Lo he estado pensando mucho en los últimos meses. Es cierto que es una pregunta que me vengo haciendo de tiempo atrás, pero, obviamente, la crisis, y esa sensación que te dejan veinte minutos en Facebook o en la barra de cualquier bar, de que el país se hunde, de que nada funciona, de que este país se divide en seres completamente estúpidos (aquéllos de los que te hablan) y plenamente inteligentes (los que te están hablando); todo eso, digo, ha cuadyudado para enervar la acción.
Lo he estado pensando mucho, digo. Y sigo pensándolo. Sigo preguntándome cuál es el principal pecado de España.
Mis querencias, que son bien obvias para todo aquél que lea este blog, se han dirigido inmediatamente al concepto: nuestro gran pecado es nuestra preparación. La verdad es que esta idea tiene sólidos groundings. Hay una prueba del nueve que aporta la Historia de la Ciencia, y es que lo que a un estudiante de Ciencias le cae durante años sobre el coco son las leyes de Newton, o de Faraday, o de Maxwell, los desarrollos de Descartes, de Leibnitz, de Euler, de Gauss, de Lovachevsky, de Halley, de Hooke, de Curie. Pero ni en la física ni en la química hay leyes de Pérez. Yo de pequeñito pensaba que al julio le habían puesto julio por algún julio español, pero hasta en esto me tuve que acabar cayendo del sicomoro.
Sin embargo, tal vez sea un caso de humildad, más que de pobreza intelectual. Tengo en mi casa un ejemplar de la Historia Natural de Odón de Buen, que comienza con una larga introducción sobre la historia de la ciencia española, que lógicamente se detiene en los finales del siglo XIX en que don Odón escribió el libro, y la verdad es que la lectura apasiona a la vez que refleja, hasta qué punto, España ha estado al cabo de la calle de los avances de la reflexión humana, a pesar de todo.
Además, en términos de educación considerado como un hecho social, lo siento pero pienso que la estulticia del español medio es fenómeno moderno. No es tanto un error de España como un error de la España de los últimos 50 años, que desde Villar Palasí hasta el día presente está cagándola con nuestra formación; eso sí, en intensidad creciente.
No. A la hora de buscar un pecado secular; a la hora de buscar un defecto español inmanente y dañino más que cualquier otro, no puede ser, he terminado por decirme, la educación.
El pecado español es el cortoplacismo.
Esta afirmación por mi parte quiere decir que España no planifica. Nunca. No prevé. Nunca. Nunca lo ha hecho. Y no sé si nunca lo hará.
Si miramos la Historia, a España los problemas casi siempre le han pillado sin haberlos previsto,incluso cuando le era bien evidente que los iba a tener (Cuba, sin ir más lejos).
No hay en el reinado de Carlos I demasiados indicios de que solicitase de alguien que reflexionase sobre los problemas que planteaba la construcción de un imperio en pleno Renacimiento; pero esos problemas existían, porque el imperio carlero (escribo esto porque me dicen que carolingio y carlista están ya cogidos) tenía que responder, administrativamente, a unos retos a los que ningún otro imperio moderno había tenido que responder; y otros, en la antigüedad, habían respondido colapsando.
La principal argamasa de la política imperial española fue el prestigio nacional, racial incluso, en mucha mayor medida que el beneficio, por lo que no cabe extrañarse que cuando el montaje explotó, tres siglos después, no es que fuésemos incapaces de plantear una commonwealth (iniciativa ésta que es planificación pura y dura), sino que ni siquiera nos lo planteamos y lo fiamos todo, again, a conceptos sociofilosóficos como el amor a la Madre Patria y esas cosas. Si alguien quiere aprender lo que es una descolonización no planificada, que se estudie la Historia de Guinea Ecuatorial hasta el momento presente.
Felipe II, el Rey Prudente, es el mayor ejemplo que tiene nuestra Historia de last minute worker (bueno, el mayor ejemplo de esto es Casares Quiroga; pero no vamos a poner a ambos al mismo nivel, que el post se descarrila...). Y por esta expresión entiendo ese tipo al que da igual de lo que le hables, da igual que le expliques que en tres días viene un tornado de fuerza 5 o que los hunos se encuentran a seis jornadas de la capital, porque todo lo que le importa es lo que tiene que hacer de aquí en un minuto.
Muchos historiadores han dicho que Felipe vivió su reinado bajo la dictadura de los muchos asuntos urgentes que lo agobiaban. Yo no estoy muy de acuerdo con ese punto de vista. En mi opinión, a Felipe II le encantaba esa dictadura. Prefería, en el fondo, pasar sus largas horas de gobierno leyendo memoriales sobre problemas que se le acababan de plantear, uno a uno, que reflexionando sobre los problemas en general, no para mañana, sino para los años, décadas o siglos por venir. La Gran Armada o Armada Invencible es un buen ejemplo de esto. Acérquese el lector, en los libros que lea, a la pequeña historia, no de cómo fue derrotada, sino de cómo se formó, cómo se seleccionaron sus mandos, cómo se cuadró su marinería, y entenderá, creo yo, lo que le quiero decir. Felipe II cometía a cada paso el mismo error de Hitler en Ucrania (o el republicano general Rojo en nuestra guerra civil): no darse cuenta de que cada vez que las tropas llegan hasta Alcañiz, eso supone que hay que tener una estructura montada que permita llevar comida, gasolina, balas y condones hasta Alcañiz; porque si no, es sólo cuestión de tiempo que Alcañiz se pierda de nuevo.
Los países se gestionan también así. Pensar un país es una combinación de estudiar qué avances son soportables, y andarse con cuidado con que la retaguardia no se degrade. Ninguna de las dos cosas las ha hecho España. Muerto Felipe II, dejó el país (quiero decir, su clase política) bajo un trauma de orfandad tan enorme que todo, para el Consejo de Castilla, se redujo a realizar una performance similar a la del rey-mito. Felipe III tuvo la inteligencia de morirse pronto, pero Felipe IV continuó el momio, y de qué manera. Jamás nadie, en España, desde la derrota de la Invencible hasta que España acabó por perder la posesión o el control efectivo de Flandes, de la Valtelina, de absolutamente todo, jamás nadie, digo, se preguntó en serio: ¿cuánto podemos abarcar? Las enormes y riquísimas posesiones americanas fueron entregadas a virreyes que jamás se plantearon un Mercosur ni cosa parecida, total para qué. Su función era sacar de las minas peruanas cuanto más mineral mejor, que luego era enviado en barcos que, como la Armada española carecía también de plan estratégico, llegaban a Sevilla, o no. La Historia de España, en buena parte, es la historia de reyes y validos arrodillados, tengo yo que alguna vez hasta físicamente, ante los banqueros para conseguir créditos de circulante; el rey español medio es un Artur Mas de la vida: en los minutos impares hablo con voz engolada de mis inalienables derechos históricos y de las inmarcesibles victorias de mi pasado, y en los minutos pares lloro para que me transfieran pasta para poder cenar esta noche una pizza de Casa Tarradellas.
