viernes, noviembre 05, 2010
Lectura electrónica
Vaya por delante que mi experiencia como consumidor es bastante negativa. A principios de octubre, por mi cumpleaños, mi costilla me compró un lector de libros electrónicos. El último modelo de El Corte Inglés. Conseguí conectarlo a mi wi-fi pero jamás conseguí darlo de alta en una cosa que se llama Adobe-no-sé-qué, y que era imprescindible para poder bajarme libros sin conectarme a ningún ordenador ni leches. Por alguna razón que no supe explicarme, la máquina no ingresaba la contraseña correcta. El servicio de atención al cliente de El Corte Inglés tampoco fue capaz de averiguar la causa. Ignoro si era un problema de mi aparato o de toda la gama. Lo devolví (ventajas del emporio Areces; con otros eso no puedes ni soñarlo).
Con la tarjeta-regalo que me dieron me compré otro lector. De Samsung. Éste daba un problema aún más estúpido. La ventana para ingresar la contraseda de wi-fi tenía 9 espacios; la contraseña de Movistar tiene 12. Llamé a la atención al cliente. Me dijeron que el producto era muy nuevo y que hablarían con los ingenieros; que al día siguiente me llamarían. Al día siguiente, como no me llamaban, llamé yo. Me dijeron que la persona que me había atendido se había puesto enferma. Debe de ser un tifus jodido, porque ha pasado un mes, y sigo sin saber de ellos. También devolví el lector.
Mi experiencia personal, por lo tanto, es clara: esto de los lectores electrónicos todavía tiene que avanzar mucho. Los que hay son un poco, algunos bastante, caros para lo que hacen. Yo mismo, sin ir más lejos, he renunciado a la lectura electrónica, al menos de momento. Pero, tratándose de tecnología, ¿quién duda de que en cuatro o cinco años valdrán 150 euros y darán saltos mortales?
Como autor, ya la cosa cambia. Aquí sí que me indigno. Los grandes autores, con nombre y campanillas y bla, van por ahí diciendo que los lectores no han hecho otra cosa que multiplicar las descargas y joder el negocio. Pero eso lo hacen, primero que nada, porque se creen que el mundo de los creadores son ellos, los que ganan premios, van a la radio a opinar absolutamente de todo y, de vez en cuando, plagian.
Cuando publiqué La oportunidad de Judas en este blog, coloqué un botón de donación de Paypal para que todo aquel lector que considerase que mi esfuerzo creador valía dinero, y que además podía y quería pagarlo, lo pudiese hacer. Los ingresos derivados de la novela han sido modestos si los comparamos con lo que gana Le Bron James por botar un balón. Pero es que la comparación no es con eso. La comparación ha de hacerse con los cero euros que mi creación, por así decirlo, estaba condenada a recaudar en un mundo de papel.
Con lo que la pandilla de esforzados pagadores han donado (y gracias a todos, en verdad), he podido pujar en subastas por un par de libros que me interesaban; uno me lo pisaron, pero el otro lo pillé. Ahora lo veo en mi estantería y pienso que, si no existiese el fenómeno de la lectura electrónica, simplemente no lo tendría. Mi mejora no ha sido del 100%, ni del 200%. Ha sido infinita. De cero a cien.
Todos esos intelectuales de himplan en los medios sobre la gran catástrofe del libro electrónico podrían parar a pensarse cuántas pildoritas como la mía suma la edición electrónica. Cuántos creadores, condenados al ostracismo total por un mundo editor que no tiene sitio para ellos a menos que se hagan de un partido político o le hagan la pelota a algún osito, han conseguido sacar la cabeza, ser leídos, apreciados en mayor o menor manera y, además, por qué no, han recibido algo a cambio.
Yo creo que los escritores tienen miedo, porque miran de reojo al mundo del periodismo. Cuando contar historias era carísimo, porque había que tener rotativas, y repartidores, y la de Dios, aquellos que las contaban podían aspirar a que la gente creyese que eran los que más sabían de su tema en el mundo. Internet, y muy especialmente la blogosfera, cambió eso. En la blogosfera hemos aprendido que hay gentes, desde Wonkapistas a Omalaled, de los Gaussianos a las Historias de la Historia o el mítico CPi, que saben un huevo más de lo que saben que los periodistas. Hoy ha aparecido la figura del blogoculto: ciudadano que toda la cultura que adquiere, poca o mucha, la obtiene de los blogs.
