Desde mi punto de vista, hay dos cosas que demuestran cada día que el ciudadano normal, average, necesita saber más economía de la que sabe.
La primera es que se tire en plancha a las tiendas de lotería y quinielas, donde no pueden hacer por él nada más que venderle una inversión con valor actual negativo; que es algo que, si se lo ofreciesen en el banco de al lado, llevaría a ese mismo cliente a provocar una faraónica bronca.
La segunda cosa sorprendente es que aquellos ciudadanos que son socios de un club de fútbol se contenten con que su equipo le meta tres goles al eterno rival, aunque en ese mismo momento esté económicamente quebrado. De hecho, cada domingo las sociedades anónimas deportivas inventan un nuevo concepto de rentabilidad, que todos los lectores de prensa deportiva (y son unos cuantos) aceptan con total naturalidad.
En los últimos días se leen y escuchan comentarios mil sobre Islandia, un país que, al parecer, estaría pasando a la Historia por ser testigo de una rebelión cívica contra la crisis financiera y sus causantes. No pocos foros de internet experimentan orgasmos repetidos ante lo que consideran un ejemplo de lo que todos los países deberían hacer contra esa caterva de ladrones que provocaron la crisis subprime y sus diversas ladillas.
Dejando de lado el pequeño detalle de que hay países, como España, en los que esa caterva de cabrones está básicamente formada por los mismos tipos a los que la gente vota (¿quién gestiona, al fin y a la postre, las cajas de ahorros españolas?), es que, además, sorprende lo poco que se sabe de Islandia y lo mucho que se desconoce, en consecuencia, que las raíces de eso que podemos llamar el problema islandés tienen algo, pero no todo, que ver con las subprime y la crisis del 2008, puesto que brotan casi veinte años antes.
Islandia es un país que, económicamente, nunca había necesitado abrirse demasiado. Está escasamente poblado (lo cual quiere decir: pocas necesidades que atender), escasamente habitado (pocas infraestructuras que desarrollar) y con recursos naturales (notablemente, un señor llamado bacalao) que siempre han sido suficientes para dar de comer a la estrecha panda de valientes que se ha avenido, en los siglos pasados, a vivir en lugar tan extremo.
El nivel de vida islandés no siempre ha sido la pera limonera, pero en las últimas décadas del siglo XX mejoró notablemente a lomos de un sistema de política económica basado en no fijarse demasiado en la inflación. Islandia ha sido, tradicionalmente, un país de desempleo bajo e inflación alta, que reducía las consecuencias negativas de dicha inflación mediante la restricción de las operaciones trasfronterizas.
En 1990, sin embargo, la globalización económica mundial, unida al hecho de que las pesquerías comenzaban a no dar para tanto, hizo que Islandia cambiase el paso y se adhiriese a un área económica común, el Espacio Económico Europeo. Muchos análisis que se ven hoy tienden a ver en 1999, es decir el proceso de creación de bancos privados, el principio de la crisis islandesa. A mi modo de ver, se equivocan. Los problemas comienzan años antes, cuando el país despierta del suelo más o menos autárquico en que había vivido hasta entonces.
Estar en el EEE, que es una especie de Unión Europea blanda, ya no permitía a los islandeses tener la misma situación de cerrojazo al gasto exterior, lo cual quiere decir que el país tenía que ganarle la partida a su inflación de dos dígitos.
Para ello, los islandeses, que verdaderamente son pocos y bastante bien avenidos, llegaron a algo que se suele llamar el Acuerdo Nacional o National Consensus que, básicamente, fue un acuerdo de restricción en el crecimiento de las rentas al que llegaron empresarios, trabajadores y gobierno. Además, esta medida de austeridad, un poco a la alemana, se combinó con el inicio de una política monetaria realista, que modificó el sistema anterior de tipo de cambio fijo por otro de tipo de cambio flexible «controlado» por un objetivo de inflación, para la que fijaba un entorno de 1% anual mínimo y 4% máximo, con un 2,5% como tasa ideal; una inflación claramente pensada para entrar, algún día, en el euro.
Durante las décadas anteriores de inflación desbocada, los tipos de interés reales islandeses eran negativos. Esto quiere decir: el coste de un crédito estaba por debajo de la inflación lo cual, en esencia, es una llamada a endeudarse: si uno se endeuda en 100 y al año tiene que devolver 105, pero los precios han hecho que los 100 de principios de año sean 106 al final del mismo, endeudarse es, como digo, un chollo. Esto ocurrió en un momento en el que los bancos islandeses eran estatales (lo cual debería ser tenido en cuenta por parte de tantas voces que consideran que la manera de resolver los temas es nacionalizar la banca, como si nacionalizar la banca fuese una medida positiva per se). En 1979, el sistema trató de meterse en vereda indexando los créditos, de forma que los deudores tendrían que pagar lo que realmente valían: si valía 106, pues habría que devolver 106.
