Como bien sabréis los que sois lo suficientemente listos como para frecuentar su blog, Tiburcio Samsa, a la par que elefante, es budista. Estoy ligeramente informado sobre las consecuencias que ser budista tiene para los humanos pero, sinceramente, no tengo demasiada información sobre cómo se cuece esta filosofía dentro de un paquidermo. Mis amigos budistas, y tengo varios, suelen ser gente silenciosa y tirando a cauta. No sé si un elefante budista se reconocerá porque nunca va el primero de la manada, ni tampoco el último; o, tal vez, es que son budistas los elefantes ésos de los circos que han aprendido a postrarse.
El caso es que, siendo budista, Tiburcio creerá, digo yo, en la reencarnación. Nunca se lo he preguntado, pero lo doy por hecho, porque para alguien que se sabe incapaz de hacer cosas tan placenteras como dedicarse a estallar las pompitas de los plásticos de embalaje (o si no, ya me diréis cómo se las arregla un elefante para hacerlo), es una indudable ilusión creer en una vida posterior en la que ello será posible. La teoría, además, explicaría la mala leche de Tiburcio. Si no estoy equivocado, la reencarnación se basa en la creencia de que se viven muchas vidas y son los méritos de la vida n-1 los que deciden en qué te reencarnarás en la vida n. Si partimos de la base teórica (discutible, cierto es) de que en la escala de los seres vivos un elefante es un ser inferior al registrador de la propiedad, deberemos colegir que el hecho de que Tiburcio sea un elefante y no un registrador de la propiedad se debe a algún defecto suyo; y yo apostaría por su mala leche.
Toda esta cadena de chorradas la escribo para sustentar un hecho que este blog hace cada vez más incontrovertible: en una vida anterior, Tiburcio debió ser elefante de guerra. No sé si númida, cartaginés o persa. No sé si lo habrán montado (con perdón) Yugurta, Atila o Artajerjes. Pero que a este chico le gusta la guerra más que a mí los Solano Classic, está fuera de toda duda. Hoy, en este post, nos habla, cómo no, de guerra. De la grande, de la definitiva; de la, como dice él, guerra fetén. Y tiene razón. La segunda guerra mundial tiene mucho atractivo por esas cosas de Hitler y el cine y tal. Pero, para guerra, ciertamente, la que hubo antes, la primera.
Os dejo con Ina, aunque yo tocaré los cataplines alguna vez, entre corchetes, porque entre las cosas que él os va a contar hay alguna que me peta precisar.
La guerra fetén. By Tiburcio Samsa.
La II Guerra Mundial no fue más que la repetición con más medios de la I Guerra Mundial. Fue muy vistosa, pero no hizo más que confirmar los resultados de la I Guerra Mundial, que fue donde de verdad se repartió el bacalao. Podemos decir que la Historia del siglo XX ha consistido en ver qué hacíamos con el legado de la I Guerra Mundial.
¿Cuál fue ese legado de la I Guerra Mundial con el que llevamos casi un siglo intentando sobrevivir? Yo lo resumiría en los siguientes puntos:
* Emergencia de Estados Unidos como superpotencia. A comienzos del siglo XX, la economía norteamericana ya se había aproximado en términos de producción a la europea. En 1914 Estados Unidos ya era una potencia mundial con la que había que contar, aunque muchos europeos, afectados de ombliguismo, no quisieran verlo. Sin la Gran Guerra, tal vez Estados Unidos habría entrado en el tablero mundial como una gran potencia entre otras grandes potencias. La Gran Guerra permitió que Estados Unidos adelantase a las potencias europeas. A su término Europa estaba endeudada con Estados Unidos, cuya tardía intervención salvó el día para los aliados.
[Siendo cierto este análisis, creo debe completarse con un viaje que Estados Unidos había iniciado ya décadas atrás, y es el abandono del aislacionismo. En tiempos de Teddy Roosevelt, Estados Unidos comienza a reflexionar sobre que tiene un papel que jugar en el mundo y que no puede circunscribirse a la acción exclusiva dentro de América, tal y como propugnaba la denominada doctrina Monroe. No fue un proceso ni fácil ni corto: otro Roosevelt, Franklin Delano, tuvo muchísimas dificultades para romperlo varias décadas después, hasta el punto de especularse que conocía los planes de ataque de Pearl Harbour, pero que dejó que la agresión se produjese para poder tener una razón de entrar en la guerra.]