Los escritores temen lo mismo. Tienen nostalgia del mundo en el que publicar era carísimo, porque entonces poca gente publicaba y entonces parecía que lo único que merecía leerse era lo que estaba en las librerías. Tienen miedo de que el mundo comience a poblarse, con el tiempo, de personas que digan: yo sólo leo libros electrónicos que voy pillando por la red. Porque ese día, Dios lo quiera, un agregador bien montado será más opinion maker que el premio Planeta.
¿Tú te haces una idea de la pasta que cuesta apostar por la novela de un escritor?, suelen preguntar estos editores asustados. Cabe responderles a la gallega, con otra pregunta: entonces, ¿por qué apuestas por novelas que son una mierda? ¿Por qué apuestas por gentes que escriben historias de espías ambientadas en la guerra civil española con escenas en las de dos comunistas van en un coche y paran a repostar... en Burgos? Hay una ley inexorable del mercado libre, y es que cuando te dedicas a vender mierda, más tarde o más temprano el personal te cala, y te castiga. No son pocos los casos en los que la mal llamada revolución de los libros electrónicos no es más que una mera aceleración de ese proceso.
El libro electrónico es una realidad inevitable. No sólo es más barato y resuelve el problema del espacio; es que para personas como yo, que solemos buscar libros descatalogados y raros, el día de mañana bastará que una sola alma caritativa, en una sola biblioteca del mundo, la haya escaneado y colocado en su web, para que podamos leerla. Quien no quiera ver esto, es que quiere forzar el mercado editorial para que no sea lo que lleva camino de ser. Imagine el lector un mañana en el que el estudiante de la ESO cargará en su lector la lección del día de su libro de matemáticas; y podrá, con su puntero, hacer los ejercicios en la misma pantalla, mientras el propio lector le va corrigiendo si se equivoca y explicándole el error. Al lado de eso, ¿verdaderamente habrá algun tonto'los'cohone que prefiera seguir estudiando con libros en papel? Pues sí: el que los vende. No sólo defenderá el papel, sino que intentará que el gobierno de turno impida que se pueda leer/estudiar de otra manera.
Cuando la creación es un oligopolio, se llama academicismo. Los historiadores de la cultura han demostrado mil veces que no hay periodos menos creativos en la Historia del hombre que aquéllos en los que el academicismo ha sido el modo dominante de crear. El buen creador no tiene nada que temer del libro electrónico. Eso, claro, si es que tal cosa existe.
martes, noviembre 02, 2010
La guerra civil, hace 45 años
A mediados de los años sesenta, Luis Ramírez, colaborador habitual de Ruedo Ibérico y creo que seudónimo de Luciano Rincón, afrontó un proyecto bastante complejo. Se trataba de hacer una encuesta sobre la visión que en ese momento, hace ahora casi 45 años, tenían los españoles de la guerra civil. Obviamente, el proyecto era de difícil realización en el interior de España; no es de extrañar que algunas de las entrevistas se hiciesen a españoles emigrantes en el extranjero, es decir en Francia.
El autor del trabajo era consciente de que para tener representatividades debía hacer entre 2.000 y 3.000 entrevistas, pero apenas pudo acopiar dos centenares. Como consecuencia, hubo de renunciar a realizar una aproximación cuantitativa a los resultados, limitándose a una descripción cualitativa de los mismos.
El trabajo fue publicado en el informe de Ruedo Ibérico Horizonte Español 1966, suplemento de los Cuadernos del Ruedo Ibérico, del que da la casualidad que poseo una copia. El trabajo es complejo y abarca más matices que los pocos que voy a intentar desplegar aquí, pero creo que tiene su interés la cosa porque lo que le salió a Ramírez, por mor probablemente de las personas que se avinieron a contestar su cuestionario, fue cierto retrato de la percepción, en los primeros años de su juventud, de la generación inmediatamente posterior a la guerra civil. La que todavía pudo oír de primera mano testimonios de la misma y formarse por ello una opinión cercana.
