sábado, septiembre 04, 2010

Folletín de verano (37)

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En realidad, Carlos Luján no entendió muy bien para qué lo convocaron. Su función fue ir al ministerio y esperar en una pequeña sala a que, en otra más grande y contigua, terminase una reunión en la que participaba su jefe. Nunca llegó a saber a ciencia cierta lo que se discutió aquella noche, como el puñado de noches que le seguirían. Él no era protagonista de aquel suceso. No lo fue hasta el final. Hasta la madrugada del 20 de noviembre.


Aquella noche quedó de suplente. Fueron otros de sus compañeros los que fueron enviados de misión ya de madrugada, mientras él se quedaba en la recámara. Fracasaron. Los enviaron para tratar de convencer al país, a través de los periódicos, de que Franco estaba perfectamente e incluso pensaba en presidir el siguiente consejo de ministros. Pero lo que España relató aquella mañana, en miles y miles de tertulias de barra de bar, fue que Franco ya estaba muerto. Que estaba en coma. Todo el día se habló en España entera de bases militares, unidades armadas en alerta máxima, dispuestas a conservar el poder de Franco si se producía su ausencia. La de los intoxicadores del Régimen fue una misión imposible. El propio Lastres lo había dicho, caminando junto a Luján por la calle Princesa, en las primeras luces de la mañana.


-Los médicos han decidido ser sinceros. Tienen miedo de que la Historia les reclame. Esto sólo va a ir a peor.


Al día siguiente, a la hora de la comida, Franco empeora de nuevo. El día 25 es el primero en el que las personas como Luján, con su nivel de información y de responsabilidad, son apercibidos de la probable muerte de Franco. Luján y alguno de sus compañeros esperan en el ministerio, fumando y llamando de cuando en cuando a sus mujeres para contarles mentiras cada vez más inconsistentes. La mañana es muy larga para Luján. A eso de las ocho, según les cuenta Lastres, el Caudillo se ha asomado al último abismo. Luego perora con eficiencia sobre cosas de las cuales probablemente no sabía una palabra hace unas horas, pero que ahora describe con puntillosidad de catedrático. Peritonitis bacteriana en germen. Fallos renales. Por mis cojones, al que diga fuera de esta habitación que al general le fallan los riñones, me lo cargo personalmente.


A la hora de la comida se sabe que el obispo de Zaragoza, monseñor Cantero Cuadrado, ha salido hacia Madrid, en palabras del asistente de Lastres, «a toda hostia». El prelado es miembro del Consejo de Regencia. A media tarde se sabe que en el Pardo está el obispo, el general Salas, también miembro del Consejo, el presidente Arias y los familiares de Franco. Todo el mundo piensa en un velatorio.


El domingo 26 de octubre será un día difícil, si no imposible, de olvidar para Carlos Luján; y ello a pesar de que, en el entorno de aquellos días en que su mente se distribuía en exclusiva en el caso Anselmo López y la enfermedad de su Caudillo, habría otros más críticos. Sobre el primero de los asuntos, Luján seguía esperando. Esperando alguna noticia de Abrantes, su gran esperanza de poder encontrar algún hilo del que poder tirar para llegar a Julio Cendoya y sus cómplices. Esperando a que las pesquisas de la político-social diesen con algún activista anarco con acceso a tocadiscos baratos. Todo ello, evidentemente, con la sensación de tener los hechos totalmente cogidos por los pelos; pero con la visión de una cajetilla de tabaco deshecha y luego reconstruida en la cabeza. La visión clara de que, por débiles que fuesen las pistas, había algo enterrado bajo aquel casi insulso atraco bancario de días atrás.


En el caso de la enfermedad del Caudillo, el sábado 25 algunos periódicos se animaron a publicar el rumor de que el padre Bulart, confesor de Franco, le había dado la extremaunción. Para muchos españoles, y por ejemplo para Laura la señora de Luján, aquella noticia fue la puntilla. Como buena franquista, Laura sabía bien que los periódicos no podían publicar cualquier cosa; que lo hiciesen con ese rumor significaba muchas cosas. En realidad, aquella información había impresionado poco a Luján, pero no fue capaz de transmitirle a su mujer esa misma confianza. Él sabía, porque era cosa contada en sus círculos, que ya el año anterior, cuando la tromboflebitis1, Franco había recibido la extremaunción. Era una prevención lógica en un católico creyente que quería morir en gracia de Dios. Pero Laura no atendía a esas razones. Así pues, el matrimonio Luján, en solitario pues Bruno había dejado de acompañarlos desde los dieciséis años, acudió a la iglesia de su barrio a rezar por la vida del Caudillo, como se hizo en todos los templos del país. Madrid ofreció todo aquel día un aspecto notablemente distinto al normal. Era una ciudad a medio gas, una ciudad agazapada a la espera de acontecimientos.


A las siete y media hubo parte. Normalidad. Las gentes que querían creer comenzaron a creer los rumores positivos de las últimas horas, según los cuales Franco había confesado y comulgado. Un moribundo en coma no hace eso, se decía en los corrillos en las cafeterías, con el fondo bullanguero del Carrusel Deportivo. Llegadas las ocho, España se aprestó a ver el partido semanal en la televisión. El dolor quedaba aparcado.


A eso de las diez y media, el teléfono suena en casa de Carlos Luján.


-¿Diga?


-¿Puedes estar en el despacho en veinte minutos?


Lastres. O lo que quedaba de él.


-Desde luego.


-Mejor. Porque, como tardes un poco más, lo mismo para cuando llegues te has perdido la gran noticia.


La gran noticia. Carlos Luján conduce por Madrid de forma enloquecida, como si tuviera que llegar al Ministerio del Aire para desactivar una potente bomba con temporizador. Está tan nervioso que suda a pesar de llevar la ventanilla baja y escucha su propia respiración. Escucha su respiración e imagina a Franco dando las últimas boqueadas.


Llega a su despacho corriendo por el pasillo desierto, que multiplica el eco de sus pisadas. No hay nadie. Busca el despacho de Lastres. Su jefe está allí, fumando un enorme habano y con un enorme vaso de ginebra en la mano.


-¿Ha...?


Untal, el que todo lo sabe, se alza de hombros.


-Creo que no. Aún. Creo.


Lastres, quizá para quitarse él mismo tensión de encima, despliega con voz neutra el parte médico paralelo. El auténtico. En las últimas horas, cada paso ha sido hacia abajo. Para luchar contra los trombos, le han diluido la sangre. Pero eso hace que ahora sobre sangre por todas partes, Luján. Los pulmones encharcados. El corazón no la puede hacer pasar. Y, claro, con la sangre más clarita, es más fácil sangrar. El general ha reventado por el estómago. Está ahora mismo manando sangre por el puto estómago, Luján.


Luján hace una pregunta estúpida, fruto del dolor del momento.


-Bueno, pero... ¿es grave?


Por toda respuesta, Lastres se incorpora en su silla, se acerca a la radio transistor que tiene a un lado de su mesa, y acciona el mando para encenderla. Siempre tiene puesta Radio Nacional.


Música clásica.


Gira el mando, lentamente. Encuentra la SER.


Música clásica.


La misma.


Radio Juventud, la COPE, Radio Intercontinental, Radio España.


La misma música.


Luján comprende.


Doblan las campanas.


Quiere llorar. Pero no se lo permite a sí mismo. Aún hay algo que no entiende.


-Lastres, ¿qué hacemos aquí?


-No lo sé. Te juro por mis nietos que no lo sé.


-¿No lo sabes... tú?


