viernes, junio 23, 2023

El otro Napoleón (47: La muerte de Victor Noir)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


Ollivier decidió prestigiar su gobierno mediante la búsqueda de alianzas en el parlamento, ofreciendo sacrificios que la opinión pública considerase necesarios, como el de Haussmann. Sin embargo, en sus extremos derecho e izquierdo se encontró con la imposibilidad de conducir sus estrategias. Los arcadianos le pusieron siempre la proa por considerar que no tenía ninguna intención de eliminar los elementos dictatoriales del régimen imperial. Los republicanos, por su parte, consideraban a Ollivier, simple y llanamente, un traidor.

En ese momento, un nuevo escándalo vino a agitar la vida de Francia. Tenía el emperador un pariente, el príncipe Pierre, hijo de Luciano Bonaparte, que había sido apartado, por así decirlo, de la familia imperial, a causa de un pasado bastante agitado. Pierre vivía en Auteuil, sostenido por las Tullerías, que le pagaban una jugosísima renta de 100.000 francos anuales, más gabelas varias que le iban cayendo. Pierre-Napoleon Bonaparte escribía en un periódico, l'Avenir de la Corse, desde cuyas páginas se embarcó en una violentísima polémica con La Revanche, un periódico donde escribía un periodista llamado Jean François Paschal Grousset (quien, por cierto, también era novelista de ciencia-ficción). Grousset pertenecía a un grupo de opinión antiimperial liderado pot otro periodista: Victor Henri Rochefort, marqués de Rochefort-Luçay, normalmente conocido como Henri Rochefort. El medio más habitual de Rochefort era La Marsellaise, que tomaba el nombre de unas tertulias carbonarias que él mismo patrocinaba.

Cuando la polémica entre el Bonaparte y Grousset llegó al insulto, el último decidió enviarle al primero a sus testigos. Eligió al periodista Ulrich de Fonvielle y al también joven juntaletras Victor Noir que, en realidad, era el seudónimo de Yvan Salmon.

Los dos testigos fueron a ver a Pierre, que se embarcó en una discusión sobre si se batiría o no se batiría en duelo con su oponente. En un momento, hizo un gesto que Noir, probablemente, interpretó como una amenaza, por lo que disparó. El príncipe, que también estaba armado, respondió; siendo como era un buen tirador, le acertó cerca del corazón. Trastabillando, los dos periodistas abandonaron la casa, mientras que el Bonaparte todavía les disparó dos veces más.

Al día siguiente, con la muerte de Noir ya de dominio público, Rochefort escribía en su periódico: “Confieso que tuve la debilidad de pensar que un Bonaparte podía ser otra cosa distinta de un asesino”. Siendo el periodista, también, diputado, llevó el tema al Cuerpo Legislativo, donde exigió una investigación judicial del suceso.

La intención de las izquierdas, claramente confesada, fue generar una liaison entre 1848 y el momento presente. No se cortaron en decir que la muerte de Noir debía de ser el comienzo de la nueva, definitiva, revolución; y que su entierro debería ser el principio de todo. Las autoridades, conscientes del peligro que comportaba este acto, lo desplazaron de Lachaise a Neuilly, es decir, trataron de sacarlo hacia las afueras. El 12 de enero de 1870, sin embargo, en las exequias se produjo una monstruosa manifestación de duelo de más de 100.000 personas.

Ollivier había avisado en el Cuerpo Legislativo: “No exageremos la gravedad de la situación. Se ha cometido un homocidio por un personaje importante; nosotros le perseguiremos. Pero en cuando a las excitaciones por parte de aquéllos que quieren soliviantar el sentimiento popular, nosotros les contemplamos impasibles. Nosotros somos la ley, somos el Derecho, somos la moderación, somos la libertad y, si os ponéis frente a nosotros, seremos la fuerza”.

Lo dijo, y estaba dispuesto a cumplirlo. Dentro del bando de las izquierdas no había un consenso total. Gustave Flourens, un intelectual revolucionario, dirigía a los que querían entrar en París a lo bestia. Rochefort y Delescluze, sin embargo, querían ser más prudentes, conscientes como eran de las consecuencias que se podrían derivar de un gesto así. En un gesto que se preocupó mucho de hacer saber por todo París, el emperador tomó la costumbre de permanecer vestido de militar, presto a montar su caballo, todos los días hasta la caída del sol. El Imperio quería dejar claro que lo tenía todo preparado para contestar a cualquier movimiento.

