sábado, abril 04, 2009

Hess (2): Llegada a Spandau

Rudolf Hess ingresó en la cárcel de Nuremberg el 10 de octubre de 1945. Lo primero que hizo nada más ser llevado a la presencia del coronel Burton C. Andrews, jefe mayor de la prisión, fue reclamar unos chocolates que le habían quitado a la entrada. Se los habían dado los británicos y Hess quería guardarlos para su defensa en el juicio; por supuesto, consideraba que estaban envenenados. En el diario que guardó de aquellos días del final de 1945, anotó con precisión todos y cada uno de los días en que no cagaba, mostrando una obsesión bastante clara con la idea de que estaban conspirando contra él.

El 27 de noviembre, la corte de Nuremberg decidió celebrar una sesión para decidir si Hess estaba suficientemente en sus cabales como para ser juzgado. Probablemente temiendo ser enviado a un frenopático, donde quizá esperaba desaparecer misteriosamente, declaró que parecía que volvía a recobrar algo de memoria. Tiempo después, sin embargo, conforme sobre el juicio comenzaron a llegar las abrumadoras pruebas de las brutalidades del régimen nazi, Hess volvió a perder la memoria a ratos.

El 31 de agosto de 1946, se celebró la sesión de las declaraciones finales. Para entonces, Hess había puesto notable distancia con casi todos sus compañeros de juicio y cautiverio (con Julius Streicher, por ejemplo, ni siquiera se dirigía la palabra) y era considerado por los demás como un excéntrico. Nadie esperaba que aprovechase su último turno y, por eso, cuando Hermann Göring terminó su propia intervención, hizo el gesto de pasarle el micrófono a Joachim von Ribentropp (el amigo de Tiburcio), pero se quedó pegado cuando Hess, que estaba enmedio, lo tomó.

El discurso de Hess empezó bastante bien, con coherencia y tal; pero, conforme se desarrollaba, se iba perdiendo en conceptos cada vez más difíciles, frases a medio terminar. Su línea argumental fue bastante predecible. Él, dijo, había hecho varias predicciones antes de empezar el juicio. Había predicho que algunos testigos harían declaraciones sorprendentes o falsas. Intentaba, supongo, insinuar que se había manipulado, o drogado, a algunos testigos. A los 20 minutos de perorata, el presidente de la sala tuvo que decirle que fuera abreviando. Inmediatamente después, declaró su orgullo por haber trabajado a las órdenes «del hijo más grande que mi país ha alumbrado en sus mil años de historia».

Hess decía que no creía que fueran a ejecutarlo, pero muy probablemente lo pensó. El 20 de septiembre dio instrucciones precisas a su banco de Munich para que pagase la prima de su seguro de vida, para que así no fuese anulado. Sin embargo, el veredicto fue de no culpable para los crimenes que colocaban a su perpetrador en el paredón, es decir crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad. Fue declarado culpable de conspiración y crímenes contra la paz. Y condenado a cadena perpetua.

Teniendo como tenía Hess una personalidad huidiza y obsesiva, que colocaba cortinas argumentales que le permitían no ver lo que no quería ver, tras su condena hizo algo parecido. Existen testimonios que en los días posteriores a las condenas (y al suicidio de Göring) estuvo hasta de buen humor. Al parecer, estaba mascullando la idea de huir de Nuremberg y ponerse al frente de la nación alemana. Cómo llegó Hess a albergar la idea de que era el nuevo Führer, es algo que tendría que explicar él y, que yo sepa, nunca lo hizo. Lo que sí sabemos es que, en una prueba más de que vivía en su mundo, seguía, increíblemente, creyendo en la matraca que le había hecho volar a Escocia, es decir la posibilidad de un acuerdo entre los aliados no comunistas y una Alemania nazi. En uno de los boletines que escribió en su celda «preparando» su llegada al poder, declaró que tomaba el poder sobre Alemania «con la aprobación de las fuerzas de ocupación». O sea: parecía estar convencido de que los mismos que le habían condenado a cadena perpetua le iban a ascender a la categoría de canciller.

Su paranoia fue tal que, probablemente, olvidó que estaba en una cárcel y condenado a cadena perpetua. Exigía que se instalasen en su celda equipos de telefonía y telegrafía para poder comunicarse con el pueblo alemán. Cursó «órdenes» de que los ferrocarriles alemanes diesen billete gratis a todo aquel que quisiera venir a verle cuando estuviese en Munich. Diseñó un nuevo Reichstag con 500 diputados, ninguno de los cuales, por cierto, podría ser mujer. A este lo coje Bibiana Aido y lo cuelga por los pies. Sobre los judíos, dictaminó que deberían ser concentrados en lo que llamó «campos de protección» (de la ira del pueblo alemán), donde las condiciones serían «lo más humanas posible». En otras palabras, no se había enterado de nada.

La cárcel berlinesa de Spandau tenía 132 celdas individuales, cinco celdas de castigo y 10 celdas comunes para 40 prisioneros cada una. Sin embargo, el acuerdo entre estadounidenses, rusos, británicos y franceses, los cuatro guardianes del lugar, llevó allí a sólo siete inquilinos. El 10 de julio de 1947, ingresaron en Spandau:

Baldur von Schirach, ex jefe de las juventudes hitlerianas, que entonces tenía 40 años y había sido condenado a 20 años.

El almirante Karl Doenitz, el hombre que heredó el mando sobre Alemania tras el suicidio de Hitler, ex comandante en jefe de la marina alemana, que entonces tenía 56 años y debía cumplir una sentencia de 10.

El Barón, Konstantin von Neurath, diplomático de 74 años, antiguo jefe del Reich en Bohemia y Moravia, condenado a 10 años.

Erich Raeder, de 71 años, antiguo almirante general de la Armada y que, a pesar de la solidaridad de oficio, odiaba a Doenitz.

El siempre educado y culto Albert Speer, futuro autor de un conocido best seller de memorias, entonces de 42 años. Había sido el arquitecto de guardia de Hitler, el hombre llamado a construir el Gran Berlín del nazismo, y luego su ministro de Armamento (donde hasta los historiadores más antinazis reconocen que no lo hizo tan mal). Entró con una sentencia de 20 años. Sería, con mucho, el prisionero que más pendiente estaría del siempre atrabiliario Hess.

Por último, además de Hess claro, Walter Funk, antiguo presidente del Reichsbank, que entonces tenía 57 años y estaba condenado a cadena perpetua.