-Quizá, ni yo ni nadie.


Lastres se incorpora y gira su cuerpo hacia Luján.


-La impresión... pero es sólo una impresión ¿eh? La impresión que tengo es que esto ha... esto ha roto el calendario. Están buscando una... ¿cómo la llaman? ¡Transición, eso es! Transición. Ya sabes, el rey ha muerto, viva el rey.


-Es lo lógico.


-Lo sé. También sé que sabes que esto es una carrera inversa; lo importante es llegar el último. La cosa está en el 27 de noviembre. Renovación de la presidencia de las Cortes. Don Alejandro2, ahí, bien colocado. Esto garantizaría un Consejo del Reino bien vigilado para proponerle al sucesor las ternas adecuadas. Vino nuevo, odres viejos. Atado y bien atado, ya sabes.


-Pero falta un mes.


-Falta un mes, sí. Y, además, los aperturistas presionan. El moro3 les hace el caldo gordo.


-¿El moro?


-Dice que el Sahara es suyo, que va a ir ahí a tomarlo con sus pordioseros, y ellos dicen que hay que gobernar, que es importante evitar los vacíos de poder, que si esto, que si lo otro...


-Ajá. Y, si se les muere hoy...


-Pues como picha en culo, Luján. Como picha en culo. No tienen ni que apartarlo, porque se tira él de cabeza al hoyo.


Luján se rasca la barbilla, pensando.


-Ya. Y, ¿de qué lado estamos?


El rostro de Lastres muta hacia algo que Luján creyó perdido: una de sus amplias, enormes sonrisas.


-Pues, amigo mío, no tengo ni puta idea. Pero lo que se dice ni puta idea. Quienes siempre me han mandado me han ordenado hoy hacer guardia ante la inminente muerte del Caudillo. Pero no sé más. Y, la verdad, no sé si quiero saber.


Carlos Luján, Untal Lastres y unos pocos miembros más de aquel estrecho cotolengo secreto que moraba en perdidos despachos de un ministerio cualquiera del franquismo pasaron aquella noche fumando, bebiendo y esperando la noticia de la muerte de Franco. Pero la noticia no llegó.


En la madrugada del 27 de octubre, el Caudillo consiguió mejorar, y pasó el día siguiente bastante tranquilo. La orden de deshacer la guardia hizo saltar los timbres del teléfono de Lastres a eso de las seis de la mañana. El jefe atendió el aparato con monosílabos. Luego colgó, le guiñó el ojo a sus subordinados que le miraban angustiados, y, con un esbozo de sonrisa, dijo:


-Ha pasado rozando, muchachos. Ha pasado rozando.


La noticia atravesó al grupo de policías y militares galvanizándolo de forma inmediata. Todos querían ir a casa a desayunar churros que comprarían por el camino. También Luján. Disfrutaba imaginándose a si mismo, compartiendo mesa camilla con su mujer, mintiéndole y quejándose de la absurda guardia a la que le habían obligado, joder, joder, nosotros puteados toda la noche y el Caudillo roncando como un lirón. La reunión se deshizo en apenas unos segundos. Luján se fue a su despacho, recogió allí suministro de tabaco pues el que llevaba se le había acabado, y pasó al despacho de Lastres a despedirse.


Fue entonces cuando Untal, golpeándose la frente con la palma de una mano, exclamó.


-¡La hostia! Casi se me olvida pero, ahora que te veo irte, me he acordado. ¡Cojones, qué cabeza!


Abrió un cajón de su mesa, sacó una carpeta amarilla, se levantó, caminó hacia Luján y se la ofreció, con gesto de orgullo.


-Eres un hacha, Carlitos. No se te escapa una.


-¿No se me...? ¿De qué me hablas, Lastres?


-Léelo -le contestó, señalando la carpeta con los ojos-. Lo lees, tomas notas y luego lo rompes, y lo tiras. Es el original. Nunca ha existido, ¿estamos?


Luján comprendió. Notó un eléctrico escalofrío en la espalda.


-Este informe -le explicó Lastres, dando golpecitos con un dedo en la carpeta- te explica por qué ese hijo de puta ha tenido que esperar hasta 1975 para volver a pisar la Patria.





1 En el verano de 1974, Franco sufrió una tromboflebitis en una de sus piernas, que le obligó incluso a dejar la jefatura del Estado en manos de Juan Carlos de Borbón. No obstante, se recuperó de la dolencia.



2 Alejandro Rodríguez de Valcárcel.



3 Se refiere al rey Hassan II de Marruecos.

viernes, septiembre 03, 2010

Folletín de verano (36)

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Carlos Luján regresó a su casa a una hora prudencial, ligeramente después de la medianoche, y durmió hasta tarde, las diez o diez y media. Aún así, se despertó enormemente cansado, como si hubiese estado sometido a un ejercicio intenso en las horas anteriores. Encontró a su mujer en la cocina, trasteando sus cosas y escuchando un transistor, dentro del cual varias personas, con voces bastante neutras, discutían los pormenores de la enfermedad del Caudillo.


Laura miró a su marido como si llevase rato esperando que apareciese.


-¡Hola, Carlos! -Exclamó, con falsa sorpresa. Y luego le preguntó, bruscamente- ¿Cómo está?


Carlos observó a su mujer. Se dio cuenta de los muchos años que hacía de la desaparición de la joven chica, frágil y asustadiza, de la que se había enamorado. Algún día, quién sabe cuándo, la había sustituido una mujer madura, una mujer de rostro, de brazos, de pecho y caderas más anchos, mirada paciente y natural silencioso. Pero aquella mañana era como si aquella niña preciosa, aquella niña cuyo miedo le había impulsado a colmarla de besos, hubiese regresado de alguna parte desde el centro de aquella mujer madura. Era la mirada. La misma mirada de aquella Laura que aún temía que alguien aporrease la puerta de madrugada para llevársela a ella, o tal vez a su marido, a su hijo quizá, como se había llevado a varios de sus parientes, para no devolverlos jamás. Aquella insulsa mañana del 22 de octubre de 1975, el miedo, el horror en los ojos de Laura lo cambiaba todo. Luján trató de sonreír.


-Vivo. Está vivo, Laura.


Nada más brotar las palabras de su boca, el ex policía tuvo claro que su pequeña broma no le había gustado a su mujer. Laura hizo un mohín de asco al que no le ahorró ni uno solo de sus matices peyorativos. Luján se sintió en la necesidad de controlar la situación.


-No sé si me vas a creer -dijo, engolando ligeramente la voz-, pero te juro por mis muertos, Laura, que todo lo que dice ese parte médico es verdad. Es la verdad.


Eso le había dicho Lastres. Repetir constantemente: sólo tiene gripe. Delante de todo el mundo. De todo. Y había dicho, a modo de ejemplo: incluso a nuestras mujeres.


Laura no creyó a su marido. Luján no se lo reprochó. Eran demasiadas las veces en que habría regresado de viajes a ninguna parte, viajes de sangre y tragedia, pretextando haber estado en aburridas reuniones internacionales de burócratas. Y entonces se dio cuenta. Después de tantos años.


Es el cansancio, se dijo. Siempre vuelvo cansado después de cumplir con mis obligaciones. Ella lo lee en mis ojos. Sabe que vengo de quebrar a alguien, de amenazarlo. De levantarle una sien. Me ve cansado, y comprende.


Pero ya no podía hacer nada. Ni siquiera estaba autorizado a tranquilizarla más. Aún así, y por probar, de pie en medio de la cocina con el café en la mano, se escuchó decir:


-No me extrañaría nada que la información que den hoy sobre la puta gripe fuese tan aburrida como una audiencia en El Pardo.


