lunes, junio 19, 2023

El otro Napoleón (45: Acorralado)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 

Tras un revés como el sufrido, ¿qué hacer? Inmediatamente después de las elecciones, se produjo una manifestación de mineros en la que tuvo que intervenir la policía y hubo nada menos que trece muertos. La situación era explosiva y, además, se viese como se viese, las elecciones habían sobrepasado los peores escenarios que se habían imaginado en las Tullerías. En ese entorno, tanto Rouher como La Euge presionaron al emperador para sostenella y no enmendalla. El jefe del Estado, decía, debía apoyarse en quienes le apoyaban y no ceder ante nadie. Luis Napoleón no estaba del todo convencido, pero sus dos interlocutores supieron explotar su orgullo y moverlo a una decisión numantina. Echó mano de Jérôme Frédéric Paul David, barón David, quien se considera hijo ilegítimo de Jerónimo Bonaparte, y que era un buen amigo de Rouher, para que vicepresidiese el Cuerpo Legislativo.

Pero David no lo iba a tener fácil. El Tercer Partido quería inaugurar las sesiones del nuevo parlamento con una interpelación al gobierno sobre la necesidad de reformas. Esta interpelación recibió 116 firmas de apoyo, entre las cuales se encontraron algunos diputados en realidad vinculados a la familia real, como el duque de Mouchy (Antoine Just Léon Marie de Noailles, noveno príncipe de Poix, sexto duque español de Mouchy, quinto duque francés de Mouchy). Y eso que tanto Thiers como los republicanos se abstuvieron. Fue una manera callada de demostrar que la oposición o, cuando menos, el cuerpo de diputados que no estaba dispuesto a aceptar el gobierno de Rouher, era mayoría en la asamblea.

Luis Napoleón le hizo toda la guerra que pudo a la interpelación, a la que rápidamente consideró inconstitucional. Las presiones, sin embargo, eran cada vez peores, así que finalmente decidió ceder parcialmente y ofrecer un anuncio oficial por su parte conteniendo algunas reformas. Joseph Eugène Schneider, el exitoso industrial que era el presidente del Cuerpo Legislativo, le vino a decir al emperador que si esas reformas no incluían, como mínimo, la destitución de Rouher, que ni se molestase en lanzar la oferta. Ente la espada y la pared, entre la dicotomía de ponerse él en peligro y sacrificar a su principal peón, el emperador, al fin y al cabo un político moderno, tomó la opción que siempre toman los políticos modernos: que se joda el subordinado.

Así las cosas, el 12 de julio Rouher subió a la tribuna de la Asamblea por última vez como miembro de gobierno. Lo hizo para leer una lista de reformas que serían incluidas en un senado consulto. El Cuerpo Legislativo pasaba a tener la iniciativa legislativa, el derecho de enmienda, y el derecho de interpelación. El presupuesto no sería votado de una vez, sino por capítulos. El Parlamento también controlaría la tarifa aduanera. Los diputados podrán ser ministros.

A cambio de todo esto, el Tercer Partido renunciaba a su interpelación.

Había dado comienzo lo que normalmente se conoce como el Imperio Liberal. Una nueva etapa en la que el emperador era consciente de que no podía echar mano de los mismos rostros que hasta ahora. Tenía que hacerse con un nuevo equipo que saldría del propio Cuerpo Legislativo, merced a la compatibilidad ahora regulada entre la condición de diputado y de ministro. Ahora era un monarca parlamentario, salvo en el detalle de que los ministros seguían siendo responsables ante él y no la Cámara. Le encargó a su ministro del Interior, Jean Louis Victor Adolphe de Forcade la Roquette, que ensayase la formación de un gobierno. Niel permaneció en Guerra, y Magne en Finanzas, mientras que Justin Napoléon Samuel Prosper de Chasseloup-Laubat, un aristócrata que había sido ministro de Marina, fue de presidente al Consejo de Estado. Duruy, auténtica bestia negra de los católicos, fue cesado, y se cerró el Ministerio de Estado. Rouher, como se ha dicho fue también cesado, aunque pocos días después fue nombrado presidente del Senado.

