En realidad, Carlos Luján no entendió muy bien para qué lo convocaron. Su función fue ir al ministerio y esperar en una pequeña sala a que, en otra más grande y contigua, terminase una reunión en la que participaba su jefe. Nunca llegó a saber a ciencia cierta lo que se discutió aquella noche, como el puñado de noches que le seguirían. Él no era protagonista de aquel suceso. No lo fue hasta el final. Hasta la madrugada del 20 de noviembre.
Aquella noche quedó de suplente. Fueron otros de sus compañeros los que fueron enviados de misión ya de madrugada, mientras él se quedaba en la recámara. Fracasaron. Los enviaron para tratar de convencer al país, a través de los periódicos, de que Franco estaba perfectamente e incluso pensaba en presidir el siguiente consejo de ministros. Pero lo que España relató aquella mañana, en miles y miles de tertulias de barra de bar, fue que Franco ya estaba muerto. Que estaba en coma. Todo el día se habló en España entera de bases militares, unidades armadas en alerta máxima, dispuestas a conservar el poder de Franco si se producía su ausencia. La de los intoxicadores del Régimen fue una misión imposible. El propio Lastres lo había dicho, caminando junto a Luján por la calle Princesa, en las primeras luces de la mañana.
-Los médicos han decidido ser sinceros. Tienen miedo de que la Historia les reclame. Esto sólo va a ir a peor.
Al día siguiente, a la hora de la comida, Franco empeora de nuevo. El día 25 es el primero en el que las personas como Luján, con su nivel de información y de responsabilidad, son apercibidos de la probable muerte de Franco. Luján y alguno de sus compañeros esperan en el ministerio, fumando y llamando de cuando en cuando a sus mujeres para contarles mentiras cada vez más inconsistentes. La mañana es muy larga para Luján. A eso de las ocho, según les cuenta Lastres, el Caudillo se ha asomado al último abismo. Luego perora con eficiencia sobre cosas de las cuales probablemente no sabía una palabra hace unas horas, pero que ahora describe con puntillosidad de catedrático. Peritonitis bacteriana en germen. Fallos renales. Por mis cojones, al que diga fuera de esta habitación que al general le fallan los riñones, me lo cargo personalmente.
A la hora de la comida se sabe que el obispo de Zaragoza, monseñor Cantero Cuadrado, ha salido hacia Madrid, en palabras del asistente de Lastres, «a toda hostia». El prelado es miembro del Consejo de Regencia. A media tarde se sabe que en el Pardo está el obispo, el general Salas, también miembro del Consejo, el presidente Arias y los familiares de Franco. Todo el mundo piensa en un velatorio.
El domingo 26 de octubre será un día difícil, si no imposible, de olvidar para Carlos Luján; y ello a pesar de que, en el entorno de aquellos días en que su mente se distribuía en exclusiva en el caso Anselmo López y la enfermedad de su Caudillo, habría otros más críticos. Sobre el primero de los asuntos, Luján seguía esperando. Esperando alguna noticia de Abrantes, su gran esperanza de poder encontrar algún hilo del que poder tirar para llegar a Julio Cendoya y sus cómplices. Esperando a que las pesquisas de la político-social diesen con algún activista anarco con acceso a tocadiscos baratos. Todo ello, evidentemente, con la sensación de tener los hechos totalmente cogidos por los pelos; pero con la visión de una cajetilla de tabaco deshecha y luego reconstruida en la cabeza. La visión clara de que, por débiles que fuesen las pistas, había algo enterrado bajo aquel casi insulso atraco bancario de días atrás.