Y no se equivocó. Quizá fue la última apuesta que ganaría Carlos Luján.


Después de desayunar se metió en su despacho y sopesó la mañana que tenía por delante. Podía ir al Ministerio. Pero no tenía gran cosa que hacer y la perspectiva de calentarse la cabeza con los miles de teorías que, con seguridad, pululaban ahora por los pasillos, le daba enorme pereza. Su verdadero asunto pendiente era tomar el coche y conducir al sur, hacia la comisaría de Azpíriz, para comprobar el resultado que una noche de ping pong había hecho en Ciriaco el Mecánico. Dos cosas le detenían, sin embargo. La primera, su cansancio que, paradójicamente, crecía con la mañana. La segunda, la teoría que le expresaba con claridad su intuición de quebrantarrojos, de que el viejo no hablaría. Eso era un acicate, porque venía a significar que hasta aquel anarquista, que tan sólo era un peón de célula, sabía que los dos refugiados que quizá había tenido en su casa eran algo importante. Incluso muy importante. O, quizás, estaba simplemente amenazado. Y aún cabía la tercera posibilidad: que fuese así de duro.


Todo esto confirmaba en la cabeza de Luján todas sus teorías; a esas alturas, ya no le cabían dudas de que, cuando menos, uno de los atracadores tenía que ser El Choto Cendoya. Treinta años después, acariciaba la posibilidad de esclarecer el caso Anselmo López. Pero todo eso, sin embargo, trabajaba a favor del silencio del viejo. Luján miró el reloj. Llevaban, como mínimo, ocho horas apaleándolo. A esas alturas, en realidad, Ciriaco estaría más que probablemente inconsciente. De haber hablado, lo habría hecho horas atrás, y él ya lo sabría.


Ese desánimo lo llevó a decidirse por quedarse en casa y limitarse a llamar a Azpíriz por teléfono.


El comisario y ex compañero le confirmó todas las cosas que su olfato le había dictado. A Ciriaco el mecánico se lo habían llevado al hospital penitenciario a eso de las cuatro de la mañana, cuando descubrieron que tenía una mano rota. No había vuelto a despertar desde entonces, pero lo lógico era no esperar nada, así pues ya se estaba elaborando la oportuna denuncia por agresión a la autoridad y pertenencia a organización clandestina.


Para cuando llegaron la Transición y la amnistía, Ciriaco ya no estaría para disfrutarla.


El viejo no había dicho nada. Vivía solo. Siempre había vivido solo. También en los últimos días. ¿La mujer que había dicho que lo recordaba en compañía de los atracadores? Una equivocación.


-¿Tú crees -había terminado por preguntar Luján- que hay alguna posibilidad de que el muy cabrón diga la verdad?


-Ni una -había contestado Azpíriz, sin asomo de duda-. Ese tipo sabe algo, créeme. O lo sabía, porque lo mismo ahora ya ni se acuerda de cómo se llama.


-Pues yo creo -Luján trataba de pensar al mismo tiempo que hablaba- que igual te equivocas.


-¿Quieres decir que es inocente?


-Yo no he dicho eso. He dicho que puede haber dicho parte de verdad.


-No lo entiendo.


-Dijo que los tres atracadores nunca fueron huéspedes suyos. ¿Y si eso es verdad? ¿Y si su encuentro, cuando fueron vistos por la señora, sólo fue un encuentro con un intermediario que les facilitó refugio?


-Eso explicaría -corroboró Azpíriz, hablando casi en susurros- que ningún vecino les viese juntos. Apenas lo estuvieron una vez, y apenas unos minutos.


-Sólo que tuvieron la jodida mala suerte de que una señora que luego da la puta casualidad que está en el banco atracado les vio.


-Encaja.


-Encaja, sí. Los huidos siguen en Madrid, o alrededores.


-¿Madrid?


-Madrid, sí. ¿Tú le ves al viejo ése con capacidad como para tener contactos en otras ciudades? ¡Por Dios, si todo lo que teníamos de él eran unas cuantas pedradas en una huelga de mierda!


-Un tercera fila.


-O cuarta. Azpíriz, ¿podrías...?


-¿Activar mis confidentes en la CNT? Luján, yo investigo tirones y estafas. No tengo de eso.


-Yo sé dónde conseguirlos -contestó Luján, pensando en el todopoderoso Lastres-. Déjalo de mi cuenta. Es importante averiguar qué sabe la organización del atraco y todo eso.


-Sabes bien que son autónomos -respondió Azpíriz, como si verdaderamente pudiera saber el tipo de cosas en las que Luján estaba al cabo de la calle-. Células dispersas sin coordinación. No es una guerra, sino mil guerras.


-Lo sé. Es lo lógico. Pero, joder, dos activistas llegan a España y en medio de toda la hostia de los fusilamientos, la tromboflebitis, la gripe y la leche en verso, intentan una acción gorda.


-Era una puta agencia bancaria, Luján.


-Era pasta, José Antonio. Y digo yo que no la querrían robar para comprar lotería.


-Ajá. Veo por dónde vas.


-Pero les sale mal y, para ocultarse, tienen que acudir a un matao que se alquila de agitador en conflictillos de cincuenta trabajadores. La única explicación es que la huida no estaba prevista. Y si la huida no estaba prevista...


-Entonces no había nadie serio, nadie importante, detrás de la milonga.


-Exacto, Azpíriz. Exacto.


Silencio en la línea. Casi se podía oír el cerebro el navarro zumbando.


-Si tan precario es todo -acabó por decir, despacio, como arrancando los conceptos de su memoria-, hay un dato positivo. Las opciones de Ciriaco no serían muchas.


-Pienso lo mismo. No creo que les diese más de una o de dos direcciones para acudir.


-Pero no ha soltado prenda.


-Registramos la casa, claro.


-Por supuesto -respondió el comisario, con cierto deje de decepción en la voz-. No se encontró agenda o anotación. En la casa no había ningún rastro que nos pudiese llevar a una tercera persona. No había más cosas que las del mecánico.


Carlos Luján sintió un pinchazo en la columna, y luego un escalofrío. Un viejo sentimiento que hacía más de diez años le había abandonado. Y, aún así, nada más sentirlo supo lo que era. La inspiración de los detalles.


-¿Qué has dicho?


-¿Qué he dicho, de qué?


-Que qué has dicho, José Antonio. Has dicho que no había más cosas que las del mecánico.


-Eso he dicho, sí.


-Mecánico en paro.


-En paro, sí. Desde hace dos años.


-¿Qué tipo de cocina tenía?


-¿Importa eso?


-¿Te lo preguntaría si no importase?


Breve silencio.


-Carbón. Cocina de carbón.


-¿Ducha?


-¡Qué ducha! ¡Si la casa no tiene inodoro, joder!


Luján sintió que le faltaba el aire.


-Azpíriz, macho. ¿Qué clase tipo vive en una casa con una cocina del siglo pasado, sin cagadero, y tiene un tocadiscos?


-¿Un qué?


-Un tocadiscos. Grande. Con dos buenos altavoces. Tienes que recordarlo. Saltó por los aires cuando empujé al viejo y le arreé en el estómago.


-¡Joder, es cierto! Será... robado.


-O no. La pregunta, te he dicho, es qué clase de persona tiene una casa de mierda y un tocadiscos de puta madre. Y la respuesta es: alguien que lo ha robado, o lo ha comprado barato. Muy barato.


