Alguna vez en los comentarios públicos que los lectores dejáis a los post, y sobre todo en los privados que enviais a la dirección de correo electrónico, os quejáis de que no sea yo muy dado a aportar bibliografía. La explicación es siempre la misma y es que muchas de mis fuentes son libros hoy descatalogados y que por lo tanto no se venden en las librerías al uso, sino que han de ser encontrados en las de libros usados. En ocasiones se trata de libros muy difíciles de encontrar y, por lo tanto, trato de evitar la frustración de recomendar lecturas que luego el lector no puede hacer.
El libro que hoy os quiero comentar, sin embargo, es un libro de acceso bastante sencillo (yo lo compré de segunda mano en Amazon, además bastante barato); aunque tiene el handicap de que, que yo sepa, no ha sido editado en español. Este detalle, además, nos sirve para darnos cuenta de que, por mucho que se haya escrito y editado sobre la guerra civil española, aún quedan cosas dichas y por decir que debemos descubrir. Porque este libro, sin llegar a ser una revolución del conocimiento, sí es un libro que ayuda a entender muchas cosas de la guerra civil y atacar algunos de sus mitos.
La obra se llama
Spain betrayed. The Soviet Union in the Spanish Civil War, y lo firman Ronald Radosh, Mary B. Habeck y Grigory Sevostianov. Está editado por la universidad de Yale en una colección muy interesante llamada Annals of the Communism, de la que tal vez traigamos a colación otros títulos en el futuro.
He dicho que el libro lo firman Radosh y sus dos colaboradores porque, en realidad, sus autores son otros. Sus autores se llaman Voroshilov, Codovilla, Marty, Ehrenburg, Walter, Kleber, Mije, Díaz. Y Stalin, al fondo, como una presencia permanente. Y esto es así porque el libro no es sino el compendio de unos 80 documentos guardados en los archivos de la URSS, que pudieron ser conocidos a partir de la década de los 90, referentes a la guerra civil española. Aunque cada grupo de documentos va precedido de un breve comentario de los editores, lo jugoso, en realidad, es leer los mismos. Su lectura es, ciertamente, muy interesante, aunque, siendo sincero, no se la recomendaría a personas no muy duchas en la marcha de la guerra civil porque, como cartas, memorandos e informes que son, dan por sabidas unas cuantas cosas que el libro no va a explicar. Como documentos internos que son, estas cartas están además exentas de la rigidez mentirosa de lo oficial. Los comunistas que las escriben son, por supuesto, comunistas convencidos, así pues no encontraréis en ellas ninguna vacilación a la hora de creer en los mensajes de Stalin. Pero sí encontraréis hechos hasta cierto punto inesperados, como las críticas entre comunistas, en ocasiones despiadadas, tan despiadadas como para destacar de un camarada su excesiva afición a la bebida o su pederastia, y la sinceridad de muchos análisis.
Otro consejo: si, por casualidad, eres adicto a la teoría historiográfica
Ricitos de Oro contra Fascistéitor, según la cual la España republicana era un régimen de hombres virtuosos que ocupaban su tiempo en recoger florecillas por el campo mientras recitaban églogas escritas por Azaña que exaltaban la bondad natural del ser humano, cuando fueron violentamente atacados por un grupo de matones al borde la antropofagia; si crees esta teoría, digo, mejor no me hagas caso y no lo leas. No te va a gustar. Esta teoría, por cierto, tiene otra teoría gemela, llamada
Ricitos de Oro contra Marxistéitor, que fue la imperante durante los años del franquismo y hoy ha sido desempolvada en libros de curioso éxito editorial.
Como nos recuerda Radosh en el prólogo de su libro, una de las verdades históricas que ha sido aceptada durante medio siglo sin oposición es la idea de que la intención de Stalin al ayudar a la República española fue parar al fascismo. En una Europa de posguerra que efectivamente había parado al fascismo, esta teoría, que quería ver en la guerra civil un primer asalto que ganaron Hitler y Mussolini por culpa de la inanidad de los que finalmente se aliarían con Stalin para derribarlos, tenía plena lógica.