En el caso de la enfermedad del Caudillo, el sábado 25 algunos periódicos se animaron a publicar el rumor de que el padre Bulart, confesor de Franco, le había dado la extremaunción. Para muchos españoles, y por ejemplo para Laura la señora de Luján, aquella noticia fue la puntilla. Como buena franquista, Laura sabía bien que los periódicos no podían publicar cualquier cosa; que lo hiciesen con ese rumor significaba muchas cosas. En realidad, aquella información había impresionado poco a Luján, pero no fue capaz de transmitirle a su mujer esa misma confianza. Él sabía, porque era cosa contada en sus círculos, que ya el año anterior, cuando la tromboflebitis1, Franco había recibido la extremaunción. Era una prevención lógica en un católico creyente que quería morir en gracia de Dios. Pero Laura no atendía a esas razones. Así pues, el matrimonio Luján, en solitario pues Bruno había dejado de acompañarlos desde los dieciséis años, acudió a la iglesia de su barrio a rezar por la vida del Caudillo, como se hizo en todos los templos del país. Madrid ofreció todo aquel día un aspecto notablemente distinto al normal. Era una ciudad a medio gas, una ciudad agazapada a la espera de acontecimientos.
A las siete y media hubo parte. Normalidad. Las gentes que querían creer comenzaron a creer los rumores positivos de las últimas horas, según los cuales Franco había confesado y comulgado. Un moribundo en coma no hace eso, se decía en los corrillos en las cafeterías, con el fondo bullanguero del Carrusel Deportivo. Llegadas las ocho, España se aprestó a ver el partido semanal en la televisión. El dolor quedaba aparcado.
A eso de las diez y media, el teléfono suena en casa de Carlos Luján.
-¿Diga?
-¿Puedes estar en el despacho en veinte minutos?
Lastres. O lo que quedaba de él.
-Desde luego.
-Mejor. Porque, como tardes un poco más, lo mismo para cuando llegues te has perdido la gran noticia.
La gran noticia. Carlos Luján conduce por Madrid de forma enloquecida, como si tuviera que llegar al Ministerio del Aire para desactivar una potente bomba con temporizador. Está tan nervioso que suda a pesar de llevar la ventanilla baja y escucha su propia respiración. Escucha su respiración e imagina a Franco dando las últimas boqueadas.
Llega a su despacho corriendo por el pasillo desierto, que multiplica el eco de sus pisadas. No hay nadie. Busca el despacho de Lastres. Su jefe está allí, fumando un enorme habano y con un enorme vaso de ginebra en la mano.
-¿Ha...?
Untal, el que todo lo sabe, se alza de hombros.
-Creo que no. Aún. Creo.
Lastres, quizá para quitarse él mismo tensión de encima, despliega con voz neutra el parte médico paralelo. El auténtico. En las últimas horas, cada paso ha sido hacia abajo. Para luchar contra los trombos, le han diluido la sangre. Pero eso hace que ahora sobre sangre por todas partes, Luján. Los pulmones encharcados. El corazón no la puede hacer pasar. Y, claro, con la sangre más clarita, es más fácil sangrar. El general ha reventado por el estómago. Está ahora mismo manando sangre por el puto estómago, Luján.
Luján hace una pregunta estúpida, fruto del dolor del momento.
-Bueno, pero... ¿es grave?
Por toda respuesta, Lastres se incorpora en su silla, se acerca a la radio transistor que tiene a un lado de su mesa, y acciona el mando para encenderla. Siempre tiene puesta Radio Nacional.
Música clásica.
Gira el mando, lentamente. Encuentra la SER.
Música clásica.
La misma.
Radio Juventud, la COPE, Radio Intercontinental, Radio España.
La misma música.
Luján comprende.
Doblan las campanas.
Quiere llorar. Pero no se lo permite a sí mismo. Aún hay algo que no entiende.
-Lastres, ¿qué hacemos aquí?
-No lo sé. Te juro por mis nietos que no lo sé.
-¿No lo sabes... tú?
-Quizá, ni yo ni nadie.
Lastres se incorpora y gira su cuerpo hacia Luján.
-La impresión... pero es sólo una impresión ¿eh? La impresión que tengo es que esto ha... esto ha roto el calendario. Están buscando una... ¿cómo la llaman? ¡Transición, eso es! Transición. Ya sabes, el rey ha muerto, viva el rey.
-Es lo lógico.