Las normas de Spandau no fueron nada contemporizadoras. A los presos se les otorgó un número y eran conocidos por ese número. No podían escribir ni recibir más de una carta, que no tuviese más de cuatro hojas, cada mes. Tampoco podían hablar entre ellos a menos que fuesen autorizados a ello. Tenían derecho a una visita de 15 minutos cada dos meses, pese a lo cual Hess pasó décadas sin ver a su mujer ni a su hijo, al que apenas conocía; se negó en redondo a recibirlos. Tenían establecida una agenda de trabajo, sobre todo limpieza, que debían cumplir todos los días, salvo los domingos y fiestas alemanas. Sólo podían tomar un baño caliente a la semana.

El asunto de cómo se coordinaron las cuatro potencias en Spandau es espinoso, porque las especiales características del régimen soviético, tan rígido y aparentemente desinteresado por lo que pudieran pensar de él más allá del Telón de Acero, ha hecho que, en realidad, no exista equilibrio en los testimonios. De lo que sabemos parece deducirse que fueron los rusos los que se tomaron el asunto con más rigidez. Al parecer, anotaban hasta el menor incidente que ocurriese, sobre todo al principio; y, en general, toda la historia de la existencia de Spandau es la historia de una continua negociación con los soviéticos para conseguir pequeñas laxitudes en el trato de los prisioneros. El trato era tan distinto que, según algunos datos que se han publicado, durante el mes que los rusos se encargaban de las guardias y de la prisión, los prisioneros adelgazaban ostensiblemente. No obstante, a Spandau le cabe el mérito de haber sido, durante muchos momentos de la Guerra Fría, el único lugar en el mundo en el que rusos y americanos colaboraban.

En enero de 1948, a Funk se le presentó una grave obstrucción de vejiga pero, siempre según los testimonios al uso, fueron los rusos los que se negaron a sacarlo de la prisión para operarlo en un hospital. Funk, por su parte, se negaba a ser operado en la antigua sala de ejecuciones de la prisión, malamente adaptada como quirófano. Sólo se convenció cuando Raeder fue operado en dicho quirófano, en una intervención en que le cerraron una hernia y le extrajeron el testítulo derecho.


Los tiempos cambiaban. El mundo, poco a poco, en parte por el simple paso del tiempo, en parte porque estas cosas tienen que ser así, comenzó a olvidar los horrores del nazismo. Y Alemania comenzó a levantarse, a ser un peón importantísimo en la defensa de Europa, así como en su economía. Una vez un amigo alemán me dijo que hay que haber nacido en Alemania para entender la extraña forma que tiene un alemán de ser patriota. Debe ser verdad. Para muchos alemanes, y también para sus políticos, lo hombres de Spandau eran culpables; pero también eran seres humanos, y, sobre todo, eran alemanes. Por muy cabrones que hubieran sido, no habían dejado de ser alemanes. Así que el canciller Konrad Adenauer protestó. El mando de Spandau le contestó que sus informaciones eran erradas pero, por mucho que algunas de sus acusaciones fuesen exageradas, el núcleo era, probablemente, cierto. Los prisioneros de Spandau tenían como poco graves problemas para acceder a la lectura, no podían permanecer libremente en sus celdas y, sobre todo, sufrían el escrutinio de sus guardianes en plena noche, lo cual quebraba su sueño y les rompía los nervios.

De hecho, fue Walter Funk el primero que no lo aguantó. Una noche, el guardia soviético entró en su celda de madrugada, encendió la luz y Funk se lanzó sobre él y le insultó.

Con todo, fue Hess quien mostró el peor comportamiento. Somáticamente, la preocupación se centraba en Funk y Von Neurath, ambos hipertensos y con grandes problemas de salud. Pero el que estaba más para allá, mentalmente hablando, era Hess. Se pasaba las noches gimiendo y no dejaba dormir a sus compañeros. Lo trasladaron a una celda lejana; a partir de ese momento, los que no pudieron descansar fueron sus guardianes. Sin embargo, tras unas veladas amenazas, se recuperó tan rápido como había empeorado.

Hess era distinto. La gran diversión dominical de Spandau era el concierto que Walter Funk realizaba en la pequeña capilla de la cárcel, al armonio. Era un decente intérprete de Bach (al cual, por cierto, estoy escuchando ahora mismo, mientras escribo, saliendo del arco de Simon Standage y Elisabeth Wilcox). Todo el público se sentaba en la celda doble junto a la capilla. Menos Hess. Hess se sentaba en el corredor, solo. Siempre solo.

Para cuando llegó 1950, se habían instalado baños individuales en las celdas, así como nuevas duchas. El ambiente se relajaba, aunque sin aspavientos. Un día de invierno de 1952, Von Sirach y Doenitz se enzarzaron en una pelea de bolas de nieve, a la que unió el guardián estadounidense; los tres fueron castigados. El 31 de marzo de aquel año, Von Neurath tuvo una angina de pecho y casi la palma. Meses después volvió a tener otro episodio preocupante. En septiembre de 1953 tuvieron que llevarle una cama de hospital, pues ya no podía estar en una normal de la cárcel. Un año después, sufrió un edema pulmonar. Se preparó absolutamente todo; todo el mundo en la prisión estaba convencido de que el ataúd que se había construido con ocasión de un grave ataque que sufriera Funk ya tenía inquilino. Pero Von Neurath se recuperó. Y, sin embargo, aquello fue demasiado para las potencias, siempre presionadas por el gobierno alemán y porciones nada despreciables de su opinión pública, así como de otros elementos de la opinión internacional. El 5 de noviembre de 1954, y con algo de apresuramiento, le fue comunicado a los parientes de Von Neurath que iba a ser puesto en libertad. Al parecer, de tiempo atrás los rusos se habían negado a la liberación; pero, repentinamente, comunicaron a los aliados su decisión de que el prisionero fuese liberado.

Konstantin von Neurath sobrevivió dos años a su cautiverio. Murió de un ataque de asma.

La liberación de Von Neurath dio alas al gobierno alemán. Adenauer hizo saber a las cancillerías aliadas que defendía la idea de la liberación de todos los prisioneros de más de 75 años de edad. Probablemente para rebajar la presión y soltar lastre, la URSS comunicó su acuerdo con la liberación de Raeder. El almirante salió de Spandau el 26 de septiembre de 1955. Es autor de unas memorias dubitativas, etéreas y bastante poco claras, de las que se saca la conclusión de que tampoco tenía información muy de primera mano.

