Las Partidas de Alfonso X el [presunto] Sabio (VII, XXIV , Ley segunda) dan por indubitable esta práctica judía y condenan a muerte a quienes sean detenidos por ello, aunque, vaya hombre, la ley previene que eso será «si se pudiere averiguar». En 1492, cuando los judíos no bautizados sean expulsados de España, esta ley será esgrimida como sólido precedente. Otro clavo en el ataúd lo clava el ex judío converso Fray Alonso de la Espina, autor de un libro titulado Fortalitium Fidei o fortalecimiento de la fe, que es una invectiva contra todos los no cristianos, a los que acusa de todo tipo de delitos que dice totalmente probados.
En realidad, todos estos casos son fruto de la sugestión popular, hábilmente alimentada desde las sotanas. Tomemos el caso de Sepúlveda, por ejemplo. En la Navidad de 1468, se extiende por la población el relato de que Salomón Picho, rabino de los judíos del vecindario, había secuestrado un niño cristiano, lo había llevado a un zulo secreto y allí lo había injuriado y humillado de diversas formas, para terminar crucificándolo vivo hasta la muerte. El obispo de Segovia, Juan Arias Dávila, él mismo judío converso (y, como todos los conversos, peor con los judíos que cualquier no judío), hizo prender a todos los presuntos responsables, quemó a 16 de ellos y al resto los arrastró por las calles y luego los ahorcó. Estos hechos, ya de por sí brutales, no convencieron al pueblo de Sepúlveda, cuyos vecinos resolvieron entrar a saco en la judería y llevarse por delante a todos los judíos, de todas las edades (de donde hemos de concluir que matar a inocentes niños judíos, lejos de ser pecado, estaba justificado; como lo estaba para Heinrich Himmler. Y cada palo, que aguante su vela).
Unos veinte años después del follón de Sepúlveda, será el Champions League de los inquisidores, fray Tomás de Torquemada, personaje que, que yo sepa, no ha sido jamás repudiado por la Iglesia Católica, quien tome cartas en el asunto y se dé cuenta (porque cabrón era un rato, pero eso no significa que fuese idiota) de que esta historia de los niños crucificados le podía dar la clave para terminar acabando con los judíos, cual era su obsesión. Veamos cómo lo hizo.
Se dice, y que yo sepa no se tiene ni media idea de cómo ni por qué surgió la noticia, que durante la procesión de la Asunción o el Corpus toledano de 1489, un niño desaparece, secuestrado en la Puerta del Perdón de la ciudad. La cosa está tan clara que, según qué crónica contemporánea se lea, el niño se llama Juan o se llama Cristóbal; tiene cuatro años o siete; o era oriundo de Aragón, de la Rioja, de Jaén o del propio Toledo. Se dijo que era hijo de Alonso de Pasamontes y de Juana la Guindera. Tortilla al gusto.
En las pesquisas realizadas, resultan detenidos una serie de judíos y conversos judaizantes: del primer grupo, Yuce Franco, natural de Tembleque, y Moshe Abenamías, de Zamora; en el segundo, Alonso, Lope, García y Juan Franco, Juan Ocaña y Benito García, todos de La Guardia. Todos estos vivos, más los judíos muertos Yuça Tazarte, Moshe Franco (hermano de Yuce) y David de Perejón, fueron juzgados en diversas causas. Los cargos, por orden de gravedad (repito: por orden de gravedad) fueron: propagar la ley mosaica; crucificar a un niño cristiano en Viernes Santo; y contratar el robo de una hostia consagrada. Retened este asunto del orden de prioridades delictivo, porque lo volveré a sacar a pasear dentro de algunos párrafos.
El proceso empieza el 17 de diciembre de 1490 y termina el 16 de noviembre de 1491. ¿Por qué un proceso tan largo? Pues por una sola razón: para tener tiempo de animar a los acusados a confesar lo que hace falta que confiesen.
En realidad, los principales testimonios serán los de Yuce Franco y Benito García. Para que valoréis el estado de entereza de ánimo que alcanzó Benito en el proceso, supongo que os bastará el dato de que quiso cortarse el pene a lo vivo para que así no se pudiera demostrar que estaba circuncidado, evitando con ello morir abrasado.