Con los años, sin embargo, hemos ido sabiendo cosas. La primera de ellas, que lo que llamamos
ayuda, en realidad, no fue tal. Si una anciana se cae en la calle y yo la levanto, la estoy ayudando; pero si cuando ya está levantada le exijo que me pague 30 euros, entonces ya no le estoy ayudando, sino dando un servicio a cambio de pasta. Stalin cobró por cada bala, por cada fusil, por cada avión que envió a España. Además, si hemos de creer a quien mejor ha estudiado estos envíos, el historiador británico Gerald Howson, en muchos casos infló los precios y en otros envió material de desecho; de hecho, hasta crearon una relación de cambio especial rublo-dólar para las ventas de armas a la República. La pretendida
ayuda de Stalin, pues, fue una simple y pura venta de armas y, en ocasiones, un atraco, nunca mejor dicho, a mano armada. Por cierto: Hitler y Mussolini también pasaron factura.
Stalin, además, y de esto es de lo que va en gran medida este libro, exigió otra cosa a cambio de su
ayuda. Envió a España toneladas de asesores y algo que podríamos considerar
conseguidores políticos, como el celebérrimo embajador Rosemberg o el cónsul en Barcelona Antonov-Oovsenko. Todos ellos se convirtieron en ejecutores y guardianes de la lenta conversión de la República española en una República Democrática de los Trabajadores, al estilo de las que la Internacional staliniana quería implantar.
De esto va a este libro. Ésta es la historia que se puede reconstruir leyendo los documentos, que están cronológicamente ordenados. Su lectura, por otra parte, despierta en el lector, o al menos en este lector, el tipo de sentimiento encontrado que provocan siempre este tipo de documentos tan directos. Por un lado, se aprecia el intento por hacerse con la España republicana en aras de unos intereses superiores, lo cual es criticable. Pero, por otro, hay momentos en los que llegas a comprender a los comunistas que escriben los textos. Es cierto que uno siempre piensa que es la hostia, así pues las afirmaciones que se hacen en los documentos sobre lo puta madre que son los comunistas y lo puta mierda que son todos los demás hay que ponerlas en salmuera. Pero por mucha salmuera que pongamos, llega un momento en el que es muy difícil no reconocer que el comunismo soviético era, claramente, la fuerza mejor organizada de aquella República y, además, la que tenía las ideas más claras. Desde el primerísimo día de la guerra, los comunistas tuvieron claro que la prioridad era ganarla. Frente a ellos, el otro gran grupo organizado, los anarquistas, se dejó de llevar por su histórica propensión a pensar en plan chorras y defendió la idea de que guerra y revolución eran fenómenos paralelos que se podían llevar a cabo al mismo tiempo.
En sus cartas, los comunistas se desgañitan sobre dos aspectos importantísimos. El primero, el cachondeo organizativo que era la República en los primeros meses de la guerra, donde no había gobierno, las milicias campaban por sus respetos, los catalanes tiraban para allá, los vascos para allí y el resto para ninguna parte, porque bastante tenían con parar a Franco, que llegaba del sur con el cuchillo de capar en la mano. De hecho, como bien sabemos, fueron ellos, o más bien sus brigadas internacionales, los que pusieron los medios para que el partido de Madrid se pudiese ganar finalmente gracias a un triple de chorra metido con la nalga izquierda.