-Lo sé. También sé que sabes que esto es una carrera inversa; lo importante es llegar el último. La cosa está en el 27 de noviembre. Renovación de la presidencia de las Cortes. Don Alejandro2, ahí, bien colocado. Esto garantizaría un Consejo del Reino bien vigilado para proponerle al sucesor las ternas adecuadas. Vino nuevo, odres viejos. Atado y bien atado, ya sabes.
-Pero falta un mes.
-Falta un mes, sí. Y, además, los aperturistas presionan. El moro3 les hace el caldo gordo.
-¿El moro?
-Dice que el Sahara es suyo, que va a ir ahí a tomarlo con sus pordioseros, y ellos dicen que hay que gobernar, que es importante evitar los vacíos de poder, que si esto, que si lo otro...
-Ajá. Y, si se les muere hoy...
-Pues como picha en culo, Luján. Como picha en culo. No tienen ni que apartarlo, porque se tira él de cabeza al hoyo.
Luján se rasca la barbilla, pensando.
-Ya. Y, ¿de qué lado estamos?
El rostro de Lastres muta hacia algo que Luján creyó perdido: una de sus amplias, enormes sonrisas.
-Pues, amigo mío, no tengo ni puta idea. Pero lo que se dice ni puta idea. Quienes siempre me han mandado me han ordenado hoy hacer guardia ante la inminente muerte del Caudillo. Pero no sé más. Y, la verdad, no sé si quiero saber.
Carlos Luján, Untal Lastres y unos pocos miembros más de aquel estrecho cotolengo secreto que moraba en perdidos despachos de un ministerio cualquiera del franquismo pasaron aquella noche fumando, bebiendo y esperando la noticia de la muerte de Franco. Pero la noticia no llegó.
En la madrugada del 27 de octubre, el Caudillo consiguió mejorar, y pasó el día siguiente bastante tranquilo. La orden de deshacer la guardia hizo saltar los timbres del teléfono de Lastres a eso de las seis de la mañana. El jefe atendió el aparato con monosílabos. Luego colgó, le guiñó el ojo a sus subordinados que le miraban angustiados, y, con un esbozo de sonrisa, dijo:
-Ha pasado rozando, muchachos. Ha pasado rozando.
La noticia atravesó al grupo de policías y militares galvanizándolo de forma inmediata. Todos querían ir a casa a desayunar churros que comprarían por el camino. También Luján. Disfrutaba imaginándose a si mismo, compartiendo mesa camilla con su mujer, mintiéndole y quejándose de la absurda guardia a la que le habían obligado, joder, joder, nosotros puteados toda la noche y el Caudillo roncando como un lirón. La reunión se deshizo en apenas unos segundos. Luján se fue a su despacho, recogió allí suministro de tabaco pues el que llevaba se le había acabado, y pasó al despacho de Lastres a despedirse.
Fue entonces cuando Untal, golpeándose la frente con la palma de una mano, exclamó.
-¡La hostia! Casi se me olvida pero, ahora que te veo irte, me he acordado. ¡Cojones, qué cabeza!
Abrió un cajón de su mesa, sacó una carpeta amarilla, se levantó, caminó hacia Luján y se la ofreció, con gesto de orgullo.
-Eres un hacha, Carlitos. No se te escapa una.
-¿No se me...? ¿De qué me hablas, Lastres?
-Léelo -le contestó, señalando la carpeta con los ojos-. Lo lees, tomas notas y luego lo rompes, y lo tiras. Es el original. Nunca ha existido, ¿estamos?
Luján comprendió. Notó un eléctrico escalofrío en la espalda.
-Este informe -le explicó Lastres, dando golpecitos con un dedo en la carpeta- te explica por qué ese hijo de puta ha tenido que esperar hasta 1975 para volver a pisar la Patria.
1 En el verano de 1974, Franco sufrió una tromboflebitis en una de sus piernas, que le obligó incluso a dejar la jefatura del Estado en manos de Juan Carlos de Borbón. No obstante, se recuperó de la dolencia.
2 Alejandro Rodríguez de Valcárcel.
3 Se refiere al rey Hassan II de Marruecos.