Carlos Luján y José Antonio Azpíriz tenían todo lo que necesitaban para ponerse a trabajar: un hilo del que tiraron. Se plantearon todas las formas por las cuales alguien podía tener acceso a un tocadiscos barato, además del robo, y, acto seguido, pusieron en funcionamiento amistades, contactos y deudas impagadas en la político-social, a la búsqueda de anarquistas en esos círculos. Sin embargo, la investigación, en lo que a Luján se refiere, experimentó un brusco frenazo. Se frenó a eso de las cuatro de la mañana, cuando, inopinadamente, sonó el teléfono en la casa del ex policía. Laura, a la que las décadas habían acostumbrado a ese tipo de sorpresas, se limitó a darse la vuelta en la cama y seguir durmiendo. Paradójicamente, fue el objeto de la llamada, Luján, quien se levantó tratando sin éxito de calmar el retumbe de su corazón, que parecía querer volar por los aires en su caja torácica. Inconscientemente, supo que algo gordo había pasado. Por algún momento, pensó que estaba en 1957, y se dijo: Miguel Álvarez ha muerto. Llaman para comunicar que la matanza ha comenzado.


Era Lastres, en persona. Su voz chorreaba lágrimas.


-Ha tenido una crisis.


-¿Una crisis? ¿Quién?


-¡Quién va a ser, cojones!


-Vale, vale. ¿Ha sido grave?


-Mucho. Mucho, Luján. Dolores muy fuertes. Los calmantes, de adorno. El general, muy, muy nervioso, Luján.


-¿Cómo... sabes tú todo eso? -Preguntó Luján, entre desorientado e incrédulo.


-Es mi trabajo, y tu obligación -respondió Lastres, endureciendo la voz-. El corazón le falla. El yerno1 no es nada optimista. Le ha dicho a Valcárcel2 que podría durar apenas unos días. Horas incluso -se oyó un gran suspiro-. Vístete, Luján. Esta noche harás tu penúltimo servicio a España.





1 El marqués de Villaverde, casado con la hija única de Franco.



2 Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes.

jueves, septiembre 02, 2010

Folletín de verano (35)











En una iglesia lejana, las campanas acababan de dar los cuartos. Ya se había hecho de noche. Al salir aquella tarde de casa, Carlos Luján se había asomado al balcón de una primera tarde todavía cálida, y había equivocado el juicio. Pensaba que estaría poco tiempo fuera del hogar y por eso había salido a cuerpo; si hubiera sabido que pasaría toda la tarde fuera, se habría protegido contra las traiciones del otoño cuando se va el sol.


El había creído que sólo sería testigo de un interrogatorio; cosa de un par de horas. Uno más como varios que había dirigido el comisario Azpíriz en los últimos días. Puro trámite todos. Personas residentes en la ciudad dormitorio donde se ubicaba el banco atracado a las que se les presentaba el retrato robot de los tres atracadores, así como la foto del cadáver de su desgraciado, e inexperto, cómplice. Luján acudía a aquellos interrogatorios por evadir sus pensamientos del trasiego de su oficina, inusitadamente intenso desde el consejo de ministros del 17, y también porque así se lo había pedido Azpíriz. Tal vez tú veas algo con tu olfato de buitre, le dijo. Como siempre, sin mala intención; pero también sin tonos netos que definiesen la frase como una broma.


La tarde del 21, sin embargo, les tocó la lotería. De los dos interrogados, uno resultó ser una mujer que se encontraba en la zona del banco visitando a una amiga, ya que ella vivía en la otra punta de la ciudad. Fue una suerte que estuviera allí. Los atracadores habían sido listos. Habían actuado en un entorno en el que sabían que se podían ocultar con rapidez; pero, al mismo tiempo, habían escogido muy bien la sucursal bancaria. Cuando la mujer los reconoció como los huéspedes de Ciriaco el Mecánico y comprobaron la dirección de Ciriaco Huertas Capdemón, pudieron ver que el domicilio se encontraba bastante lejos de la sucursal; de hecho, para ir desde uno hasta la otra, si se quería usar el transporte público, era necesario realizar diversas e incómodas combinaciones de autobuses. Era un lugar claramente escogido para que no fuese fácilmente relacionado con la base donde los ladrones se escondían.


Montar el operativo llevó unas dos horas. Por eso, cuando Carlos Luján, José Antonio Azpíriz y una dotación de siete policías armados se apostaron frente a la casa baja donde vivía Ciriaco, sonaron los cuartos posteriores a las ocho. Esperaban. Tenía que llegar una orden judicial y aún no había llegado. A todos los efectos, estaban investigando a unos chorizos, y ambos habían decidido que así debía ser, por lo menos de momento.


Carlos Luján puso la radio del coche dentro del cual esperaba con su ex compañero. Sintió un escalofrío en el espinazo al escuchar la voz neutra del locutor de Radio Nacional, con el tono seco y algo lúgubre de las grandes ocasiones.


En el curso de un proceso gripal, su Excelencia el Jefe del Estado ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda, que está evolucionando satisfactoriamente, habiendo comenzado ya su rehabilitación y parte de sus actividades habituales.


A las diecinueve horas del día de hoy, su Excelencia el Jefe del Estado recibió en su despacho al presidente del Gobierno, con quien mantuvo una conversación de cuarenta y cinco minutos.


Azpíriz bufó más que suspiró hacia la ventana abierta del automóvil, y luego dio una larga chupada a su cigarrillo.


-Ya ha empezado -musitó.


-Ya ha empezado, ¿qué? -Preguntó Luján.


-¿Y tú me lo preguntas?


El navarro miró a Luján. Luján pensó: joder, me mira como si Franco fuese su padre.


-¿Dónde lo tiene?


-¿Dónde tiene qué?


-¡Luján, joder...! El... el cáncer.


Carlos Luján se recordó en el mediodía del día anterior en el despacho de Lastres. Qué cabrón es el navarro, pensó. Yo hice la misma pregunta.


Él respondió lo mismo que le respondió Lastres.


-No hace falta un cáncer para morirse.


Azpíriz procesó la información. Luján pensó, así pues probablemente también dijo con su mirada: es todo lo que te puedo decir. Hasta aquí puedo leer. El navarro lo aceptó, o pareció aceptarlo.


-Los que me dais miedo sois vosotros -terminó por decir, con el rostro vuelto hacia la calle.


-Nosotros.


-Vosotros, sí. Los defensores del Movimiento. Las...


Luján encendió un cigarrillo y dejó escapar una risa breve.


-¿No lo dices?¿Desde cuándo te callas lo que piensas, Azpíriz?


-...


-Las cloacas del franquismo. Puedes decirlo. Sin miedo. No te preocupes. Lo tengo muy asumido. Soy una rata que merodea por las cloacas del Movimiento. Por lo visto -continuó, suspirando y moviéndose en el asiento para eliminar algún dolor de espalda provocado por la inacción-, por lo visto hoy por hoy el problema no está en los troskistas que van por ahí matando guardias civiles y comisarios de policía; o los sindicalistas que reciben telegramas de Moscú; o los aprendices de políticos que tienen engañada a media Europa. El problema somos nosotros: las ratas. Hay que ver cómo han cambiado los tiempos.


-No me entiendas mal, yo...


-Tú sólo has querido decir que qué pasará si muere Franco. Qué haremos. Y yo te lo voy a decir: ya está todo preparado. En las siete horas siguientes a la muerte de Franco, nos vamos a llevar por delante a siete mil españoles. Más o menos. Con eso basta. La lista ya está hecha. Si ésos están muertos, la hidra pierde la cabeza. Nada de arrestos ni polladas. Ocultaremos la muerte de Franco siete horas, durante las cuales dejaremos España como la patena. Será su testamento.