Pero vayamos con Yuce. En diciembre de 1490 comienzan a interrogarlo, sin muchos resultados. El 10 de enero del año siguiente, admite haber viajado a La Guardia para buscar ingredientes para hacer el pan de la Pascua judía, momento en que entra en contacto con los conversos. No es hasta el 10 de abril, cuando lleva cuatro meses siendo torturado, cuando Franco empieza a hablar del asunto de comprar una hostia consagrada para hacerle cositas herejes. El 7 de mayo, sin embargo, ya confiesa el lugar donde escondieron al niño, en unas cuevas de los arrabales de La Guardia, e implica a varios cómplices. Aunque, llevado quizás por la compasión, Franco sólo señala a los tres muertos incluidos en la causa.
El 9 de junio, tanto Franco como Benito García comienzan a contar historias que mezclan la sangre de los niños cristianos y la hostia consagrada. Aparecen también, como cooperadores, los Franco de La Guardia, que son conversos, algo que probablemente Torquemada estaba buscando ávidamente desde el principio, y luego veremos por qué.
Durante los calores del verano, los huesos de ambos imputados son convenientemente retorcidos para acabar de la hilar una historia completa, de modo que el 25 de octubre la acusación presenta lo que podríamos denominar sus conclusiones y se elabora un fallo en borrador. Para completar este borrador, Yuce Franco será torturado dos veces más: el 26 de octubre y el 12 de noviembre, apenas cuatro días antes de que lo quemasen vivo (o medio vivo).
Las confesiones finales de los procesados son alucinantes. Según aceptaron meses después de empezar a sufrir que les torturasen, la razón del secuestro es que el rabinazgo francés les había convencido de que si mezclaban la sangre de un niño cristiano y una hostia consagrada podrían envenenar las fuentes de agua y los inquisidores morirían al beberla (curioso caso de envenenamiento selectivo éste). El caso del Santo Niño de la Guardia, por lo tanto, se convierte, por mor de esa confesión tan oportuna, en un caso cuyo centro delictivo es la voluntad de los conversos de La Guardia de librarse de los inquisidores, pues el ámbito de actuación de la Inquisición se refiere a los judíos bautizados (conversos); tecnicismo legal que, en este proceso, se pasaron los inquisidores por donde amargan los pepinos. Y digo que la confesión es oportuna porque así se centró el delito en una presunta conspiración en la cual los principales interesados no eran los judíos puros, sino los conversos. Que era lo que Torquemada quería.
En una muestra más de la alucinante manipulación que fue aquel proceso, alucinante casi incluso para aquellos tiempos, os diré que la principal prueba de la acusación fue... el parecido entre los campos de La Guardia y Palestina. En efecto, en medio de sus alucinaciones entre tortura y tortura, los dos principales testigos admitieron que se habían llevado el niño a la población toledana de La Guardia por el parecido del lugar con Palestina, su tierra prometida. Ante el juez, el furibundo antijudío fray Antonio de Guzmán explicó las similitudes entre ambas tierras las cuales, de todas formas, fueron confirmadas gracias a unas oportunas revelaciones divinas recibidas por otro fraile, fray Simón de Roxas.
El 16 de noviembre de 1491, como hemos dicho, terminó el juicio con la ejecución de los acusados.
El asunto de la Inquisición es todo un debate histórico que no terminará nunca. Hay, como sabemos bien, una Leyenda Negra, alimentada por autores europeos no españoles, sobre la extremada violencia de la Inquisición española. Cierto es que esta Leyenda Negra es muy graciosa, viniendo como viene de lugares como Francia, país en cuyo entorno geográfico hubo herejes como los cátaros que fueron totalmente borrados de la Historia, y no precisamente a base de bombas de perfume a lo Rita Irasema; Centroeuropa, donde los albigenses, como todo el mundo sabe, fueron tratados con la mayor de las conmiseraciones y un escrupuloso respeto de sus derechos; o la siempre inmaculada Inglaterra, la cual se desempeñó tras la desafección anglicana con los católicos interiores con una violencia que a menudo olvidamos (más bien: que rara vez se cuenta) y que alcanza su quintaesencia en las relaciones con el vecino irlandés. La Leyenda Negra, además, alimenta versiones falsas e interesadas, como aquella que quiere ver en la Inquisición una institución especialmente proclive a la tortura, cuando no lo era más que la justicia seglar y, en no pocas ocasiones, incluso menos, prefiriendo algunos encausados caer en los brazos judiciales inquisitoriales antes que en las manos del corregidor de turno. Todo esto es cierto, como también lo es que la Inquisición nunca ajustició a nadie puesto que, una vez condenado el condenado, era entregado a la justicia secular para su traslado a la churrasquería.
