rusos los que se negaron a sacarlo de la prisión para operarlo en un hospital. Funk, por su parte, se negaba a ser operado en la antigua sala de ejecuciones de la prisión, malamente adaptada como quirófano. Sólo se convenció cuando Raeder fue operado en dicho quirófano, en una intervención en que le cerraron una hernia y le extrajeron el testítulo derecho.
Los tiempos cambiaban. El mundo, poco a poco, en parte por el simple paso del tiempo, en parte porque estas cosas tienen que ser así, comenzó a olvidar los horrores del nazismo. Y Alemania comenzó a levantarse, a ser un peón importantísimo en la defensa de Europa, así como en su economía. Una vez un amigo alemán me dijo que hay que haber nacido en Alemania para entender la extraña forma que tiene un alemán de ser patriota. Debe ser verdad. Para muchos alemanes, y también para sus políticos, lo hombres de Spandau eran culpables; pero también eran seres humanos, y, sobre todo, eran alemanes. Por muy cabrones que hubieran sido, no habían dejado de ser alemanes. Así que el canciller Konrad Adenauer protestó. El mando de Spandau le contestó que sus informaciones eran erradas pero, por mucho que algunas de sus acusaciones fuesen exageradas, el núcleo era, probablemente, cierto. Los prisioneros de Spandau tenían como poco graves problemas para acceder a la lectura, no podían permanecer libremente en sus celdas y, sobre todo, sufrían el escrutinio de sus guardianes en plena noche, lo cual quebraba su sueño y les rompía los nervios.
De hecho, fue Walter Funk el primero que no lo aguantó. Una noche, el guardia soviético entró en su celda de madrugada, encendió la luz y Funk se lanzó sobre él y le insultó.
Con todo, fue Hess quien mostró el peor comportamiento. Somáticamente, la preocupación se centraba en Funk y Von Neurath, ambos hipertensos y con grandes problemas de salud. Pero el que estaba más para allá, mentalmente hablando, era Hess. Se pasaba las noches gimiendo y no dejaba dormir a sus compañeros. Lo trasladaron a una celda lejana; a partir de ese momento, los que no pudieron descansar fueron sus guardianes. Sin embargo, tras unas veladas amenazas, se recuperó tan rápido como había empeorado.
Hess era distinto. La gran diversión dominical de Spandau era el concierto que Walter Funk realizaba en la pequeña capilla de la cárcel, al armonio. Era un decente intérprete de Bach (al cual, por cierto, estoy escuchando ahora mismo, mientras escribo, saliendo del arco de Simon Standage y Elisabeth Wilcox). Todo el público se sentaba en la celda doble junto a la capilla. Menos Hess. Hess se sentaba en el corredor, solo. Siempre solo.
Para cuando llegó 1950, se habían instalado baños individuales en las celdas, así como nuevas duchas. El ambiente se relajaba, aunque sin aspavientos. Un día de invierno de 1952, Von Sirach y Doenitz se enzarzaron en una pelea de bolas de nieve, a la que unió el guardián estadounidense; los tres fueron castigados. El 31 de marzo de aquel año, Von Neurath tuvo una angina de pecho y casi la palma. Meses después volvió a tener otro episodio preocupante. En septiembre de 1953 tuvieron que llevarle una cama de hospital, pues ya no podía estar en una normal de la cárcel. Un año después, sufrió un edema pulmonar. Se preparó absolutamente todo; todo el mundo en la prisión estaba convencido de que el ataúd que se había construido con ocasión de un grave ataque que sufriera Funk ya tenía inquilino. Pero Von Neurath se recuperó. Y, sin embargo, aquello fue demasiado para las potencias, siempre presionadas por el gobierno alemán y porciones nada despreciables de su opinión pública, así como de otros elementos de la opinión internacional. El 5 de noviembre de 1954, y con algo de apresuramiento, le fue comunicado a los parientes de Von Neurath que iba a ser puesto en libertad. Al parecer, de tiempo atrás los rusos se habían negado a la liberación; pero, repentinamente, comunicaron a los aliados su decisión de que el prisionero fuese liberado.
Konstantin von Neurath sobrevivió dos años a su cautiverio. Murió de un ataque de asma.
La liberación de Von Neurath dio alas al gobierno alemán. Adenauer hizo saber a las cancillerías aliadas que defendía la idea de la liberación de todos los prisioneros de más de 75 años de edad. Probablemente para rebajar la presión y soltar lastre, la URSS comunicó su acuerdo con la liberación de Raeder. El almirante salió de Spandau el 26 de septiembre de 1955. Es autor de unas memorias dubitativas, etéreas y bastante poco claras, de las que se saca la conclusión de que tampoco tenía información muy de primera mano.
En 1956, el liberado fue su peor enemigo, el también marino Karl Doenitz, quien salió simple y puramente porque había cumplido su condena. Así que ya sólo quedaban Speer, Von Sirach, Funk y Hess. En ese momento, la mayor preocupación para los guardianes fue Funk. Aparte de ser ya incapaz para el trabajo y de empeorar de su diabetes, todo indica que cayó en una profunda depresión; lloraba a menudo y se pasaba horas mirando hacia el mismo punto en ninguna parte. El 16 de mayo de 1957, se lo puso en libertad.
Ya sólo eran tres. Los años más tristes de Rudolf Hess habían comenzado...