Azpíriz miró a su ex compañero. Ojos fríos, inexpresivos. Luján pensó: como no podía ser de otra manera, me ha calado.


-Si eso fuera verdad, no me lo contarías.


Luján rió.


-Cierto, cierto.


-Vale. Pero, entonces, fuera bromas. ¿qué cojones vais a hacer?


Un taxi paró cerca. De él se bajó un hombre y por la tensión en el rostro de Azpíriz, supo Luján que su amigo le conocía; así pues, probablemente, era algún funcionario judicial. Luján agarró el brazo de Azpíriz para captar su atención durante los segundos que el hombre tardó en caminar hasta su vehículo.


-Vamos a confiar, Azpíriz. No hay otra. Atado y bien atado. Son sus órdenes y, aún con las arterias reventadas, aquí, como hace cuarenta años, sólo manda Uno.


Entraron en casa de Ciriaco Huertas derribando la puerta. No se molestaron en llamar. Querían el bollo blando desde el primer mordisco. Y consiguieron lo que querían. Ciriaco el Mecánico (en realidad, mecánico en paro) dormía en su catre vestido apenas con unos calzoncillos y cuando se levantó, a gritos de los armadas, todavía como sonado por el sueño, en el centro de su escaso ropaje había una oscura y húmeda mancha. Luján pensó: me encantan los testigos que se lo hacen encima. Son el más claro preludio de un interrogatorio fácil. A eso se unió la mala hostia que se le puso al comprobar que Ciriaco, contra lo que él había esperado, estaba solo.


Siguiendo instrucciones de Luján, los uniformados buscaron un par de motivos fútiles, pequeños retrasos en cumplir sus instrucciones, alguna breve contestación a destiempo, para arrearle alguna que otra hostia al mecánico. Poca cosa, pero suficiente. Ciriaco se arrebuñó como pudo en la solitaria silla que los policías colocaron en el centro de la pieza de la casa que hacía las veces de salón y dormitorio, protegiéndose la cara. Un policía le lanzó una patada certera al estómago, y a partir de ese momento el interrogado ya no supo qué hacer, cómo cubrirse. Pero no lloraba. Imploraba con los ojos, desde la sombra de los brazos. Dos pequeñas luminarias que miraban alerta.


Luján se adelantó.


-Baja los brazos.


-¡Yo no he hecho nada!


-Montón de mierda: baja-los-brazos.


En sus años de policía, Carlos Luján había aprendido una cosa. La mayor parte de la gente se acojona y obedece a un policía que les grita a todo pulmón. Pero algunos parecen creer eso del perro ladrador, poco mordedor. Pero si a alguien, en una situación en la que está esperando que le grites, le das una orden tajante, en voz casi inaudible, muy, muy despacio, todo el mundo entiende el mensaje a la perfección. Sólo existe la alternativa de obedecer, o tener un par de costillas rotas antes de dos minutos.


Ciriaco obedeció y miró a Luján con su rostro cruzado de arrugas. Luján hizo un gesto de satisfacción, dio un paso adelante y se quedó frente al hombre, que bajó la vista.


-¿Dónde están?


-¿Dónde están, quié...?


La patada certera en la pata izquierda delantera de la silla la tumbó y dio con Ciriaco en el suelo. Un policía se adelantó para patearlo, pero Luján lo detuvo con la mirada. Dejó que el interrogado se hiciese un ovillo en el suelo para protegerse.


-¡Yo no sé nada!


-No, tú no sabes nada. Somos nosotros los que sabemos.


Luján alargó un brazo con la palma de la mano mirando hacia atrás. Oía ruidos tras de sí y sabía que había movimientos hacia el interrogado. Pero quería dejarle respirar. Si, además de estar cagado de miedo, lo agobiaban, no escucharía. Escuchó a Azpíriz susurrar órdenes breves; aún recordaba bien sus métodos, pues.


-¿Sabes algo de lo de SIARSA, Ciriaco?


-No sé de qué me habla -contestó Ciriaco desde el centro de su ovillo. Daba la impresión de que habría contestado lo mismo si le hubiesen preguntado su nombre.


-Te refrescaré la memoria. Una forja local. Cerca de aquí, en el polígono. Ochenta y cinco trabajadores, cuarta más, cuarta menos. El mes pasado fueron la huelga. Doce días.


-Le repito que no sé de qué me habla.


-Pero eso es sólo porque eres un subnormal de mierda y por eso aún no te has preguntado por qué sabemos tan bien dónde vives. Se montó una buena fiesta rojinegra1 en SIARSA. Acción directa, creo que le llamáis a eso.


-¿Le... llamamos? No sé de quién me habla.


-No te preocupes, yo te lo digo -Luján se sentó en la silla, justo al lado de aquel hombre maduro semidesnudo y tumbado en el suelo-. La mayoría de los obreros de SIARSA son cagarros como tú mismo. Unos son mierdecillas rojas y otros mierdecillas negras, y cuando se juntan la montan. Fueron a la huelga y hace cosa de tres semanas, en medio de los paros, apedrearon a tres furgones de la policía que acudieron a causa de los conflictos que se producían en la puerta de la fábrica. Y, ¿sabes una cosa que hacemos siempre cuando vamos a una así?


Luján cruzó una mirada con Azpíriz. Azpíriz, el siempre eficiente policía que tenía fichado a medio Móstoles y que, esa misma tarde, le había enseñado a Luján el pequeño informe que ahora estaba invocando. Luego se inclinó y, con la mano derecha, agarró fuerte la pelambrera de Ciriaco. El mecánico gimió. Luján tironeó como si quisiera separar la cabeza del cuerpo. Ciriaco gritó más. Luján se arrodilló en el suelo y colocó su rostro frente al de Ciriaco. El mecánico se orinó de nuevo. Luján esperó a que pudiese dominar mínimamente el dolor y entornase los ojos para mirarlo.


-Llevamos cámaras de fotos, Ciriaco. Y tenemos una muy bonita de ti, en medio de una pequeña multitud de rojos cabrones, tirando piedras. Dime, hijo de puta. ¿Cuándo cojones has trabajado tú en SIARSA?


Mandoble con la mano izquierda. Un nuevo grito.


-¿Desde cuándo contratan mecánicos en las forjas?


Un puñetazo. La nariz del viejo mecánico comenzó a manar sangre.


-Despídete de tu cara, Ciriaco -gritó, esta vez sí, Luján-. Éstos -señaló hacia detrás de él con la cabeza, hacia los policías- te van a hacer una nueva, por cabrón.


-¡Yo no he hecho nada malo!


Luján se irguió e irguió a Ciriaco, sin dejar de tirarle de los pelos. Una vez semierguido el mecánico, le propinó un rodillazo en el estómago. Escuchó el aire huir de su cuerpo. Lo empujó contra un mueble. Ciriaco chocó con estrépito contra la especie de cómoda. Un tocadiscos que había sobre ella salió disparado, y el ruido de múltiples pequeñas piezas rotas rebotando contra el suelo se multiplicó. El mecánico se quedó semisentado en el mueble, con los calzoncillos chorreando, llorando a lágrima viva y sangrando cascadas de sangre por la nariz rota.