En 1956, el liberado fue su peor enemigo, el también marino Karl Doenitz, quien salió simple y puramente porque había cumplido su condena. Así que ya sólo quedaban Speer, Von Sirach, Funk y Hess. En ese momento, la mayor preocupación para los guardianes fue Funk. Aparte de ser ya incapaz para el trabajo y de empeorar de su diabetes, todo indica que cayó en una profunda depresión; lloraba a menudo y se pasaba horas mirando hacia el mismo punto en ninguna parte. El 16 de mayo de 1957, se lo puso en libertad.

Ya sólo eran tres. Los años más tristes de Rudolf Hess habían comenzado...

viernes, abril 03, 2009

¿Quién es el español más endeudado?

Como bien sabéis los habituales del blog, a veces no puedo resistir la tentación de colocar algún off topic sobre cosas que veo por ahí. Como siempre, disculpas a los historiomaníacos.

Os pregunto una cosa. En vuestra opinión, ¿quién es el español más endeudado?

Alguno de vosotros pensará: yo. Menos lobos. Pero, si lo pensáis un poco, supongo que muchos acabaréis por contestar que el español más endeudado será un tipo o tipa que sabe Dios cómo se llama, que montó un negocio, le fue de puñetera angustia, ahora no tiene un duro y todos los créditos los debe.

Según la prensa española, sin embargo, el español más endeudado será Emilio Botín o, quizá, Amancio Ortega.

Hace unos días, el ministerio de Economía y Hacienda hizo públicas las cifras de la deuda bancaria viva de los ayuntamientos españoles. Medida de transparencia pública que no merece sino aplausos. Automáticamente, Google os lo demostrará fácilmente, todo el mundo, es decir medios de comunicación, políticos, etc., se lanzó como un lobo sobre los datos, de los que sacó una conclusión básica: el ayuntamiento de Madrid es el ayuntamiento más endeudado de España, con más de 6.000 millones de deuda.

Lo sorprendente es que hasta los propios políticos del PP, y digo del PP porque en esto están a la defensiva porque gobiernan en Madrid, se hayan tragado esto así, sin más. Es cierto que Madrid debe un pastón, concretamente 6.683 millones de euros. Pero no por eso es, a mi modo de ver, el ayuntamiento más endeudado de España.

Yo debo por mi hipoteca ahora mismo unos 68.000 euros. Y supongo que la baronesa Thyssen, si compra cuadros y obras de arte y hace obras en sus casas financiándolas total o parcialmente con créditos, tendrá préstamos por un valor muy superior a esta cifra. Pero hasta un lerdo entiende que esto no quiere decir que ella esté más endeudada que yo. La intensidad de mi deuda dependerá de los recursos con que yo cuento para pagarla. Porque si yo soy, un suponer, mileurista, estoy bien, pero bien, jodido. Y lo mismo la baronesa, debiendo, digamos, 6.800.000 euros (esto es, 100 veces más que yo), desayuna tan tranquila, porque tiene patrimonio para dar y tomar.

Conscientes de esto, los expertos del Ministerio de Economía, en la hoja que aportan, incluyen una columna al lado, que es la de la población del ayuntamiento. Es un indicador un poco cutre; a mí me parecería más lógico que hubiesen incluido la recaudación de impuestos del último ejercicio auditado, que es la cifra realmente fetén. Si yo debo 6.000 millones de euros y recaudo cada año 3.000 millones, entonces mi deuda equivale a dos años de recaudación completos. Pero si yo debo, tan sólo, 1 millón de euros pero soy un ayuntamiento pequeñito que sólo recauda 10.000 euros anuales, entonces debo el equivalente de 100 años de recaudación; y estoy mucho más puteado que el pez gordo que presuntamente debe tanto.

No obstante, nos tenemos que conformar con el dato, indiciario, de la deuda per capita (y digo indiciario porque la tasa per cápita no tiene en cuenta que el nivel de ingresos no es el mismo por ayuntamientos o, si lo preferís, el ingreso medio, ergo la base imponible, en ciudades grandes tiende a ser también más elevado). La cuenta se hace en un Excel en aproximadamente minuto y medio. De la misma se deduce que el ayuntamiento más endeudado de España es el de Ochánduri (La Rioja), cuyos 74 habitantes deben 726.000 euros, lo cual son algo más de 9.800 lúas por cabeza. Ochánduri ocupa el puesto 1.658 en deuda bruta. Así pues, si lo miramos con ojos «periodístico-políticos» va razonablemente de coña (hay algo menos de 5.000 ayuntamientos con alguna deuda, luego el puesto 1.658 tampoco está tan mal); pero si hallamos la cifra media, canta.

Ahora bien, hay que reconocer que entre un titular que diga «Gallardón es el alcalde más endeudado de España» y «Ugarte es el alcalde más endeudado de España», no hay color. Más que nada porque casi nadie sabe quién es el tal Ugarte, alcalde de Ochánduri según internet. Por cierto, también del PP.

Ciertamente, la intensidad de la deuda madrileña no puede negarse. Los madrileños debemos per cápita 2.080 euros; cifra que se compara con los 993 de los valencianos, 603 de los sevillanos, 477 de los barceloneses o 31 euros de los bilbainos. Pero hay 57 ayuntamientos que están más endeudados que Madrid. Y son más bien pequeños, lo cual me lleva a la última reflexión: centrar el problema del endeudamiento municipal en las grandes áreas metropolitanas es un error por parte de los medios de comunicación, y una grave irresponsabilidad por parte de los políticos, a los que cabría suponerles una capacidad de análisis por encima de la media.

Madrid puede alcanzar una deuda relativamente elevada; como casi cualquier capital de provincia, y muy especialmente las más grandes. Y digo esto porque este tipo de grandes ciudades tienen obvios márgenes de maniobra en su actuación. Pueden intentar ser sedes de juegos olímpicos, o de regatas millonarias; pueden montar una esfera armilar para atraer el turismo (¿ya nadie se acuerda de la esfera armilar?); pueden sacarse del sobaco un Fórum de las Culturas o una Exposición Mundial del Agua. Pero nada de eso es posible cuando mandas sobre un puñado de vecinos y tu pueblo encima está en cuesta.