La primera cosa que le sorprende a Ramírez es recibir, una y muchas veces, la para él inesperada respuesta: «¿La guerra civil? ¿Qué guerra civil?» Esta respuesta, a mi modo de ver, no es tanto el fruto de una estrategia del franquismo, como una estrategia de los españoles. Un hojalatero nacido en 1948 responde: «No sé si mi padre estuvo en la guerra o no, yo qué sé. No me lo va a contar a mí». Esta respuesta, como otras muchas, revela un deseo claro por parte de muchos hogares de no referir a la generación siguiente las circunstancias de la guerra. En ese sentido, la lectura del informe da la falsa impresión de que las respuestas que incluye son lo más importante. A la luz de las propias confesiones del autor de la encuesta, en realidad lo más importante es lo que no se lee, es decir la cantidad enorme de encuestados que, ya en 1966, no sabían nada de la guerra civil, no eran capaces de hablar de uno solo de sus personajes, menos aún de sus orígenes o desarrollo.
Como digo, algo pudo colaborar el entorno educativo, ciertamente. Tras los primeros años triunfales, y sobre todo coincidiendo con la pérdida de peso específico de Falange dentro del régimen, la educación pierde parte de su sentido revanchista para envolver la guerra civil dentro de un halo de generalidades y centrarse (así era la Formación del Espíritu Nacional, vulgo la presunta Educación para la Ciudadanía de la época) en los logros posteriores del régimen, que pasaba a justificarse, ante sus infantes, por el éxito económico y la paz, sin que ésta tuviese unos referentes claros. Con todo, ya digo, un desconocimiento tan flagrante por parte de personas que cronológicamente estaban cercanas al hecho bélico sólo encuentra su justificación en la actitud de los hogares.
Hay en 1966, tal y como lo veo yo, tres tipos de hogares: los vencedores, los vencidos, y los otros. Los primeros son los que guardan un recuerdo más presente de la guerra o, más bien, de los agravios que, según su visión, la generaron. Juega un papel fundamental aquí la agresión contra la religión, lo cual abona la idea, que es cuando menos mi tesis, de que la actitud, más que laica, anticatólica, de la II República, fue su gran, gran error estratégico. Por lo que respecta a los vencidos, construyen su propia versión, igual de maniquea que la contraria. Y luego están los otros, que a raíz de la actitud abstencionisa ante la guerra cabe sospechar eran mayoritarios, presididos por dos ideas: la primera, la necesidad de olvidar, pues son ellos los que, conscientemente, cortocirtuitan la transmisión del conocimiento y renuncian a contarle a sus hijos lo que pasó; y, en segundo lugar, un discurso reivindicativo basado en la idea de que en la guerra pagaron el pato los de siempre, en lo que parece adivinarse cierta rebelión contra las élites que la habrían provocado.
Pero, por supuesto que hay recuerdos. Y bandos en los recuerdos.
Los vencidos, por ejemplo.
Un estudiante de Barcelona, al que cuesta sacarle nada porque afirma no tener ni puta idea del tema, finalmente se arranca: «A mi padre lo llamó a filas la República casi al final; estuvo en el Ebro. De lo que más he oído es de los bombardeos de Barcelona por parte del ejército nacional y de la estúpida actuación de los catalanistas de la Lliga, que se vendieron a Franco por miedo a la FAI. He oído comentar también que la gente sencilla no comprendía nada de la guerra y sólo sufrían las consecuencias. De mi abuela, por ejemplo, he oído decir que tenía tanto miedo de las bombas que no quería salir del Metro y aún ahora se horroriza cuando hay una tempestad porque los truenos se las recuerdan. Mucha gente creo que está enferma debido al miedo pasado».
Las voces de los vencidos no esconden que ellos también, como es lógico, han crecido bajo ciertas dosis de adoctrinamiento: una estudiante catalana dice que en el hogar donde creció «los rojos y los catalanes eran los buenos, y los nacionales, los moros, los guardias civiles y los castellanos, los malos. Los curas también». El componente ideológico también lleva, en ocasiones, a la exageración: «Mis padres hablan de los rojos de una manera partidista, eran los malos. En Canarias prácticamente no hubo nada. En Canarias a los republicanos los llevaban a un barco y les cortaban las piernas [sic]». El que habla tiene 26 años cuando contesta la encuesta, y estudia bioquímica.
