Este blog se toma hoy unas vacaciones. Ya sabéis, lo he comentado otras veces, que cuando dejo de trabajar también dejo de conectarme a internet, cuando menos por algunos días. La semana que viene es una de esas etapas, así pues el blog no se refrescará hasta el año que viene.
Dado que estamos a finales del año natural, me gustaría hacer algo de balance de esta experiencia que empezó hace cosa de año y medio y que, por lo tanto, ésta es la primera vez que cumple un año completo. Balance que debe comenzar con mi felicitación por el año a 53.801 personas. No conozco el nombre de más allá de diez o doce; el resto me son desconocidas. Según Analytics, 53.801 es el número de usuarios que se han conectado a este blog en el curso del año 2007 (alguien me escribió una vez que estas estadísticas no incluyen a quienes se conectan a través de programas de feed y tal, pero honradamente no lo sé).
No sé si os parecen muchos o pocos. A mí me parecen un mogollón. Este blog no tiene más objetivo que compartir; compartir algo que es, a la par que hermoso y hasta divertido, necesario, y es el conocimiento histórico. Cuando empecé a escribir mis post, jamás pensé que podría aspirar a haberle contado historietas a 53.801 personas; ese día de agosto del 2006, si alguien me hubiese preguntado, me habría conformado con 2.000 o 3.000 contertulios. Yo soy el primer sorprendido de esta visualización y debo decir que, con ella de por medio, esas cosas sobre las que leo de vez en cuando, eso de la pájara del blogger y tal, no me afectan. No encuentro razón para que me afecten.
Otro dato que me parece interesante es que el total de páginas vistas es de 101.019. Lo cual quiere decir que cada uno de los visitantes, como media, ha leído casi dos páginas. Esta sensación de que quien viene se queda es, quizá, la que más placer me provoca.
La página más vista (26.396) es, como cabe esperar, el escaparate. El personal entra, mayoritariamente, a ver qué hay, a ver cuál es la oferta del día. En segundo lugar, de largo, ha quedado el excelente post de Tiburcio sobre si Adolf Hitler pudo ganar la segunda mundial, que ha sido visitado 9.382 veces.
22.727 usuarios del año 2007, uno de cada tres, son usuarios recurrentes. Son, por así decirlo, el núcleo duro de este blog. Para ellos, doble felicitación.
Teniendo en cuenta el factor geográfico, de las 76.368 visitas de este año, 55.587 se hicieron desde España. Con 3.539, se ha situado en segundo lugar México, después Argentina (2.238), Perú (2.107), Colombia (1.679), Chile (1.675), Francia (1.240), Estados Unidos (1.234), Venezuela (1.082) y Alemania (863).
Las ciudades más activas son Madrid (23.134 visitas), Barcelona (3.440 visitas), Valencia (1.799), México D.F. (1.296), Santiago de Chile (1.211), Lima (1.192), Bogotá (988), Zaragoza (924) y Sevilla (911).
Otro hecho curioso que anotaré es la extraña composición de los orígenes que más tiempo invierten en el sitio. El líder es un usuario de las Islas Barbados, que se conectó una vez y estuvo 16 minutos. Al ser el único usuario ¿barbadense?, ésa resulta ser la media de las Barbados, motivo por el cual quedan los primeros. Luego están uno o varios usuarios que, desde Gabón, han entrado este año cuatro veces en el sitio, invirtiendo en cada visita como media 5 minutos 16 segundos, que también está muy bien. A corta distancia les siguen los usuarios conectados desde Austria y desde Polonia.
Este año ha habido 660 accesos desde mi tierra, La Coruña. Uf. Seis más y hubiera llegado la Apocalipsis. Sonia, si me estás leyendo, un bico y bon Nadal.
En mi propio nombre y en el de Tiburcio el elefante, os deseo un buen descanso a los que lo tengáis, que será la mayoría, aunque sólo sea durante uno o dos días. Por mi parte, me voy estos días de asueto en compañía de mi Play2 y mis libros; la vida se me distribuye, en porcentajes asimétricos eso sí, entre la lectura sobre la Historia y la inútil práctica de diversos juegos de habilidad y reflejos, de entre los cuales debo reconocer que mis preferidos son los shooters. El año que viene seguiré sin hablaros de las diferentes fases del Call of duty, que es al fin y al cabo un vicio privado, pero llegaré con nuevas historias sobre la Historia, amén de alguna que otra serie que sigue abierta. Y luego está Tiburcio, claro. El verdadero crack de este blog.