Lo que las cifras ahora publicadas demuestran, a mi modo de ver, es que igual que el problema del desempleo está presente, mayoritariamente, en las casas modestas, el problema de la financiación local está localicado en los ayuntamientos modestos. Es en ellos donde, Excel en mano, los ciudadanos corren peligro de empezar a experimentar un déficit de servicios mayor del que ya por sí tenían por vivir en un municipio pequeño.

Eso es lo serio. Madrid y sus 6.300 millones saldrá adelante, porque siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Pero en los otros, por lo que se ve, no piensa nadie.

Si lo he hecho bien, la hoja de cálculo estará aquí.

jueves, abril 02, 2009

Hess (1): el extraño viaje a Escocia

Es un secreto a voces que Tiburcio Samsa y éste que aquí escribe tenemos una interminable discusión en la que ambos somos capaces de ser muy apasionados. Si algún día veis en algún VIPS de Madrid a un tipo resultón y otro que es la viva imagen de George Clooney discutiendo vehementemente sobre si Rudolf Hess era más tonto que Joachim von Ribentropp o al revés, ésos somos nosotros. Hace tiempo que Tiburcio y yo abrimos esta discusión y me temo (bueno, más bien me solazo de ello) que nunca la cerraremos. Yo pienso que en el nazismo no hay un personaje más limitado y simple que Hess. Tiburcio apuesta por don Riben.

Era sólo cuestión de tiempo que echase mi cuarto a espadas hablando de mi candidato. El hombre que más pagó por la locura de Hitler. Ésta es, no su historia, sino lo que yo sé de su historia.



A las generaciones actuales el nombre de Rudolf Hess probablemente no les dice nada. Al fin y al cabo, si alguno de vosotros, lectores, nació el mismo año que Hess moría, entonces ahora tienes más de 20 años. Y, sin embargo, Hess fue una figura que en su día despertó, no diría yo que pasiones, pero sí opiniones muy encontradas y no poco interés. Rudolf Hess era una persona de escasa inteligencia (aunque alguno de los carceleros que lo trataron desmiente con vehemencia esta idea) destinada a no jugar un papel importante ni en su vida ni en la Historia. Y, sin embargo, fue el hombre que el destino escogió para ser un símbolo. El símbolo de los crímenes del nazismo y de la decisión de quienes lo derrotaron de no olvidarlos. Tan lejos llegó la convicción, sobre todo soviética, de no olvidar y no perdonar, que Hess se convirtió en una figura casi inusitada en la Historia pues fue, durante los largos últimos años de su vida, el único inquilino de una cárcel que se construyó para albergar a 600 internos. La cárcel de Spandau, en Berlín.

Rudolf Hess nació en Egipto, concretamente en Alejandría, el 26 de abril de 1894. Las características de su familia lo impulsaban a dedicarse al negocio del comercio exterior. Sin embargo, al joven Hess aquel destino no le llamaba demasiado. Para regatearlo, aprovechó el estallido de la Gran Guerra, en la que se enroló voluntario. Llegó a teniente y fue transferido a las fuerzas aéreas, donde aprendió a volar, una habilidad que habría de serle muy necesaria años después, cuando decidiese protagonizar la Historia.

Terminada la guerra, Hess decidió ingresar en la universidad de Munich para estudiar diversas materias relacionados con la política. Allí tuvo un profesor de geopolítica que sería su gran influencia: Karl Haushofer.

Haushofer era como luego serían muchos nazis. Sabido es que el nazismo, sobre todo en sus inicios, se apoyó mucho, a la hora de fabricar el mito de la raza aria, de elementos mistagogos y más propios de un programa-timo de ésos paranormales, como Thule y tal. Las clases de Haushofer solían estar trufadas de referencias a la astrología y este tipo de fuerzas tan inaprehensibles como rentables, y su influencia en la Historia de Alemania. Hess siempre lo admiró profundamente.

Haushofer decía querer levantar a Alemania sobre sus cenizas en aquellos años tan difíciles. Hess se dio cuenta de que ése era también su objetivo, así que comenzó a juntarse con compañeros estudiantes más o menos con las mismas inquietudes. Comenzó a repartir panfletos antisemitas y a ir a reuniones. En 1920 asistió a una reunión nazi, donde le pasó lo que le pasaría a mucha gente en los años siguientes: quedó literalmente fascinado por la oratoria de Adolf Hitler. Se afilió al partido. Es probable que Hitler llegase a leer, o a tener noticia de, la tesina del joven Hess, trabajo en el que había escrito que el hombre que salvase a Alemania «no debe vacilar por el derramamiento de sangre. Las grandes cuestiones se deciden siempre con sangre y hierro. Para alcanzar su objetivo, este hombre deberá estar dispuesto a atropellar incluso a sus más íntimos amigos». Ése es el tipo de fidelidad perruna que Hitler buscaba en sus lugartenientes.

Tras el putsch de la cervecería de 1923, Hitler fue condenado a cinco años y Hess a 18 meses. Ambos coincidieron en la prisión de Landsberg. Allí, Hitler comenzó a escribir su biblia particular, Mein Kampf, y Hess se prestó para ayudarle con la labor. Ambos, desde entonces, fueron uña y carne política. En 1932, Hess era ya director de la comisión política del NSDAP.

A partir de ese momento, Rudolf Hess comienza una existencia gris, siempre dos pasos por detrás del líder. Mientras otros jerifaltes nazis comienzan a construir sus propios mitos y esferas de poder (véase Göring, Himmler, o Göbbels), Hess sabe cuál es su papel, y lo ejerce con sumo cuidado y paciencia. Esta es la primera razón que hace tan inexplicable su movimiento de 1941, la decisión que, según algunos testimonios, arrancaría algunas de las escasísimas lágrimas que derramó Hitler durante la guerra. Que no fue otra que tomar, casi robar, un avión, y tirarse en paracaídas sobre la nación enemiga, Gran Bretaña, con la pretensión de negociar un tratado de paz.

Los servicios secretos estadounidenses sabían, como muy tarde en mayo de 1941, que Hess había derivado hacia el pesimismo en lo que a la guerra se refería. Era evidente que la Blitzkrieg había dado sus frutos, pero tras la batalla de Inglaterra, a los alemanes les había quedado claro que la defección de Gran Bretaña era imposible y prácticamente todo lo que podía pasar, y pasó, era ya malo, a saber: la entrada de EEUU en la guerra, la invasión del norte de África, y la apertura del frente del Este, que es de suponer que todos los nazis bien informados daban por segura porque conocían a Hitler y sabían que ésa era en realidad la pelea que quería librar; además, todo el mundo en el NSDAP estaba convencido que si Stalin había firmado con ellos el pacto de no agresión había sido con la intención de poder ganar tiempo para luego aplastarlos.