La II Guerra Mundial fue una repetición y ampliación de la jugada. Mientras que británicos y franceses tal vez hubieran podido derrotar a los alemanes sin ayuda en 1918, en 1940 no lo hubieran podido hacer sin la intervención norteamericana. Incluso puede afirmarse que sin los armamentos que Estados Unidos proporcionó a la URSS en 1941 y 1942, tal vez los alemanes hubieran podido derrotarla en el invierno de 1941. Si al término de la Gran Guerra Estados Unidos podía ser visto como un primus inter pares, al término de la II Guerra Mundial era como el primo de zumosol cargado de esteroides e inyectado de hormona del crecimiento.
* Conflicto árabe-israelí. Es probable que en Oriente Medio hubiera habido tortas en cualquier caso. Muchos años antes de la I Guerra Mundial, los sionistas habían iniciado su movimiento para crear un estado judío en Palestina. Lo que cambió las cosas fue la Declaración Balfour de 1917, por la que Gran Bretaña se comprometía a la creación de un hogar nacional judío en Palestina [también cierto, aunque yo creo que mucho más importante fue el acuerdo Sykes-Picott]. Eso fue como azuzar un avispero. En vísperas de la II Guerra Mundial las espadas entre árabes y judíos ya estaban más que levantadas. La II Guerra Mundial lo que hizo fue acelerar la creación de un estado de Israel, que en todo caso se hubiera acabado creando con o sin guerra.
Otro efecto de la Gran Guerra fue el mapa de Oriente Medio tal y como lo conocemos. Los británicos y marginalmente los franceses ocuparon las regiones no-turcas del Imperio Otomano. En la Conferencia de El Cairo de 1921 los británicos con una parte de frivolidad y otra de improvisación delinearon las fronteras de Oriente Medio. Iraq surgió como reino porque tenía petróleo y había que satisfacer a los hashemitas a los que se les habían hecho muchas promesas incumplidas. Jordania era un trozo de desierto que se convirtió en país para satisfacer a otro príncipe hashemita. Palestina quedó como un protectorado británico, que debía de servir para proteger al Canal de Suez de ataques procedentes del norte y el este. Arabia Saudí se formó con los trozos de desierto que no interesaban a nadie, más que a los saudíes a los que había que recompensar por su ayuda en la guerra, aunque fuera a costa de los hashemitas que controlaban el Hedjaz.
En resumen, la Gran Guerra nos dejó un mapa de Oriente Medio manifiestamente mejorable y la II Guerra Mundial no cambió nada de eso.
* Desaparición del Imperio Austro-Húngaro. Desde el siglo XVI el Imperio de los Habsburgos había controlado el centro de Europa y había ofrecido estabilidad en esa zona. El Imperio Habsburgo entró en el siglo XX muy tocado del ala. Sus estructuras obsoletas no eran las más indicadas para hacer frente a los nuevos nacionalismos. Es posible que incluso sin Gran Guerra el Imperio Habsburgo no hubiese sobrevivido. Pero sin la Gran Guerra, tal vez la ruptura habría sido menos traumática y las fronteras resultantes más lógicas (por citar algunos ejemplos: las mayorías húngaras de la Transilvania, hoy rumana, y la Voivodina, hoy serbia, habrían podido permanecer dentro de Hungría; se habría mantenido la distinción entre serbios y croatas y no se les habría unido en un inestable Reino de Yugoslavia; la Austria post-imperial habría podido integrarse en Alemania de una manera menos violenta que la del Anschluss hitleriano…). Sí, seguramente sin la Gran Guerra no habríamos conocido los conflictos balcánicos de los años 90.
* El inicio del fin de los imperios coloniales europeos. Durante la Gran Guerra se pidió a algunas de las colonias un esfuerzo bélico importante, lo que tuvo consecuencias de cara al surgimiento en ellas de una conciencia nacional. Australia (que no era técnicamente una colonia) recuerda especialmente el desembarco de Gallipoli, donde murieron miles de australianos. Las tropas indias fueron claves en la campaña de Mesopotamia. Muchos senegaleses murieron en las fronteras francesas.