Hasta la próxima lectura, brothers.
viernes, diciembre 21, 2007
martes, diciembre 18, 2007
El 98. 2: Y USA cogió su fusil
Si analizamos las cosas superficialmente, podemos llegar a la conclusión de que la celebérrima doctrina Monroe, «América para los americanos», es una teoría aislacionista. Lo es, pero sólo en parte. En realidad, es la base de un modelo expansionista o imperialista por el cual Estados Unidos reclama el papel mundial que cree merecer.
Poco después de iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, los Estados Unidos vivieron su crisis más aguda, una crisis que estuvo a punto de terminar con el país tal y como lo conocemos. Sin embargo, tras una guerra de gran crueldad, consiguió pervivir, bien que con algunas tensiones en su seno que seguirían percibiéndose, con absoluta nitidez, cien años después e incluso hoy en día.
Solventado el problema de su secesión, los Estados Unidos, un país de dimensiones subcontinentales, decidió que había llegado su momento.
De alguna forma, el expansionismo había formado siempre parte del modo de ser americano. Al fin y al cabo, ¿acaso no había sido expansionismo la conquista del Oeste? Por otra parte, existe una razón económica para sustentar el expansionismo estadounidense: la grave crisis que afectó al país en la última década del siglo XIX, un país cuyo modelo de crecimiento se basaba en un aumento exponencial de la productividad que, por lo tanto, para sostenerse necesitaba encontrar mercados más allá de sus propias fronteras.
La elite gobernante y pensadora finisecular norteamericana sostuvo e impulsó el expansionismo. Hablamos de personas como el político John Hay, que llegaría a ser secretario de Estado, o Henry Cabot Lodge, un senador multicitado en aquella época. Pero, tal vez, donde con más claridad se puede ver trazado este viaje hacia el imperialismo es en el libro del marino Alfred Thayer Mahan, The influence of sea power upon History 1660-1783. En este análisis histórico, el capitán Mahan quiso demostrar la tesis de que el auge y la caída de los grandes imperios había tenido siempre una relación directa con la capacidad o incapacidad naval, tanto militar como comercial, de dichos imperios. El libro de Mahan era una llamada para la modernización de la flota naval estadounidense, consejo que no cayó en saco roto pues, de hecho, los últimos años del siglo XIX contemplaron la fabulosa construcción de un poderío naval tan elevado que Estados Unidos logró superar a Gran Bretaña, dueño tradicional de los mares, y todavía medio siglo después pudo soportar un ataque como el de Pearl Harbour y rehacerse en relativamente poco tiempo.
Pero el libro de Mahan va mucho más allá del simple consejo de construir más barcos; diseña, quizá por primera vez en la Historia americana, un sistema de aprovisionamientos y presencia militar/comercial de orden mundial. El capitán comienza argumentando que si se quiere tener una flota ganadora hace falta poder echarle carbón en cualquier punto del mundo, por lo que se necesitan estaciones de aprovisionamiento; y de esa idea va construyendo la de la amplia presencia internacional de los Estados Unidos, en territorios amigos o colonizados.
Esta evolución se produce, también, desde un profundo, intenso nacionalismo. Las gentes de Estados Unidos son un aluvión de gentes del mundo entero que, además, han masacrado a los americanos auténticos (los indios). Sin embargo, en un proceso sorprendente, las generaciones son rapidísimamente asimiladas a la idea de lo americano, hasta el punto de que los habitantes de Estados Unidos, o cuando menos los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) se sienten superiores en términos casi racistas. Josiah Strong escribe en su libro Our Country, en 1885: «Can anyone doubt that this race, unless devitalized by alcohol and tobacco, is destined to disposess many weaker races, assimilate others, and mold de remainder, until, in a very true and important sense, it has Anglo-Saxonized mankind?» (¿Puede alguien dudar de que esta raza, aún debilitada por el alcohol y el tabaco, está destinada a desposeer a muchas razas débiles, asimilar otras y moldear al resto hasta que, en un sentido verdadero e importante, tenga una humanidad anglo-sajonizada?)