Así las cosas, Hess comenzó a abrigar la idea de una paz, ahora que Alemania tenía una posición fuerte para negociar (tenía la bota sobre el cuello de media Europa), en la que se llegaría a una entente con algunas potencias, notablemente con Gran Bretaña, beneficiosa para los germanos. No fue el único que tuvo esta idea. Hay testimonios, por ejemplo, de que Heinrich Himmler se pinchaba con la idea de que Hitler y Roosevelt se repartiesen el mundo en una especie de Yalta adelantada.

A través sobre todo de la familia Haushofer, Hess decidió actuar por sí solo, lo cual sugiere que, si bien le era completamente fiel a Hitler, en realidad por quien bebía los vientos, intelectualmente hablando, era por su querido profesor.

Por lo demás, Hess tenía acceso a Hitler y si algo que le gustaba al Führer era hablar, hablaba en ocasiones durante horas, en monólogos interminables y, además, como tenía el hábito de levantarse tarde, lo solía hacer en madrugadas que a las gentes de su entorno se les hacían eternas. A Hess no le costó averiguar que Hitler estaba dispuesto a negociar un acuerdo con Gran Bretaña que no se basara en una mera reparación a Alemania por las pérdidas impuestas en Versalles (si hemos de creer a Hess, Hitler decía que eso no sería sino otro Versalles después de Versalles, y que acabaría por generar nuevas guerras; juicio que demuestra que Hitler era un sanguinario y un loco, pero no era nada tonto en materia de política exterior); acuerdo en el que sólo veía dos condiciones irrenunciables: la fijación de esferas de interés para que ambas potenciales no volviesen a ponerse en peligro de pisarse la manguera, y la recuperación de las colonias alemanas. Y, bueno, supongo que lo cómodo es ir por la vida pensando que Hitler estaba loco y tal, y que todo lo que hizo era malo y todo lo que hicieron sus enemigos, bueno. Pero a mí me parece que esto mismo que pretendía, es decir la repartición de esferas de poder geográficas, es exactamente lo que hicieron los aliados al final de la guerra.

Rudolf Hess tenía una gran capacidad de rayarse con determinadas ideas que le venían a la cabeza, hasta convencerse de que eran verdades como puños. Así que se convenció a sí mismo de que la única razón de que Inglaterra no aceptase un trato tan bueno es que no lo conocía; o, quizá, de que necesitaba una, llamémosle «disculpa», para poder negociar con Hitler salvando la cara. A esta última idea no le faltaba lógica. Al fin y al cabo, el gobierno de su majestad ya había negociado con Hitler en 1938 por la cuestión de Checoslovaquia, sin estar ambos países siquiera en guerra, y el gobierno había sido severamente censurado por ello.

Fue entonces cuando Hess decidió darle a Churchill la oportunidad de negociar, volando él a Gran Bretaña.

Todo el viaje de Hess se basa en dos ideas, las dos erróneas; lo cual demuestra que ni él ni el astropolítico Haushofer eran precisamente lumbreras. La primera idea se basaba en considerar que los elementos británicos de corte muy conservador y dosis de, digamos, «comprensión» con el nazismo, tales como el coronel Hamilton a quien Hess quiso ver nada más tocar tierra en Escocia, pondrían en juego su posición para defender una negociación con Alemania. Nada de eso ocurrió, sin embargo.

El segundo error es aún más gordo y demuestra, a mi modo de ver, los estrechos sistemas binarios que utilizaba Hess para verlo todo en política internacional. Siempre había sabido que Alemania atacaría a la URSS y pensaba que, una vez que ese ataque se produjese, las posibilidades de negociación con Inglaterra se multiplicarían, porque Inglaterra nunca haría lo que verdaderamente hizo, esto es: favorecer, con su ayuda, una victoria del comunismo ruso sobre la civilizada Alemania.

Hess no se daba cuenta de que los agresores habían sido ellos. Que a los ojos de Churchill, y de cualquier otro inquilino del War Office, no eran negociadores de fiar; al fin y al cabo, ¿acaso no estaban tratando de apuntalar su postura a base de invadir un país con el que habían firmado un tratado de paz dos días antes por la tarde? Hess no se daba cuenta de que Inglaterra no percibía riesgo, ni para sí ni para sus áreas de influencia, en una alianza con la URSS, pues Stalin no ambicionaba ni uno solo de los bombones de la bombonera de Churchill.

Rodolfo, por lo tanto, soñaba con un Estado Mayor del Foreign Office celebrando con champán la invasión de la URSS, al grito de «¡por fin alguien se atreve con el comunismo!», y obligando a los Comunes a votar afirmativamente un acuerdo con Alemania en el que dijese que toda Europa central le pertenecía y que ahí nadie más que ellos mandaban.

De alguna manera, pues, Hess tenía un sueño que, curiosamente, quien acabaría por realizar sería Francisco Franco, esto es: siendo un país antidemocrático, conseguir el apoyo decidido de las democracias a base de hinchar el pecho y decir que eres el campeón contra el comunismo.

El 10 de mayo de 1941, tras almorzar con Alfred Rosemberg, Rudolf Hess se inventó un vuelo desde Ausburgo a Stavanger y solicitó un avión para realizarlo.

El lugarteniente del Führer dejó tras de sí dos cartas. Una era para su mujer y la otra la tenía su asistente, Pintsch, quien tenía instrucciones de ir a Berchtesgaden, al Nido de Águila, a entregársela en mano a Hitler. Don Adolf recibió la carta en presencia de Fritz Todt, ministro de Armamento, pero la apartó por pensar que no era importante. Cuando la leyó finalmente se quedó pegado, y esto es algo que está fuera de toda a la luz de los testimonios. Él mismo dictó la declaración a la prensa, en la que sostenía que Hess estaba loco.

En Inglaterra, la cosa fue al trantrán. Hess cayó en su paracaídas muy cerca de una casa y con una pierna herida. Fue asistido por un lugareño y luego rápidamente detenido. Cuando la noticia llegó a Londres, Winston Churchill estaba a punto de entrar en su sala de cine, donde le proyectaban aquella noche Los hermanos Marx en el Oeste. Le dijeron que alguien había caído en paracaídas en Escocia y que podía ser Hess. «Sea o no sea Hess», dictaminó el premier, «yo me voy a ver a los hermanos Marx».