Otro ejemplo, por cierto, de la maravillosa capacidad de planificación hispana: una parte nada desdeñable de los banqueros con quien trataba Felipe IV, y el V, eran financieros judíos de Lisboa; que si vivían en Portugal era porque un día habían sido expulsados de España.
El siglo XIX español es otro portento de improvisación, modo de actuación que se mezcla con el concepto de traición en casos como el de Fernando VII y su famosérrimo avancemos todos, yo el primero, por la senda constitucional. Pero, ojo, que, cuando menos en este punto, el siglo XIX español no es ninguna película de buenos y malos. No es Ricitos de Oro Liberal contra los Temibles Orcos Absolutistas. De la parte del progresismo también se da mucho revanchismo, y muy pocas ganas de rediseñar el país. Hasta el punto de aceptar que la evolución liberal de España se va a hacer a través de un frágil pacto con la monarquía borbónica de Isabel, la Veleta. Por lo demás, cuando el liberalismo democratista español se hace con el poder, primero subasta la jefatura del Estado español en una almoneda vergonzosa, y después, cuando hasta esa mugre se sacude, sume al país en un caos de proporciones faraónicas.
Mientras pasaba todo esto, y aunque fuese regulando jornadas de doce horas, en Inglaterra se normaban las relaciones laborales desde el gobierno Peel de 1802; y en Francia Napoleón III trazaba una avenida en París capaz de albergar centenares de veces el tráfico efectivo de su época, en parte por grandeur, en parte por pensar que algún día los cuatro gatos que entonces paseaban por los Champs Elysées lo mismo serían centenares de miles; o sea, hoy. José Bonaparte, por cierto, muchos años antes que su ilustre pariente, proyectó lo mismo en Madrid: una gran avenida ancha que iría más o menos desde el Palacio Real hasta la Puerta de Alcalá. Pero José Bonaparte, decían los españoles, era un borracho que no servía para nada.
En mi humilde opinión, los únicos que planificaron en el siglo XIX fueron los navarricos, no así los euskaldunes, que a pesar de tener el ejemplo bien cerca se empeñaron en escornarse contra el muro. Tras la guerra carlista, y visto que esa tentativa la juzgaron de poco futuro, los navarros pactaron con el Estado español, a través de la Ley Paccionada, y su gesto demuestra lo que pasa cuando sabes planificar: hasta Franco los respetó.
Un ejemplo muy claro de lo que es la tradicional incapacidad española para la planificación y la mirada a medio plazo es nuestra actitud frente a la revolución americana. Contentos que estábamos de oponernos a los ingleses, apoyamos a los secesionistas, sin darnos cuenta de que, más temprano que tarde, chocaríamos con ellos en la cuestión de la navegabilidad del Mississippi. Corolario: se perdió el río, se perdió la Florida, se perdió todo.
Económicamente hablando, España no ha planificado medio en serio hasta que no ha formado parte de la Comunidad Económica Europea, con la única excepción del Plan de Estabilización franquista, sin el cual, nos guste o no, lo mismo ahora tendríamos menos conflictividad, porque las últimas décadas habrían sido más pobres.
El proteccionismo decimonónico tenía su razón de ser, pero sólo en el corto y medio plazo. En el largo plazo era una locura, y acabamos pagándolo; de no haber estallado la primera guerra mundial, quizás habríamos alcanzado el estatus de nación pordiosera, sólo que sin Acrópolis. Del sistema fiscal español qué decir, si hasta entrado el siglo XIX, hasta la reforma de Mon, incluso se recaudaba, formalmente, la exacción de cruzadas. La desamortización de los bienes de la Iglesia, que a los ojos liberales aparece como un hito de valentía y tal, es una medida desesperada para poder pagar las soldadas de las muchas guerras intestinas de España; una medida de la que algunos políticos, analistas e incluso eclesiásticos venían hablando de siglos atrás, pero que, como no se había hecho, se acabó realizando a pelo puta y con unos resultados socialmente catastróficos. Aplíquese la frase anterior, casi hasta la última coma, a la reforma agraria de la II República.
En el siglo XX, España descubrió un trile que le permitiría evitar la planificación: el intervencionismo. En 1907, un gobierno Maura (conservador, de raíz teórica liberal) publica una ley que otorga al Estado el poder de dar el nihil obstat, o no, a la instalación de factorías azucareras en España. La Ley Azucarera pretendía atacar el exceso de oferta producida en España, que había reaccionado a la pérdida de la zafra cubana montando establecimientos de molturación de remolacha a tutiplén. Podía haber hecho dos cosas: sentarse a pensar en el mercado, a pensar el mercado; o intervenirlo. Los políticos descubrieron que era mucho más cómodo intervenirlo; y, desde entonces, no han parado, y hoy nos encontramos con cosas como políticos que se dicen liberales pero que son partidarios de prohibir las rebajas.
En 1925, Gobierno y empresarios de la Minería del Carbón se reunieron en una conferencia nacional. ¿Se preguntaron sobre el futuro del carbón español? No: aprobaron diversas resoluciones, entre ellas una que obligaba a la Marina española a alimentar las calderas de sus barcos con carbón español, aunque fuese más caro. Desde entonces, han pasado 87 años; y el carbón, como no podía ser de otra manera, sigue siendo un problema. Lo extraño es que no salga nadie diciendo que el problema es que los barcos de la Marina española ahora son diésel. Sin salir del carbón, en España hemos visto, durante los años dorados de la empresa pública, a Hunosa incumplir sus contratos-programa, un año tras otro, sin despeinarse. Porque en España era, entonces, delito fumarse un porro en la calle; pero en la puta vida ha sido delito incumplir un contrato-programa. Faltaría más, no te jode...
Los ejemplos son muchos. España se ha encontrado, al correr del tiempo, con un grupo de empresas públicas deslavazado, incoherente, formado de capas freáticas de compromiso político (me trago Astano para que no jodan los gallegos; me trato las minas de pirita para que no me apedreen en el Rocío; me trago Hunosa porque acuérdese del 34, mi general; etc...), y por supuesto deficitario. Se ha encontrado con una flota mercante muy por encima de las necesidades del transporte, toda financiada con créditos públicos. Se ha encontrado con una siderurgia que fabricaba laminados en frío que ya no eran necesarios. A veces oigo a la gente hablar y me da la impresión de que piensan que el estallido de la burbuja inmobiliaria es algo inusitado en nuestra Historia. Pero, la verdad, es que somos unos fabricantes de pompas de cojones.