Hay un componente evidente de resistencia frente a la educación oficial, que, al fin y al cabo, ha sido el principal punto de fricción de quienes en 1966 eran razonablemente jóvenes con la guerra: «En el colegio de monjas donde estudié se me dio una visión mítica de la guerra, los rojos eran la personificación del demonio que luchaba contra la religión. Franco era una especie de mesías que había pasado el estrecho, al parecer ayudado por la Virgen [sic], y había realizado la cruzada para salvar la religión». O también: «De la guerra me han contado la situación que tuvieron que vivir. Estaban en zona ocupada por los republicanos, las angustias que pasaron por los juicios que formaron a algunos de los miembros de la familia, el dolor de la muerte de alguno de ellos. Pero todo ello contado de una manera tendenciosa, que no puede olvidar el rencor».
También existe la voz de los vencedores, una voz normalmente identificada con la vertiente religiosa de la lucha: «Mi familia estaba en Burgos y mi padre luchó con los nacionales. En casa se habla siempre de aquel tiempo y en Burgos estamos todos muy orgullosos de vivir en la ciudad que fue capital del gobierno de Franco. Lo que más me han contado es sobre lo torpes que eran los rojos en la guerra, no eran militares y no sabían luchar. Tenían miedo de Franco y hasta la Iglesia estaba contra ellos». O también: «Me han hablado de la inseguridad del poder vivir [sic], peligro de muerte violenta, matanza general de toda persona que tenía una conciencia recta». Otro joven dice: «lo que más contaban es que los catalanistas eran unos extremistas y que gracias a Franco nos libramos del comunismo».
Otro elemento significativo de la respuesta profranquista es la influencia de los saqueos republicanos: «Mis padres se acababan de casar. Estaban en zona roja, en una casa de campo. Los rojos se la pidieron [sic] y la dieron para cuartel. En Asturias les trasladaron en camión a casa de mi familia. La casa se convirtió en prisión. Se lo llevaron todo. La casa de Oviedo la robaron los rojos. Le quitaron el coche a mi padre. Les dejaron sin nada. La familia tiene una aversión horrorosa de la guerra. Franco es la persona que les trajo la paz». Otra respuesta: «Terror policiaco, falta de respeto hacia la persona, sectarismo antirreligioso, falta de respecto al derecho a la propiedad».
Otro elemento inherente a la guerra son las traiciones: «Nosotros vivíamos en Sarriá. Mi padre era un hombre muy bueno y caritativo y como la casa era grande teníamos escondidos a dos jesuitas perseguidos por los rojos. Teníamos un chófer que era un chico huérfano que mi padre había recogido y llevado a la escuela y que en agradecimiento [sic] se había hecho de la CNT y nos traicionó».
Tampoco faltan aquéllos que son vencedores y vencidos a la vez: «Mi padre, dice un campesino de Valdepeñas entonces de 24 años, era de la Guardia Civil. Él y sus compañeros estuvieron siempre del lado de Franco. La guerra provocó una gran pelea familiar entre la familia de mi padre, en la que había otros guardias civiles, y la de mi madre, ya que mi abuelo era alcalde de un pueblo de la provincia durante la República, y todas sus simpatías estaban del lado rojo». Otro: «Mi padre era teniente de la Guardia Civil y en el 37 consiguió escapar [de Barcelona] para ir a luchar con los nacionales, finalmente murió en la batalla del Ebro. Nosotros aquí pasamos muchas miserias porque mi madre siempre temía que se supiera que mi padre luchaba con los nacionales y nos mataran, y luego todos los vecinos nos miraban mal a causa de mi padre. Yo hubiera querido ir con él, cosas de chiquillo, pero no pude escapar. Mi hermano mayor era un loco y creo que estaba en la CNT, el caso es que cuando mi padre se marchó, él se presentó de voluntario y no volvió más a casa. Esto acabó de destrozar a mi madre. Lo que más recuerdo es que mi padre fue un héroe y mi hermano un canalla».