Dos días después, un colérico Adolf Hitler daba personalmente la orden a Albretch Haushofer, hijo de Karl, para que confesara por escrito todas y cada una de las empanadas mentales que se había construido aquel grupito sobre una negociación con Inglaterra. Haushofer, cuando consiguió tener un diálogo civilizado con su esfínter, escribió un informe en el que puso cuantos más posibles interlocutores ingleses, mejor: el duque de Hamilton, parlamentario conservador; Lord Dunglass, secretario privado de Neville Chamberlain; el subsecretario de Estado del ministro del Aire, Balfour; el subsecretario de Estado del ministerio de Educación, Lindsay; y el subsecretario de Estado de asuntos escoceses, Wedderburn. Luego citaba a otros subsecretarios, personajes presuntamente prominentes y un extraño y fantasmagórico «Círculo de la Mesa Redonda», formado por jóvenes ingleses defensores del imperialismo británico.

O sea: más o menos como si Obama mañana quisiera negociar con Zapatero una cosa muy importante y decidiese dirigirse a un oscuro diputado socialista por Palencia, el secretario de algún viejo político del PSOE de la época de Felipe González y un grupo de funcionarios de segunda fila.

Por mucho que Haushofer escribiese en su informe, es de suponer que mientras se iba por la braga, que todas esas personas tenían una relación de puta madre con Buckingham Palace, es más que probable que Hitler, que como digo podía ser un loco pero no tenía un pelo de tonto, cuando leyese aquellas notas, pensara: estos tíos son tontos del culo.

Y es que lo eran, querido Tiburcio. Lo eran.

Eran tan imbéciles que el mismo Haushofer reconoce en su tembloroso informe que en 1940, cuando Hess le habló de la posibilidad de impulsar una negociación, él le ofreció dos posibilidades. Una era contactar con Lothian (el presunto líder del circulito artúrico antes citado), Hoare (embajador en Madrid por aquel entonces) u O'Malley (director general para Europa del Foreign Office), dado que todos ellos podían ser encontrados en países neutrales. Y la otra era una carta, primero, y un encuentro después, en Inglaterra, con Hamilton.

Hess escogió la segunda posibilidad. O sea: sabiendo que podía hacer gestiones discretas, que es como se hacen las gestiones diplomáticas, eligió dejar a Alemania en evidencia, a Hitler en gayumbos frente a sus enemigos, y marcharse a Inglaterra a negociar ¡con un diputado! la paz entre dos naciones. Y todo eso, sin el placet del único que podía dar, en Alemania, real contenido a una oferta de paz.

¿Era o no era limitadito?

Visto lo visto, no debe llevarnos a sorpresa la forma tan racional que tuvo Hess de explicarse que los ingleses lo encerrasen y no le dejasen hacer sus ofertas de paz a nadie. El lugarteniente de Hitler decidió que todas las personas que le visitaban lo hacían drogadas y por eso no se enteraban de lo que él les decía. «Tengo la impresión», acabaría diciendo en Nuremberg, «de que a la mayoría de la gente que venía a verme por primera vez le habían ofrecido antes té o algo de comer» donde, según él, les habían metido el orfidal o el rohipnol a paletadas. ¿Quiénes? Pues quiénes va a ser: los judíos y los bolcheviques.

En la primavera de 1942, Hess sufrió el primero de los muchos periodos de estreñimiento de su vida; periodos que, invariablemente, tendería a interpretar como envenenamientos. Decidió que lo envenenaban a través del cacao (eso a pesar de que el primer estreñimiento se solucionó precisamente tras haberlo tomado). Así que, siempre según su confesión, guardó pequeñas cantidades de la bebida con las que realizó una serie de experimentos (sic) que «demostraron claramente» (resic) que el cacao contenía «algún tipo de sustancia» (re-re-sic) que no podía curarse con laxantes normales. A continuación Hess hace una confesión que suena tristemente coñuda en alguien que admiró tanto al asesino y torturador de millones de personas: «el sufrimiento era indescriptible. Si me hubieran pegado un tiro o gaseado, incluso dejado morir de hambre, habría sido humano en comparación». Otro signo de inteligencia de don Rudolf: entre la perspectiva de agonizar en un campo de concentración y no cagar, la primera de las opciones le parecía la más beneficiosa.

Asimismo, el noviembre de 1941, Hess tendría el primero de sus muchos ataques de amnesia que por casualidad lo atacarían durante su vida, el más importante de los cuales duró casi todo el juicio de Nuremberg. Este primer ataque de amnesia duró hasta el 4 de febrero de 1945, fecha en la que confesó a los médicos que se lo había inventado todo. En julio de aquel año, ya perdida la guerra, se le reseteó de nuevo el disco duro. Lo hizo porque estaba convencido de que en el juicio de Nuremberg le estaban dando un «veneno cerebral» (re-re-re-sic).

La guerra había terminado y Hitler estaba muerto. Ahora, tocaba pagar. Hess lo haría hasta el último segundo de su vida.

A modo de epílogo de este capitulín: son muchas las teorías que apuntan a que Hitler, o bien impulsó el viaje de Hess, o bien lo conocía y miró hacia otro lado, permitiéndolo por omisión. Yo, sinceramente, no las creo. No es que piense que Adolf Hitler fuese una persona de extremada inteligencia, pero ya he dicho en este comentario que no le faltaban ni olfato estratégico-bélico ni visión de la jugada en política internacional. Hitler tendría que haber sido mucho más idiota de lo que era para poder creer que la misión de Hess sería atendida por los ingleses, quienes además no utilizarían al prisionero nazi de forma propagandística, como de hecho hicieron.