De más trascendencia fueron los Doce Puntos del Presidente Wilson para lograr una paz justa y duradera. No fueron pocos los que advirtieron el doble rasero de reconocer los derechos de las minorías nacionales en Europa y olvidarse de los de los pueblos colonizados. Una señal de que ya no era tan sencillo colonizar como antes de 1914 fue el hecho de que las colonias de los vencidos se entregaran a los vencedores en calidad de mandatos, no de colonias. Tal vez de facto no pareciera muy relevante, pero ya indicaba hacia dónde se encaminaba la sociedad internacional.
Hay una última consecuencia de la I Guerra Mundial que influyó sobre el siglo XX, pero cuya influencia ya ha expirado: el triunfo del comunismo. La Rusia zarista anterior a la guerra estaba industrializándose y había iniciado unas tímidas reformas liberalizadoras. Es seguro que sin la Gran Guerra, el comunismo no habría triunfado. Y no lo digo yo, lo pensaba Lenin que en los años previos a la guerra se encontraba alicaído, viendo que nunca triunfarían.
Lo curioso es que el comunismo, que fue una de las ideologías en alza en el período de entreguerras y que fue la ideología rival del capitalismo durante la Guerra Fría, se ha desvanecido del tablero sin dejar más que unas cuantas repúblicas populares exóticas (Cuba, Corea del Norte y poco más) y unos partidos comunistas que, o no tienen posibilidades de alcanzar el poder o, cuando las tienen, se comportan más como socialdemócratas que como comunistas. Supongo que dentro de unos siglos veremos el comunismo como vemos a Atila, a Tamerlán, o a Ajnatón, torbellinos históricos que pasaron como un vendaval por la Historia, pero que apenas dejaron rastro. No creo que la Europa actual hubiese sido muy diferente sin los cuarenta y cinco años de comunismo que pasó Europa del Este y la propia Rusia, posiblemente sin Revolución de Octubre, no habría sido muy diferente de la actual, una semidemocracia autoritaria.
En fin, que deberíamos ver menos películas sobre el desembarco en Normandía y Pearl Harbour y estudiar un poco más la I Guerra Mundial, que es la fetén.
viernes, septiembre 21, 2007
martes, septiembre 18, 2007
El primer Borbón motorizado
Imaginaros esta escena: un día, en su voluntad por hacer cada vez más dinero, los fabricantes de los coches de Fórmula 1, ésos que conducen Fernando Alonso y el pérfido Lewis Hamilton, deciden poner a la venta réplicas de esos coches para el uso particular. En fin, si lo compras no puedes pasarlo de 120 kilómetros a la hora pero, al fin y al cabo, como dicen los sajones, it’s up to you. Automáticamente, todos los aficionados a la velocidad con suficiente dinero tratan de hacerse con uno.
Uno de esos aficionados resulta ser Juan Carlos I, rey de España. El rey, en efecto, decide comprarse con su pasta un coche de Fórmula 1. Y lo que provoca con esa decisión es una reunión del gobierno. Los ministros de Zapatero y el propio Zapatero se reúnen en Moncloa para alcanzar el acuerdo unánime de solicitar al rey que no se compre el coche.
Un gobierno solicitando al jefe del Estado que no se compre un coche. ¿Podéis imaginar una situación más gilipollas?
Pues no me la he inventado. Ocurrió, no con Juan Carlos de Borbón sino con su abuelo, Alfonso XIII; y, lógicamente, no era Zapatero quien presidía el gobierno, sino el mallorquín Antonio Maura.
Ocurrió a principios de siglo, más concretamente en 1904. En aquel entonces, Alfonso XIII era poco más que un adolescente imberbe que ya era rey a causa de la prematura muerte, algunos años antes, de su padre Alfonso XII. En España apenas había automóviles, y los que había eran caprichos de aristócratas millonarios. Sin embargo, tener coche empezaba a ser de lo más chic, y sabido es que a los reyes estas cosas de lo que está de moda les suelen molar bastante.