Nos caen mal los alemanes. Pero los alemanes, a principios de este siglo, crearon una comisión mixta del Bundestag y el Bundesrat, llamada en inglés Committee on modernizing the Federal System. Tenían varios lander quebrados, y sabían que no tenían más remedio que planificar. Trabajaron cuatro años. Hoy, no tienen los mismos problemas. Como tampoco los tienen en su sistema de pensiones, que reformaron en esos mismos años; y también tenían ejércitos de inmigrantes para haberse creído ese mantra estúpido de que la inmigración lo iba a solucionar todo.
Ahora nos encontramos con un presidente autonómico que se quiere escindir y que advierte a los catalanes que resistan, porque les van a intentar convencer de que, siendo independiente, Cataluña va al abismo. Eppur va, President.
En el pecado lleva usted la penitencia: que sepa que eso de proponer un proyecto rompedor sin poner, en el mismo acto, un Plan Estratégico completo encima de la mesa, es un vicio español.
jueves, septiembre 27, 2012
miércoles, septiembre 26, 2012
Fra Girolamo (12)
No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto, séptimo, octavo, noveno, décimo, y décimo primer capítulo.
Una de las cosas que se me hacen más irritantes de la Historia es que, por lo general, a la mayoría de la gente le importa tan poco, y es tan habitualmente enseñada por personas que la conocen de una manera apenas tangencial, que cae con enorme facilidad en la vulgarización; en algo que yo llamo la matematización de la Historia.
Me explico: el educando, que es la persona que más está en contacto con la Historia porque hay unos currícula que le obligan a aprendérsela en algún grado, siempre está buscando vías para simplificar ese proceso de conocimiento. Esta búsqueda cuenta con la complicidad de la pedagogía, que por creencia sincera, por comodidad, o por razones de eficiencia, también trata de simplificar al máximo la enseñanza en sí y su comprobación: el principal hijo de este proceso es el examen tipo test, que es, según cómo se mire, una puta aberración. Yo llegué, en mis tiempos universitarios, a hacer un examen tipo test de Ética. En fin...
La presión combinada de la pedagogía y de su objeto, o sea los estudiantes, hace, pues, que se trate de ir a métodos sencillos de aprendizaje, lo cual genera esa tendencia a matematizar las humanidades en general y la Historia en particular; a enseñar reglas sencillas, como si la Historia se pudiese desentrañar como se desentrañan las soluciones de una ecuación de segundo grado. El alumno exige que se le dé un esquema con tres o cuatro bullets cortos que explique el fenómeno que estudia (del tipo de: la Revolución Francesa surgió por: a) el descontento de las clases más humildes; b) las ambiciones sociales de la burguesía naciente; c) bullet patrocinado por Coca-Cola ¡bebe Coca-Cola!). Una vez que lo obtiene, bien porque su carísimo libro de texto de la ESO ya lo tenga, bien porque su esforzado maestro (suspirando para sus adentros si realmente le gusta lo que enseña) se lo provee, ya no se mueve de ahí ni medio milímetro: saberse la Revolución Francesa ha pasado a ser el simple y puro checkingde que sabe uno repetir en un papel, como un amanuense loro, los puntitos de marras.
Hablo de la escuela, pero el fenómeno es general. Los niños del cole se hacen adultos y cuando son adultos, acostumbrados ya a este esquema neuronal, lo replican ad infinitum, lo convierten en una suerte de verdad inmanente, y lo graban en piedra en sus conciencias. Fruto de este fenómeno son las personas que viven convencidas de que por las calles de Constantinopla, horas después de entrar los turcos por la puerta no con muy buenas maneras, pasó un pregonero anunciando el Fin de la Edad Media. O las que opinan que el feudalismo se acabó un día a las cinco y cuarto de la tarde. O las que opinan que el Renacimiento alumbró hombres más perfectos que sus abuelos medievales.
En efecto, una de las etapas de la Historia (y no olvidemos que esas etapas no dejan de ser una división arbitraria, una de muchas que se podrían hacer) que es mayor pasto de los lugares comunes y las explicaciones sencillas, es el llamado Renacimiento. La propia palabra que define la época está denunciando ya la fastuosa carga de autocomplacencia que lleva en su interior. Renacimiento es evolución respecto de una etapa oscura e inmovilista. Sin embargo, como siempre en la Historia, las cosas no son tan fáciles de explicar. El Renacimiento, como todos los momentos históricos, como la Grecia de Solón y la Hungría de ayer por la tarde, está compuesto de fuerzas distintas, incluso contrarias, incluso opuestas. Es la época del gran empujón de las ciencias y los conocimientos, sí; pero puede que los musulmanes tengan algo que decir sobre algunas cositas que hicieron durante la llamada Edad Media en ese campo. Por lo demás, muy al contrario de esa impresión que se tiene del Renacimiento como una especie de triunfo de la razón, desde muchos puntos de vista es una etapa mucho más santera, mucho más supersticiosa, mucho más irracional, que la Edad Media. Es en el Renacimiento, y siglos posteriores, cuando se quema a las brujas; no la Edad Media. Es el Renacimiento la edad de oro de la alquimia, de los movimientos tipo Rosacruz, de las Monas Hieroglyphica de John Dee; y así mucho.
El Renacimiento, más que una edad en la que la Iglesia católica es puesta en duda, es la época en la que la Iglesia católica implosiona, colapsa bajo el peso de sus contradicciones y enfrentamientos internos; fenómeno que es amplificado por otro elemento de gran importancia de la época, que es el nacimiento de las naciones-Estado donde hoy vivimos; fenómeno que genera una fricción entre poder espiritual y temporal que, como toda fricción, eleva la temperatura social del planeta hasta niveles casi insoportables.
Es importante entender esto, entender el Renacimiento, no como evolución, sino como conflicto (y en este punto yo soy hegeliano: es el conflicto el que genera la evolución, no la evolución la que provoca conflicto), para entender a Girolamo Savonarola; un fraile conturbado por sus ideas milenaristas, un hombre que proyecta en su Misión, a la vez temporal y espiritual, el miedo y la decepción por la vida mundana, provocando lo que puede parecer, pero no lo es del todo, una reacción conservadora. No lo es del todo, digo, porque el mundo del Renacimiento italiano no es tan progresista como lo imaginamos.