Fue más o menos en ese punto, forzados por el nuevo horizonte económico forzado por la entrada en el EEE, cuando los gobiernos islandeses se dieron cuenta de que tenían que crear un sector bancario privado. Así nació el Islandsbanki, que se fusionó con otras firmas y al que siguieron otros bancos hasta entonces públicos, como el Landsbanki el Bunadarbanki.
El Estado, sin embargo, no desapareció del ámbito financiero; dato que a menudo se soslaya del debate. Siguió existiendo, por ejemplo, el Icelandic Housing Financing Fund o HFF, una entidad pública dedicada a dar préstamos para vivienda, de entre 15 y 40 años de duración, indexados, y por un máximo del 80% del valor de la vivienda. En la práctica, esto significaba que el negocio para los bancos privados se centraba en el 20% restante. En las elecciones del 2003, el Partido Centrista, uno de los gobernantes, prometió el aumento del límite al 90%; puesto que la coalición renovó su poder, la medida se tomó y, consecuentemente, el papel de los bancos privados se redujo. La consecuencia, lógica: la competencia. A partir de 2004, los bancos privados se lanzaron a ofrecer préstamos para la vivienda a mejores condiciones que la HFF, alimentando con ello una espiral de crédito a la cual, como vemos, el ámbito público no sólo no fue ajeno, sino que la creó.
A més a més, a partir del 2001, cuando los relativos éxitos contra la inflación fueron visibles, el tono del déficit público mejoró, lo cual animó al Partido de la Independencia, largamente gobernante, a revivir sus viejas reivindicaciones de una reducción de impuestos.
En otras palabras: años antes de la crisis financiera, los gobiernos islandeses, o sea los partidos políticos, presionados por sus campañas y promesas electorales, decidieron realizar una doble política combinada: expandir el crédito, mediante la creación de bancos privados que competían directamente con los públicos; y expandir el consumo, por la vía de hacerlo más fácil poniendo más dinero en la mano de los islandeses cada mes, cada día.
Como irse ahora a un reactor de Fukushima y tirar dentro dos o tres toneladas de uranio cabreado.
El recalentamiento de la economía islandesa se hizo tan evidente que fue necesario subir los tipos de interés a niveles estratosféricos; a los inversores europeos, que vivían en una meseta aburrida de tipitos bajos como consecuencia de la convergencia del euro, se les pusieron los ojos como platos y se dedicaron a comprar bonos en coronas islandesas hasta poner el mercado secundario de renta fija, y la propia moneda, en ebullición, retroalimentando el proceso.
En estas circunstancias, la corona subía y subía. Y cuando una moneda sube, las demás bajan. Para los islandeses, los precios en, un suponer, Londres, cada día eran más baratos. Los precios británicos están en libras, pero como ellos tenían una monedita que cada día era más cara contra la libra…
Así que los bancos islandeses decidieron salir de compras por ahí fuera. Compraron bancos, compraron casas, compraron bonos, compraron la histórica tienda Hamley’s de Regent Street… compraron lo que se les puso por delante. E Islandia se convirtió en una especie de gran isla-banco. Para aquel entonces, el 80% de la capitalización de la Bolsa de Rejkyavik provenía del valor de las acciones de los bancos. El sector financiero crecía y crecía, alimentando ofertas a los hogares. En el 2005, la deuda de los particulares sobrepasó el 200% de su renta disponible.
El sistema bancario islandés registró una crisis seria en el 2006. Hubo analistas, sobre todo escandinavos, que destacaron, ya entonces, el mal endémico de la banca islandesa, que era su modelo de negocio basado en un crecimiento acromegálico de la actividad interior, sobre todo a través de segundas y terceras hipotecas. Sin embargo, analistas internos se apuntaron a la famosa teoría que ahora esgrimen muchos defensores de la política económica española actual: la teoría too big to fail; el sector bancario islandés era demasiado grande para darse la hostia. En todo caso, el sector financiero, ante estas preocupaciones, inició una línea de diversificación, buscando clientes fuera de sus fronteras, y comenzó a prestar en países como Reino Unido y Holanda, generando, al fin y a la postre, los impagos que ahora le son reclamados al país.