Alfonso decidió comprarse varios coches en Francia, que entonces era el principal constructor europeo de estas máquinas. A sus 18 años y compartiendo esa característica genética de los Borbones, que siempre han sido muy deportistas (de hecho, por alguna extraña razón los miembros de las familias reales, pudiendo elegir ser matemáticos, ingenieros, pintores, novelistas o antropólogos, casi siempre deciden dedicarse al deporte), el rey Alfonso quería un coche para sacarlo por ahí y ponerlo a buena velocidad. Ya hemos dicho, además, que tener coche entonces era cosa de aristócratas y éstos, la verdad, lo primero que hacían nada más estrenar el buga era ir a enseñárselo a su majestad, en parte para que se habituase a la novedad, en parte, hemos de suponer, para darle en todo el bebe: tú serás majestad, Majestad, pero no tienes coche. Ajo y agua.
Lo que no era el coche entonces es medio de transporte de fiar. O sea, servía para correr, para subir y bajar cuestas y para chulearse de pilotaje y tal; pero el coche servir, servir, lo que se dice servir, para el transporte personal, no servía. Las carreteras, en primer lugar, eran una puñetera mierda, y así siguieron hasta el magno plan de carreteras puesto en marcha en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, o sea veinte años después de los tiempos que ahora relatamos. En segundo lugar, la mecánica de los vehículos era compleja y en casos torpe, así pues lo normal es que cualquier coche, pasados unos cuantos kilómetros, se estropease sin causa aparente, como hacen hoy los sistemas operativos; y como no solía haber talleres, la reparación corría a cargo de los propios viajeros, motivo por el cual en aquel entonces a los chóferes se les llamaba mecánicos. Y, por último, está el asunto de que, como todavía no existían las competiciones de la Fórmula 1 para poner a prueba los neumáticos, las ruedas eran otra puñetera mierda, así pues si no fallaba la mecánica fallaban éstas. Cuando alguien quería de verdad llegar a algún sitio, iba en carreta, en ferrocarril o andando. Pero no en coche porque si iba en coche sabía que no llegaría.
Esta inutilidad del automóvil, que hoy debemos explicar para poder situarnos, animó, dentro del gobierno, la discusión sobre si era lógico que el rey se comprase los putos coches franceses. A los ministros, además, les preocupaba enormemente el asunto de la velocidad. A la monarquía borbónica ya le había pasado el finiquito rozando con la inesperada muerte de Alfonso XII, que sólo por los pelos dejó heredero varón sobre este mundo, y al gobierno no le hacía gracia que su hijo pusiera en peligro su integridad física haciendo el cabra por las corredoiras patrias. Alfonso tenía 18 años y no había generado aún descendencia; a lo que hay que unir que su familia colateral, que habría de sustituirle en la línea dinástica caso de que se arrease una hostia al volante y la palmase, no era en modo alguno del gusto de las fuerzas izquierdistas del país, por lo que su eventual elevación sería fuente de problemas enormes. Era necesario que el rey pariese varones, pues, y el automóvil aparecía como un obstáculo objetivo para ello (algo que hoy sabemos que es incierto, pues en el interior de los coches se han diseñado, y se siguen diseñando, un montón de varones y hembras).
Hemos de pensar, además, que buena parte de los ministros de aquel gobierno eran provectos. Y ser viejo en 1904 significaba haber nacido allá por 1830 o similar; es lógico que guardasen hacia el automóvil la misma prevención que los ancianos de hoy en día tienen hacia los cachivaches que usan sus bisnietos. El coche era entonces al ministro jubilado lo que el Bluetooth es hoy a la tía abuela Remorina. El principal opositor al coche en el seno del gobierno fue Faustino Rodríguez San Pedro, que entonces contaría más de setenta años, aunque, a pesar de ello, demostró capacidades sobradas para haberse dedicado, en otro tiempo, a diseñar crash tests y otras pruebas de seguridad al volante. Don Faustino, a la sazón ministro de Estado (Asuntos Exteriores), argumentó ante el resto del gobierno que la distancia entre asientos traseros y delanteros de los automóviles era muy corta, lo cual hacía al vehículo peligroso. No inventó el cinturón de seguridad de pura chiripa. En lo que sí se equivocó el Moratinos de aquellos tiempos fue al vaticinar que los automóviles caerían pronto en desuso, que eran flor de un día.
Antonio Maura, pues, quedó obligado de transmitir al joven rey la decisión del gobierno de solicitarle que no comprase los coches. Aunque Alfonso no se quejó delante de él, todo parece indicar que se cogió un mosqueo del cuarenta y dos. Primero, porque ya había encargado los coches, y se sentía por lo tanto obligado a recibirlos. Segundo, porque, como a cualquier adolescente, le parecería que aquellos ancianos calaveras eran unos siesos aburridos que querían putearle.