Pierre Bonaparte fue arrestado y enviado al Tribunal Supremo, que se encargaba de juzgar a las gentes de su nivel (los modernos aforados). Sin embargo, en paralelo también se acusó a Rochefort de ofensas al emperador e incitación a la guerra civil, delitos ambos por los que fue rápidamente condenado a seis meses de maco. El 7 de febrero fue arrestado, momento que quiso aprovechar Flourens para montar una rebelión. En el faubourg del Templo se formaron algunas barricadas, pero la policía, no sin dificultad, las disolvió. Para entonces los blanquistas, es decir los dirigentes integrados en La Internacional, habían tomado un importante protagonismo en el movimiento insurreccional. Se produjeron muchas detenciones.

A pesar de la reacción de dureza que siempre defendió el gobierno, Ollivier, consciente de que lo suyo era soltar un poco de cuerda y, sobre todo, convencer a cuantos más políticos posible de que las intenciones liberales del Imperio eran sinceras, decidió tener varios gestos en esa dirección. Así, el gobierno procedió a derogar la Ley de Seguridad General, amplió la libertad de expresión, y creó comisiones para reformar la vida local y provincial y hacerla más democrática, entre otras cosas. En estas situaciones, siempre suele pasar que el político que es cortejado por estas medidas reacciona pidiendo más. Políticos de la izquierda como Jules Favre o Jules Grévy, que llegaría a presidir la República, le reclamaron la imparcialidad de la Administración en las elecciones. Cuando Ollivier se mostrase de acuerdo con la idea de que los ministerios debían permanecer ajenos a la propaganda electoral, no hizo sino enfrentarse con los partidarios de Rouher y la camarilla de la emperatriz, de corte más conservador, y que creían que el cambio liberal del régimen no era sino una retirada estratégica y provisional que habría de dar paso al regreso del poder personal y autocrático.

Este debate fue tan arduo y difícil que acabó por labrar un deterioro inmediato en el frágil equilibrio entre el emperador y Ollivier; dos políticos, al fin y al cabo, que habían terminado por llevarse bien, en ambos casos, por puros intereses del momento, cuando en lo personal y sincero, si no se detestaban, sí, desde luego, se prodigaban altas dosis de desconfianza. Ollivier, de hecho, sintiéndose cada vez menos apoyado por las Tullerías, comenzó a coquetear, en conversaciones con sus íntimos, con la idea de la dimisión. Al emperador, al parecer, cuando le contaban esto, no se mostraba lo que se dice contrito con la idea.

En este marco interno notablemente agitado e inestable, el emperador y su ministro de Asuntos Exteriores, Napoleón, conde Daru, tenían que lidiar con una situación geoestratégica notablemente incierta y capaz de generar un conflicto a las primeras de cambio.

El emperador había decidido utilizar a su fiel general Fleury, que siempre fue uno de sus principales confidentes y consejeros, para que fuese embajador en San Petesburgo. Fleury desplegó todo el charme francés en la Corte zarista y de hecho consiguió convertirse en un personaje admirado y querido por casi todos allí; pero la extrema popularidad del embajador francés ante el Imperio ruso no evitó que éste estrechasen cada vez más sus lazos con Prusia.

Finalmente, se presentó una ocasión real de mejorar la influencia francesa ante Rusia. Gortchakov le trasladó al emperador francés la propuesta rusa de revisar el tratado de París. Recordaréis que este tratado había regulado el statu quo del Mar Negro y los estrechos, limitando la libertad de acción de los rusos en la zona. Los rusos, por supuesto, deseaban que esa libertad les fuese restablecida.

Napoleón estaba abiertamente en contra de un movimiento así. Era bien consciente de que si Francia apoyaba a Rusia en esto, automáticamente se enemistaría con Inglaterra, la principal interesada en mantener un status quo balcánico muy parecido al que existía en ese momento. Pero, claro, esto suponía un problema importante para los franceses, por lo que Daru instruyó a Fleury para que se limitase a abstenerse en la cuestión. Conscientes de que debían tener algún gesto que redujese presión geopolítica, los franceses dejaron caer la cuestión de Slesvig, que seguía pendiente. Ollivier se dejó entrevistar por un periódico alemán, ante el que declaró: “Para nosotros, no existe una cuestión alemana”.