Como he dicho, un componente importante del discurso, propio a mi modo de ver de esa tercera vía formada por los otros, la mayoría fundamentalmente silenciosa de quienes no se sienten ni vencedores ni vencidos, es la interpretación de la guerra como algo que afectó principalmente a los más humildes: «Oí hablar del gran sacrificio que tuvo que hacer el pueblo». Una joven empleada de hogar que vive en París, por ejemplo, refiere: «La guerra la pasamos en casa, zona nacional. Mi padre fue al frente y nos contaba que los soldados de uno y otro bando se hablaban entre ellos y que no querían hacer la guerra, se daban tabaco y a veces se ayudaban pero esto era muy peligroso si se enteraban los oficiales». «No me llamaron a filas debido a mi corta edad, cuenta un encuestado. Recuerdo la ilusión de que ganasen los nacionales la guerra en pro de una justicia mejor; y el desengaño al comprobar la ausencia de dicha justicia hacia la clase necesitada». Una mujer cuenta: «Pasé la guerra en Gijón. Recuerdo que cuando entraron los nacionales, a los que esperábamos con impaciencia, me robaron todas las monedas de oro que tenía y en aquel momento hubiera preferido haber sido roja».
Por supuesto, la desconfianza en la política tiene su versión franquista: «Los que tenían juicio eran falangistas porque sabían que eso de los partidos y la política es una trampa de los masones».
Este discurso se complementa con una cierta exaltación de la solidaridad precisamente entre los más humildes, solidaridad que va más allá de la propia guerra. Un joven nacido en 1945 explica: «Lo que más me han contado es lo mucho que la gente del pueblo quería a mi padre [médico rural] y que nunca nos faltó nada; parece que en los pueblos se pasó mejor porque la gente se conoce y se ayuda».
Esta especie de «tercera España», no directamente implicada ni en las causas de la guerra ni en su producción, acaba mutando, en sus hijos, en un fenómeno bien conocido por la democracia: el escepticismo: «Todo el mundo me ha dado la visión de que los rojos eran unos seres monstruosos. Me hablaron de la Falange, la Legión, la necesidad de tender un puente espiritual sobre la barbarie roja. Y al final, ¿para qué? Lo de siempre, los políticos salen ganando. La política es un asco». Un estudiante de Barcelona concluye: «Se hicieron muchas barbaridades en Cataluña por parte de los rojos y en el otro lado igual. Consecuencia: no meterse en política».
El principal recuerdo de los más humildes de la generación de posguerra es el hambre: «Lo que más recuerdo es el hambre y el miedo que teníamos los críos a la Guardia Civil. Muchas calamidades y sufrimientos fue lo que pasamos por esta dichosa guerra: se fusilaba continuamente y sin ninguna explicación». Y más: «Mis padres no me han contado nada, dicen que la gente pasaba mucho hambre»; «me han hablado de los muertos y del hambre»; «me han hablado del miedo y del hambre». Mientras unos dicen «en mi casa se hablaba poco de la guerra, y cuando se hacía era aludiendo al terror fascista», otros aseveran: «Lo que más me contaron de la guerra fueron los crímenes rojos». Y la tercera vía: «Mi padre no me cuenta nada porque no quiere y mi madre porque pasó mucho miedo».
En la encuesta de Ramírez se preguntaba también por los personajes de la época sobre los que se hablaba en las casas (o que se recordaban más), así como organizaciones políticas. Los dos elementos principales que se aprecian en las respuestas son que Azaña es, probablemente, el personaje de la guerra más conocido, habitualmente por ser blanco de críticas aceradas tanto de vencedores como de vencidos: «Azaña creo que fue el hombre más nefasto para España»; y que los sindicatos UGT y CNT son las organizaciones recordadas como de militancia masiva, hecho éste que responde muy probablemente a la verdad; aunque no pocas respuestas responden al modelo de recordar afiliaciones masivas al PSOE al principio de la guerra, y al PCE al final. Hay que hacer notar, sin embargo, que, para asombro del autor de la encuesta, Franco fue escasamente citado entre los personajes de la guerra, lo cual es bastante lógico teniendo en cuenta que, para ellos, no era un personaje del pasado, y la guerra sí lo era. Entre los militares sublevados, yo diría que Queipo de Llano se lleva la palma del recuerdo.