Para el hombre del Renacimiento, el orden religioso es de extremada importancia. Rige su vida, rige su economía, rige su libertad. La creencia en Dios Todopoderoso, Señor y Dador de Vida, juega en el hombre renacentista un papel muy parecido al que la democracia y las libertades civiles juegan para el hombre contemporáneo. La religión es fundamental para el europeo siglo XV quien, además, se barrunta que la cosa no va bien. La escandalosa existencia de los papas, su constante imbricación en los problemas del siglo, la aparición de las tensiones entre civiles y eclesiásticos (eso que llamamos anticlericalismo) y el inicio, embrionario, del proceso por el cual el hombre comienza a divorciarse de la Creencia, son retos a los que la Iglesia de Roma responde con escasa habilidad, provocando, como digo, su implosión. Girolamo Savonarola, a mi modo de ver, forma parte de ese fenómeno cuyo elemento más conocido será Martín Lutero. Hay que entender la revolución moral savonaroliana, sus medidas contra la homosexualidad, la blasfemia, su intento de construir una sociedad regida por normas morales muy estrechas, como un resultado de ese proceso; un resultado plenamente lógico y en modo alguno, como pretenden algunos, una especie de rareza facha en el marco de una evolución histórica unívoca hacia el librepensamiento y los caramelos de menta.
La Historia nunca evoluciona en una sola dirección. Aunque, al fin y a la postre, todas las cosas que hace, incluso cuando anda para atrás, acaban construyendo ésta.
El Carnaval de 1496 presenció el primer acto de la nueva Florencia creada por Savonarola. Se había hecho tradición cantar en las procesiones, de signo pagano, cancioncillas que habían sido compuestas por el músico de la corte de los Medici. Henrik Isaac. Sin embargo, Savonarola modificó el sentido de las procesiones, que se convirtieron en una especie de pre-Semana Santa, e hizo que durante las mismas se cantasen salmos.
Me explico: el educando, que es la persona que más está en contacto con la Historia porque hay unos currícula que le obligan a aprendérsela en algún grado, siempre está buscando vías para simplificar ese proceso de conocimiento. Esta búsqueda cuenta con la complicidad de la pedagogía, que por creencia sincera, por comodidad, o por razones de eficiencia, también trata de simplificar al máximo la enseñanza en sí y su comprobación: el principal hijo de este proceso es el examen tipo test, que es, según cómo se mire, una puta aberración. Yo llegué, en mis tiempos universitarios, a hacer un examen tipo test de Ética. En fin...
La presión combinada de la pedagogía y de su objeto, o sea los estudiantes, hace, pues, que se trate de ir a métodos sencillos de aprendizaje, lo cual genera esa tendencia a matematizar las humanidades en general y la Historia en particular; a enseñar reglas sencillas, como si la Historia se pudiese desentrañar como se desentrañan las soluciones de una ecuación de segundo grado. El alumno exige que se le dé un esquema con tres o cuatro bullets cortos que explique el fenómeno que estudia (del tipo de: la Revolución Francesa surgió por: a) el descontento de las clases más humildes; b) las ambiciones sociales de la burguesía naciente; c) bullet patrocinado por Coca-Cola ¡bebe Coca-Cola!). Una vez que lo obtiene, bien porque su carísimo libro de texto de la ESO ya lo tenga, bien porque su esforzado maestro (suspirando para sus adentros si realmente le gusta lo que enseña) se lo provee, ya no se mueve de ahí ni medio milímetro: saberse la Revolución Francesa ha pasado a ser el simple y puro checkingde que sabe uno repetir en un papel, como un amanuense loro, los puntitos de marras.
Hablo de la escuela, pero el fenómeno es general. Los niños del cole se hacen adultos y cuando son adultos, acostumbrados ya a este esquema neuronal, lo replican ad infinitum, lo convierten en una suerte de verdad inmanente, y lo graban en piedra en sus conciencias. Fruto de este fenómeno son las personas que viven convencidas de que por las calles de Constantinopla, horas después de entrar los turcos por la puerta no con muy buenas maneras, pasó un pregonero anunciando el Fin de la Edad Media. O las que opinan que el feudalismo se acabó un día a las cinco y cuarto de la tarde. O las que opinan que el Renacimiento alumbró hombres más perfectos que sus abuelos medievales.
En efecto, una de las etapas de la Historia (y no olvidemos que esas etapas no dejan de ser una división arbitraria, una de muchas que se podrían hacer) que es mayor pasto de los lugares comunes y las explicaciones sencillas, es el llamado Renacimiento. La propia palabra que define la época está denunciando ya la fastuosa carga de autocomplacencia que lleva en su interior. Renacimiento es evolución respecto de una etapa oscura e inmovilista. Sin embargo, como siempre en la Historia, las cosas no son tan fáciles de explicar. El Renacimiento, como todos los momentos históricos, como la Grecia de Solón y la Hungría de ayer por la tarde, está compuesto de fuerzas distintas, incluso contrarias, incluso opuestas. Es la época del gran empujón de las ciencias y los conocimientos, sí; pero puede que los musulmanes tengan algo que decir sobre algunas cositas que hicieron durante la llamada Edad Media en ese campo. Por lo demás, muy al contrario de esa impresión que se tiene del Renacimiento como una especie de triunfo de la razón, desde muchos puntos de vista es una etapa mucho más santera, mucho más supersticiosa, mucho más irracional, que la Edad Media. Es en el Renacimiento, y siglos posteriores, cuando se quema a las brujas; no la Edad Media. Es el Renacimiento la edad de oro de la alquimia, de los movimientos tipo Rosacruz, de las Monas Hieroglyphica de John Dee; y así mucho.
El Renacimiento, más que una edad en la que la Iglesia católica es puesta en duda, es la época en la que la Iglesia católica implosiona, colapsa bajo el peso de sus contradicciones y enfrentamientos internos; fenómeno que es amplificado por otro elemento de gran importancia de la época, que es el nacimiento de las naciones-Estado donde hoy vivimos; fenómeno que genera una fricción entre poder espiritual y temporal que, como toda fricción, eleva la temperatura social del planeta hasta niveles casi insoportables.
Es importante entender esto, entender el Renacimiento, no como evolución, sino como conflicto (y en este punto yo soy hegeliano: es el conflicto el que genera la evolución, no la evolución la que provoca conflicto), para entender a Girolamo Savonarola; un fraile conturbado por sus ideas milenaristas, un hombre que proyecta en su Misión, a la vez temporal y espiritual, el miedo y la decepción por la vida mundana, provocando lo que puede parecer, pero no lo es del todo, una reacción conservadora. No lo es del todo, digo, porque el mundo del Renacimiento italiano no es tan progresista como lo imaginamos.
