viernes, septiembre 25, 2009
Little Big Horn
miércoles, septiembre 23, 2009
El robo de la Monna Lisa
Confieso que nunca he entendido el halo de simpatía que suele rodear a los ladrones de arte. Especialmente a los que hacen de los museos y templos el lugar habitual de sus acciones. Ya que tanto nos gusta odiar casi para todo a los ricos, parecemos olvidar que un ladrón de arte, casi siempre, trabaja para los más ricos de entre los ricos, que son los tipos que pueden pagar cifras astronómicas por tener en su poder obras de arte que jamás podrán vender, porque no tienen mercado. Los ladrones de arte son tipos que hurtan a las personas comunes el placer de contemplar una cosa bella.
La Gioconda de Da Vinci es el Cadillac de las obras de arte, en lo que a robo se refiere. Cualquier ladrón importante se ha hecho pajas pensando que la robaba, cosa que hoy en día es poco menos que imposible. Sin embargo, y esto es lo que quiero contaros hoy, la Gioconda fue robada. Lo fue cuando ya era un cuadro famoso, mítico, y lo fue de una forma casi gilipollas. Robarla fue un juego de niños para su ladrón. Y, además, aquel robo tuvo algo más de original porque, a pesar de todo lo que he escrito antes, su ladrón tuvo motivos para hacer lo que hizo, además de los puramente crematísticos.
Pero antes hablemos un poco de la Gioconda. ¿Por qué se llama así? Pues se llama así porque la versión más aceptada sobre quién es la señora que sonríe enigmáticamente en el cuadro sostiene que se trata de Monna (diminutivo de Madonna, o sea, señorita) Lisa Gherardini, dama florentina que a los doce años de edad (sic) se casó con Francesco di Bartolomeo di Zanobi del Giocondo.
El cuadro se debió comenzar en 1502, porque fue el momento en que Leonardo estaba en Florencia, la grandiosa ciudad medicea, quizá la más bonita del mundo, después de haber terminado sus labores como ingeniero militar para César Borgia. Soderini, nombrado gonfaloniero perpetuo de la ciudad, lo necesitaba para que le echase una mano en el sitio de la vecina Pisa, donde Leonardo estuvo junto con el padre de otro nombre bien conocido del Renacimiento italiano como Benvenutto Cellini.
Giorgio Vasari, el artista que es la fuente de la teoría giocondesa, nos dice que Leonardo tardó cuatro años en terminar el cuadro, hasta el punto de que lo acabó estando ya en Milán, adonde se fue en 1506. También nos da Vasari la clave de la sonrisa del cuadro: dice que Leonardo, para conseguir en su modelo un estado beatífico, amén de vencer el aburrimiento de pasar horas posando, hizo instalar unos músicos en la misma habitación, que tocaban constantemente para elevar el alma de la señorita.
Sin embargo, hay mucha gente que duda de todo esto, pese a ser la versión que da nombre al cuadro. Dan que pensar dos datos: el primero, que Vasari nunca vio directamente el cuadro, del que, por lo tanto, habla por referencias. La segunda es que, según esta versión (y es que es más que seguro que es así), el marido de Elisa Ghirardini nunca llegó a poseer la pintura, lo cual no tiene mucha lógica pues, si no fue el marido, ¿quién habría encargado el trabajo a Leonardo?
A partir de ahí, las teorías. Hay quien piensa que el cuadro es un encargo de Giuliano de Médicis, y la persona retratada sería, entonces, una perica de su incumbencia. Antonio de Beatis, clérigo que visitó a Leonardo por aquellos años ya en Francia, recuerda que el artista le enseñó varios cuadros entre los cuales se encontraba uno de una dama pintado al natural y que, según el propio autor, habría sido encargado por Giuliano. Que el hijo adoptivo de Lorenzo el Magnífico no poseyese la pintura que había encargado tiene su lógica, ya que por aquel entonces se casó con Filiberta de Saboya; y es más que probable que a Fili no le gustase demasiado que su maridito colgase de la pared el retrato de alguna de sus anteriores burracas.
Otros eruditos identifican a la Gioconda con Constanza de Ávalos, una aristócrata italiana que se dice habría practicado el salto del tigre con Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, durante la guerra de los españoles en Nápoles.
