Sin ninguna duda, El verdugo está entre mis películas preferidas del cine español. Normalmente el cine español no me gusta demasiado pues me viene a parecer lento, un poco insulso en sus historias e interpretado por actores a menudo mediocres. Pero, sin embargo, tengo debilidad por el tándem Luis García Berlanga/Rafael Azcona. El El verdugo se narra la historia de un joven sin historia que desea casarse con su novia. Sin demasiadas perspectivas, ha de tomar por la calle de en medio y hacer caso de las insinuaciones de su costilla en el sentido de heredar la profesión de su suegro. Éste, magistralmente interpretado por Pepe Isbert, es un verdugo a punto de jubilarse.
Tras las primeras tribulaciones, todo es beneficio para nuestro hombre: es calificado para conseguir una vivienda protegida, recibe un sueldo regular de funcionario, esas cosas. Su suegro le ha prometido que él será verdugo sólo nominalmente. Es la España de los años sesenta y, aunque en los diálogos de la película no se dice tan descarnadamente (la censura no lo habría permitido), sobre los personajes parece pender la idea de que la época de los fusilamientos y las ejecuciones ha terminado en la España de Franco. Sin embargo, como sabemos, Franco moriría matando. Y eso le acabará pasando a nuestro verdugo quien, estando de vacaciones en Baleares, será reclamado para realizar una ejecución. La escena muda del trayecto hacia la sala de ejecución es una escena cumbre del cine español.
El mundo siempre ha necesitado de verdugos. La existencia del verdugo es casi consustancial a la pena de muerte. Y digo casi consustancial porque, en las eras antiguas de nuestra civilización, y en distintos pueblos, ha existido la pena de muerte sin ejecutores propiamente dichos, pues matar al condenado consistía en cosas como lapidarlo en una pared, o abandonarlo en el desierto, o atarlo al suelo y después hacer pasar a una manada de caballos sobre él. Las gentes normales y corrientes también han sido y siguen siendo verdugos, como ocurre en el caso de las lapidaciones públicas. Pero, tarde o temprano, la pena de muerte acaba mutando en algo más protocolizado y, paradójicamente, más humano. El hombre, sin abandonar aún la convicción filosófica de tener el derecho de ejercer poder sobre la vida de otro hombre, se da cuenta de que la ejecución es algo que, sin ser desde luego inocuo, debe ser un poco más llevadero, o sea rápido.
Hay desde luego ejecutados en la Historia que no merecen la piedad y para los que se busca el mayor sufrimiento posible: ejemplos de ello son los judíos y conversos quemados por la Inquisición española (bueno, para ser exactos: quemados por las autoridades civiles tras la oportuna sentencia de la Inquisición), a los cuales, ya atados al poste, se les ofrecía la posibilidad de un último acto de arrepentimiento y besacruz, a cambio del cual eran estrangulados antes de arder.
Hecha la salvedad de estos ejecutados, por así decirlo, a mala hostia, para la inmensa mayoría de los ejecutados va desarrollándose, paradójicamente de la mano de ese mismo cristianismo capaz de parir la Inquisición (y es que Dios lo mismo vale para un roto que para un descosido), la idea de que las malas acciones que los han llevado al cadalso son el fruto del destino, de la mala suerte o de esas cosas que pasan. Así pues, al delincuente hay que ejecutarlo, pero hay que hacerlo con pericia, para que el hecho sea rápido.
Esto supone una evolución en dos direcciones. La primera es el perfeccionamiento de los instrumentos de ejecución: del espadazo se pasa al hachazo que se convierte en la más eficiente (aunque en modo alguno infalible) guillotina. En España, a la horca la sustituirá el llamado garrote vil, un instrumento que desnucaba al reo rápidamente, salvo cuando fallaba, claro. Teóricamente, todos o casi todos los medios de ejecución son rápidos; en la práctica, hay como siempre un montón de cosas que pueden salir mal, y salen mal.
La segunda línea de evolución es la existencia del profesional de la cosa; el ingeniero de la muerte. A María Stuart le preocupó mucho este asunto y, según algunas crónicas, antes de ser ejecutada hizo lo que muchos condenados, sobre todo ricos: untar al verdugo para garantizarse un solo tajo del hacha. Algo de esto, a la manera azcono-berlanguiana, nos dice Pepe Isbert en El verdugo cuando le confiesa a su yerno que una vez un condenado le dijo: «¡Zuerte, Maestro!»; y le regaló un reloj.
Según las fuentes que he podido consultar, diría que el Egipto de los faraones fue la primera civilización que tuvo verdugos, aunque esta afirmación es, tal vez, injusta con los chinos. En la China que conoció Marco Polo existía una cosa que se llamaba La Muerte de los Mil Días, que consistía en una lenta ejecución por sorteo. Al condenado se le presentaba una especie de bandeja con papeletas donde estaban escritos diferentes órganos y partes del cuerpo. El condenado escogía una papeleta y entonces el verdugo le cortaba aquello que estuviese escrito en el papel: una oreja, un diente, un ojo, un trozo de riñón… Entonces se esperaba a que el condenado estuviese mínimamente recuperado de la putada y se le hacía escoger otro papel. Se llamaba La Muerte de los Mil Días porque se decía que un condenado que tuviese la mala suerte de ir sacando papeletas correspondientes a porciones no vitales primero y luego las vitales podía estar así unos tres meses. Nuevamente, tenemos la corrupción: muchos condenados sobornaban al verdugo para que, «por casualidad», la primera papeleta elegida fuese alguna de las escasas que tenían escrito un órgano vital, tras cuya mutilación el reo moría rápidamente.