Para el hombre del Renacimiento, el orden religioso es de extremada importancia. Rige su vida, rige su economía, rige su libertad. La creencia en Dios Todopoderoso, Señor y Dador de Vida, juega en el hombre renacentista un papel muy parecido al que la democracia y las libertades civiles juegan para el hombre contemporáneo. La religión es fundamental para el europeo siglo XV quien, además, se barrunta que la cosa no va bien. La escandalosa existencia de los papas, su constante imbricación en los problemas del siglo, la aparición de las tensiones entre civiles y eclesiásticos (eso que llamamos anticlericalismo) y el inicio, embrionario, del proceso por el cual el hombre comienza a divorciarse de la Creencia, son retos a los que la Iglesia de Roma responde con escasa habilidad, provocando, como digo, su implosión. Girolamo Savonarola, a mi modo de ver, forma parte de ese fenómeno cuyo elemento más conocido será Martín Lutero. Hay que entender la revolución moral savonaroliana, sus medidas contra la homosexualidad, la blasfemia, su intento de construir una sociedad regida por normas morales muy estrechas, como un resultado de ese proceso; un resultado plenamente lógico y en modo alguno, como pretenden algunos, una especie de rareza facha en el marco de una evolución histórica unívoca hacia el librepensamiento y los caramelos de menta.
La Historia nunca evoluciona en una sola dirección. Aunque, al fin y a la postre, todas las cosas que hace, incluso cuando anda para atrás, acaban construyendo ésta.
El Carnaval de 1496 presenció el primer acto de la nueva Florencia creada por Savonarola. Se había hecho tradición cantar en las procesiones, de signo pagano, cancioncillas que habían sido compuestas por el músico de la corte de los Medici. Henrik Isaac. Sin embargo, Savonarola modificó el sentido de las procesiones, que se convirtieron en una especie de pre-Semana Santa, e hizo que durante las mismas se cantasen salmos.
Tres semanas antes del Carnaval, y sin esperar más porque
sabía de lo precario de su situación, había llegado el momento de defenderse en
serio. Hizo una llamada desde el púlpito a los padres de la ciudad para que le
enviasen a sus hijos y, una vez que éstos aparecieron por San Marcos, creyó con
ellos una auténtica milicia civil. Los niños fueron organizados en escuadras,
que debían elegir un jefe, cada una encomendada de la defensa de una porción de
la ciudad. Como consecuencia, para cuando llegó la festividad carnavalesca, en
Florencia se había creado una subclase de niños-soldado, al puro estilo africano,
con mano sobre tropas armadas y una misión. Ese ejército de niños con poder fue
el que cambió radicalmente el rostro del carnaval florentino. Como algún
cronista describió no sin sorna, en realidad nada había cambiado: eran los
mismos gichos ladronzuelos de siempre, sólo que ahora robaban en nombre de los
pobres.
En cada esquina de la ciudad se elevó un altar. A su
alrededor se juntaban los mozalbetes de hogaño, los chulos y rateros del día
antes, ahora con una porra en la mano y una enigmática sonrisa en el rostro.
Era imposible pasear por la ciudad sin tener que darles dinero. El último día
del Carnaval, Savonarola, como siglos después haría el Estado soviético el día
del aniversario de su revolución, hizo una magnífica demostración de fuerza:
diez mil niños armados, de entre seis y dieciséis años, desfilaron por la
ciudad, mostrando su poder. Como una monumental escoba, aquella manifestación
de niños barrió de las calles a todos los florentinos y los arrastró hacia el
Duomo, donde los esperaba Savonarola. Allí, hombres a la derecha, mujeres a la
izquierda, todos aquellos adultos, acojonados por sus hijos y vecinos, “donaron
voluntariamente” sus riquezas, sus cubiertos de plata, sus joyas, sus mejores
vestidos.
En teoría, la armada infantil se había formado para el
Carnaval. Pero fue tal su éxito, que Savonarola la convirtió en permanente (en
mi opinión, ésta es una decisión que ya tenía tomada de tiempo atrás). Con el
pelo cortado hasta mostrar los orejas (todo un distintivo en la época, que era
muy melenuda), los niños fueron clasificados en: pacificadores, cuya función
era impedir peleas; correctores, encargados de ejecutar los castigos físicos;
inquisidores, o sea espías; y limpiadores de las calles que, en realidad, se
ocupaban de limpiar los altares, y poco más.
Conozco un ejemplo posterior parecido al montaje de
Savonarola: las bandas armadas de partidarios de Macías que el presidente
guineano montó en la ex colonia africana. El resultado, en efecto, fue el mismo.
Muy pronto, las patotas de niñatos abandonaron su estilo de buen rollo y Dios
te ama y bla, y se convirtieron en los ejecutores de un régimen de terror en
las calles. Paraban a las mujeres en las calles y, con el pretexto de que
encontraban sus vestidos pretenciosos a los ojos de Dios, las desnudaban y, por
el camino, les metían mano (eso en la versión light). Emulando a Jesucristo, llegada la Semana Santa atacaron y
destrozaron los puestos callejeros de venta de dulces. Comenzaron a entrar en
las tabernas, amenazando a bebedores y jugadores. Para entonces los llamaban
Los Muchachos del Fraile. Comenzaron a espiar a sus propios padres, labor en la
que implicaron también a los sirvientes de las casas. Para cuando llegó el
momento de celebrar la Pasión de Cristo en Florencia, la ciudad vivía en una especie
de situación seudoestalinista, en la que todo el mundo delataba a todo el
mundo. Los niños inquisidores, por lo demás, caminaban por la ciudad con
escolta; niños y todo, si la gente los pillaba solos, les abría la cabeza a
hostias.
Savonarola, al llegar la Semana Santa, estaba afectado por
la prohibición papal de predicar. En atención a la especialidad de la fecha, la
Signoria cursó una petición a Roma para que se le dejase hacerlo. De forma
extraoficial (a mezza voce, dice el
lenguaje administrativo vaticano), Roma lo permitió, a condición de que
moderase sus mensajes; o sea, como en el chiste del cura que odiaba a los
catalanes, a condición de que predicase que Judas era de Calatayud. En
realidad, esta actitud comprensiva tiene su sentido, pues, con el poder total sobre
Florencia, la posición de Savonarola se había consolidado mucho. Incluso se
había permitido el lujo de absorber para la disciplina de San Marcos al
monasterio de San Domenico di Prato.
El Papa envió a un dominico a Florencia para que le diese
verbalmente a Savonarola la instrucción de que predicase sólo con la puntita.