-Deja de decir gilipolleces -le dijo Luján, recuperando el tono bajo y monocorde-. Estás a punto de donar a la ciencia policial tus huesos y la poca salud que te queda. Si no juegas bien tus cartas, para cuando amanezca no te van a conocer ni los hijos de puta de tus hijos.


Con la izquierda le agarró el cuello. Con la derecha le puso el dedo índice delante de los ojos.


-Te lo preguntaré una vez. Una sola. ¿Dónde están?


Ciriaco boqueaba, sin aire. Luján esperó. Cuando notó que los músculos del mecánico se relajaban, rebajó la presión. El interrogado recuperó el resuello. Y, luego, comenzó a sollozar. Un llanto callado, pero neto. Ciriaco lloraba por sí mismo. En ese momento, Luján supo que no hablaría.


-Lleváoslo -acabó por decir a los uniformados, que esperaban detrás de él-. Esta noche tenéis partida de ping pong.





1 El rojo y el negro son los colores del anarcosindicalismo.

miércoles, septiembre 01, 2010

Folletín de verano (34)

Texto completo








Carlos Luján apartó la vista del informe policial definitivo sobre Juan Escofet. Sintió el abrazo de la contrariedad en el pecho. Era un informe lleno de datos insulsos. Los policías que lo habían redactado eran bastante categóricos al sostener la idea de que había sido la ambición la que había hecho de aquel muchacho un delincuente. Sus averiguaciones habían destapado una personalidad muy amiga de los vicios caros y al tiempo muy amargada por no poder pagarlos. Sin embargo, Luján sabía que si su teoría era cierta, Escofet estaba muy lejos de haber formado parte de una partida de simples y puros ladrones. Su apuesta más clara era Camilo Pérez. El dueño del bar Calper donde uno de sus sicarios había muerto en enfrentamiento con la policía era el único superviviente cierto del grupo radical desmantelado en el 57. Por lo demás, el hecho de que los atracadores fueran tres, y muy experimentados, abría la posibilidad de que en la partida estuviese Julio Cendoya.


Eso, y la anotación: RiP 203.


La reflexión de Luján era: ¿quién, hasta aquel momento, había conocido la contraseña RiP 203? Con seguridad, sólo dos personas. Una era Anselmo López. La otra era Lucía Odriozola. Desde el 58, en la conversación durante la cual fue captado para La Central, Luján sabía además otra cosa: esa contraseña tan querida no podía estar relacionada con otra cosa que con el robo de los bonos que habría realizado Anselmo López. De momento, no era capaz de imaginar cómo podría haber realizado dicho robo, pero todo: la actitud de López, el hecho de que guardase el papel, le decía que lógicamente la anotación tenía que tener relación con el robo.


Estaba comprobado que Anselmo López había tenido relación con Carlos Grisca, alias Pepe Durán, El Manco. Si, como Luján sospechaba, RiP 203 era una pista para localizar el dinero robado por López, podría habérsela dicho. Pero eso era poco probable. Visto cómo se las gastaba Grisca, López tenía que saber que, si le decía cómo localizar el dinero, el otro acabaría con él. De hecho, existía una posibilidad de que así hubiera sido y que Grisca fuese el asesino de Anselmo López; pero eso no cuadraba con su modesta existencia en Sabadell, dando clases de matemáticas, si había logrado hacerse con una fortuna.


No era lógico, por lo tanto, que Grisca hubiese encontrado el dinero. Ni que lo hubiese encontrado Camilo López, quien regentaba un negocio modesto hasta su huida, casi diez años después de la muerte de Anselmo López. Y estaba, además, la muerte de Lucía Odriozola. ¿Por qué asesinarla? Habiendo dinero de por medio, eso cualquier policía o ex policía lo sabe bien, lo racional es siempre esperar que sea la razón de todo.


Si las teorías de Luján eran ciertas, Lucía Odriozola había muerto a manos de Grisca porque éste se había enterado de que la mujer había tenido acceso a las pistas sobre el escondite del dinero. Pero Lucía no había confesado nada. Había resistido una paliza de Luján y, aquella tarde, tuvo la presencia de ánimo de intentar dejar una pista (extraña e indescifrable, eso sí) sobre su agresor; sabía, pues, que iba a morir, y en esas circunstancias, lo más probable es que no dijese nada. Y si Grisca, que había llegado hasta ella, no consiguió nada, menos había conseguido Camilo Pérez antes de tener que huir.


Por ello, sólo quedaba una hipótesis: Anselmo López comunicó la pista, en Rusia, a otra persona. A su camarada Julio Cendoya. In Bello, Amicitia. Luego López fue herido y Cendoya murió en combate.


Si es que murió.


Cuando el equipo Luján-Azpíriz volvió a trabajar conjuntamente, lo hicieron como si apenas hubieran pasado dos horas desde la última misión de su juventud. Después del mucho tiempo que habían compartido vigilancias y casos en la Brigada, ambos se entendían a la perfección. Por lo demás, otra cosa que hizo la costumbre fue la automática asunción por parte de Azpíriz del hecho de que sería su compañero el que dirigiese las pesquisas.


En realidad, los protocolos de investigación en estos casos eran bastante sencillos. Como Azpíriz había dicho, la tranquilidad con que los tres huidos habían salido andando por las calles de Móstoles sugería que aquél era un terreno que conocían bien. Esto reducía mucho el ámbito de la búsqueda. Pero más aún lo reducía la sospecha de que alguno de los huidos fuese Camilo Pérez y, quizá, el escurridizo y fantasmagórico Julio Cendoya.


-Ya sé que Rebollo creía en células durmientes sin apenas comunicación -le decía Luján a Azpíriz-, pero no tiene lógica que sea algo así. Hay una pregunta clara. En 1957 pusimos a Camilo Pérez a la fuga. Tuvo que salir de España porque, de lo contrario, lo habríamos trincado.


-Sí, nos tomamos bien en serio esa búsqueda.


-Ajá. Camilo huyó. Pero, ¿huye y permanece quieto hasta 1975? ¿Por qué?


-No sé. ¿Porque Franco está en las últimas?


-¡Coño! Y, ¿qué tiene que ver eso con atracar un banco? Si fuesen el puñetero Carrillo lo entendería. Pero, ¿dos delincuentes? ¿Dos personas buscando pasta?


-Pues no. No tiene sentido.


-No, no lo tiene. Pero es un hecho que han esperado para volver. Han esperado casi veinte años, joder. ¿Por qué coño han esperado tanto?


-Sólo hay una respuesta -sentenció, con voz ronca, José Antonio Azpíriz.


Se miraron. Antes de hablar sus labios, ya se lo habían dicho con los ojos.


-Tienes razón. Mierda, tienes razón. Si no han venido antes, es porque no han podido.


Azpíriz se alzó de hombros.


-Está bien. Pero eso no nos dice mucho. Desconocemos las identidades que utilizan tanto Pérez como el posible Cendoya; menos aún del tercero en discordia. Sin mencionar que no es demasiado lógico lo de las dificultades; sobre todo en el caso de Cendoya, si está vivo.


-No sé si te entiendo bien.


El navarro apretó los labios, dejando que esa apenas media reacción fuese toda la pista posible sobre sus sentimientos.


-Me limito a tirar del hilo. Supongamos que Cendoya está vivo. Entonces hemos de suponer que en el lago Ilmen hizo la envolvente, llevó a sus compañeros a primera línea de fuego y, una vez allí, probablemente les mató él mismo.


-Joder...