En este caldo de cultivo, en los años anteriores a la guerra hispano-estadounidense creció en el país todo un movimiento que se ha dado en llamar jingoísmo. Un famoso espectáculo musical inglés de la época incluía a un personaje, llamado Jingo, un tipo que nunca buscaba pelea pero que, sin embargo, era tremendamente susceptible, así pues respondía siempre que era tan sólo levemente provocado. Theodor Roosevelt, el machista y racista militar que llegará a la Casa Blanca cuando toda esta olla está hirviendo, será el mayor jingoísta del país, argumentando que Estados Unidos no quiere luchar con nadie pero que, si lo hace, «tenemos los barcos, tenemos los hombres y tenemos el dinero necesario». En ninguna de las tres cosas mentía.
En el fondo, el jingoísmo es una ideología un poco tramposa. Teóricamente, significa yo me voy a quedar quietecito mientras no me provoquen. Pero, con el tiempo, cada vez más el concepto de «no me provoquen» empezó a significar, cada vez más, «no hagan lo que yo quiero que hagan». A Estados Unidos, en todo caso, le ha costado muchas décadas asumir su papel de líder mundial y, todavía, Franklin Delano Roosevelt tuvo que enfrentarse, en la segunda guerra mundial, a una opinión pública que era más bien poco proclive a la idea de mandar a sus chicos a las playas de Normandía. De hecho, esta situación es la que ha provocado que la Historia se pregunte constantemente en qué condiciones se produjo la anexión japonesa de Pearl Harbour, hasta qué punto FDR lo sabía, y hasta qué punto dejó que ocurriese, porque sabía que era la forma de conseguir que el país entrase en la guerra.
Hay otro factor que explica notablemente la escalada que llevó a la guerra contra España: la prensa. El siglo XIX es el momento de los grandes inventores de la prensa sensacionalista, los editores William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Especialmente el primero, que inspiró el personaje de James Foster Kane en la inolvidable obra maestra de Orson Welles. Una anécdota de Hearst, no sé si cierta pero desde luego creíble, es que en cierta ocasión envió a un periodista a Cuba para que le enviase crónicas sobre la guerra de los mambises contra los españoles. El corresponsal, después de unos días de aclimatación, envió un telegrama que más o menos decía: «No guerra en Cuba. Puedo enviar poemas». Hearst le contestó: «Tú envía poemas. La guerra la pongo yo».
El gran chollo para la prensa amarilla estadounidense (que, por cierto, se llama amarilla por un personaje de una tira de los periódicos de Hearst, que era completamente amarillo como lo son hoy los Simpson) fue el general Weyler. Como ya hemos visto al analizar el punto de vista español, Weyler llegó a Cuba a aplicar la mano dura, y la aplicó. Esta política fue ampliamente recogida, y en ocasiones «creativamente amplificada», por la prensa amarilla estadounidense, creándose con ello una imagen de los españoles como invasores medievales que trataban a la insurgencia cubana con violencia inquisitorial.
Las presiones jingoístas y de la prensa fueron continuadas en el último cuarto de siglo. El presidente Grover Cleveland era un decidido pacifista, y consiguió evitarlas. Pero su sucesor, William McKinley, no tuvo tanta suerte.
A los americanos siempre les ha gustado tener presidentes que han luchado en la guerra. Hoy por hoy, sigue siendo de cierta importancia que los candidatos hicieran alguna cosita en Vietnam. McKinley llegó a la presidencia, entre otras cosas, porque había luchado en la guerra de secesión, algo que ya empezaba a estar lejano (de hecho, fue el último presidente de los EEUU que estuvo en esa guerra). Resultó elegido en 1896. Era un tipo muy religioso y más bien pacífico. De hecho, trató de enfriar la olla cubana convenciendo a España de alguna solución pactada, del tipo de dotar a Cuba con el estatus que entonces tenía Canadá en la Commonwealth o, como hemos visto, directamente venderle la isla a Estados Unidos. También sabemos el tipo de respuesta que le dio España. De hecho, lo que hicimos los españoles fue despreciar a McKinley, pues aquel metodista estaba muy lejos de dar la imagen de lo que entonces pensábamos que debía ser un hombre de Estado. España, de hecho, tenía muy poca idea del poder y la capacidad de Estados Unidos, pues seguía siendo un país eurocéntrico. En decisiones como la adopción de su horario oficial (que está extrañamente alineado con el de Berlín), la España de finales del siglo XIX está mostrando claramente que hace una lectura del poder mundial un poco aún de los tiempos de Napoleón, cuando las cosas han cambiado ya un poquito.