Fríamente, el prior de San Marcos le contestó: “Venga a mi próximo sermón, y
verá mi respuesta”. Al día siguiente, en el Duomo, Savonarola arremetió contra
el vicio y la venalidad de la Puta de Roma como pocas veces. Se montó un
discurso indignado de la hueva y, ante los asombrados ojos del mensajero
dominico, en los días siguientes hubo que montar un anfiteatro anejo al Doumo,
porque no se cabía dentro de la cantidad de gente que venía a escuchar al
fraile. Acusó al mando vaticano de haber convertido las iglesias en “establos
de putas” (algo de eso hay, por cierto; pocas décadas después, en España, el
muy formal Felipe II bramará contra el magreo-cachondeo que se montaba en los
templos de Madrid durante la Semana Santa). Acto seguido, profetizó lo peor de
lo peor para Italia; habrá, digo, guerra después de hambre, y peste después de
guerra. Los muertos habrán de ser amontonados en la calle y quemados… Toda
aquella Semana Santa se invirtió en esta propaganda.
De aquella época data, también, las demandas de Savonarola a
los artistas florentinos, que eran muchos y muy buenos. Girolamo Savonarola ha
pasado al imaginario histórico como un fraile radical que, en su radicalismo,
hizo desaparecer obras de arte sin cuento, porque mostraban sin pudor el cuerpo
humano. Se dice que sólo algunas obras de algunos artistas, como Sandro
Boticelli que era medio partidario suyo, fueron respetadas. La verdad no es tan
así. A Savonarola le preocupaba mucho más, por ejemplo, la riqueza de vestidos
y joyas con que los artistas solían pintar a la Virgen; “os juro, les dijo, que
la Madre de Dios iba vestida como un pordiosero”. El otro gran punto de
protesta fue el uso de cortesanos y adinerados como modelos de los cuadros
religiosos (y hasta hoy: hace bien pocos años, la cadena SER montó un pollo en
uno de sus informativos exactamente por lo mismo: un alcalde del PP había
encargado una pintura para la iglesia local, y la artista había retratado a su
mujer entre los personajes).
Lejos de ser Savonarola un destructor y obstáculo del arte,
como pretenden algunos mitos, la verdad es que no pocos de los artistas de la
época le fueron proclives. Lo fue Miguel Ángel, por ejemplo, gustó de leer sus
sermones, incluso hasta el final de sus días. Y Boticelli, ya lo hemos dicho.
Pero también Cronaca, y Lorenzo di Credi. Dos hermanos della Robbia, así como
Bartolommeo della Porta, incluso procesaron en San Marco.
La influencia de Savonarola en Buonarotti, de hecho, llegó a
provocarle cierta obsesión. Miguel Ángel vivía obsesionado con la muerte, como
le confesó a otro grande del arte florentino, Giorgio Vasari. El artista,
probablemente torturado por su homosexualidad, vivía pensando constantemente en
todo aquello a lo que debía renunciar para alcanzar la virtud. Lo de Boticelli
fue peor. Antes de conocer a Savonarola, era un hombre vital, notable
engullidor de meriendas y cenas en la mesa de Lorenzo el Magnífico. Cuando se
convirtió, sin embargo, fue tal el arrepentimiento en que se auto-sumió, que
casi acaba consigo mismo.
La mayor dureza la aplicó Savonarola con los literatos.
Pero, más que quemar montañas de libros, lo que hizo fue prohibir la circulación
en la ciudad de los que, en su opinión, eran impíos.
lunes, septiembre 24, 2012
Fra Girolamo (11)
No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto, séptimo, octavo, noveno y décimo capítulo.
Las personas que se suman a estos procesos, por lo tanto, están convencidas de que todo en el presente se está haciendo mal, de que todo en el futuro se hará bien. Tienen, pues, una visión totalizadora (no confundir con totalitaria; aunque la línea, esto también lo demuestra bien la Historia, es extremadamente fina) de su revolución. Si el proceso triunfa, como pasó en Florencia, ese triunfo se convierte en un proceso de Fe Absoluta, por el cual los líderes, las instituciones y las ideas implicadas en dicho triunfo pasan a ser inamovibles, la revolución se esclerotiza y se justifica a sí misma. No ha de extrañarnos, pues, que la cabeza de un proceso así fuese un predicador fatalista como Savonarola; el proceso se iba como lápiz en afilador. Savonarola gritaba en el púlpito: ha de venir el gobierno de Cristo. El 15-M bramaba: ha de llegar la verdadera democracia. Son procesos más parecidos de lo que parece, sólo que a este nuestro, al parecer, le ha faltado un buen fraile retórico.
Todo esto, sin embargo, es sólo un primer paso. Hay un segundo proceso, cuando el movimiento revolucionario se ha consolidado y entrado en fase de esclerosis, por el cual algunos, incluso sus enemigos, se dan cuenta de que pueden utilizarlo. Okuparlo sería una forma exacta de describir este proceso. Esto mismo es lo que estaban haciendo los arrabbiati con la revolución que repugnaban. Utilizando las mismas herramientas de la revolución que no querían, la llevaban por la vía de la democracia pura y dura, buscando descarrilarla. Y el pueblo de Florencia empujaba el tren cuesta abajo, encantado de haberse conocido. Así, las fuerzas conservadoras de la revolución (en realidad, la contrarrevolución disfrazada de pitufa) trazaron un plan para desleer completamente la capacidad ejecutiva de la Signoria, haciéndole a las gentes una oferta, que diría Vito Corleone, que no podían rechazar: ejercer ellos, directamente, el poder. Dejemos que estos pollos administren la ciudad, les dijeron; pero, cuando se trate de decisiones importantes, decidamos nosotros directamente, en la plaza. Sin intermediarios. Hagamos un referéndum cada vez que haya que decidir algo. Es, amigos míos, lo más democrático del mundo.