Era entonces costumbre en España, costumbre que ya no se seguía casi en ningún otro país europeo, que el rey y el jefe de gobierno despachasen los asuntos diariamente. Para las ocasiones en las que el rey no estaba en Madrid, normalmente de vacaciones, existía una figura, que era el llamado ministro de jornada, que era un miembro del gobierno encargado de sustituir al primer ministro en los despachos. Todo parece indicar que el verano de 1904 se lo pasó el joven rey Alfonso protestando casi diariamente por el asunto de los automóviles. Manuel Allendesalazar, ministro de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas y, además, ministro de jornada en septiembre de 1904, le escribe a Maura desde San Sebastián, con fecha 10 de dicho mes, que el rey «a diario busca el tema» durante los despachos. O sea, cabe imaginarse al joven Borbón diciendo algo así como: «Bueno, señor ministro, todo eso de las subvenciones al olivo está muy bien, pero, ¿qué hay de mis coches?».
Según el testimonio de Allendesalazar, el rey argumentaba que estaba dispuesto a someterse a todas las reglas de prudencia que se le impusiesen, o sea que prometía que no le iba a pisar... demasiado. Pero que, a cambio, le costaba asumir que se le prohibiese conducir. Tanto es así que Alfonso, que como hemos dicho había pagado los vehículos con su pasta, acabó anunciando que los iba a comprar sí o sí. El gobierno, ante los hechos consumados, decidió que en lugar de llegar a San Sebastián fuesen a Madrid, para poder tenerlos controlados; quedando en la ciudad donde veraneaba el rey tan sólo una berlina eléctrica, «como muchas que usan las señoras», explica Allendesalazar en su carta. Cabe asumir que la tal berlina no corría una mierda.
La postura del gobierno español no podía ser más anacrónica. El rey español no era ya ni de lejos la primera testa coronada europea que se compraba un automóvil. Aunque, quizá, otros colegas majestuosos fuesen más prudentes al volante que él. Luego veremos por qué.
No está claro hasta qué punto esta chorrada malquistó al rey con Maura y sus ministros. Poco tiempo después de estos dimes y diretes, se produjo una crisis en la que cayó el gobierno Maura; una crisis a raíz de la cual el rey Alfonso ha sido tildado, no pocas veces, de caprichoso y veleta. Había que proveer el puesto de Jefe del Estado Mayor Central. El general Linares, ministro de la Guerra, tenía un candidato que era el general Loño. Sin embargo, Alfonso XIII se negó, aseverando que el puesto tenía que ser para otro militar, el marqués de Polavieja. Todo el gobierno se declaró a favor de la candidatura de Loño y la respuesta de Alfonso XIII fue mantener su predilección por Polavieja y aceptar la renuncia de los ministros. De todos.
Sin duda, lo mejor que se puede decir de la actitud del rey en este punto es que se extralimitó. Por mucho que, constitucionalmente, tuviese la potestad de hacer lo que hizo, la mínima lógica derivada del ejercicio de un poder arbitral como el de un rey dicta que sólo razones potísimas pueden justificar la negativa a aceptar el nombramiento para un algo cargo militar de una persona apoyada, no ya por el ministro del ramo, que debería bastar, sino del gobierno entero. Dado que el rey hoy tiene poderes mucho más recortados, deberemos acudir a la analogía con el presidente del gobierno. Es como si Zapatero recibiese la propuesta de un ministro para nombrar subsecretario de su departamento, se empeñase en defender a otro candidato y, además, al encontrarse con que todos los ministros apoyaban la propuesta de su compañero, los cesara a todos. Si eso hiciera, la prensa le daría la del pulpo, como es de ley.
¿Tuvo algo que ver en esta reacción excesiva, caprichosa y torpe del rey que estuviese previamente calentado con el asunto de los coches? La mayor parte de los historiadores piensa que no. Pero, claro, eso es algo que no podemos saber, a menos que algún día aparezcan unas memorias del Borbón.