La inquina contra Azaña llega incluso a la manipulación de los hechos históricos. Si no, véase cómo este perito cordobés, de 26 años, hace una curiosa mezcla entre la represión del golpe de Estado revolucionario del 34 y Casas Viejas: «Azaña, quien decía: tiradles al vientre a los mineros; y Azaña era socialista...» ¿Lo cualo? En Cataluña se cita mucho a Companys y a Maciá (a pesar de que este último estaba literalmente hecho polvo cuando la guerra empezó). Entre los encuestados en Madrid, se cita a Casado y, entre los que hicieron la guerra, a Miaja.
Por supuesto, también existe el punto de vista totalmente personal. Preguntado sobre qué personajes de la guerra recuerda, un encuestado dice: «He oído hablar bien del chófer de Queipo de Llano, que trajo mucho pan a mi casa».
«Mi padre, dice otro, hablaba de José Antonio y de Azaña. Decía que a José Antonio lo mataron por orden de Franco». No faltan las empanadas mentales. Una señora catalana, nacida aproximadamente en 1915, que se declara conservadora, asevera: «L'Estat Catalá era el que nos inspiraba más confianza». Sic.
Resulta, en suma, una lectura curiosa, en la distancia de 45 años. Dentro de cinco, cuando se cumpla medio siglo, creo que ya podré escanear las páginas para que podáis leerlas directamente :-).
lunes, noviembre 01, 2010
Porlier
Esteban abrazó pronto la vida militar y, merced al apoyo de sus padres, fue nombrado capitán de Infantería con sólo quince años, y destinado al Regimiento de Parma. Al año siguiente, el virrey le nombró asistente suyo.
Esteban Porlier era un muchacho muy fogoso y de ésos a los que les gusta vivir la vida deprisa. Así pues, a la edad en la que la mayoría, hoy, apenas piensa en las videoconsolas, entabló unas escandalosas relaciones con una muchacha. En 1787, aquel espectáculo indignó de tal manera al virrey que éste mandó a Esteban a España y le obligó a dejar a su amante, embarazada, en Cartagena de Indias. Al año siguiente, la amante abandonada dio a luz a un niño al que puso de nombre Juan. Juan Díaz Porlier.
Este bastardo, a quien todo el mundo en Nueva Granada conocía como El Marquesito, fue confiado a una familia de cierta alcurnia que lo llevó a Buenos Aires, donde fue educado. Mientras tanto su padre, Esteban, medraba en la Corte de Carlos IV, donde fue nombrado teniente coronel. Con 24 años, ya coronel, es puesto al mando del Regimiento de la Princesa, con el que participa en 1807 en la invasión franco-española de Portugal. Al año siguiente, cuando España se levanta contra el francés, Esteban Porlier y su soldadesca se desplazan a Galicia, donde se une a las tropas del inglés Joachim Blake.
Juan, por su parte, aparece en el año 1805, con 17 años pues, enrolado como voluntario en el Argonauta, un buque de la escuadra al mando del cual se encuentra su tío, Rosendo Porlier Astequieta. Es más que probable que su bastardía le impidiese entrar en la marina por la puerta grande y que hubiera de buscar esta recomendación familiar para poder cumplir sus objetivos. Los dos Porlier, Rosendo y su sobrino Juan, pasaron al buque Príncipe de Asturias, sede del estado mayor del almirante Gravina, cuando éste llamó al capitán del Argonauta a su lado. Juntos, tío y sobrino participaron en la celebérrima batalla de Trafalgar. Después de aquella experiencia, Juan decidió hacerse soldado de tierra e ingresó en el arma de Caballería como oficial.
Se tiene por cierto que Juan Díaz Porlier luchó durante la jornada del 2 de mayo en Madrid, aunque no son muchos los indicios que existen. Reaparece con claridad participando en la batalla de Gamonal, ocurrida el 10 de noviembre de 1808, y que supuso una importante derrota para el ejército de Extremadura comandado por el general Ramón Rufino Patiño. La batalla de Gamonal marcó un antes y un después para Porlier, quien pasó a realizar acciones de guerrilla.