En consecuencia: el sector financiero islandés, y sus gestores, tiene una responsabilidad objetiva en los gravísimos problemas que, desde el 2008, registra tanto dicho sector como el país entero. Pero, contrariamente a lo que se lee por ahí, al menos en mi opinión, la responsabilidad no se le puede adjuntar, en solitario, a unos gestores malintencionados y enloquecidos. La gestión enloquecida, el crecimiento a toda leche, la subida sin pensar en la posibilidad de una caída, es consecuencia de una carrera macroeconómica iniciada por el gobierno, y unas condiciones generadas por la misma.
Las medidas de los sucesivos gobiernos islandeses, durante la década de los noventa, están encaminadas a favorecer el crecimiento de las rentas y del consumo y la expansión del crédito, como indicadores de un bienestar objetivo de los hogares islandeses. Las intenciones fueron bien expresadas en las campañas electorales en las que se prometieron acceso cada vez más fácil al crédito y más dinero en la cartera. A los islandeses nadie los engañó. Su economía se recalentó delante de sus narices y no parece que les preocupase demasiado. Hasta que la caldera estalló, claro.
Hay un efecto, a mi modo de ver, sorprendente. En la Historia puede verse claramente. Uno piensa: Sofico, Gescartera, Forum Filatélico, Nueva Rumasa, burbuja inmobiliaria, Islandia... Da la impresión de que hay un porcentaje nada desdeñable de la raza humana que, por razones genéticas, educativas o de algún otro tipo, es incapaz de asumir el que para mí es el Axioma número 1 de la economía financiera: nadie da duros a peseta. Si visitas diez concesionarios de automóviles y en nueve de ellos el Seat que te quieres comprar vale entre 20.000 y 24.000 euros, y en uno de ellos te lo ofrecen por 7.000, desconfía de éste último. El Seat que te quieren vender o es usado, o es robado, o es defectuoso, o algo. Porque nadie, repito, da duros a peseta. Pero, ¿y si es verdad que ese concesionario, por alguna razón, es capaz de vender a 7.000 euros el coche? Pues si es verdad, aplícate uno de los dos grandes axiomas del inversor en Bolsa: deja siempre que el último duro lo gane otro.
Los islandeses vivieron encantados en un mundo de crédito aceleradamente expansivo. Constituyeron segundas y terceras hipotecas sobre sus bienes reales porque creyeron en un axioma en el que también creyó mucha gente en España. En esto, la verdad, Islandia y España se parecen, a mi modo de ver, como dos gotas de agua. En ambos casos, como factor fundamental operó la convicción social de que los precios inmobiliarios eran una variable constantemente creciente en términos reales. Si el valor de los pisos iba a crecer siempre y, además, a mayor tasa que la inflación, entonces convenía endeudarse con su garantía.
En una crisis así, nadie es inocente. Si, verdaderamente, el problema de Islandia fuesen los cuatro tipos que quebraron sus bancos, la cosa tendría una solución lenta y jodida, pero relativamente fácil de formular. Los problemas de la economía islandesa, por desgracia, son bastante más profundos, y tienen que ver con el modelo económico que el país decidió darse a sí mismo, y votó.
En sí, la rebelión islandesa puede verse como un sorprendente despotismo ilustrado inverso. En el despotismo ilustrado normalito, son los poderosos, en el sentido de quienes tienen el poder, los que demandan que harán todo para el pueblo, pero sin él. En el despotismo ilustrado inverso, es el pueblo el que demanda que quienes tienen el poder no cuenten con ellos, puesto que, al fin y a la postre, no se sienten concernidos por decisiones que tomaron los políticos a los que votaron. Desde que existe la política monetaria y, consecuentemente, se sabe que la inflación responde en gran medida a la cantidad de recursos monetarios que hay en el sistema, es obvio para cualquier responsable económico que fomentar el consumo y el crédito a la vez puede llevar a recalentar la economía. La economía se recalentó mientras los islandeses (y muchos analistas internacionales, por cierto) aplaudían con las orejas. Si nosotros tuvimos nuestro boom inmobiliario, los islandeses tuvieron el financiero, y a ambos nos ha estallado en la cara. Pero ninguno de los dos, ni españoles, ni islandeses, tenemos derecho a decir ahora que estos estallidos no van con nosotros, porque son estallidos que no fueron provocados en solitario por un grupo de cresos haciendo negocio, sino, first and foremost, por los políticos a los que votamos y encumbramos al puteal del gobierno. Y por nosotros mismos.