-Ni joder ni leches. No me digas que no lo has pensado así todos estos años. Yo también lo habría hecho. ¿Quién se queda tumbado esperando que los obuses se carguen precisamente a todo el mundo menos tú? Los debió quitar de en medio y luego, de alguna forma, quizá con alguna señal pactada de antemano, hizo saber a los rusos quién era y se escurrió hasta sus líneas; no sin antes vestir a algún muerto con su guerrera, claro.


-Pero eso ocurrió hace más de treinta años.


-Lo importante es cómo lo verían los rusos. Para ellos tuvo que ser un héroe. Un comunista infiltrado que sobrevive a su infiltración. Un republicano que engaña a Franco hasta el punto de convertirse en soldado suyo; condecorado, además. Es de suponer además que Cendoya, o sea Longares, les daría datos jugosos sobre las posiciones alemanas y españolas. Esas cosas se retribuyen. Lo cual nos lleva a imaginar a nuestro amigo en Rusia, disfrutando de cierto estatus político y personal, identificado con la cosa soviética.


-No creo que tenga que recordarte que mucha gente así murió prisionera en Siberia.


-Sí. Pero no en los últimos quince años. Luego llegó el gordo aquél, Chispita.


-Nikita. Jruschev.


Luján comprobó, con delectación, que seguía siendo incapaz de adivinar si los deslices de su compañero eran reales o no.


-Nikita, para tí la perra gorda. Llega el tío ese. Se saca el zapato1. Dice: Stalin, caca. Los presos a la calle. Y eso pasa a principios de los sesenta, o así. ¿Qué narices puede haberle pasado por la cabeza ahora, precisamente ahora, al Cejas2 para soltar a un preso que no soltó el gordo?


-No tiene lógica -admitió Luján.


-Hay que buscar un motivo más permanente.


Luján sintió una punzada en el estómago.


-¿Qué has dicho?


Azpíriz se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar.


-¿Qué he dicho...? Pues, sólo, eso... un motivo más...


-Más permanente. ¿Es eso?


-S...sí -balbució Azpíriz, no muy convencido.


-Un motivo más permanente para impedir que alguien pueda salir, ser libre.


Agarró a su amigo y ex compañero por los hombros.


-Y yo creo que conozco uno -le respondió e, intantes después, se volvió para tomar su chaqueta-. ¿Y si Cendoya tenía a una banda, a su gente? Claro, muchos murieron en Rusia y, de los que quedaron en Madrid, Durán se mató y Pérez estaba con él. Pero los atracadores eran tres. ¿Y si...?


Luján se mordió el labio, pensando. Luego miró a Azpíriz y dijo, seco:


-A las seis de la tarde, en la cafetería del Ministerio.


-¿No me vas a contar...?


-No puedo, José Antonio. Son cosas de... cosas de engrasadores.











Carlos Luján condujo unos pocos kilómetros por la carretera de La Coruña, escuchando en la radio del coche el parte que hablaba del consejo de ministros, ya terminado; no cruzó palabra con su copiloto. El locutor utilizaba palabras que a todas luces pretendían instilar la idea de normalidad y plena salud por parte del Caudillo. En realidad, Luján sabía desde justo antes de meterse en el coche que aquel consejo se había celebrado con Franco conectado a unos aparatos de lectura cardiaca que los médicos habían colocado en una sala contigua; se lo había contado el otro ocupante del vehículo, Untal Lastres. Aunque ni el ex policía ni su jefe no podía saberlo aún, en efecto aquel consejo había sido muy problemático, especialmente cuando el orden del día llegó al asunto de Marruecos y la actitud del rey Hassan ante la inmintente descolonización del Sahara. El corazón de Franco se había acelerado peligrosamente.


Aún sin saberlo, Carlos Luján, conforme conducía por la autopista, se imaginaba haciendo equilibrios con su coche sobre el inmenso filo de una navaja.


Finalmente, llegó a la altura de la desviación que buscaba, en la cual tuvo que conducir apenas unos cientos de metros hasta llegar a un edificio cuadrangular y bajo. En la entrada había una barrera y un militar. Luján le enseñó su credencial.


-Señor -le indicó el centinela tras comprobar el extraño carné-. ¿No tiene cita?


-Es irregular, lo sé. Pero son días irregulares, no sé si me entiende.


-Ya, pero personas como usted sólo pueden venir con cita.


-¿Y de mi nivel?


Era la voz de Lastres, inclinado sobre Luján para hacerse visible por la ventanilla del conductor por parte del centinela. A Luján no se le escapó el detalle de que su jefe no estaba mostrando credencial alguna. Su credencial era su cara y lo imposible que le resultaba a cualquier centinela de aquel edificio no recordarla.


El guardia le dejó pasar con un gesto del brazo.


Aparcaron en la zona de visitantes y entraron en un ala del edificio. Lastres se condujo por los pasillos como si llevase décadas trabajando allí. Saludaba a todo el mundo con leves inclinaciones de cabeza. Luján empezó a hacer lo mismo y observó que personas a las que no conocía le devolvían el saludo. Educación, se dijo. O prevención.


Finalmente, Lastres chasqueó la lengua con delectación. Habían llegado al despacho que estaba buscando. Le dijo a Luján que esperase fuera y entró solo. Se oyeron voces y alguna risa dentro. No pasó mucho tiempo. Luego el mismo Lastres salió para indicar a Luján que entrase y, una vez en el despacho, le presentó a un hombre enjuto y alto, con aspecto de sufrir una úlcera estomacal crónica, pero que hizo esfuerzos por sonreír al estrechar débilmente la mano del ex policía. Lastres lo presentó como El Coronel, sin especificar nombre ni apellido.


-Hemos venido para pedirte ayuda. Para un caso muy jodido -informó Lastres, con voz que pretendía ser jovial.


-¿Como de jodido? -Preguntó el Coronel.


Luján suspiró. Pensó para sus adentros: o estamos aquí un buen rato, o nos marchamos en el mismo momento que termine de hablar.


-Es un asesinato. Lleva 27 años sin resolver.


El Coronel miró a Luján como si le hubiese mentado a la madre.


-¿27 años? ¿Eso es...?


-1948, sí.


El Coronel sopesó la información, con un evidente despiste en el rostro.


-Eso está prescrito... o amnistiado, ¿no?


-Tenemos motivos para pensar que éste no está prescrito, mucho menos amnistiado.


Durante una hora después de que Azpíriz se hubiera marchado del ministerio, Luján se había aplicado a explicarle a Felipe Lastres las generalidades del caso López. Incluyó lo de la entrevista de El Pardo en el 56 porque juzgó que no tenía sentido ocultarle esa información a alguien que a todas luces tenía un puesto en las cloacas del régimen al menos tan profundo como el del propio Rebollo; y además, porque necesitaba que lo supiera para que se aviniese a acompañarle para recabar información de quien podría tenerla. En ese punto, por todo esto, Luján esperaba que Lastres le corroborase y apoyase. Pero, por alguna razón que sólo se podría explicar conociendo los laberínticos recovecos del cerebro de aquel hombre que llevaba ya más de treinta años siendo quien no era y dedicándose a lo que no se dedicaba, Lastres permaneció quieto y en silencio.


El Coronel dedicó a Luján una mirada escéptica. Así que el ex policía quemó su último cartucho.


-Se trata del caso de Anselmo López.


El Coronel hizo esfuerzos por disimular que había entendido a la primera de qué le hablaban. Pero falló y debió darse cuenta de ello, porque, tras unos segundos de silencio, hizo un rictus de la boca que quería significar resignación.


-Ese caso está desde hace años en un callejón sin salida. Bueno, ahora que lo pienso, Luján...


