La elite de Tarso estaba formada por hombres que tenían el privilegio de la ciudadanía romana. Pablo era un miembro de dicha elite. No sabemos a ciencia cierta por qué, aunque algunos estudiosos han recordado que los suyos eran una familia de skenopoioi, o fabricantes de tiendas (de campaña); lo cual, probablemente, pudo en su momento ser útil para generales que pasaron por Cilicia, como Marco Antonio o Pompeyo, el Warren Beatty y el Brad Pitt romanos respectivamente; y cabe recordar que la capacidad de otorgar a particulares la ciudadanía romana solía ser una prerrogativa incluida en el imperium de los jefes militares en campaña.
Como judío, portaba el nombre arameo de Saulo, el primer rey de Israel, de la tribu de Benjamín; a la cual, según las Escrituras, pertenecía el fundador de la Iglesia católica.
Pablo fue siempre, y siempre se sintió, judío. «Hebreo hijo de hebreos» es la expresión que usa para definirse a sí mismo al escribirle a los filisteos. Más en concreto, en Hechos 23:6, le grita al Sanhedrín que él es «fariseo hijo de fariseos»; lo cual, de ser cierto, le colocaría ligeramente en disposición de creer la palabra cristiana, teniendo en cuenta la creencia farisea en la resurrección.
Su educación, por lo que se sabe, fue hebrea y bastante coherente con la cosmovisión farisaica, pues el joven Saulo fue enviado a estudiar con Gamaliel, el rabino heredero de la escuela de Hillel. Él mismo reconoce en Hechos (22:3) que fue educado por Gamaliel «en la estricta observancia de la ley de nuestros padres». Al parecer (lo siento, pero en estos momentos no tengo una edición a mano), el Talmud se refiere a un alumno de Gamaliel que se habría mostrado imprudente en materias de aprendizaje. En esta cita, algunos estudiosos han querido ver una referencia al joven Saulo y a ciertas dudas o rebeldías que le habrían surgido.
En los Hechos (3:34 y ss) aparece Gamaliel tratando de mover al Sanhedrín hacia la comprensión respecto de los cristianos; pero la referencia del Talmud vendría a explicar que su discípulo se mostrase tan cabestro con ocasión del juicio y lapidación de Esteban, por lo que, dentro de los terrenos arenosos de la especulación, cabe imaginarse a un joven Pablo de Tarso dejándose llevar por los naturales radicalismos, en este caso judíos, propios de la adolescencia; pero, al tiempo, y llevado por su sed intelectual, prestando oídos a ciertas teorías que se acabarían imponiendo dentro de su cabolo.
Como es bien sabido por todos aquéllos que son católicos o han recibido una sólida educación católica (o incluso una educación a secas que tal nombre merezca), en algún momento de la vida de este Saulo que azuzó al personal para apiolarse al buen Esteban y luego lideró la represión de los cristianos de Judea, estando en las afueras de Damasco fue «aprehendido por el Cristo Jesús», por usar la expresión que él mismo usa en su e-mail a los filisteos. Saulo estaba en Damasco junto con una partida de represores, con la orden de detener a todo aquél que perteneciese a El Camino y llevarlo a Jerusalén cargado de cadenas. Estando allí, una gran luz lo rodeó y le provocó un desmayo, dentro del cual oyó la voz de Dios que le amonestaba: «Saul, Saul, ¿ma'at radepinni?» Que creo que quiere decir algo así como por qué narices me puteas, tío. Acto seguido, Dios le dio instrucciones de seguir hasta Damasco y esperar órdenes, cosa que hizo el converso, entre otras cosas porque el flash había sido tan fuerte que tardó tres días en recuperar la vista; y no lo hizo hasta que un devoto del Camino, Ananías, no le visitó, lo saludó como un hermano y le tomó las manos.
Es Ananías quien le explica a Saulo que la misión que Dios le ha reservado es ser el mensajero de Jesucristo en el mundo.
Creer esta versión de los hechos es, como tantas otras cosas, cuestión de Fe y, por lo tanto, entrar a valorarla sería insultante. Cabe la posibilidad, en todo caso, de que lo que se produjese en Pablo fuese una evolución de pensamiento que él revistió luego de conversión fantástica o mágica, dentro de una estrategia para impetrar su misión de divinidad. Como ya hemos insinuado con anterioridad, dentro de las muchas y variadas formas de pensamiento judío de la época, y que sólo de una forma excesivamente simplista podemos dividir en: saduceos, fariseos, esenios, zelotes, ruegos, preguntas, despedida y cierre, existían no pocas escuelas que consideraban que la llegada del Mesías, algo que era esperado y que es repetidamente telegrafiado en el Antiguo Testamento, supondría el final de la Era de la Ley (Mosaica). No es intención de este amanuense dar el coñazo más de lo estrictamente necesario; pero si queréis que algún día hablemos de las diferentes formas de ser judío en los tiempos de Jesús, no tenéis más que pedirlo; lo que pasa, ya digo, es que es un asunto un tanto cansino (o, al menos, a mí se me lo hace).