De todas formas, todo parece indicar que Alfonso se salió con la suya: recibió los coches y, además, se dedicó a correr con ellos. En una carta remitida a Maura el 4 de agosto de 1907 por el senador Marcelo Azcárraga, éste introduce este jugoso párrafo:
Personas allegadas a la Casa Real creen que las grandes velocidades y los largos viajes en automóvil han perdido bastante en la afición del Rey, pues en el último, verificado de La Granja a San Sebastián, la Reina llegó muy estropeada, el Rey aburrido, los automóviles rotos y deshechos. El único que llegó bien fue un Renault de 24-30 HP, y se le oyó decir al rey: «Éste, por lo menos, es seguro».
O sea: fue ella. Como en tantos otros matrimonios patrios, fue ella, la señora, la que dijo: Alfonso, a mí no me vuelves a llevar así; o dejas de correr, o me voy en taxi. Pero que a él le gustaba pisarle, creo que es algo que queda fuera de toda duda.
Y es que a aquel Borbón, según todas las apariencias, le gustaban las actividades border line más que a mí la morcilla de arroz. En una carta al presidente del gobierno, fechada en Sevilla el 25 de febrero de 1909 (poco tiempo después de un viaje a Francia donde había asistido a las primeras demostraciones de aeroplanos), el propio rey introduce este párrafo:
Confieso que me costó bárbaramente no subir en el aeroplano de Wright, pues a la vista es más seguro que un automóvil: hace lo que quiere y, además, parece que se mueve en el vacío. Pero, en fin, ya me han salido dos muelas de juicio, y se impusieron.
Genio y figura…
Uno de esos aficionados resulta ser Juan Carlos I, rey de España. El rey, en efecto, decide comprarse con su pasta un coche de Fórmula 1. Y lo que provoca con esa decisión es una reunión del gobierno. Los ministros de Zapatero y el propio Zapatero se reúnen en Moncloa para alcanzar el acuerdo unánime de solicitar al rey que no se compre el coche.
Un gobierno solicitando al jefe del Estado que no se compre un coche. ¿Podéis imaginar una situación más gilipollas?
Pues no me la he inventado. Ocurrió, no con Juan Carlos de Borbón sino con su abuelo, Alfonso XIII; y, lógicamente, no era Zapatero quien presidía el gobierno, sino el mallorquín Antonio Maura.
Ocurrió a principios de siglo, más concretamente en 1904. En aquel entonces, Alfonso XIII era poco más que un adolescente imberbe que ya era rey a causa de la prematura muerte, algunos años antes, de su padre Alfonso XII. En España apenas había automóviles, y los que había eran caprichos de aristócratas millonarios. Sin embargo, tener coche empezaba a ser de lo más chic, y sabido es que a los reyes estas cosas de lo que está de moda les suelen molar bastante.
Alfonso decidió comprarse varios coches en Francia, que entonces era el principal constructor europeo de estas máquinas. A sus 18 años y compartiendo esa característica genética de los Borbones, que siempre han sido muy deportistas (de hecho, por alguna extraña razón los miembros de las familias reales, pudiendo elegir ser matemáticos, ingenieros, pintores, novelistas o antropólogos, casi siempre deciden dedicarse al deporte), el rey Alfonso quería un coche para sacarlo por ahí y ponerlo a buena velocidad. Ya hemos dicho, además, que tener coche entonces era cosa de aristócratas y éstos, la verdad, lo primero que hacían nada más estrenar el buga era ir a enseñárselo a su majestad, en parte para que se habituase a la novedad, en parte, hemos de suponer, para darle en todo el bebe: tú serás majestad, Majestad, pero no tienes coche. Ajo y agua.
Lo que no era el coche entonces es medio de transporte de fiar. O sea, servía para correr, para subir y bajar cuestas y para chulearse de pilotaje y tal; pero el coche servir, servir, lo que se dice servir, para el transporte personal, no servía. Las carreteras, en primer lugar, eran una puñetera mierda, y así siguieron hasta el magno plan de carreteras puesto en marcha en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, o sea veinte años después de los tiempos que ahora relatamos. En segundo lugar, la mecánica de los vehículos era compleja y en casos torpe, así pues lo normal es que cualquier coche, pasados unos cuantos kilómetros, se estropease sin causa aparente, como hacen hoy los sistemas operativos; y como no solía haber talleres, la reparación corría a cargo de los propios viajeros, motivo por el cual en aquel entonces a los chóferes se les llamaba mecánicos. Y, por último, está el asunto de que, como todavía no existían las competiciones de la Fórmula 1 para poner a prueba los neumáticos, las ruedas eran otra puñetera mierda, así pues si no fallaba la mecánica fallaban éstas. Cuando alguien quería de verdad llegar a algún sitio, iba en carreta, en ferrocarril o andando. Pero no en coche porque si iba en coche sabía que no llegaría.