En febrero de 1898, por fin la prensa amarilla encontró lo que estaba buscando para prender la mecha. El New York Journal, propiedad de Hearst, publicó una carta confidencial del embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lome, a un amigo en La Habana, en la que ponía a McKinley de tonto para abajo. La cosa se puso chula.
Y entonces ocurrió lo del Maine.
Remenber the Maine, to the hell with Spain. Éste fue el pareado (en pronunciación inglesa, Maine y Spain riman) que la prensa amarilla repetiría machaconamente tras el incidente. El buque de guerra estadounidense Maine se encontraba el 15 de febrero surto en el puerto de La Habana tras haber sido enviado allí para proteger los intereses americanos en caso de que surgiesen problemas con los españoles. Ese día, el barco explotó, matando a 266 estadounidenses.
A día de hoy, lo cual casi seguro quiere decir para siempre, no sabemos exactamente qué pasó. La comisión española de investigación concluyó que la explosión tuvo un origen interno y, probablemente, accidental. La comisión estadounidense, por el contrario, concluyó que la explosión había sido externa y se había debido a una mina o un torpedo, por supuesto colocado o lanzado por España. Esta tesis permaneció inalterada por parte americana hasta 1911, cuando el caso se volvió a investigar, aunque la única variación que generó dicha investigación fue la teoría de que la mina, probablemente, era más pequeña de lo inicialmente estimado.
En 1976, un almirante estadounidense, Hyman G. Rickover, dirigió una nueva investigación sobre el asunto. Ya con casi cien años de distancia, los estadounidenses se mostraron más cercanos a las tesis españolas y, de hecho, este equipo de investigación tomó como la tesis más probable que la explosión fuese generada por un fuego en alguna de las calderas de carbón del barco. En febrero de 1998, coincidiendo con el centenario del evento, la revista National Geographic hizo su propia investigación, usando simulaciones por ordenador y esas cosas, y llegó a una conclusión que más parece gallega que estadounidense: lo mismo fue una explosión interior que exterior. Muy listos los del Geographic. Gracias a ellos, hemos podido descartar la tesis de que el Maine fuese impactado por la estrella que mató a los dinosaurios.
Sea la que sea la razón del estallido del Maine, lo cierto es que ejerció sobre la sociedad norteamericana exactamente el mismo efecto que el ataque de Pearl Harbour. Las encuestas de aquella época indican una opinión pública que se definía en un 90% por el odio a España; un nivel de consenso parecido al alcanzado en el 2004 en España contra la guerra de Iraq. Los jingoístas se sentaban en las escaleras del Capitolio, demandando guerra. McKinley, en realidad, seguía sin querer la guerra. Pero ya no pudo parar al Congreso, que la declaró el 25 de abril. Las peticiones de guerra eran constantes en la prensa y en las calles. Muchos historiadores estadounidenses suelen criticar a España por no querer vender Cuba a causa de nuestra acromegálica idea del honor, que nos hacía incapaces de aceptar un trato así. Y es cierto que España se creía en la necesidad de defender su reputación; pero lo cierto es que Estados Unidos también entró en la guerra por la misma razón. Para los americanos, la agresión del Maine fue un golpe en la reputación de lo americano y, por eso, exigieron venganza, acción. Y la tuvieron.
Como ya sabemos, fue una guerra corta y desigual; lo cual no evitó que la prensa amarilla siguiera haciendo de las suyas, afirmando cosas como que España tenía planes para invadir la costa Este por sitios como Newport o Rhode Island. Para mearse de risa.