El segundo aspecto es la industria de guerra. Las guerras las ganan siempre ejércitos con buenas retaguardias. Si el día D las tropas aliadas no hubiesen estado seguidas por barcazas con suficientes bocadillos de chope y cartuchos para seguir disparando, los alemanes no habrían tardado demasiado en verles el culo. Hay incluso algún que otro autor que ha escrito que una de las razones por la que Hitler perdió su guerra era su acendrado machismo, que le llevó a sustituir a los alemanes que dejaban las fábricas, no con mujeres que es lo lógico, sino con viejos y prisioneros de guerra, mucho menos productivos. Los documentos de este libro vienen a confirmar que, pese al moderado optimismo mostrado por algunos comunistas en los últimos meses de la guerra (cuando ya lo controlaban más o menos todo), la industria de guerra republicana nunca llegó a funcionar ni medianamente bien. Echan pestes hacia el igualitarismo anarquista, que fue un cáncer para la producción. Los anarquistas, como no creían en el dinero, donde no lo abolieron establecieron el igualitarismo salarial, según el cual todo dios en una empresa cobraba lo mismo. El resultado es inmediato: quienes tendrían que tomar decisiones dejan de tomarlas, puesto que ya no las cobran.
En términos generales, los comunistas, en los primeros meses de la guerra, muestran una sensibilidad política y estratégica de la que la España republicana carecía por completo. En uno de los documentos publicados en el libro, por ejemplo, abogan por que la República afirme su total respeto hacia todas las creencias religiosas, para así contrarrestar las campañas antirrepublicanas existentes en Reino Unido y Francia, sistemáticamente adornadas con fotos de momias de monjas desenterradas, imágenes sagradas destruidas y otros actos similares.
Para los comunistas, en 1936 y principios de 1937, lo fundamental es crear un ejército republicano, uno solo, y terminar con el cachondeo de las milicias de partido haciendo cada una una guerra distinta, como demuestran hechos vergonzosos como el Pacto de Santoña. Ellos tenían un modelo, que era el soviético, basado en la institución del comisario político de unidad, una especie de guardián revolucionario de la pureza ideológica de soldados y, sobre todo, mandos. Eso, más la institución de las levas obligatorias (cosa en la que les doy la razón), tenía que ser el primer paso para la organización de un ejército jerarquizado, disciplinado y, consecuentemente, potente.
En sus intentos, sin embargo, chocaron con un problema: Francisco Largo Caballero. Largo era un político básicamente oportunista. Tendría sus ideas, no lo niego. Pero las moldeaba al gusto del momento, según le iba el punto o le convenía. Cuando llegó el dictador Primo de Rivera y le ofreció el monopolio sindical en detrimento de la CNT, no dudó en ser consejero de Estado de una dictadura (dato éste que las historias del PSOE hechas por el PSOE no suelen abordar). Luego, cuando llegó la República, se decidió por hacerse revolucionario y tratar de procurar para España la dictadura del proletariado, momento en el que se dejó llamar El Lenin Español y cortejar por las fuerzas marxistas. Pero cuando fue nombrado presidente del gobierno, del llamado ampulosamente
Gobierno de la Victoria (aunque en realidad fue el Gobierno de la Huída, porque salió echando hostias para Valencia cuando creyó perdido Madrid), se dio cuenta de los planes comunistas de okupar las estructuras de poder de la República, y les puso proa aliándose con los mismos anarquistas a los que había dado por donde amargan los pepinos durante la dictadura militar.
Con Largo al frente del gobierno de la República, los comunistas se las prometieron muy felices. ¿Que le podía negar el Lenin Español al Stalin Auténtico? Pues muchas cosas. Largo tenía su propia visión de la guerra y empezó a no hacer caso de los consejos que recibía de los asesores soviéticos; lo más probable no es que tuviese visiones distintas, sino que temía su hegemonía o, más en concreto, temía que le diesen de lado (que es exactamente lo que acabaron haciendo). Un buen día, en escena repetida en muchos libros, se labró su desgracia echando a gritos al embajador Rosemberg de su despacho. A partir de entonces, los comunistas tuvieron muy claro que tenían que acabar con él, y lo que hicieron fue segarle la hierba debajo de los pies. La documentación recogida en el libro de Radosh
et altera describe muy bien cómo los comunistas hicieron de los asesores militares de Largo, y sobre todo el general Asensio, el objetivo de sus ballestas. La ocasión se la pintaron calva con la pérdida de Málaga, un fracaso militar que adjudicaron a las presuntas intenciones traidoras de Asensio, aunque hay quien piensa que Málaga se perdió precisamente porque en las unidades republicanas los militares de oficio mandaban más bien nada, así pues la defensa fue un desastre.