Porlier, en unión de su lugarteniente, el sargento de granaderos Bartolomé Amor Pisa, actuó en el área de León, aunque llegándose en ocasiones hasta Cantabria. En 1809, Porlier ascendió a brigadier y ya comandaba una división, conocida como División Porlier; aunque a partir del verano de aquel año, cuando el comandante general de Asturias Nicolás Mahy le encargase reorganizar las tropas y organizar una nueva división, ésta fue rebautizada como División Cántabra. Antes de terminar aquel año, La Cántabra, considerada una de las unidades más disciplinadas y eficaces de su territorio, realizó diversas acciones en el norte de Castilla y León, y luego en La Rioja, donde combatió junto a las tropas de Espoz y Mina, para pasar después a Asturias. Tomó sede en La Coruña, desde donde hostigó a los franceses por toda la costa, en ocasiones utilizando barcos y realizando desembarcos sorpresivos.
En febrero de 1811, le fue encomendada a Porlier la creación del VII Ejército a partir de la División Cántabra. Sin embargo, en 1813 las unidades a su mando fueron dispersadas para reforzar otros ejércitos. Algo debió pasar con Porlier, porque fue preterido en el curso de la guerra. Las unidades marcharon hacia Tolosa para intentar cortar el paso de una eventual retirada francesa, pero Porlier quedó en Oviedo. Desesperado, remite diversas requisitorias al general Castaños hasta conseguir ser enviado a Tolosa con la fuerza que le han dejado en Asturias. Sin embargo, una vez allí, en lugar de encomendársele acciones de guerra, se le adscribió al cuartel general de Francisco Agustín Girón, duque de Ahumada. Girón no le encargó ningún cometido concreto, motivo por el cual Porlier solicitó permiso para poder marcharse, a lo que su jefe respondió ordenándole algo muy parecido a un arresto en Mondragón. No obstante, cualesquiera que fuesen los recelos o mosqueos que rodeaban al joven militar, los disolvieron las necesidades de la guerra, que forzaron su nombramiento al frente de la Quinta División del IV Ejército, a la que consiguió adscribir a las tropas de La Cántabra, para participar, el 31 de agosto de 1813, en la batalla de San Marcial, donde se ganó el ascenso a mariscal de campo. Se da la casualidad de que su padre, Esteban, obtuvo el mismo ascenso en la misma acción bélica.
Manuel Freire, comandante del IV Ejército, le concedió permiso, ya en 1814, con la guerra ya muy avanzada, para que se fuese a ver a su mujer, Josefa Queipo de Llano, y a su pequeña hija, la cual desgracidamente moriría durante esos días. Porlier solicita diversas prórrogas de dicho permiso hasta que, a finales de mayo de aquel año, fue detenido. El motivo de la detención fueron dos cartas escritas por Porlier a sus amigos Tiburcio Añibarro y José Irunciaga. En dichas misivas, el militar expresaba su indignación porque el rey Fernando VII no hubiese abrazado la Constitución de Cádiz. El 7 de julio, fue condenado por esta causa a cuatro años reclusión en el castillo coruñés de San Antón.
El capitán Eugenio del Barrio, jefe del castillo, trató al preso con enorme deferencia y, muy especialmente, le permitió recibir visitas. Fue de esta manera como los liberales y masones coruñeses pudieron tomar contacto con el preso y preparar, con él, una conspiración. Aunque la policía estatal logró detener a uno de los conspirados, el sargento Sinforiano López Alía, éste soportó los interrogatorios y no delató a sus compañeros.
A principios de agosto, Porlier solicitó permiso para salir del castillo e ir a Arteixo a tomar unos baños por motivos de salud. El rey concedió el permiso. Una vez en el pueblo cercano a La Coruña, que con los años sería vivero de entrenadores de fútbol, quedó bajo la custodia del capitán José Castañeda. El 19 de septiembre, Porlier arengó a la guardia que le vigilaba, con un vibrante discurso sobre la libertad, que arrancó los vítores de los soldados. Todos juntos formaron y entraron al amanecer en La Coruña, dando vivas al rey constitucional. Porlier accedió a la presidencia de la Junta Revolucionaria, al frente de la cual arrestó al capitán general de la plaza, Felipe Saint-Marcq, destituyó al Ayuntamiento e invitó al resto de las guarniciones gallegas a unírsele.