Florencia, como no podía ser de otra cosa, se tragó el anzuelo hasta las profundidades epiglóticas de la anatomía de Linda Lovelance. A partir de ese momento, la ciudad comenzó una deriva hacia la simple y pura ingobernabilidad. Pocas cosas hay más fáciles de manipular que un referéndum si lo convocas tú, como sabía bien el general Franco; y lo mismo vale para una asamblea que tú convocas, si lo haces bien. Además, aquéllos que estén leyendo estas notas y hayan estado alguna vez en la Piazza della Signoria de Florencia deben hacerse una idea de lo que podía ser ese lugar petado de gente en una asamblea sin micrófonos. Subidos al estrado junto al Palazzo, más o menos donde hoy está la copia del David, o desde el pórtico elevado donde hoy están las estatuas de Bernini y Gianbologna, los fautores de la asamblea sólo serían escuchados por un 2% de la audiencia. El resto, en realidad, acabarían votando lo que otros dicen que han oído que alguien ha dicho. Así las cosas, si alrededor de tu persona colocas a tu claque a sueldo, para que celebre tus palabras a base de "¡Muy bien dicho!", "¡Así se habla!", "¡Qué cabrones, los mercados, la banca y los fabricantes de caramelos que engordan!", lo más normal es que toda la plaza te aclame y puedas, en la práctica, bloquear toda acción de gobierno que no te guste; y, al de unos meses que dicen los vascos, podrás dirigirte a esa misma Asamblea para criticiar la inoperencia gubernamental que tú mismo has provocado.
No mucha gente sabe que Florencia, junto con otras ciudades-Estado del Renacimiento italiano, fue ejemplo negativo manejado por los padres de la Constitución americana, trescientos años después, y motivo de que creasen el sutil juego de poderes que es, de hecho, el orden constitucional de los Estados Unidos.
Aquel de las asambles populares, junto con la carta del Papa, eran los dos grandes problemas de Savonarola.
No obstante, Girolamo Savonarola reaccionó a la carta papal
sin amedrentarse. El domingo siguiente a su recepción había planificado el
sermón para defender una medida con la que buscaba proteger los avances del
proceso revolucionario. Se trataba de abolir las asambleas populares que se
convocaban en la misma Piazza della Signoria, para aclamar medidas. No le
faltaba razón a Savonarola. Aquellas asambleas, como todas las asambleas
populares amigos para siempre tutti frutti, se celebren en la Piazza, en el
ágora ateniense o en la Puerta del Sol, eran el lugar perfecto para los
demagogos, y con su existencia todos los avances serios del gobierno de
Florencia (porque gobernar nunca ha consistido, y nunca consistirá, en tomar
sólo medidas positivas) corrían serio peligro.
La Historia del mundo demuestra el gravísimo peligro que corren los procesos espontáneos de cronificarse (con lo que dejan de ser espontáneos y novedosos, y respetarlos sobre todas las cosas se convierte en un punto de vista esencialmente conservador) y convertirse en tóxicos, atacándose a sí mismos. A Savonarola, y a la revolución florentina, le pasaba un poco eso. El caldo de cultivo de ese cambio (véase la evolución de la Revolución Francesa, si se quiere ver con más claridad) es siempre el mismo: la necesidad de todo gobernante de hacer cosas que no le gustan al gobernado.
Los procesos espontáneos, con terminología de hoy lo llamaríamos las primaveras, suelen caracterizarse por el hecho de que quienes los apoyan y se implican en ellos están convencidos de encontrarse ante una Nueva Era. Nueva Era era el título, por ejemplo, de la principal publicación ideológica, durante la II República, del Partido Obrero de Unificación Marxista POUM, con mucho el más revolucionario de todos los partidos revolucionarios de su época.
La Historia del mundo demuestra el gravísimo peligro que corren los procesos espontáneos de cronificarse (con lo que dejan de ser espontáneos y novedosos, y respetarlos sobre todas las cosas se convierte en un punto de vista esencialmente conservador) y convertirse en tóxicos, atacándose a sí mismos. A Savonarola, y a la revolución florentina, le pasaba un poco eso. El caldo de cultivo de ese cambio (véase la evolución de la Revolución Francesa, si se quiere ver con más claridad) es siempre el mismo: la necesidad de todo gobernante de hacer cosas que no le gustan al gobernado.
Los procesos espontáneos, con terminología de hoy lo llamaríamos las primaveras, suelen caracterizarse por el hecho de que quienes los apoyan y se implican en ellos están convencidos de encontrarse ante una Nueva Era. Nueva Era era el título, por ejemplo, de la principal publicación ideológica, durante la II República, del Partido Obrero de Unificación Marxista POUM, con mucho el más revolucionario de todos los partidos revolucionarios de su época.
Las personas que se suman a estos procesos, por lo tanto, están convencidas de que todo en el presente se está haciendo mal, de que todo en el futuro se hará bien. Tienen, pues, una visión totalizadora (no confundir con totalitaria; aunque la línea, esto también lo demuestra bien la Historia, es extremadamente fina) de su revolución. Si el proceso triunfa, como pasó en Florencia, ese triunfo se convierte en un proceso de Fe Absoluta, por el cual los líderes, las instituciones y las ideas implicadas en dicho triunfo pasan a ser inamovibles, la revolución se esclerotiza y se justifica a sí misma. No ha de extrañarnos, pues, que la cabeza de un proceso así fuese un predicador fatalista como Savonarola; el proceso se iba como lápiz en afilador. Savonarola gritaba en el púlpito: ha de venir el gobierno de Cristo. El 15-M bramaba: ha de llegar la verdadera democracia. Son procesos más parecidos de lo que parece, sólo que a este nuestro, al parecer, le ha faltado un buen fraile retórico.
Todo esto, sin embargo, es sólo un primer paso. Hay un segundo proceso, cuando el movimiento revolucionario se ha consolidado y entrado en fase de esclerosis, por el cual algunos, incluso sus enemigos, se dan cuenta de que pueden utilizarlo. Okuparlo sería una forma exacta de describir este proceso. Esto mismo es lo que estaban haciendo los arrabbiati con la revolución que repugnaban. Utilizando las mismas herramientas de la revolución que no querían, la llevaban por la vía de la democracia pura y dura, buscando descarrilarla. Y el pueblo de Florencia empujaba el tren cuesta abajo, encantado de haberse conocido. Así, las fuerzas conservadoras de la revolución (en realidad, la contrarrevolución disfrazada de pitufa) trazaron un plan para desleer completamente la capacidad ejecutiva de la Signoria, haciéndole a las gentes una oferta, que diría Vito Corleone, que no podían rechazar: ejercer ellos, directamente, el poder. Dejemos que estos pollos administren la ciudad, les dijeron; pero, cuando se trate de decisiones importantes, decidamos nosotros directamente, en la plaza. Sin intermediarios. Hagamos un referéndum cada vez que haya que decidir algo. Es, amigos míos, lo más democrático del mundo.