Cualquier persona que ha negociado con un enemigo sabe cómo se hace eso. Para negociar con la ETA, uno no va y coge el autobús que le lleve a dondequiera que suelan residir sus jefes. Se va a Argel, a Suiza, a Noruega, a sitios así. Utiliza intermediarios, hombres buenos con interlocución por ambas partes. El plan de Hess es tan burdo, tan estúpido, tan basado en preconcepciones absurdas, que un estadista de la talla de Hitler, un tipo capaz de firmar el pacto ruso-soviético por ejemplo, jamás lo podría albergar, apoyar y alentar. Una cosa es decir que Hitler era un cabrón; otra, muy distinta, que era un estúpido. Hitler, que había negociado con Stalin, que tenía compromisos con Mussolini y otros aliados, jamás habría aceptado como posibilidad de negociación el diálogo con un diputado conservador y un grupito de diletantes. Pero es que, además, hasta Hitler podía comprender que ninguna negociación con Alemania sería escuchada ni cinco segundos a menos que llevase un aval cierto y comprobable de su persona. Si Hitler hubiese apoyado la misión de Hess, hoy leeríamos en los libros de Historia los testimonios de militares británicos que recordarían cómo Hess, nada más tocar tierra, dijo haber hecho ese viaje en nombre de su jefe. Cualquier persona medianamente lista hubiera entendido que ésa era la única manera de no ser arrestado por gilipollas.

Y como eso es lo que pasó, yo me inclino a creer que el viaje a Escocia no fue otra cosa que el viaje, bienintencionado si se quiere, de alguien con más bien pocas luces. Lo que pasa es que la dificultad de aceptar eso, la dificultad de aceptar que alguien pueda albergar en su cabolo una gilipollez de tal calibre, es la que alimenta las teorías, como digo en mi opinión falsas, de que había algo más detrás.

miércoles, abril 01, 2009

Historias de España se Feisbuquea

Nada, sólo unas líneas para comentar que Juan de Juan, este esforzado amanuense, está dado de alta en Facebook.

Me hablaron también de Tuenti, pero al parecer ésta es una red social para gente predominantemente joven. Parece ser que para entrar en Tuenti tienes que tener como minimo seis erecciones diarias, al menos dos de ellas espontáneas. Así que me he quedado en Facebook.

Sólo hacer notar, para aquellos que queráis buscarme, que si os olvidais de que el nombre es Juan de Juan no debéis hacerlo con el correo electrónico que es habitual en mí, granmiserable, porque éste lo he dejado para otros menesteres. La ficha en Facebook está dada de alta con mi segundo correo, que es grancucaracha@live.com Pero para mensajes, críticas, alabanzas, cortapisas, valladares, casamatas o forillos, sigo prefiriendo que escribáis al miserable.

La próxima vez que nos veamos, será para hablar de nazis.

martes, marzo 31, 2009

Putas (y 2)

El otro día hemos dejado a los españoles renacentistas pasándoselo teta (y nunca mejor dicho) en las celebraciones de Semana Santa. Costumbre inveterada que se prolongó en el tiempo. A finales del siglo XVI, sin ir más lejos, los Jurados de Valencia dictaminaron normas por las cuales las rameras debían visitar las iglesias de Semana Santa adecuadamente vestidas con hábitos de lienzo crudo, «cerrados de cuello a los pies, de modo que no enseñen los pechos y vayan honestamente». ¿A qué se podía ir a la iglesia hace cuatro siglos enseñando canalillo? Pues a qué va a ser, a hacer bisnes.

Valencia parece haber sido un lugar especialmente dotado para el putiferio. Una descripción que nos ha llegado de la burdelía valenciana, debida al diplomático italiano De Montigni (allá por 1511) nos dibuja un gran lupanar con una sola entrada (frente a la cual había una horca) que dentro escondía un pequeño pueblo con cuatro calles y un buen racimo de sublupanares donde trabajaban 300 hetairas. Además, tenía servicios adyacentes en forma de tabernas y posadas. Un auténtico Port Aventura Polvera, vaya.

Y como en la España católica no se hace hilo sin puntada, anótese esta información del De Montigni: «Notamos, de paso, la fuerza de la antigua costumbre, que persistía aún en aquella época, de percibir diezmos hasta del mismo libertinaje. La Iglesia no ponía en olvido sus regalías tradicionales, y el clero no perdía nada en la fundación de tales conventos». ¿Debe extrañarnos esto? Será porque desconozcamos la Historia. Varias cortes de Valladolid, a lo largo de aquel siglo XVI, reclamaron del rey que obligase a los hombres que visitasen monjas que las hablasen por la reja, en lugar de entrar con ellas hasta la cocina. Algunos digo yo que rezarían de ver en cuando.

En la etimología de las palabras que con el tiempo se van usando para designar a la puta encontramos, conforme nos adentramos en el Siglo de Oro, algunas novedades. Por ejemplo, se las comienza a denominar sotas, apelación que tuvo bastante éxito y larga vida. También se la llama marca o mafla. Así, por ejemplo, lo dice Polo de Medina en unos versos:


Serás, ¡oh, Venus!, mi manfla.
yo seré, Venus, tu cuyo;
Serás de este Marte, Marta.
Que le abrigues aún por julio.


Otro denominativo es tusona, que proviene del hecho de que las putas son llamadas Damas del Tusón, como correlato coñero de los Caballeros del Toisón. Asimismo, se la llama chula, chanflona, mujer de fortuna, daifa, cuya [que también significa amante, con en el poema antescrito], y picaña, cantonera [esquinera], manceba, ramerilla, pellejo, tapada de medio ojo [pues las putas copiaron de las musulmanas esta costumbre] o germana. El burdel es la ramería o el guantos. La cama barata donde se acuestan los amantes se llama trinquete, el chulo jayán o rufo.

Y también, ojirri, a las putas del XVI se las llama solanas, concretamente en el caso de que desarrollen su oficio en la gran mancebía madrileña situada en la Puerta del Sol. Así pues, puede parecer que Solana es apellido insulso; pero, como si fuese un kinder sorpresa, tal vez lleve dentro alguna que otra cosa inesperada.

En Antón Martín, zona de antigua vocación putera como sabemos (allí está la calle de Ave María), funcionó un hospital de los hermanos de la orden de San Juan de Dios, específicamente dedicado a la cura de las enfermedades venéreas, morbo bastante común por aquellas calles, pues, pese a las medidas profilácticas, la inmensa mayoría de las putas estaban enfermas.

Sobre la clientela de los burdeles alguna pista tenemos. Véanse, al efecto, estos versos de fray Domingo Cornejo [nota: Marica, aquí, es meramente un diminutivo de María]:


Marica, que a decir mal
de frailes te precipitas
estando por condenado
tu amor siempre en la capilla.
Resabio de privilegio
tienes, y lo saco, amiga,
en que de tu trato todas
las órdenes participan.
Del mercedario te pagas,
del agustino te obligas,
y el teantino de tus partes
tiene muy larga noticia (...)