En la conferencia de París, celebrada en diciembre de 1898 y en la que España dijo adiós a los restos de sus colonias, no estuvieron ni los insurgentes cubanos ni los filipinos (no olvidemos que la primera batalla de la guerra de Cuba es la de Cavite y que la dominación de Filipinas también está sobre la mesa). Con esto, Estados Unidos dejaba bastante claro lo que le importaban los movimientos independentistas, algo de lo que volveremos a hablar en la tercera toma de este coñazo, cuando hablemos desde el punto de vista cubano.
Dejando aparte Cuba de momento, lo que sí conviene decir aquí es que el gran problema de París no fue Cuba, sino Filipinas. Estados Unidos tenía miedo de abandonar las islas y dejarlas a su suerte sin dueño, porque no confiaba en Aguinaldo, el líder independentista, y sabía que Alemania andaba por esas aguas buscando islas para dominar (por ejemplo, las Carolinas que acabó afanándole a España). Por ello, McKinley y sus estrategas comenzaron a elaborar argumentos variados para justificar la anexión a los Estados Unidos, algunos de estos argumentos tan peregrinos como que los EEUU habían sido llamados a cristianizar Filipinas (un país ya entonces mayoritariamente católico, esto es, cristianizado by default). España, en un último intento de pillar algo, argumentó en París que Estados Unidos nunca había intentado invadir Filipinas, así pues no tenía derecho a anexionarse la isla así como así; ésta es la razón de que McKinley aceptase pagarnos 20 millones de dólares (por Filipinas, no por Cuba). El acuerdo fue aprobado por el Senado por un estrecho margen, teniendo en cuenta que la tentativa despertó en el país toda una campaña anti-imperialista en la que participó, entre otros, el célebre escritor Mark Twain. Este sector de la intelligentsia americana llegaba tarde. Sus pretensiones de quebrar el proceso imperialista era ya algo más naive que otra cosa. Aunque tampoco se vaya a creer nadie que era un movimiento democrático; a la mayoría de los contrarios a la anexión lo que les preocupaba es que, si Estados Unidos se dedicaba a pillar territorios por ahí, acabase por contaminarse su pureza WASP.
La decisión, en todo caso, inició una guerra de guerrillas en Filipinas en el mismo 1898. En cuatro años, le costó 4.000 vidas americanas. Filipinas no sería independiente hasta 1946.
En suma, la guerra de Cuba sirvió para que Estados Unidos tensara los músculos y se diese cuenta de que, ahora, era el matón del barrio. Aunque, como sabemos bien, sus bravuconadas, luego, no le han salido siempre bien.
Poco después de iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, los Estados Unidos vivieron su crisis más aguda, una crisis que estuvo a punto de terminar con el país tal y como lo conocemos. Sin embargo, tras una guerra de gran crueldad, consiguió pervivir, bien que con algunas tensiones en su seno que seguirían percibiéndose, con absoluta nitidez, cien años después e incluso hoy en día.
Solventado el problema de su secesión, los Estados Unidos, un país de dimensiones subcontinentales, decidió que había llegado su momento.
De alguna forma, el expansionismo había formado siempre parte del modo de ser americano. Al fin y al cabo, ¿acaso no había sido expansionismo la conquista del Oeste? Por otra parte, existe una razón económica para sustentar el expansionismo estadounidense: la grave crisis que afectó al país en la última década del siglo XIX, un país cuyo modelo de crecimiento se basaba en un aumento exponencial de la productividad que, por lo tanto, para sostenerse necesitaba encontrar mercados más allá de sus propias fronteras.
La elite gobernante y pensadora finisecular norteamericana sostuvo e impulsó el expansionismo. Hablamos de personas como el político John Hay, que llegaría a ser secretario de Estado, o Henry Cabot Lodge, un senador multicitado en aquella época. Pero, tal vez, donde con más claridad se puede ver trazado este viaje hacia el imperialismo es en el libro del marino Alfred Thayer Mahan, The influence of sea power upon History 1660-1783. En este análisis histórico, el capitán Mahan quiso demostrar la tesis de que el auge y la caída de los grandes imperios había tenido siempre una relación directa con la capacidad o incapacidad naval, tanto militar como comercial, de dichos imperios. El libro de Mahan era una llamada para la modernización de la flota naval estadounidense, consejo que no cayó en saco roto pues, de hecho, los últimos años del siglo XIX contemplaron la fabulosa construcción de un poderío naval tan elevado que Estados Unidos logró superar a Gran Bretaña, dueño tradicional de los mares, y todavía medio siglo después pudo soportar un ataque como el de Pearl Harbour y rehacerse en relativamente poco tiempo.