Todo esto, digo, es cierto, o a mí me lo parece. Pero de ahí a sostener que la Inquisición no es lo que básicamente se le acusa de ser, hay un trecho muy, muy largo.
El argumento de que la Inquisición no ejecutaba es pueril. Tan pueril como si Hitler hubiese sido encausado en Nuremberg y hubiese aducido en su defensa que no se le podía cargar con la muerte de ningún ingresado en un campo de concentración, puesto que él, cosa cierta, jamás accionó el mando que liberaba el gas venenoso de las cámaras. Si los pobres condenados llegaban a la plaza del pueblo el día del auto de fe, era por la acción, torticera y violenta, de los inquisidores. La Inquisición, además, era una institución esquizoide, fiel reflejo de la mentalidad asimismo esquizoide o sicopática de la propia Iglesia en aquellos siglos. La propia lista de los cargos de los judíos encausados por el crimen del Santo Niño nos da una pista. Peor delito es vocear las virtudes del Talmud que coger (presuntamente) a un niño de cuatro años, clavarlo a unos maderos y verlo morir, en ocasiones mediando diversas torturas físicas por el camino. Acojonante. Alguien que tiene esa escala de valores, claro, es alguien a quien no le importa conseguir una confesión bajo tortura y darla por válida.
Lejos de considerar que somos (los españoles, digo) víctimas de una monumental campaña de prensa histórica en nuestra contra (que algo de eso hay, no obstante), hay que partir de las bases a mi modo correctas: la Inquisición es un tribunal de guerra. De la guerra librada por el catolicismo contra todo cristo para conservar su monopolio espiritual, que era también un monopolio temporal. Como todo tribunal de guerra, es una corte en la que los derechos de los acusados, el respeto a unas mínimas formas procesales, y la idea ésa de que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario sin sombra de duda, son puestas en solfa.
¿Se pudieron hacer las cosas de otra manera? La respuesta, siempre, es: sí.
Pero volvamos al 16 de noviembre de 1491, día grande inquisitorial. La Inquisición, siempre pronta a mostrar el Amor Universal al Prójimo que teóricamente debía profesar teniendo las creencias que tenía, ofrecía siempre a los condenados una última oportunidad. Dado que morir quemado a fuego lento es una de las formas más jodidas que existen de morir, y es por lo tanto normal cagarse y mearse de miedo ante la perspectiva, los condenados, ya atados al poste, recibían el ofrecimiento de ser relajados, esto es: caso de profesar, en el último momento, la religión católica; caso, por lo tanto, de morir besando la cruz que portaban aquellos que los estaban asesinando bárbaramente, eran estrangulados allí mismo, para sí ahorrarse el tormento del fuego. Eran quemados de todas maneras, pero ya muertos. Esto pasó con Benito Garcia de las Mesuras, el del pene; así como Juan de Ocaña y Juan Franco. El resto, no. El resto se empeñó en morir como judíos. Y es que mira que hay gente terca por el mundo.
¿Por qué esta insistencia? ¿Por qué tanta paciencia torturadora que espera con frialdad durante meses hasta que los imputados confiesan lo que tienen que confesar? Pues hay, a mi modo de ver, una razón fundamental. A los ojos de Torquemada, el elemento fundamental del proceso del Niño de la Guardia, que lo hace distinto a cualesquiera otras presuntas crucifixiones de niños ocurridas con anterioridad, es que no fuese realizada sólo por judíos. Lo que quería demostrar el fraile inquisidor con aquella movida era algo muy sencillo: la presencia de los judíos, de los judíos puros, por mucho que se encierren en sus ghettos; por mucho que sólo se casen entre ellos; por mucho que no se relacionen con los cristianos; por mucho que se les limite las profesiones que pueden ejercer; la presencia de los judíos, digo, es peligrosa. Porque si quedan judíos por ahí moviéndose y dando por culo, siempre podrá pasar lo que le pasó a los hermanos Franco de La Guardia y a Benito García, todos ellos conversos epidérmicos: arrastrados por el ejemplo cercano de los judíos que seguían siéndolo, acabaron pecando como ellos. De ahí a la idea de que no hay más huevos que separar a conversos de judíos sólo hay un paso.