Francisco I, el rey francés que llamó a Leonardo a su seno, se lo encontró en Amboise recién llegado de Italia, y observó que llevaba un retrato femenino muy bonito. Leonardo fijó la cláusula de rescisión de la elegante Monna Lisa en 4.000 escudos de oro, un pastón de la época que, sin embargo, el rey pagó sin decir cette bouche est la mienne. Desde aquel día, La Gioconda es francesa. Ha pasado por Versalles y por el dormitorio privado de Napoleón, hasta recalar en el Louvre, donde está desde que otro Napoleón, el tercero, así lo decidió.
Pero llega el 22 de agosto de 1911. Ese día, los pintores copistas que pululan por el Louvre, y que suelen trabajar en la sala de la Gioconda precisamente, observan, al entrar en la misma, que el cuadro no está. Inicialmente, no se mosquean demasiado. En aquel entonces, había en el Louvre un equipo de fotógrafos tomando imágenes de las grandes obras del museo, trabajo que hacían por la noche para restituir los cuadros en la mañana antes de la apertura. Todo el mundo pensó que se trataba de un mero retraso. Sin embargo, cuando uno de los copistas decidió ir a ver a los fotógrafos y comprobó que ellos no tenían el cuadro, todo el mundo se puso muy nervioso.
El robo de la Gioconda aparecía como algo realmente improbable. Para empezar, el cuadro está pintado sobre una madera, así pues quien lo robe no puede enrollarlo; se lo tiene que llevar debajo del brazo y, aunque no es un cuadro muy grande, tampoco cabe en los calzoncillos precisamente.
Cuando la policía llega al Louvre, encuentra en una escalera que lleva al llamado patio de la Esfinge, fuera de las rutas propias de los visitantes, tanto el marco del cuadro como los restos del cristal que ya entonces lo protegía. Se sabe que el robo se produjo el día anterior, lunes (cerrado para los visitantes) por el testimonio de dos albañiles que pasaron por la sala, primero a las siete y luego a las nueve, observando, en la segunda pasada, que faltaba el cuadro. Así pues, ése es el rango de horas en que la sustracción se produjo. Observando los itinerarios, la policía observó que para poder ir desde la sala hasta la escalera de la Esfinge a la salida del edificio es necesario pasar por el llamado pasadizo Visconti, que tiene un vigilante. Pero a ese vigilante le tocaba el lunes por la mañana fregar unas dependencias, así pues no pudo vigilar.
Esto hizo bastante evidente que el ladrón, por fuerza, era alguien que conocía muy bien las rutinas del museo. Interrogando a los testigos, se obtuvieron testimonios de un hombre saliendo el lunes por la mañana por el pasaje Visconti, llevando un paquete de relativas dimensiones. Los testigos le vieron arrojar a los pocos pasos un objeto brillante. Buscando en el área, la policía encontró el pomo de cobre que faltaba en la puerta que daba al patio de la Esfinge.
Así pues, el ladrón se disfrazó de albañil con una blusa blanca, pero iba vestido con traje y corbata por debajo. Una vez solo en la sala, descolgó el cuadro y se fue a la escalera de la Esfinge, donde se escondió, tiró el marco y el cristal. Luego aprovechó que pasaba un fontanero para, siempre haciéndose pasar por albañil, pedirle que le abriese la puerta al pasadizo Visconti. Cosa que hizo en el momento en que el vigilante estaba fregando. Se quitó la blusa blanca, envolvió en ella el cuadro, et voilá!
Ni Ocean's Eleven, ni leches. Fue un robo a lo Clemente: patadón p'alante y, si hay que dar hostias, se dan.
Los policías se las prometieron muy felices: en uno de los cristales rotos de lo que había sido la protección del cuadro, apareció una huella dactilar. Convencidos como estaban los policías de que el ladrón tenía que haber sido alguien que trabajase en el museo, tomaron las huellas de absolutamente todas las personas en esa circunstancia. Para su disgusto, no encontraron ninguna que coincidiese.