Tocado Asensio, los comunistas cerraron una alianza con otro ilustre veleta de la política española: Indalecio Prieto. Este verdadero político polivalente, que lo mismo valía para comprar armas para la Revolución de Asturias que para ser la gran esperanza de un gobierno moderado tras el nombramiento de Azaña como presidente de la República, acabó seducido por el conde Duku y el lado oscuro de la Fuerza y, en célebre consejo de ministros, cuando los dos comunistas del gobierno se le pusieron de canto al presidente Largo, se alió con ellos y dijo que sin los comunistas él no seguía, forzando con ello la caída de su camarada y suponemos que no demasiado amigo.
Lo que siguió fueron los famosos sucesos de mayo de 1937, en los que un enfrentamiento entre gobierno catalán y anarquistas por el control de la central telefónica degeneró en varios días de guerra dentro de la guerra, guerrita que perdieron los anarquistas y sus aliados del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), consolidando con ello, definitivamente, el enorme peso de los comunistas dentro de la estructura de poder de la República; peso que ya era bastante evidente teniendo en cuenta que la URSS era el único país que estaba
ayudando (a cojón de mono el kilo de balas) a la República. Cataluña, además, era un modelo para los comunistas, porque ahí se había hecho lo que ellos querían hacer en toda España, esto es unificar a socialistas y comunistas en el hoy mortecino (considerando aquel nivel de poder, me refiero) PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña).
El problema de los comunistas es que se hicieron con el control de la partida cuando ya era demasiado tarde. Desde mayo de 1937, está al frente del gobierno de la República el tercer gran socialista de la época, Juan Negrín, de quien lo más flojito que podemos decir es que era mucho más proclive que cualquier otro a escuchar a los comunistas (o al menos eso dicen ellos mismos). Pero un mes después de haber conseguido mandar a Caballero al carajo y de haberle enseñado a los anarquistas que tenían de sobra para encencerles el pelo, los nacionales tomaron Bilbao y, en los meses siguientes, volatilizaron el frente del Norte. La guerra civil, de alguna forma, terminó ahí.
De alguna forma, la relación de fuerzas tras el golpe de Estado había quedado repartida: la República se quedó con la parte de España más productiva y moderna económicamente; mientras que Franco y los suyos se quedaron con las zonas tradicionalmente productoras de manduca. La torpeza de la República a la hora de aprovechar sus recursos productivos, como denuncian los comunistas, fue crítica para la guerra. Había embargo, sí. Lo cual quiere decir que no se podían comprar balas. Pero se podían comprar, con mucha más facilidad, metales, elementos químicos, o sea lo necesario para fabricarlas. España, además de comprar balas, podía fabricarlas. Pero si la fábrica había sido colectivizada y allí todo cristo cobraba lo mismo, es lógico que la producción fuese de puñetera angustia.
Con la caída del Norte, esa relación de fuerzas se acaba. Franco, desde aquel momento, tuvo en su poder una de las zonas más productivas de España, el eje Irún-Oviedo. A mi modo de ver, el día que cayó Bilbao y los franquistas se hicieron con la ría sus industrias, ya la única esperanza de la República era que estallase la segunda guerra mundial (y eso, sin mediar un pacto rojo-nazi como el del 38).
Aceptando barco como animal acuático y dando la razón a quienes consideraban que lo que la República necesitaba era un control comunista, éste, como digo, llegó, en todo caso, tarde.