En la madurez de su apostolado, Pablo escribirá (Romanos, 10:4): «Cuando vengo a Cristo por salvación, esto pone fin a mi búsqueda de encontrar y obtener justicia por medio de la observancia de la ley». Esta simple frase es la expresión de un cambio radical, sin el cual el cristianismo no habría pasado, a mi modo de ver, de ser una secta judía, y no precisamente de pata negra. En esta convicción paulina, o saulesca, está la clave de por qué los que no somos judíos, y probablemente nunca seríamos aceptados por los judíos como tales aunque quisiéramos serlo, podemos hacer nuestra una creencia que, en realidad, parte del mismo corpus moral y filosófico que la religión hebrea: la creencia en que la ley, las costumbres, todas las reglas en las que se han creído hasta el momento, son sustituibles por una nueva lista de obligaciones y derechos.
La creencia judía sostiene la existencia de un pacto de hierro, tan sólido como eterno, entre Dios y su pueblo. Pablo, como Mahoma siglos después, supo ver que el siglo estaba en situación de proponer la firma de un nuevo contrato. Y nada de esto es fruto de la casualidad, sino del importante cultivo filosófico del apóstol, y su inteligencia estratégica.
De Damasco, Pablo fue a Arabia. Muchos creyentes han dicho que este movimiento fue para hacer como Moisés, es decir retirarse a pensar, chatear con las zarzas ardientes, y tal. Pero es probable que no sea así, porque se nos cuenta que, a su vuelta a Damasco, fue perseguido por el etnarca nabateo Aretas, persecución por cuya causa tuvo que ser sacado por el hueco de una muralla escondido en una cesta (o sea, más o menos como Vito Andolini de Corleone, vaya).
No sabemos a ciencia cierta, en todo caso, qué tipo de milonga se montó Saulo durante su visita a los futuros pozos de petróleo.
Mi teoría personal es que Pablo, ya convertido a la teoría de superación de lo mosaico que está implícita en casi cualquier forma de creencia en el Cristo y su resurrección, fue, sin embargo, consciente de que en Jerusalén, donde estaba todo lo gordo del cristianismo, le iban a hacer tragar su propio talón izquierdo; pues, al fin y al cabo, hasta antesdeayer él mismo estaba porculizando a los cristianos. Quizá por esa razón se marchó a Arabia, para intentar hacer la guerra por su cuenta; pero allí los futuros musulmanes no le debieron hacer mucho caso y algo haría para que el etnarca, además, quisiera ponerse sus huevecillos por collar.
A mi modo de ver, esta teoría la confirma el hecho de que cuando Saulo se encontró solo, fané y descangallao, por decirlo en modo tango, no le quedó otra que irse a Jerusalén y pedir plaza en el cotolengo que hasta hacía poco había intentado quemar. Y fue al llegar allí cuando el chipriota Barnabás, quizá ya de antes su amigo Barnabás (¿o su conversor? Yo, de hecho, me pregunto si la luz blanca no será en el fondo Barnabás), terció por él.
Una vez salvada la cabeza, Saulo vuelve a Tarso, donde desaparece de la vista durante casi diez años. Poco o nada sabemos de esa época. Es probable que sufriese algún tipo de atentado, quizá por parte de partidarios de Esteban que no olvidaban su pasada inquina hacia él pero, según todos los indicios, queda apartado de la misión apostólica. Pedro y Santiago, tal y como yo lo veo, aceptaron barco como animal acuático y asumieron que Barnabás no mentía cuando decía que Saulo era buen chico en el fondo; pero, aún así, lo apartaron del headquarters cristiano, por lo que pudiera pasar.
La suerte de Pablo no cambia hasta el año 45, cuando el único vicepresidente de la cosa cristiana que parece creer en él, Barnabás, es designado para evangelizar Antioquía, y le llama.
Aunque esto no afecte directamente a Pablo, es importante, para aprehender la progresiva radicalización del cristianismo hebreo de Jerusalén, entender que más o menos por aquel tiempo se produjo un gran conflicto con el poder central romano, a cuenta de un emperador que ha sido largamente versionado en el papel y en la pantalla: Cayo Calígula.
Calígula sucedió a Tiberio, tras lo cual tomó varias medidas hasta cierto punto rompedoras. De todas ellas, la que nos interesa es su decisión de liberar a Herodes Agripa de la prisión a la que le había sometido Tiberio por haberle ofendido. Calígula y Herodes se llevaban muy bien (aunque el verdadero amigo del judío era el cojo y tartamudo Claudio), tan bien que el emperador le hizo rey.
Uniendo los territorios que Felipe, el tío de Herodes, había gobernado como tetrarca hasta su muerte, y los que en su día gobernó Lisanias, formó Calígula un reino al frente del cual colocó a Herodes (detalle que provocó que Herodias, hermana de Herodes, instase a su marido Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, a reclamar la misma dignidad real para sí, con lo que consiguió que su marido se llevase un cañete imperial).