En los inicios de la institucionalización del verdugo, el cargo no era profesional, sino obligatorio. En ciertas zonas de Alemania, por ejemplo, era designado verdugo algún joven del pueblo donde fuese a ser la ejecución, nombramiento que podía evadirse, como casi siempre, pagando un impuesto; como resultado, as habitual, eran los muchachos de pela corta los que tenían que asumir el marrón. En algunas zonas de Francia, franceses al fin y al cabo, eran más sutiles: elegían al último hombre que se hubiese casado (aquí cabe una bromita fácil sobre el matrimonio y cómo te cambia la visión de la vida, pero vamos a dejarlo). En Bélgica, país que es como una especie de Francia más austera, elegían al verdugo entre los matarifes de la zona. En Inglaterra se comenzó muy pronto a estimular la cosa mediante el pago de un pequeño estipendio.
Los primeros verdugos de esta categoría no muy profesional solían ser gentes de muy baja estofa. Esto, unido al hecho de que las ejecuciones eran públicas y que los verdugos no estaban bien vistos, fue lo que instituyó rápidamente la costumbre, que hemos visto en cientos de pelis, de permitir al verdugo subir al cadalso con el rostro oculto tras una máscara o capuchón, para así no ser reconocido. Una cosa que se hizo en casi toda Europa durante la Edad Media y el Renacimiento fue cubrir la vacante de verdugo, caso de producirse, con los propios presos. Una idea relativamente atractiva, aunque no tanto. Verdaderamente, si hay alguien poco amigo de realizar ejecuciones, es alguien que cualquier día puede ser condenado a ser ejecutado. Como consecuencia de ello, comenzó a imponerse la costumbre de perdonar las penas al preso que asumiese la labor, si bien debía convertirse en verdugo vitalicio. Una variante especialmente refinada de esto se dio en Francia y Alemania, donde se ofrecía la vida a un miembro de la cuerda de condenados a cambio de que ejecutase a los demás; no fueron pocas las veces en las que no hubo candidatos. En España existió incluso, al parecer, un caso, el de un tal Maese Diego, que habiéndole sido impuesta la labor de actuar de verdugo, se cortó la mano.
Existen un montón de testimonios que demuestran lo arrastrado de la profesión de verdugo. La primera, que fue una profesión que pasó con mucha habitualidad de padres a hijos; tanto en Inglaterra como en Alemania, Francia o Estados Unidos hay famosas dinastías de verdugos, lo cual indica que el apellido quedaba rápidamente marcado y ya no había manera de hacer carrera en otro sitio; y la herencia que se describe en plan de coña en la película de Berlanga se dio también muchísimo en España. El segundo indicio es que, por lo que sabemos, la mayoría de los verdugos vivían en áreas apartadas de las ciudades, extramuros, rechazados en vecindad por el común de las gentes. Hacía falta ayudarles un poquito, darles ventaja. En fecha tan temprana como 1435, Juan II exime a los verdugos del pago de gabelas municipales o reales, o sea convierte la profesión en libre de impuestos.
¿Por qué este rechazo? Hago la pregunta porque, superficialmente, se puede pensar que la actitud de la gente era en esto algo cínica. O sea: acudían en masa a la plaza para ver la ejecución, pero luego despreciaban al que la realizaba. La justificación, cuando menos parcial, de esta aparente incoherencia está, a mi modo de ver, en el hecho de que lo que hoy sabemos de los verdugos antiguos no se compadece mucho con la realidad. En primer lugar, en aquellos siglos antiguos el concepto de justicia y el de tormento iban juntos. No eran sólo los frailes de la Inquisición los que rompían huesos u obligaban a la gente a beber agua hasta reventar; eran prácticas que también realizaba la justicia civil con cualquier chorizo. El verdugo, por lo tanto, era también un torturador, y la gente lo sabía. A eso hay que unir que las ejecuciones no solían ser tan limpias como ahora las vemos. En no pocos ahorcamientos, por ejemplo, el verdugo se colgaba de la espalda del reo; lo hacía para no prolongar su agonía, pero para cualquiera que viese eso (y escuchase los gritos ahogados del reo) es lógico que el que hacía eso quedase como un auténtico cabrón.
En los últimos años de la profesión de verdugo en España, había en nuestro país tres ejecutores. Uno debía residir en Madrid, el otro en Barcelona y el otro en una tercera ciudad que, no sé muy bien por qué, solía ser Burgos. Eran nombrados por el Director General de Asuntos Judiciales y Eclesiásticos, sin más requisitos que tener entre 21 y 50 años.
La profesión, al menos en nuestro país, ha caído en desuso.
Y que dure.