El 15 de agosto de 1869 se celebraba el centenario de Napoleón I. El gobierno había imaginado dicha fecha como de grandes fastos y celebraciones; pero, la verdad, transcurrió entre la indiferencia prácticamente total de los franceses. El emperador decretó una amnistía, pero le dio igual. Los chalecos amarillos estaban por todas partes, y Francia era un rosario de huelgas y de protestas que no cedieron porque fuese el aniversario del señor aquél. Manifestación de mineros en Aveyron, con el resultado de catorce muertos. La Internacional, que después de su reunión de Basilea ha entrado directamente en el carril revolucionario, tiene tan claro que el Imperio francés está muerto que fija su propia reunión en París, el 5 de septiembre de 1870. Cada vez hay más periódicos en las calles, y cada vez son más violentamente antiimperiales.

El mariscal Pierre tiene una piedra en el riñón que lo tortura en las últimas semanas de su vida. Fue operado in extremis, pero falleció a causa de las infecciones. Con el ministro de la Guerra se muere el único hombre que de verdad quería haber reformado el Ejército francés y hacerlo capaz para la guerra que reputaba inevitable. De hecho, la dirección es la contraria: los mordiscos del déficit público obligan al gobierno a hacer recortes en el gasto militar; muchos destacamentos se quedan literalmente a su suerte; la renovación de la artillería se deja para otro momento. Los diputados de la oposición, conscientes de que deben trabajarse a su electorado, presionan en el Cuerpo Legislativo para que se concedan permisos más amplios a la tropa. En la práctica, los efectivos disponibles se reducen en un tercio.

El propio emperador tuvo en ese tiempo su propia crisis nefrítica, que lo ató a la cama en una especie de coma en la que no iba ni para alante ni para atrás. Para contrarrestar la idea de que está poco menos que muerto, a la emperatriz no se le ocurre otra cosa que hacer pública ostentación de su marido el 7 de septiembre, con ocasión de la celebración de un consejo de ministros. Bajo instrucciones de La Euge, el emperador es trasladado en un coche al consejo atravesando París para que todo el mundo lo vea. Y, efectivamente; todo el que quiso pudo ver a aquel ser, con una cara de zombie que no podía con ella y la piel de color desleído. El día 11, la emperatriz repite la jugada, y obliga a su marido a permanecer en público, sobre su caballo y bajo la lluvia.

Como reemplazo de Niel, Luis Napoleón eligió al general Le Boeuf. Fue un error bastante grande. En ese momento, el emperador necesitaba un ministro de la Guerra que le pusiera las pilas. Que le dejara las cosas claras. Le Boeuf no era un hombre sin capacidades; era artillero y, por eso, hizo bastante en favor de la reforma de la artillería francesa. Pero, además de estas cosas, era un hombre con muy poco carácter político. Tendía a darle siempre la razón a sus jefes y, sobre todo, a su jefe supremo imperial. Consecuentemente, en un momento en el que Luis Napoleón hubiera necesitado a alguien que le corrigiese el gobernalle cuando se equivocase, lo que tuvo fue a un hombre que le decía que sí a todo.

En los términos de la Constitución, el 26 de octubre era la fecha límite para que el nuevo Cuerpo Legislativo comenzase sus sesiones ordinarias. El emperador, sin embargo, aplazó un mes esa fecha. Los republicanos, en respuesta, se reunieron en asamblea permanente en la plaza de la Concordia.

Una sola noticia buena tuvo el emperador en la segunda mitad de aquel año 1869, tan parco en buenas noticias para él: el 16 de noviembre, se abrió por primera vez el Canal de Suez. Una obra ingenieril que en todo momento tuvo muchos más enemigos que amigos y que, hay que decirlo porque es así, si está ahí donde está es gracias al empeño personal del emperador y, sobre todo, de su señora esposa.

Aparentemente, Ramsés II, en sus faraónicos tiempos, había pensado en algo parecido. Los árabes nunca se lo plantearon pero, sin embargo, Leibnitz le propuso a Luis XIV un proyecto parecido. El rey francés, para quien entonces el mundo terminaba en las fronteras europeas, no le hizo demasiado caso. Sin embargo, en 1799, y tras su estancia en Egipto, Napoleón Bonaparte comenzó a interesarse por la idea. La cosa, sin embargo, permaneció más o menos dormida, o medio despierta, hasta que en 1833 arribó como cónsul francés en El Cairo Ferdinand Marie de Lesseps, vizconde de Lesseps. Lesseps era primo de Eugenia de Montijo y, además, gracias a su personalidad activa y organizativa se ganó a los árabes pues, estando Egipto en plena pandemia de peste, supo organizar los servicios sanitarios y los lazaretos, algo que impresionó a los gobernantes locales.