Pero el libro de Mahan va mucho más allá del simple consejo de construir más barcos; diseña, quizá por primera vez en la Historia americana, un sistema de aprovisionamientos y presencia militar/comercial de orden mundial. El capitán comienza argumentando que si se quiere tener una flota ganadora hace falta poder echarle carbón en cualquier punto del mundo, por lo que se necesitan estaciones de aprovisionamiento; y de esa idea va construyendo la de la amplia presencia internacional de los Estados Unidos, en territorios amigos o colonizados.
Esta evolución se produce, también, desde un profundo, intenso nacionalismo. Las gentes de Estados Unidos son un aluvión de gentes del mundo entero que, además, han masacrado a los americanos auténticos (los indios). Sin embargo, en un proceso sorprendente, las generaciones son rapidísimamente asimiladas a la idea de lo americano, hasta el punto de que los habitantes de Estados Unidos, o cuando menos los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) se sienten superiores en términos casi racistas. Josiah Strong escribe en su libro Our Country, en 1885: «Can anyone doubt that this race, unless devitalized by alcohol and tobacco, is destined to disposess many weaker races, assimilate others, and mold de remainder, until, in a very true and important sense, it has Anglo-Saxonized mankind?» (¿Puede alguien dudar de que esta raza, aún debilitada por el alcohol y el tabaco, está destinada a desposeer a muchas razas débiles, asimilar otras y moldear al resto hasta que, en un sentido verdadero e importante, tenga una humanidad anglo-sajonizada?)
En este caldo de cultivo, en los años anteriores a la guerra hispano-estadounidense creció en el país todo un movimiento que se ha dado en llamar jingoísmo. Un famoso espectáculo musical inglés de la época incluía a un personaje, llamado Jingo, un tipo que nunca buscaba pelea pero que, sin embargo, era tremendamente susceptible, así pues respondía siempre que era tan sólo levemente provocado. Theodor Roosevelt, el machista y racista militar que llegará a la Casa Blanca cuando toda esta olla está hirviendo, será el mayor jingoísta del país, argumentando que Estados Unidos no quiere luchar con nadie pero que, si lo hace, «tenemos los barcos, tenemos los hombres y tenemos el dinero necesario». En ninguna de las tres cosas mentía.
En el fondo, el jingoísmo es una ideología un poco tramposa. Teóricamente, significa yo me voy a quedar quietecito mientras no me provoquen. Pero, con el tiempo, cada vez más el concepto de «no me provoquen» empezó a significar, cada vez más, «no hagan lo que yo quiero que hagan». A Estados Unidos, en todo caso, le ha costado muchas décadas asumir su papel de líder mundial y, todavía, Franklin Delano Roosevelt tuvo que enfrentarse, en la segunda guerra mundial, a una opinión pública que era más bien poco proclive a la idea de mandar a sus chicos a las playas de Normandía. De hecho, esta situación es la que ha provocado que la Historia se pregunte constantemente en qué condiciones se produjo la anexión japonesa de Pearl Harbour, hasta qué punto FDR lo sabía, y hasta qué punto dejó que ocurriese, porque sabía que era la forma de conseguir que el país entrase en la guerra.
Hay otro factor que explica notablemente la escalada que llevó a la guerra contra España: la prensa. El siglo XIX es el momento de los grandes inventores de la prensa sensacionalista, los editores William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Especialmente el primero, que inspiró el personaje de James Foster Kane en la inolvidable obra maestra de Orson Welles. Una anécdota de Hearst, no sé si cierta pero desde luego creíble, es que en cierta ocasión envió a un periodista a Cuba para que le enviase crónicas sobre la guerra de los mambises contra los españoles. El corresponsal, después de unos días de aclimatación, envió un telegrama que más o menos decía: «No guerra en Cuba. Puedo enviar poemas». Hearst le contestó: «Tú envía poemas. La guerra la pongo yo».