El movimiento de Porlier, sin embargo, careció pronto de apoyos. Los jefes de las principales unidades de la región, coroneles José Núñez, José María Peón y Ramón Romay, dudaron en sumarse al movimiento. El que no dudó en lo absoluto (nunca mejor dicho) de ponerse en contra fue el clero gallego, fuertemente absolutista.
Se da la circunstancia de que el mismo día 19 de septiembre que comenzaba la rebelión, el Batallón de Navarra, denominado durante la guerra Regimiento de Monterrey, al mando de José Miranda Cavezón, estaba comenzando el traslado que se le había ordenado desde Orense a La Coruña. Miranda era un militar de fuertes convicciones absolutistas, que mantendría toda su vida. Cuando Miranda llegó a Santiago, el día 21, el gobernador militar, José Pescis, y el jefe militar de la región, mariscal de campo José Imaz, decidieron retenerle ahí, conocedores ya de la rebelión coruñesa.
El día 23, Porlier, que una vez reforzado con los efectivos sublevados en Vigo y Ferrol se dirigía a Santiago, se encontraba ya muy cerca, en un pueblo llamado Órdenes (Ordes en gallego), donde, por cierto, se pueden comprar algunos de los mejores filetes de España. En la hoy capital de Galicia no había sino el Batallón de Navarra y cuatro compañías de granaderos, pero aún así tanto militares como civiles se mostraron dispuestos a plantar cara. A su entusiasmo colaboraron los 50.000 reales para gastos aportados por el Cabildo compostelano.
No hubo enfrentamiento, sin embargo. En el momento en que Imaz montaba una línea de defensa en el arroyo Cigüelo, un tal Antonio Chacón, sargento en las tropas de Porlier, desertó e informó a las tropas compostelanas de que fuerzas del 6º Regimiento de Marina habían detenido a Porlier en la posada donde estaba, junto con otros mandos afectos, y que eso estaba provocando la disolución de sus unidades. Miranda, pues, fue a Ordes con apenas dos compañías, para hacerse cargo del detenido, que acabó de nuevo en San Antón.
El 2 de octubre de 1815 se celebró el juicio de Porlier, uno de los 106 celebrados por causa de aquella rebelión. Fue rápidamente condenado a la horca . Murió, según las crónicas, con total altivez y presencia de ánimo, hasta el punto de que, durante el viaje hacia la horca iba entretenido con una pequeña moldura de un mueble. Por cierto, que el lugar donde se instaló el cadalso, conocido entonces como Campo de la Leña, es más o menos la actual plaza de España.
Cinco años más tarde, en Cabezas de San Juan, el teniente [quise decir coronel] Rafael Riego se alza en armas para lograr que el rey acepte la Constitución de Cádiz. En buena medida, esta rebelión fracasó y estuvo muy cerca de ser definitivamente sofocada; pero, en ese momento, en Galicia surgió otro foco que se extendió rápidamente por Aragón, Cataluña y otras zonas. El ejército de Enrique O'Donell fue enviado para sofocar la rebelión gallega pero, lejos de ello, su general proclamó la Constitución en Ocaña, acto que reavivó la llama revolucionaria en Andalucía, en un momento que, como decimos, Riego estaba a punto de rendir sus armas, precisamente en la persona del coronel José Miranda Cavezón, el mismo que había detenido a Porlier.
Resulta verdaderamente increíble que La Coruña, ciudad que se precia de recordar a sus valientes figuras revolucionarias, no recuerde con mayor intensidad al mariscal de campo Juan Díaz Porlier. De ser La Coruña una ciudad mediana de los Estados Unidos, hoy sólo los muy zotes en la escuela desconocerían la historia de su vida. Con toda seguridad, fue su ejemplo muriendo en la horca con toda dignidad, en favor de sus ideales, el que alimentó el movimiento gallego sin el cual no sabemos si la sublevación de Riego habría podido triunfar. Sinceramente, los gallegos tienen por costumbre, en mi opinión, ensalzar figuras que atesoran muchos menos merecimientos que los de este militar liberal del siglo XIX.
Hay, por lo que se ve, memorias históricas que no interesan.