-Sí, no le falla la memoria, Coronel. Yo fui quien lo cerró.


-Y lo reabre ahora.


-Sí, señor. Es la segunda vez que lo reabro.


-¿Es algún tipo de obsesión?


El Coronel planteó la pregunta no a Luján, sino a Lastres. Pero entonces el superior de Luján sí que trabajó. Decir, no dijo nada. Pero eso fue, probablemente, porque no le hacía falta. A todas luces, los contertulios de Luján eran viejos compañeros; de ésos que se entienden con una mirada. La de Felipe Lastres dijo muchas cosas. Alguna de las cuales resonó en la boca de su interlocutor.


-En este edificio hay como seis o siete despachos de mierda a los que podrías haber ido de ser éste un caso de mierda -el Coronel parecía leer de la frente de Lastres. Untal se limitó a asentir en silencio-. Cojones -musitó con desgana el militar-. Además, seguro que lo que venís a pedir no es nada fácil.


El Coronel repasó las páginas del ajado expediente que Luján puso en silencio sobre su mesa. Era el viejo expediente sobre Julio Abrantes que, casi veinte años antes de aquel día, había terminado por acopiar Luján con las escasas notas que pudo hacer, y alguna documentación de apoyo, tras la extraña historia que sobre aquel tipo, mezcla de delincuente común y héroe de guerra perdida, le contó Ismael Rebollo. Durante un segundo, Luján sintió un nudo en la garganta. Recordando todo eso, pensó que algunas de las líneas nerviosas que alcanzaba a ver en las páginas que repasaba el Coronel, la letra de su antiguo jefe dejando alguna que otra anotación importante, era todo lo que le quedaba de él. Sintió un vacío en la boca del estómago. Luego un vértigo leve. Después, el gesto pétreo del Coronel le impidió seguir bajando por la cuesta de la melancolía.


-¿Qué quiere usted saber de Julio Abrantes?


-Quiero encontrarlo.


El Coronel sopesó unos segundos la respuesta de Luján.


-Podemos saberlo. Pero no será fácil. No creo que los rusos nos quieran contar sus registros funerarios.


-Está muerto... -Felipe Lastres no preguntó, sino que afirmó suavemente, casi en un susurro.


-O debería estarlo -sentenció el Coronel.


-Perdone, señor, pero la precisión es importante. ¿Está muerto, o debería estarlo?


El Coronel le dirigió una mirada conminatoria.


-Cuidado, Luján. Sería usted el primer civil que se permite entrar en esta casa y preguntar qué sabemos o dejamos de saber.


Luján se revolvió en la silla. Se dijo que tenía que hacer esfuerzos por ser lo más diplomático posible. Pero no pudo.


-¿Sobre un combatiente de la División Azul, reenganchado en las Waffen SS, violador y asesino? Con todos los respetos, Coronel, cuando Rebollo me habló del caso Abrantes, hace veinte años, eran fáciles de entender las implicaciones políticas. Hoy, la verdad, y le repito que con todos los respetos, me costaría creerlas.


El Coronel se alzó de hombros, afectando sorpresa.


-¿Ah, sí? O sea, que o nosotros hemos dejado de ser azules o los rojos han dejado de ser rojos, ¿es eso?


Luján contó hasta diez.


-Con todos los respetos, Coronel. Abrantes no es Rudolf Hess3. Si está vivo, hasta la momia de Lenin lo habrá olvidado. Los rusos no tendrían hoy a un combatiente de las SS metido en unas cárceles donde no queda ni un preso político de Stalin, jugándosela a que alguien se entere y monte un San Quintín.


-Suponiendo que esté vivo.


-Desde luego, suponiendo que esté vivo.


El Coronel se retrepó en su sillón y miró a Luján, como midiéndolo. Luego cambió el tono, tratando de adoptar uno afectadamente jocoso.


-Parece que usted cree que puede estar vivo.


-Sí. Vivo, y en Móstoles.


-Ajá. Adonde habría llegado...


-No hace mucho.


-Ajá.


-Si las sospechas de Luján son ciertas -intervino Lastres, con humildad en la voz- Abrantes se ha juntado con uno o dos activistas de izquierdas que se dedican a la delincuencia común.


-Relacionados con el caso López.


-En efecto.


-Y, si el caso se reabre ahora, debo entender que desde 1957, que fue cerrado, no se ha sabido nada de esos tipos.


Luján no pudo evitar un gesto excesivamente imperativo de la mano pidiendo silencio. El Coronel, sin embargo, se lo perdonó. Parecía divertido.


-Creo que sé por dónde va. Las personas que huyeron en el 57 quedaron fichadas por algo más que la delincuencia común. Quedaron fichadas como activistas de ultraizquierda que se habían infiltrado en la estructura de Falange para pasar desapercibidos. Creemos que no regresaron a España, pero lo han hecho ahora. Lo cual no tiene lógica.


-Ya. Y han pensado que, tal vez, la lógica de todo esté en que regresan ahora porque es ahora cuando Abrantes ha podido salir de la URSS.


-Exacto.


El Coronel apretó los labios y elevó las cejas en un gesto de incredulidad.


-Luján, ¿no se da cuenta de lo inconsistente de su teoría? ¡Usted mismo se desmiente!


-¿Yo, me...?


-Usted, sí. Si los rusos se quitaron de en medio al Waffen SS, ¿por qué han esperado hasta el 75? Si tan cierta es su teoría de que han pasado página hace mucho tiempo, Abrantes llevaría aquí años, ¿o no?


Luján tuvo que reconocerse que el Coronel tenía razón. El obstáculo que en 1957 podía seguir existiendo para el regreso de Abrantes no se sostenía en el presente. En su momento era un peligro repatriar a un veterano de guerra que debía ser juzgado por delitos muy graves; pero eso se acaba diluyendo. Luján, por toda respuesta, alzó los brazos y los dejó caer, en gesto de impotencia.


-Lo sé, Coronel -respondió-. No voy a negar que es un palo de ciego. Hay dos posibilidades. Que yo tenga razón y haya algo que haya retenido a Abrantes hasta el día de hoy. La otra es que esté muerto.


El Coronel asintió, de nuevo serio. Miró a Lastres.


-Dime, Felipe. ¿Qué tal son los palos de ciego de aquí el amigo?


Lastres enarcó las cejas y declamó:


-De primera. Te lo digo yo: de primera. Pregunta en la casa si quieres.


El Coronel miró a Luján y le sonrió.


-Está bien. Pero nos llevará algún tiempo.


-No mucho, espero -terció, con una sonrisa, Lastres. El Coronel se la devolvió, como si estuviera contento de tenerle a él de interlocutor.


-No, desde luego. Es una gestión oficial. Vamos de frente. Cuando no sólo no tienes que engañar al embajador sino que hasta lo puedes usar para que te ayude, todo es mucho más rápido.


Luego miró a Luján y le tendió el viejo expediente. Fue compasión lo que leyó en ex policía en los ojos del militar sin nombre.


En la radio, de vuelta hacia Madrid, un importante político hablaba a los periodistas. Aseguraba que Franco viviría más de cien años.





1 Jurschev se hizo especialmente famoso en occidente por su gesto de sacarse un zapato en una reunión internacional y golpear con él la mesa.



2 Se refiere a Leonid Brezhnev, que sucedió a Jruschev. Tenía unas cejas muy pobladas.



3 Se refiere al lugarteniente de Hitler, que en 1975 (y hasta 1987) permaneció encarcelado en la cárcel berlinesa de Spandau, convirtiéndose en el último jerarca nazi preso.