El gran chollo para la prensa amarilla estadounidense (que, por cierto, se llama amarilla por un personaje de una tira de los periódicos de Hearst, que era completamente amarillo como lo son hoy los Simpson) fue el general Weyler. Como ya hemos visto al analizar el punto de vista español, Weyler llegó a Cuba a aplicar la mano dura, y la aplicó. Esta política fue ampliamente recogida, y en ocasiones «creativamente amplificada», por la prensa amarilla estadounidense, creándose con ello una imagen de los españoles como invasores medievales que trataban a la insurgencia cubana con violencia inquisitorial.
Las presiones jingoístas y de la prensa fueron continuadas en el último cuarto de siglo. El presidente Grover Cleveland era un decidido pacifista, y consiguió evitarlas. Pero su sucesor, William McKinley, no tuvo tanta suerte.
A los americanos siempre les ha gustado tener presidentes que han luchado en la guerra. Hoy por hoy, sigue siendo de cierta importancia que los candidatos hicieran alguna cosita en Vietnam. McKinley llegó a la presidencia, entre otras cosas, porque había luchado en la guerra de secesión, algo que ya empezaba a estar lejano (de hecho, fue el último presidente de los EEUU que estuvo en esa guerra). Resultó elegido en 1896. Era un tipo muy religioso y más bien pacífico. De hecho, trató de enfriar la olla cubana convenciendo a España de alguna solución pactada, del tipo de dotar a Cuba con el estatus que entonces tenía Canadá en la Commonwealth o, como hemos visto, directamente venderle la isla a Estados Unidos. También sabemos el tipo de respuesta que le dio España. De hecho, lo que hicimos los españoles fue despreciar a McKinley, pues aquel metodista estaba muy lejos de dar la imagen de lo que entonces pensábamos que debía ser un hombre de Estado. España, de hecho, tenía muy poca idea del poder y la capacidad de Estados Unidos, pues seguía siendo un país eurocéntrico. En decisiones como la adopción de su horario oficial (que está extrañamente alineado con el de Berlín), la España de finales del siglo XIX está mostrando claramente que hace una lectura del poder mundial un poco aún de los tiempos de Napoleón, cuando las cosas han cambiado ya un poquito.
En febrero de 1898, por fin la prensa amarilla encontró lo que estaba buscando para prender la mecha. El New York Journal, propiedad de Hearst, publicó una carta confidencial del embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lome, a un amigo en La Habana, en la que ponía a McKinley de tonto para abajo. La cosa se puso chula.
Y entonces ocurrió lo del Maine.
Remenber the Maine, to the hell with Spain. Éste fue el pareado (en pronunciación inglesa, Maine y Spain riman) que la prensa amarilla repetiría machaconamente tras el incidente. El buque de guerra estadounidense Maine se encontraba el 15 de febrero surto en el puerto de La Habana tras haber sido enviado allí para proteger los intereses americanos en caso de que surgiesen problemas con los españoles. Ese día, el barco explotó, matando a 266 estadounidenses.
A día de hoy, lo cual casi seguro quiere decir para siempre, no sabemos exactamente qué pasó. La comisión española de investigación concluyó que la explosión tuvo un origen interno y, probablemente, accidental. La comisión estadounidense, por el contrario, concluyó que la explosión había sido externa y se había debido a una mina o un torpedo, por supuesto colocado o lanzado por España. Esta tesis permaneció inalterada por parte americana hasta 1911, cuando el caso se volvió a investigar, aunque la única variación que generó dicha investigación fue la teoría de que la mina, probablemente, era más pequeña de lo inicialmente estimado.
En 1976, un almirante estadounidense, Hyman G. Rickover, dirigió una nueva investigación sobre el asunto. Ya con casi cien años de distancia, los estadounidenses se mostraron más cercanos a las tesis españolas y, de hecho, este equipo de investigación tomó como la tesis más probable que la explosión fuese generada por un fuego en alguna de las calderas de carbón del barco. En febrero de 1998, coincidiendo con el centenario del evento, la revista National Geographic hizo su propia investigación, usando simulaciones por ordenador y esas cosas, y llegó a una conclusión que más parece gallega que estadounidense: lo mismo fue una explosión interior que exterior. Muy listos los del Geographic. Gracias a ellos, hemos podido descartar la tesis de que el Maine fuese impactado por la estrella que mató a los dinosaurios.