Esta inutilidad del automóvil, que hoy debemos explicar para poder situarnos, animó, dentro del gobierno, la discusión sobre si era lógico que el rey se comprase los putos coches franceses. A los ministros, además, les preocupaba enormemente el asunto de la velocidad. A la monarquía borbónica ya le había pasado el finiquito rozando con la inesperada muerte de Alfonso XII, que sólo por los pelos dejó heredero varón sobre este mundo, y al gobierno no le hacía gracia que su hijo pusiera en peligro su integridad física haciendo el cabra por las corredoiras patrias. Alfonso tenía 18 años y no había generado aún descendencia; a lo que hay que unir que su familia colateral, que habría de sustituirle en la línea dinástica caso de que se arrease una hostia al volante y la palmase, no era en modo alguno del gusto de las fuerzas izquierdistas del país, por lo que su eventual elevación sería fuente de problemas enormes. Era necesario que el rey pariese varones, pues, y el automóvil aparecía como un obstáculo objetivo para ello (algo que hoy sabemos que es incierto, pues en el interior de los coches se han diseñado, y se siguen diseñando, un montón de varones y hembras).
Hemos de pensar, además, que buena parte de los ministros de aquel gobierno eran provectos. Y ser viejo en 1904 significaba haber nacido allá por 1830 o similar; es lógico que guardasen hacia el automóvil la misma prevención que los ancianos de hoy en día tienen hacia los cachivaches que usan sus bisnietos. El coche era entonces al ministro jubilado lo que el Bluetooth es hoy a la tía abuela Remorina. El principal opositor al coche en el seno del gobierno fue Faustino Rodríguez San Pedro, que entonces contaría más de setenta años, aunque, a pesar de ello, demostró capacidades sobradas para haberse dedicado, en otro tiempo, a diseñar crash tests y otras pruebas de seguridad al volante. Don Faustino, a la sazón ministro de Estado (Asuntos Exteriores), argumentó ante el resto del gobierno que la distancia entre asientos traseros y delanteros de los automóviles era muy corta, lo cual hacía al vehículo peligroso. No inventó el cinturón de seguridad de pura chiripa. En lo que sí se equivocó el Moratinos de aquellos tiempos fue al vaticinar que los automóviles caerían pronto en desuso, que eran flor de un día.
Antonio Maura, pues, quedó obligado de transmitir al joven rey la decisión del gobierno de solicitarle que no comprase los coches. Aunque Alfonso no se quejó delante de él, todo parece indicar que se cogió un mosqueo del cuarenta y dos. Primero, porque ya había encargado los coches, y se sentía por lo tanto obligado a recibirlos. Segundo, porque, como a cualquier adolescente, le parecería que aquellos ancianos calaveras eran unos siesos aburridos que querían putearle.
Era entonces costumbre en España, costumbre que ya no se seguía casi en ningún otro país europeo, que el rey y el jefe de gobierno despachasen los asuntos diariamente. Para las ocasiones en las que el rey no estaba en Madrid, normalmente de vacaciones, existía una figura, que era el llamado ministro de jornada, que era un miembro del gobierno encargado de sustituir al primer ministro en los despachos. Todo parece indicar que el verano de 1904 se lo pasó el joven rey Alfonso protestando casi diariamente por el asunto de los automóviles. Manuel Allendesalazar, ministro de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas y, además, ministro de jornada en septiembre de 1904, le escribe a Maura desde San Sebastián, con fecha 10 de dicho mes, que el rey «a diario busca el tema» durante los despachos. O sea, cabe imaginarse al joven Borbón diciendo algo así como: «Bueno, señor ministro, todo eso de las subvenciones al olivo está muy bien, pero, ¿qué hay de mis coches?».