El gobierno del 2 de enero, y el emperador que lo comandaba, tenían, por lo tanto, la intención clara de hacerle evidente a toda Europa sus convicciones pacifistas. Por ello, informaron a lord Clarendon, que había vuelto a ocupar la jefatura del Foreign Office, que Francia estaba dispuesta a acordar un desarme; aunque, la verdad, Luis Napoleón, personalmente, no estaba por esa labor ni dormido.

Las necesidades de paz y concordia eran imperiosas, sin embargo. Y, por eso, el 13 de febrero, el conde Daru informó que el contingente de 1870 sería reducido en 10.000 hombres. Lord Augustus William Frederick Spencer Loftus, Lord Loftus para abreviar, embajador de Londres en Berlín, se apresuró a ir a ver a Bismarck para contárselo y animarle a tener el mismo gesto. Pero Bismarck le vino a decir que Prusia reduciría su ejército el día que las ranas criasen pelo. Los diferentes sistemas nacionales de defensa, argumentó el canciller, son totalmente disímiles y, por lo tanto, pretender una regulación única de los mismos, citando a Los Panchos, sería necedad. Eugenio Stoffel, baron Stoffel, agregado militar germano, lo expresaría en esos días de forma muy clara: “Prusia no es un país que posee un ejército, sino un ejército que posee un país”.

Cada vez que a Luis Napoleón se le cerraba una puerta, ensayaba otra. El archiduque Alberto, primo de Paco Pepe el emperador austríaco, el vencedor de Custozza, viajó a París de incógnito para tener conversaciones discretas con el emperador francés. Las conversaciones entre ambos fueron varias y largas, de manera que llegaron a hablar de muchas cosas. Incluso alcanzaron un acuerdo sobre el plan de campaña que deberían seguir en el caso de una guerra conjunta contra Prusia. El archiduque prometió presionar a su primo para que el Imperio Austríaco terminase por firmar la alianza con Francia que en ese momento estaba en suspenso. Esto ocurrió en abril de 1870, y el dato debe retenerse porque yo creo que tiene mucho que ver con la actitud que Francia adoptará en unas pocas semanas.

El mes de diciembre anterior se había abierto un concilio ecuménico, el conocido como Vaticano primero. Ahí, en el marco de la conciencia total por parte de la Curia en el sentido de que la pérdida del poder temporal de la Iglesia era ya un hecho, fue donde se discutió el dogma de la infalibilidad del PasPas, que es un de esas cosas, como El Quijote, de las que habla todo el mundo pero, por lo general, sin tener ni puta idea. También se teorizó sobre el poder de la Iglesia sobre la vida social (ya que el poder político, propiamente dicho, había desaparecido), y sobre la independencia de la Iglesia respecto del poder secular.

El 21 de marzo, en el Tribunal Supremo comenzaron las sesiones del juicio contra Pierre Bonaparte. El juicio ya era de por sí muy apasionado en lo que se refiere a su estricto tema, que eran los testimonios en torno a lo que había ocurrido exactamente en el gabinete del Bonaparte antes y después de que le disparase a Victor Noir. Pero, sobre ser eso ya una fuente enorme de exageradas muestras de pasión, lo cierto es que tanto testigos como abogados de la acusación convirtieron el juicio, rápidamente, en un alegato contra la dictadura imperial.

En lo que es el tema específico del juicio, poco a poco fue quedando claro, por lo menos para los jueces (y, como he relatado, yo creo que fue así) que, en realidad, Noir había provocado el gesto de Bonaparte de dispararle. Así las cosas, el tribunal se limitó a condenar al Bonaparte a una responsabilidad civil ante la familia de 25.000 francos. Evidentemente, ya sabéis cómo va esto: cuando una sentencia te favorece, la Justicia ha funcionado; pero cuando te es contraria, la Justicia es una justicia franquista y corrupta que habría que limpiar y recauchutar. La prensa republicana se lanzó contra el veredicto con violencia inusitada; la cosa se puso tan negra que el emperador acabó invitando a su ilustre pariente a que se fuese a vivir fuera de Francia.

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