Sea la que sea la razón del estallido del Maine, lo cierto es que ejerció sobre la sociedad norteamericana exactamente el mismo efecto que el ataque de Pearl Harbour. Las encuestas de aquella época indican una opinión pública que se definía en un 90% por el odio a España; un nivel de consenso parecido al alcanzado en el 2004 en España contra la guerra de Iraq. Los jingoístas se sentaban en las escaleras del Capitolio, demandando guerra. McKinley, en realidad, seguía sin querer la guerra. Pero ya no pudo parar al Congreso, que la declaró el 25 de abril. Las peticiones de guerra eran constantes en la prensa y en las calles. Muchos historiadores estadounidenses suelen criticar a España por no querer vender Cuba a causa de nuestra acromegálica idea del honor, que nos hacía incapaces de aceptar un trato así. Y es cierto que España se creía en la necesidad de defender su reputación; pero lo cierto es que Estados Unidos también entró en la guerra por la misma razón. Para los americanos, la agresión del Maine fue un golpe en la reputación de lo americano y, por eso, exigieron venganza, acción. Y la tuvieron.
Como ya sabemos, fue una guerra corta y desigual; lo cual no evitó que la prensa amarilla siguiera haciendo de las suyas, afirmando cosas como que España tenía planes para invadir la costa Este por sitios como Newport o Rhode Island. Para mearse de risa.
En la conferencia de París, celebrada en diciembre de 1898 y en la que España dijo adiós a los restos de sus colonias, no estuvieron ni los insurgentes cubanos ni los filipinos (no olvidemos que la primera batalla de la guerra de Cuba es la de Cavite y que la dominación de Filipinas también está sobre la mesa). Con esto, Estados Unidos dejaba bastante claro lo que le importaban los movimientos independentistas, algo de lo que volveremos a hablar en la tercera toma de este coñazo, cuando hablemos desde el punto de vista cubano.
Dejando aparte Cuba de momento, lo que sí conviene decir aquí es que el gran problema de París no fue Cuba, sino Filipinas. Estados Unidos tenía miedo de abandonar las islas y dejarlas a su suerte sin dueño, porque no confiaba en Aguinaldo, el líder independentista, y sabía que Alemania andaba por esas aguas buscando islas para dominar (por ejemplo, las Carolinas que acabó afanándole a España). Por ello, McKinley y sus estrategas comenzaron a elaborar argumentos variados para justificar la anexión a los Estados Unidos, algunos de estos argumentos tan peregrinos como que los EEUU habían sido llamados a cristianizar Filipinas (un país ya entonces mayoritariamente católico, esto es, cristianizado by default). España, en un último intento de pillar algo, argumentó en París que Estados Unidos nunca había intentado invadir Filipinas, así pues no tenía derecho a anexionarse la isla así como así; ésta es la razón de que McKinley aceptase pagarnos 20 millones de dólares (por Filipinas, no por Cuba). El acuerdo fue aprobado por el Senado por un estrecho margen, teniendo en cuenta que la tentativa despertó en el país toda una campaña anti-imperialista en la que participó, entre otros, el célebre escritor Mark Twain. Este sector de la intelligentsia americana llegaba tarde. Sus pretensiones de quebrar el proceso imperialista era ya algo más naive que otra cosa. Aunque tampoco se vaya a creer nadie que era un movimiento democrático; a la mayoría de los contrarios a la anexión lo que les preocupaba es que, si Estados Unidos se dedicaba a pillar territorios por ahí, acabase por contaminarse su pureza WASP.
La decisión, en todo caso, inició una guerra de guerrillas en Filipinas en el mismo 1898. En cuatro años, le costó 4.000 vidas americanas. Filipinas no sería independiente hasta 1946.
En suma, la guerra de Cuba sirvió para que Estados Unidos tensara los músculos y se diese cuenta de que, ahora, era el matón del barrio. Aunque, como sabemos bien, sus bravuconadas, luego, no le han salido siempre bien.
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