El robo de la Monna Lisa fue el no va más informativo del año 1911. Los periódicos ofrecieron grandes recompensas por devolver el cuadro. Un inglés llamado Harde Rathborne se presentó con toda su buena voluntad en la embajada británica en París para entregar un cuadro que había comprado en una subasta creyendo que era el Leonardo, pero que al final resultó ser una copia (aunque de cierto valor).
Y luego, nada.
La Monna Lisa no apareció, y el tiempo pasó.
Estamos ahora casi en 1914, el año que acabaría por estallar la primera guerra mundial. Alfredo Geri, un industrial florentino aficionado al arte, inserta un anuncio en la prensa de su ciudad ofreciéndose a comprar objetos artísticos para realizar una exposición. Entre las muchas ofertas recibidas por Geri se encuentra una carta remitida desde París por un tal Vincenzo Leonardi. El comunicante le afirma en la carta, sin tapujos, que se ha hecho con el cuadro de Leonardo, porque lo quiere ver colgado de la galería florentina de los Ufizzi o, quizá, en algún museo romano. Tras algunas dudas iniciales, Geri contesta a la carta, así pues Leonardi se desplaza a Florencia. El 11 de diciembre, se presenta en su despacho un joven delgado y vestido como un obrero, que le pide, con toda frialdad, medio millón de francos por el cuadro.
Leonardi, en efecto, tenía un interés crematístico. Eso sí, moderado, porque a principios del siglo XX mucha gente opinaba que cinco o seis millones de francos era una ganga por aquel cuadro. Pero también tenía otro motivo: deseaba ver la obra del maestro italiano colgado de la pared de un museo italiano. Fue, pues, un robo nacionalista.
Geri y los responsables de los Ufizzi montaron una compraventa del cuadro en un hotel de la ciudad, para poder comprobar, como hicieron, que la pintura era auténtica. Una vez hecha esa comprobación, Leonardi fue detenido sin oposición. En realidad, se llamaba Vincenzo Perugia, era pintor de brocha gorda y, efectivamente, había trabajado en el Louvre, aunque no en el momento del robo. La policía parisiense, cuando comprobó las huellas digitales de los empleados, se olvidó de los que habían dejado de serlo corto tiempo antes. De hecho, como se acabó por descubrir, incluso había sido interrogado por los policías; los cuales, para terminar de señalar su impericia, ni siquiera cayeron en la cuenta de que Perugia había sido ya condenado dos veces, una por tentativa de robo y otra por tenencia ilícita de armas.
Más aún. Para sonrojo de la policía y pavor de los amantes del arte, se acabó por saber que el domicilio de Perugia en París fue registrado. Durante dicho registro, Perugia escondió el cuadro colocándolo sobre una mesa y poniendo un tapete sobre ella, para hacer pasar la tabla por un tablero más. El comisario encargado del registro se sentó precisamente en esa mesa para escribir su informe. Escribió su atestado apoyando el papel sobre la Gioconda de Leonardo y, lo que es peor, apretando uno de sus codos contra el tablero.
Tras aquel registro, Perugia instaló el cuadro en su cuarto trastero, y esperó dos años a que la pasión de la desaparición se disolviese para intentar su regreso a Italia.
Justo antes de la Navidad de 1913, el gobierno italiano trasladó el cuadro de Florencia a Roma, y lo exhibió en el edificio del Ministerio de Instrucción Pública. El rey y miles y miles de italianos acudieron a comtemplar en directo la obra de arte. Sin embargo Italia nunca albergó la idea de quedarse con la obra. Los gobernantes del país, con buen criterio, siempre tuvieron claro que la obra pertenecía a Francia, por lo que se apresuraron a anunciar su devolución. La Monna Lisa regresó a París el primero de enero del aciago año de 1914.
En el juicio de Perugia su abogado, con habilidad, expuso los motivos altruistas de la acción del pintor de brocha gorda y excitó la grandeur de los franceses destacando lo mucho que el mundo agradecería que Francia mostrase clemencia con el encausado. Los franceses, que son bastante pacatos en lo que concierne a las ideas chauvinistas, tragaron el anzuelo y lo condenaron a poco más de un año de cárcel. El ladrón de la Monna Lisa aún viviría hasta 1947.