O éstos del conde de Rebolledo:


En escrupulosa da
Clice con extremo tal
que en pecado venial
un solo instante no está.
Ifúndele tanto horror
la muerte, siempre temida,
que para estar prevenida
duerme con su confesor.


O esta otra letrilla, ya del siglo XIX:


Entré en la casa del cura
y sólo conté una cama.
Si en la cama duerme el cura,
¿en dónde se acuesta el ama?


Tal vez el sexoescándalo más bestia del que yo he leído sea el de doña Ángela de Luna, natural de la ciudad navarra de Corella. Doña Ángela fundó un convento en su pueblo y fue nombrada abadesa del mismo, pero resultó ser una jeta. Resulta que la buena señora se decía milagrera; por ejemplo, expelía, a través de la orina, ciertas piedrecitas rojas con una cruz impresa que luego se demostró fabricaba ella misma con polvos de ladrillo. Pero lo más abracadabrante es que tuvo siete abortos auxiliada por los frailes.

Fue padre de buena parte de las criaturas fray Juan de la Vega, provincial de los carmelitas descalzos. Sin embargo, Juan y Ángela se dedicaban a otros menesteres. Una sobrina de la De Luna, Vicenta de Loya, acabó por denunciarla y afirmó que siendo todavía una niña, su propia tía la sujetó mientras fran Juan la violaba; este cabronazo, al tiempo que cometía la dicha tropelía, le susurraba a la pobre niña: «¡Dichosa tú, que así logras este mérito más ante Dios!».

Esta historia, aunque con algo menos de escándalo sexual, se repitió en el siglo XIX en la calle de Lope de Vega de Madrid, donde vivía la beata Clara, que hacía milagros con los que encandilaba a la nobleza. Finalmente se supo que aquellos milagros eran más bien caralladas y que la tal beata tenía una juerga diaria y un amante semanal.

Una institución paralela al burdel, que existió ya desde finales de la Edad Media, fueron las casas de recogidas, donde las putas arrepentidas podían acudir para intentar rehacer su vida. En Madrid hubo una muy famosa en la calle de Hortaleza, a cargo de de las hermanas de Santa María Magdalena de la penitencia. Normalmente, casi todas las casas de recogidas, de las que hubo ejemplos en todas las ciudades de España, tenían como norma que quien entraba en ellas ya no podía salir, como no fuese casada o entregada a la vida monacal. Algunas de estas casas admitían también mujeres ingresadas por adulterio, aunque parece que en este caso la decisión del ingreso se debía más a los familiares que a ellas mismas.

Felipe IV, en 1623, dictó una pragmática que prohibía los burdeles. Fue, por lo que sabemos, algo así como la Ley Seca americana; no la respetó ni quien la dictaba, pues de este cuarto Felipe se dice que le construyeron un túnel para poder meter en palacio a una jovencita con la que quería cometer guarreridas españolas.

Se dice que, en las guerras de Felipe V contra el archiduque austríaco, que consolidaron a la actual dinastía borbónica en la corona española, las putas rindieron un gran servicio a la causa francesa, por odio hacia lo soldados del archiduque, fundamentalmente ingleses y alemanes, por lo tanto protestantes. Resolvieron inocularlos con sus bichitos, así pues los buscaron, se los pasaron por la piedra y enviaron a 6.000 de ellos al hospital, debilitando las filas del austríaco. Finalizada la guerra incluso solicitaron llevar una escarapela conmemorativa de la hazaña.

Es por aquellos años en los que el barrio de las Huertas de Madrid, hoy centro del barrio de las letras y culto y tal, se convirtió en el epicentro de los polvos por encargo. Decía una letrilla madrileña:


Calle de las Huertas,
más putas que puertas.


Por aquel siglo XVIII aparecen otras denominaciones para la puta, como churriana o dama del Barranco. Esto del barranco tiene que ver, probablemente, con el mucho putiferio que se produría en el barranco que había entonces por la zona de Embajadores, más o menos donde está hoy la calle Miguel Servet. Una copla de la época, referida al tipo de la maja (majas, como manolas y chulas, las hubo putas; pero no todas lo fueron) dice:


Si quieres saber majo
dónde trabajo,
calle de Embajadores,
junto al Barranco,
y por más señas
Fábrica que la llaman
de Cigarreras.


El regidor madrileño José María Barrafón intenta en 1830 el confinamiento de las putas en el barrio de Huertas. Dado que la calle de San Juan fue la que más burdeles abrió, se dio en llamar a las prostitutas damas sanjuaneras. Por lo tanto, tengo por mí que el apellido San Juan, si fuere de raigambre madrileña y relativamente moderno origen, también puede esconder sorpresitas.

A mediados de 1850 funcionó en Madrid lo que parece haber sido la primera sociedad de sexo libre y consentido que existió en nuestra capital. Se trató de Los Guiñolistas, un grupo de hombres y mujeres bien situados, que se dejaban ver por teatros y casinos y que, según un relato de la época que he podido leer, «llegaban al grado íntimo y secreto que a mujeres con mujeres, y a hombres con hombres, enlazan entre sí como a los antiguos cainitas, como a las antiguas discípulas de Safo». De todas maneras, en Madrid existieron mancebías en lugares como el Jardín Botánico, el Prado o la plaza de Oriente, especialmente dedicados a los sodomitas. En un baile celebrado en 1879 en la calle de la Alameda se pudieron ver más de cien homosexuales vestidos con trajes elegantes, joyas, los hombros al aire y el pecho como el de la mujer. Así que si los actuales desfilantes del Orgullo se creen que han inventado algo, mejor que se compren un libro.

Con todo, en aquellos años el mayor lupanar de España, o para ser más políticamente correctos debiéramos decir del Estado español, era Cuba. La existencia de la esclavitud en las colonias favorecía la explotación de mujeres para la prostitución; por así decirlo, la trata de negras era legal. A lo que hay que unir las propias mujeres blancas que, quizá huyendo de escándalos u amenazas en sus lugares de origen, acababan recalando en la isla. En 1873 se hizo una revisión de las prostitutas de La Habana, campaña en la que se inscribieron 400 putas, de las cuales 126 (96 blancas y 30 negras) precisaron asistencias. En 1878 las inscritas son medio millar, y aún no contamos a las clandestinas u ocasionales. La mayoría de ellas se exhibían en la propia cama, pudiendo ser vistas por los paseantes desde la calle.



Bueno, con estas notas queda cerrado este puto capítulo. Y no olvidéis usar condón hasta en los sueños eróticos.