Florencia, como no podía ser de otra cosa, se tragó el anzuelo hasta las profundidades epiglóticas de la anatomía de Linda Lovelance. A partir de ese momento, la ciudad comenzó una deriva hacia la simple y pura ingobernabilidad. Pocas cosas hay más fáciles de manipular que un referéndum si lo convocas tú, como sabía bien el general Franco; y lo mismo vale para una asamblea que tú convocas, si lo haces bien. Además, aquéllos que estén leyendo estas notas y hayan estado alguna vez en la Piazza della Signoria de Florencia deben hacerse una idea de lo que podía ser ese lugar petado de gente en una asamblea sin micrófonos. Subidos al estrado junto al Palazzo, más o menos donde hoy está la copia del David, o desde el pórtico elevado donde hoy están las estatuas de Bernini y Gianbologna, los fautores de la asamblea sólo serían escuchados por un 2% de la audiencia. El resto, en realidad, acabarían votando lo que otros dicen que han oído que alguien ha dicho. Así las cosas, si alrededor de tu persona colocas a tu claque a sueldo, para que celebre tus palabras a base de "¡Muy bien dicho!", "¡Así se habla!", "¡Qué cabrones, los mercados, la banca y los fabricantes de caramelos que engordan!", lo más normal es que toda la plaza te aclame y puedas, en la práctica, bloquear toda acción de gobierno que no te guste; y, al de unos meses que dicen los vascos, podrás dirigirte a esa misma Asamblea para criticiar la inoperencia gubernamental que tú mismo has provocado.
No mucha gente sabe que Florencia, junto con otras ciudades-Estado del Renacimiento italiano, fue ejemplo negativo manejado por los padres de la Constitución americana, trescientos años después, y motivo de que creasen el sutil juego de poderes que es, de hecho, el orden constitucional de los Estados Unidos.
Aquel de las asambles populares, junto con la carta del Papa, eran los dos grandes problemas de Savonarola.
Antes de hacer este movimiento contra sus enemigos internos,
Savonarola se ocupó de su principal enemigo externo, es decir el Papa, al que
escribió una contestación. Utilizó, en la carta, el mismo lenguaje
pretendidamente amatorio y condescendiente con el que el Sumo Pontífice había
adornado su carta de floripondios. Se deshacía en comprensivos halagos hacia lo
puteona que era la labor del Padre Santo, y aseguraba, cínicamente, no desear
sino abandonar su carne mortal (“ardo en deseos de cruzar el umbral de Pedro y
de Pablo”, le decía; y mentía, pues él sabía bien que, para morir,
probablemente en extrañas circunstancias, no tenía más que obedecer órdenes y
mover el culo hacia Roma). Acto seguido, le informaba de que estaba
convaleciente de una grave enfermedad, que su vida todavía pendía de un
delicado hilo, y que, ya lo siento, no se podía mover de Florencia. Seguía
diciendo el fraile que “muchas personas” en Florencia (en esto no mentía)
consideraban que su presencia para consolidar la revolución era necesaria; una forma
sutil de mirar a su enemigo cara a cara.
La carta estaba hecha antes del domingo, pero salió de Roma
después del día santo; esto es, después del famoso sermón, en el que
Savonarola, hasta entonces contemporizador y tranquilizador, estalló en un tsunami
de cólera. Exigió la retirada de las asambleas y llamó a la ciudad a ser
seriamente punitiva con todo aquél que pretendiese realizarlas. El sermón fue
tan fuerte, y tan violento, que acabó por provocarle lo que hace unas horas era
una mera disculpa estratégica: cayó enfermo en ese catre humilde que hoy se
puede visitar en Florencia.
En las siguientes semanas, Savonarola pasó a portarse con la
lógica de quien se sabe seriamente amenazado, así pues corre a doble velocidad
hacia sus utopías, temeroso de no alcanzarlas antes de que le metan un pepino
por donde los amargan. De esas semanas data buena parte de sus medidas
ultracatólicas que le han dado cierta fama de inquisidor impenitente.
Savonarola hizo redactar al gobierno de la ciudad un estatuto contra la sodomía
y, después, no contento, otro contra la blasfemia, que preveía nada menos que
la muerte en la hoguera para los culpables. Savonarola en estado puro, el
fraile repetía entre los suyos: quien no ama a Dios, debe temerlo.
La cruzada savonaroliana quedó frenada por un tiempo por las
noticias de Roma. Piero de Medici, ya plenamente integrado en la liga
antifrancesa, estaba reuniendo un ejército con el que tenía la intención de
marchar sobre Florencia. Esto ocurría siete semanas después de la carta de
Savonarola al Papa, que éste no había contestado, dando a entender que entendía
sus disculpas. Pero al comenzar la leva, las cosas cambiaron. En septiembre,
Savonarola recibió una nueva carta en Florencia; una misiva muy violenta, que
le echaba en cara al fraile su “escandalosa separación” de la congregación
lombarda, y anunciando que toda la cuestión quedaba sometida al criterio del
vicario general de dicha congregación, bajo pena de excomunión. Savonarola, que
confesaba a los suyos que si la cosa seguía igual de jodida estaba decidido a
obedecer (cosa que este amanuense, la verdad, duda en mucho), protestó en carta
al Papa y, además, movilizó a los suyos, que reclamaron al cardenal de Nápoles
y a todos los que en su momento habían apoyado la separación de San Marcos de
la disciplina norteña.
Aunque el Papa Alejandro se cogió un globo de la hostia
(nunca mejor dicho) cuando recibió la contestación de Savo, optó por ser contemporizador,
y le contestó con una carta en la que se decía convencido por muchos cardenales
de que el fraile era bueno y tal, pero, de todas formas, le prohibía predicar “tanto
en público como en privado”. Aquella carta, como digo tan contemporizadora que
incluso le ofrecía a Savonarola eliminar todas las órdenes previas, llegó
tarde. Antes de que alcanzase Florencia, Girolamo se había subido al púlpito
del Duomo y había soltado un sermón que fue, más bien, todo un mitin político,
en el que advirtió a los florentinos de que Piero de Medici estaba a punto de
entrar en la ciudad a saco. Clamó, después, por la inmortalidad de su
movimiento, incluso si él era muerto. Y bramó, como un poseso: “en lo que se
refiere a los hombres del Medici, debemos comportarnos con ello como los
romanos con aquéllos que pretendían reimponer a Tarquinio: si no respetas al
Cristo, ¿cómo pensaré que vas a respetar a los ciudadanos? ¡Haced justicia, yo
os los digo! ¡Cortad sus cabezas!”
En medio de un paroxismo contra-contrarrevolucionario, la
Signoria puso precio a la cabeza de Piero de Medici. De todas formas, daba
igual, porque, para entonces, el torpón y medio pollas aristócrata florentino
se había arruinado, y estaba licenciando a su flamante ejército.
Ahora, Girolamo Savonarola tenía las manos libres para
iniciar su revolución moral.
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