Hay otro aspecto de la historia de la guerra civil de interesantísima lectura en este libro: las brigadas internacionales. La imagen que las cartas, informes y memorandos dan de estas unidades tiene poco que ver con lo que nos dice el mito floreado de unos combatientes plenamente identificados con España y su lucha. Lejos de ello, hay muchos elementos sorpresivos:
En primer lugar, los informes sobre la materia respiran un ambiente de amplia, amplísima, desconfianza mutua entre españoles e internacionales. El general Walter, por ejemplo, tomando una postura proespañola, se queja de que, allá por 1938, cuando
más de la mitad de las BI ha tenido que se reforzada
con soldados españoles, aún los mandos siguen siendo aplastantemente no españoles. En el otro lado, en un larguísimo y jugosísimo informe, el general Kléber se queja de que las BI son siempre enviadas a lo peor de las batallas y que nunca se les provee de descansos. Un informe recogido al final del libro (eso quiere decir al final de la guerra, poco antes de que las BI salieran de España) insinúa deserciones masivas en estas unidades. Las cartas, por lo demás, refieren sin ambages, varias veces, la convicción de muchos internacionalistas en el sentido de ver al soldado español como una especie de medio soldado que no sabe luchar. Walter incluso insinúa discriminaciones de los soldados españoles a la hora de ser tratados por los servicios de las BI.
En segundo lugar, también afloran las diferencias entre los propios internacionalistas. Los franceses no salen bien parados. En otro punto, se habla de los polacos como pandas de borrachos. Se insinúa la existencia de sentimientos antisemitas. Los informes de los comunistas se desgañitan recomendando la concentración de nacionalidades en unidades propias. El argumento fundamental es el idioma, pero es posible que también se quieran evitar otro tipo de problemas.
En tercer lugar, parece haber un enfrentamiento nada larvado entre mandos de batalla y mandos de retaguardia. Los informes que leemos en el libro son los de estos primeros, y son muchas las referencias al
headquarters de las BI en Albacete, al que acusan de estar acromegálicamente burocratizado y ajeno a la guerra.
En todo caso, la imagen de las BI que instilan estos informes en sus últimos meses en España, unidades formadas por soldados absolutamente quemados, que llevan toda la guerra luchando casi sin descansos, sin ropa adecuada, con un armamento de mierda, sucios, experimentando deserciones un día sí y otro también, está bastante lejos de lo que estamos acostumbrados a pensar de ellos.
Por último, una cosa que merece la pena leerse es uno de los últimos informes del libro, en el que uno de los asesores soviéticos le cuenta a Moscú una conversación con el presidente Negrín. En dicha conversación, según se nos refiere, Negrín aborda el asunto de cómo sería España al día siguiente de que la República ganase la guerra. Digamos que no es muy coherente con la idea de que la República luchaba para defender la democracia.
Negrín es partidario, según este informe redactado por un tal Marchenko, de crear un frente nacional, teniendo en cuenta que la unión de socialistas y comunistas es imposible por la oposición de algunos socialistas. De hecho, Negrín le dice a Marchenko que la única opción lógica sería
la absorción del PSOE por el PCE [sic. Véase la página 498 del libro]. Propone Negrín la adscripción al frente nacional de militares republicanos sin adscripción política, entre los que cita al coronel Casado. Como se ve, a Negrín los servicios de inteligencia le funcionaban como un reloj.
Otra cosa que dice Negrín es que, en la España de después de la guerra y mediando victoria de los suyos, «no habría retorno al parlamentarismo», y «no sería posible el retorno al libre ejercicio de los partidos como en el pasado, porque en ese caso la derecha podría forzar su camino hacia el poder». «Esto significa», anota Marchenko, «que se necesita o bien una organización política unificada [partido único; la aposición es mía] o
una dictadura militar [las cursivas también son mías]». Respecto a Cataluña, Marchenko pone en boca de Negrín el reproche de que la Esquerra en el gobierno autónomo «intenta regresar a la situación de antes del 18 de julio», es decir la autonomía, «lo cual no ocurrirá» porque «la burguesía no va a recobrar sus posiciones».
Todo muy
democrático.