Después de Egipto, De Lesseps fue enviado a España y a Roma, tras lo cual se retiró a sus posesiones en el Midi rural. Fue durante esos cinco años en Chesnaye cuando maduró los planes de revivir la planificación hecha en tiempos del primer Napoleón y realizar un canal en Suez.

En 1854, Said, un viejo conocido de Lesseps de los tiempos de la peste egipcia, accede al poder en la nación musulmana. Lesseps regresa a Oriente y obtiene de su amigo la concesión de la obra del canal. La concesión, sin embargo, no es sino un acto administrativo, por así decirlo. El francés necesita financiación; y necesita encontrarla en medio de la susceptibilidad del Sultán de la Sublime Puerta, la hostilidad más o menos taimada de los ingleses y otros problemas.

Buscando apoyos, y lógicamente a través de Eugenia, Lesseps llega al emperador Luis Napoleón. El emperador, durante su cautiverio en el castillo de Ham, había trabajado, entre otras cosas, en la idea de un canal trasoceánico emplazado en Nicaragua. Entusiasmado con el proyecto, Luis Napoleón suscribe 177.000 acciones de la compañía recién creada para llevar a cabo el proyecto. Pero, sobre todo, el gran papel que juega el emperador en el proyecto es a la hora de conseguir que tanto turcos como ingleses bajen un poco el pistón de sus problemas.

La construcción del canal de Suez tomó diez años. Uno de los grandes problemas logísticos del proyecto fue la falta casi constante de agua dulce, que Lesseps hubo de traer desde el Nilo por un canal especial. Asimismo, también fue un obvio problema conseguir la suficiente mano de obra, puesto que el proyecto necesitó de 18.000 trabajadores, venidos de todas las partes de Europa. Un proyecto con un coste previsto de 200 millones de francos costó casi 450 millones, eso sin contar las cargas financieras. Pero Lesseps pudo resolver todos estos problemas mediante la emisión en París de títulos de empréstito.

Terminado el canal, la emperatriz Eugenia y su corte se embarcaron en Venecia en un yate llamado L'Aigle. Allí, recibió la visita del Chulo, tras lo cual se hizo a la mar hasta Atenas y, después, Constantinopla y, tras ser recibida por el sultán, Alejandría. Allí, la mujer del emperador no es la única europea que ha llegado para ver el canal. Esta obra despertó un enorme nivel de curiosidad en el continente, de manera que en la populosa ciudad egipcia había casi diez mil europeos en ese momento a punto de salir hacia Port Saïd. Los viajeros, sus mil sirvientes y sus 500 cocineros literalmente petaron los hoteles de la zona. En el primer barco que cruzó el canal, además de Lesseps y su prima, estuvieron las autoridades egipcias y turcas, el emperador Francisco José, el príncipe real prusiano, y los príncipes de los Países Bajos.

El II Imperio, pues, podía considerar que había sido el promotor de una de las obras del siglo XIX que mayores consecuencias socioeconómicas permanentes tendría para el mundo. Sin embargo, los fastos de Suez sólo fueron una ilusión.

Tras el sueño egipcio, tras ese viaje todo sonrisas en el que los gobernantes europeos se dieron los abrazos de rigor como hoy en día en las cumbres europeas o del G7, el canciller Bismarck permaneció, impasible el alemán, en la actitud de lograr que los estados alemanes del sur se terminasen uniendo a la llamada Confederación del Norte, creándose así una unidad política alemana nucleada por Prusia. Estos estados sureños, sin embargo, estaban siendo contraprogramados tanto por Austria como por Francia; pero, de hecho, ellos mismos tenían sus propias dudas acerca del proyecto. Cierto es que estaban unidos al resto de Estados alemanes por el Zollverein y diversos pactos militares; pero, a pesar de ello, los alemanes del sur, muchos de ellos de raíz católica, temían que, de seguir las instrucciones de Bismarck, esto los convertiría poco menos que en vasallos de Prusia. Estas dudas afloraron claramente en lo que se conoció como “Parlamento Aduanero”, reunido en Berlín en 1868. Allí, los diputados de Baviera y de Würtemberg se mostraron abiertamente hostiles al proyecto unificador. Esta oposición le causó un cabreo acromegálico a Bismarck; pero decidió tragarse el sapo y seguir adelante.

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