Para la Inquisición, para Torquemada, era fundamental demostrar que el Santo Niño de la Guardia fue asesinado por una coalición de judíos y cristianos, malos cristianos, conversos cabrones, pero cristianos. Como los conversos eran de La Guardia, de ahí toda la obsesión porque todo ocurriese ahí; de ahí la obsesión por demostrar que el lugar era un vivo retrato de la Cisjordania. La importancia del proceso, a mi modo de ver, no está en Yuce Franco. Yuce Franco era judío, y si él fuese el centro de los hechos, el Santo Niño de la Guardia no pasaría de ser un episodio más de furia antijudía, y no habría dado los réditos que dio este montaje.
Porque bien poco tiempo después de todo esto, oh casualidad, Isabel de Castilla estampaba su sello en la orden de expulsar a los judíos no bautizados de España. Torquemada ya tenía lo que quería: las manzanas podridas, a freír espárragos. Por medio, una crisis económica de la hueva, un retraso secular para el desarrollo intelectual español, y otras muchas cosas. Pero eso al buen fraile se la trajo al pairo.
Los acusados, puestos a confesar, además de confesar la complicidad de varias juderías españolas en aquel crimen y la de todo cristo que les fue insinuado, confesaron también dónde habían enterrado los pobres restos de Juanito o tal vez Cristobalito Pasamontes de La Guindera. Pero, ¿a que no lo adivinais? Pues sí: los restos nunca aparecieron. Básicamente, porque nunca hubo niño de la Guardia ni (nunca mejor dicho) Cristo que lo fundó. Nunca. Cualquier persona medianamente versada en los asuntos de la sicología humana os podrá explicar que alguien que aguanta más de medio año de salvajes torturas antes de confesar un crimen, obviamente no lo ha cometido. Eso sin contar con el leve detalle de que sin cuerpo no hay delito, y tal.
Pero, claro, según explicó la Iglesia, el cuerpo no apareció porque había subido al cielo. ¡Acabáramos!
Muchas personas han oído hablar o han leído acerca del incendio del Reichstag. Hitler hizo quemar el parlamento alemán para luego culpar a los comunistas del atentado y así poder iniciar una represión en contra de ellos que los laminó completamente. El Santo Niño de la Guardia es, a mi modo de ver, el incendio del Reichstag del catolicismo ultramontano español. Es un montaje desde el primer momento, como lo fueron todos los presuntos asesinatos de niños por judíos, dentro y fuera de España. Nunca existió Juanito, ni Cristobalito. Nunca estuvo en la Puerta del Perdón, nunca pasó por allí Yuce Franco para secuestrarlo. Nunca hubo un niño secuestrado en las cuevas de La Guardia, y nunca fue clavado a una cruz para obtener su sangre, mezclarla con hostias consagradas y así poder enponzoñar el agua que bebían los inquisidores de la zona. Nos encontramos ante un ejemplo supino de abuso de poder, de utilización en beneficio propio de todas y cada una de las estructuras del poder, persiguiendo un objetivo de gran calado, como es la expulsión de los judíos de España. Para conseguir dicho objetivo, no se dudó en sugestionar al pueblo castellano, en alimentar la olla del antijudaísmo, a pesar de los progomos y matanzas que ya había provocado.
El corolario, verdaderamente acojonante, de esta Historia, es que la fiesta del Santo Niño de La Guardia se sigue celebrando hoy en día. No sé si alguien de La Guardia leerá alguna vez esto, pero no quisiera que viera en ello animadversión hacia su fiesta. Esto sí, si yo fuese alcalde del pueblo, la reconvertiría en una fiesta de reencuentro entre culturas, una fiesta de desagravio que, cuando menos tibiamente, les devolviese el honor a esos vecinos de la barriada que un día fueron salvaje e injustamente ejecutados por un crimen que no cometieron.
Pero lo que me parece acojonante es que, si la fiesta existe aún, eso será porque sigue contando con el beneplácito, o más bien el aliento, de la Iglesia Católica.
A mi modo de ver, el Vaticano, la Conferencia Episcopal Española o quien tenga que ver con esta historia debería hacer algo para tratar de convencernos de que reside en el presente siglo, que es el XXI. El montaje del Santo Niño de la Guardia es mucho más que una mera invención beata. Es una conspiración criminal que provocó la muerte de ocho inocentes y que colocó en el disparadero a todo un pueblo, que hubo de sufrir exilio y persecución por ello. Todo parece indicar que la historia fue montada desde el primer momento con esta intención.
Está muy bien eso de pedirle perdón a Galileo por haberle tocado las pelotas. Pero hay crímenes mucho más horrendos, pruebas mucho más grandes de refinada crueldad y la más honda amoralidad, esperando en la cola.
La excomunión de Fray Tomás de Torquemada, ya tarda.