Según el testimonio de Allendesalazar, el rey argumentaba que estaba dispuesto a someterse a todas las reglas de prudencia que se le impusiesen, o sea que prometía que no le iba a pisar... demasiado. Pero que, a cambio, le costaba asumir que se le prohibiese conducir. Tanto es así que Alfonso, que como hemos dicho había pagado los vehículos con su pasta, acabó anunciando que los iba a comprar sí o sí. El gobierno, ante los hechos consumados, decidió que en lugar de llegar a San Sebastián fuesen a Madrid, para poder tenerlos controlados; quedando en la ciudad donde veraneaba el rey tan sólo una berlina eléctrica, «como muchas que usan las señoras», explica Allendesalazar en su carta. Cabe asumir que la tal berlina no corría una mierda.
La postura del gobierno español no podía ser más anacrónica. El rey español no era ya ni de lejos la primera testa coronada europea que se compraba un automóvil. Aunque, quizá, otros colegas majestuosos fuesen más prudentes al volante que él. Luego veremos por qué.
No está claro hasta qué punto esta chorrada malquistó al rey con Maura y sus ministros. Poco tiempo después de estos dimes y diretes, se produjo una crisis en la que cayó el gobierno Maura; una crisis a raíz de la cual el rey Alfonso ha sido tildado, no pocas veces, de caprichoso y veleta. Había que proveer el puesto de Jefe del Estado Mayor Central. El general Linares, ministro de la Guerra, tenía un candidato que era el general Loño. Sin embargo, Alfonso XIII se negó, aseverando que el puesto tenía que ser para otro militar, el marqués de Polavieja. Todo el gobierno se declaró a favor de la candidatura de Loño y la respuesta de Alfonso XIII fue mantener su predilección por Polavieja y aceptar la renuncia de los ministros. De todos.
Sin duda, lo mejor que se puede decir de la actitud del rey en este punto es que se extralimitó. Por mucho que, constitucionalmente, tuviese la potestad de hacer lo que hizo, la mínima lógica derivada del ejercicio de un poder arbitral como el de un rey dicta que sólo razones potísimas pueden justificar la negativa a aceptar el nombramiento para un algo cargo militar de una persona apoyada, no ya por el ministro del ramo, que debería bastar, sino del gobierno entero. Dado que el rey hoy tiene poderes mucho más recortados, deberemos acudir a la analogía con el presidente del gobierno. Es como si Zapatero recibiese la propuesta de un ministro para nombrar subsecretario de su departamento, se empeñase en defender a otro candidato y, además, al encontrarse con que todos los ministros apoyaban la propuesta de su compañero, los cesara a todos. Si eso hiciera, la prensa le daría la del pulpo, como es de ley.
¿Tuvo algo que ver en esta reacción excesiva, caprichosa y torpe del rey que estuviese previamente calentado con el asunto de los coches? La mayor parte de los historiadores piensa que no. Pero, claro, eso es algo que no podemos saber, a menos que algún día aparezcan unas memorias del Borbón.
De todas formas, todo parece indicar que Alfonso se salió con la suya: recibió los coches y, además, se dedicó a correr con ellos. En una carta remitida a Maura el 4 de agosto de 1907 por el senador Marcelo Azcárraga, éste introduce este jugoso párrafo:
Personas allegadas a la Casa Real creen que las grandes velocidades y los largos viajes en automóvil han perdido bastante en la afición del Rey, pues en el último, verificado de La Granja a San Sebastián, la Reina llegó muy estropeada, el Rey aburrido, los automóviles rotos y deshechos. El único que llegó bien fue un Renault de 24-30 HP, y se le oyó decir al rey: «Éste, por lo menos, es seguro».
O sea: fue ella. Como en tantos otros matrimonios patrios, fue ella, la señora, la que dijo: Alfonso, a mí no me vuelves a llevar así; o dejas de correr, o me voy en taxi. Pero que a él le gustaba pisarle, creo que es algo que queda fuera de toda duda.
Y es que a aquel Borbón, según todas las apariencias, le gustaban las actividades border line más que a mí la morcilla de arroz. En una carta al presidente del gobierno, fechada en Sevilla el 25 de febrero de 1909 (poco tiempo después de un viaje a Francia donde había asistido a las primeras demostraciones de aeroplanos), el propio rey introduce este párrafo:
Confieso que me costó bárbaramente no subir en el aeroplano de Wright, pues a la vista es más seguro que un automóvil: hace lo que quiere y, además, parece que se mueve en el vacío. Pero, en fin, ya me han salido dos muelas de juicio, y se impusieron.
Genio y figura…
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