Como bien saben quienes han visto o leído Yo, Claudio, o se han entretenido con ese curioso periodista del corazón de la Antigüedad que se llamó Cayo Suetonio, Calígula tuvo un momento en el que, quizás por una enfermedad que le afectó a la cabeza, cambió de forma de ser y comenzó a convertirse en un tipo algo despótico. Entre otras cosas, dentro de sus nuevas decisiones hizo caer en desgracia a Macro, el jefe de los pretorianos que quizá, si hemos de creer algunos rumores en los que también creía Robert Graves, hizo bastante más que mucho para animar a Tiberio a morirse para dejarle sitio a Cayo.
Cuando en el año 38 Macro cayó en desgracia, con él lo hicieron varios personajes amigos suyos, entre los cuales se encontraba un tipo venal y corrupto, llamado Aulio Avilio Flaco, que había sido nombrado por Tiberio prefecto de Egipto cuando el otrora imperio pasó a ser provincia romana después de que, tras la batalla de Actium en el 31, las tropas egipcias quedasen laminadas y Cleopatra cometiese suicidio.
Por razones que probablemente tienen que ver con sus contactos con los habitantes autóctonos de Alejandría, que odiaban a los judíos que allí había en gran número porque siempre fueron prorromanos, Flaco decidió hacerse valer ante Calígula desplegando una política antijudía. Es cierto que las manifestaciones y rebeliones que siguieron terminaron con el arresto de Flaco, que fue llevado a Roma. Pero la inquina con la que el prefecto romano se desempeñó contra los hebreos, despojándolos de casi todos sus derechos, despertó las reticencias entre éstos y el joven emperador.
Estamos ya en los albores de la quinta década del siglo. Para entonces, Calígula ya se ha toleado bastante y anda haciéndose empanadas mentales, día sí, día también, con el asuntillo de si es un dios o deja de serlo. La megalomanía del emperador va a peor casi con los días. En la ciudad palestina de Jammia, un grupo de no judíos levanta una estatua del emperador revestido de sus dotes divinas y los judíos, considerando el hecho sacrílego, la derriban. Cuando el emperador se entera, monta en cólera y ordena al legado de Siria, Publio Petronio, que marche hacia Jerusalén con sus tropas y eleve manu militari una estatua gigante del propio Cayo en el Templo. O sea, más o menos como construir un minarete en todo el medio de la plaza de San Pedro, o decorar la Ka'aba sagrada de los musulmanes con retratos del Pantócrator.
La situación alcanzó una gravedad tal como no se conocía desde los tiempos en los que el memo de Antíoco Epífanes poco menos que quiso convertir el templo en un altar a Zeus, que hay que ser tonto de los cojones con siete balcones a la calle, dos trienios de antigüedad y pilas de repuesto.
En Ptolemais, Petronio fue interceptado por una delegación de judíos, entre los cuales había incluso miembros de la familia de Herodes, que le dijeron que todo el pueblo judío se levantaría, y moriría si era preciso, como un solo hombre, para impedir tamaña blasfemia. Tanto le dieron la brasa a Petronio que éste escribió a Roma sugiriendo que, al menos, la cosa se aplazase hasta después de las cosechas, ganando tiempo. Calígula le contestó preguntándole qué parte de «¡Obedece!» no había entendido.
Herodes Agripa sufrió probablemente un pequeño ictus cerebral cuando le contaron la noticia de lo que el emperador quería hacer. Tardó días en recuperarse, pero cuando lo hizo le escribió a Calígula una carta plañidera y convincente que, tal vez, tuvo la suerte de llegar a Roma cuando el niño estaba con el biorritmo ascendente, porque el caso es que decidió hacerle caso y paralizar su proyecto.
La carta de Cayo a Petronio en la que le daba instrucciones de volver grupas se cruzó con otra, desesperada, del propio Petronio, en la que éste instaba al emperador a dar marcha atrás por el gran desastre que se avecinaba si seguía adelante. Cuando el emperador leyó esta última carta, quizá ya con el biorritmo decubito prono, se cogió un mosqueo del cuarenta y dos y le escribió a su legado una misiva en la que le anunciaba que le había condenado a muerte y le ofrecía, como era costumbre, la opción de suicidarse para que su familia conservase el patrimonio.
Petronio, sin embargo, es uno de los tipos con más suerte de la Historia. Esta carta encontró muy mal tiempo y tardó tres meses en llegar a sus manos. Para cuando llegó, hacía unos veinte días que Petronio sabía del asesinato de Calígula.
Las cosas, pues, estuvieron a punto de definir una guerra civil en Palestina en la que, los episodios ocurridos décadas después en Masada lo demuestran, los judíos habrían muerto, uno tras otro, bajo la espada romana, antes de permitir que su templo sagrado se convirtiese, como Calígula quería, en un templo dedicado a Zeus Epiphanes Neos, el joven Zeus manifestado, pues tal era lo que se consideraba el muchacho. El suceso, en todo caso, radicalizó a los judíos de Jerusalén, haciéndolos, si cabe, más arrimados a la tradición.
Y ésta es la parte importante del asunto, como acabaremos por ver.
Paciencia.