viernes, diciembre 22, 2006

Hasta luego

A partir de hoy, y hasta el año que viene, dormiré en otra cama distinta de la que me es habitual. El lugar al que voy por Navidad no tiene ordenador ni internet, así pues mi ciberyo, digamos, tendrá que hibernar hasta el Año Nuevo, por lo menos.

Quiero advertíroslo porque en los próximos días el único servicio que os puedo ofrecer es el repaso de post antiguos que ya están publicados en el blog. No introduciré ninguno nuevo.

En el 2007 regresaré, no diré que con ánimos renovados; con los mismos. Hace ya algunos meses que empecé este blog y, la verdad, a pesar de que te disciplina, a pesar de que te obliga a regular tu presencia, a acopiar materiales, a leer con otro espíritu, no hago más que preguntarme por qué no lo iniciaría antes. Me encanta escribir estos artículos y cada vez que sé de alguien que los disfruta también, me siento retribuido. Hay algo en el contacto electrónico que sabe ser extremadamente cálido.

Cuando yo era un crío tenía unas mañanas de Nochebuena realmente intensas. Mi madre nos tenía prohibido, a mí y a mis hermanos, cabrearnos a partir de la tarde porque era Nochebuena, así pues aprovechábamos para pelearnos en la mañana absolutamente por todo; eso sí, en la tarde todo tenía que estar arreglado. Por eso creo que la Navidad se asemeja mucho al periodo de sueño; es ese momento de la existencia en el que recargamos pilas, apartando un poco los asuntos que nos angustian, que nos cabrean o que directamente nos amargan la vida.

Os transmito a todos el deseo de que podáis, en efecto, apartar los malos rollos y terminar, estas noches y todas las que traigan, con un beso.

Y hasta el año que viene.

jueves, diciembre 21, 2006

La muerte de Carrero

¿Alguien sabría decirme qué fue lo que hizo hace 33 años? Yo sí: el 20 de diciembre de 1973, me pasé la mañana jugando al fútbol. Era jueves y hasta el viernes, 21, no nos daban boleta en el colegio. Pero yo estaba en Sexto de Básica (lo cual es… ¿el último año de la actual primaria?) y ya habíamos hecho los exámenes. Así que los curas decretaron jornada deportiva, como le llamaban, y nos pasamos, los peques, todo el día haciendo deporte.

Eran días ilusionados para mí, como todos los previos a la Navidad de aquella época, porque siempre veníamos a Madrid, con mis abuelos, y resultaba agradable la gran ciudad tan iluminada y llena de juguetes.

Al correr de la mañana, sin embargo, el ámbito se ensombreció. En Madrid habían matado a Carrero. Yo, desde luego, no tengo conciencia de haber escuchado ese apellido hasta que me dijeron que lo habían matado. Tampoco entendía, desde luego, la sutil diferencia entre jefe del gobierno y jefe del Estado, aunque la había tenido que estudiar (como sabemos bien todos, una cosa es estudiar las cosas y otra muy distinta sabérselas y no digamos comprenderlas). Pero tengo el recuerdo vívido de mis padres, esa tarde, discutiendo por teléfono con mis abuelos la conveniencia o no de suspender el viaje a Madrid. Teníamos miedo. En una pequeña ciudad en una esquina del mapa de España, algunos pensaban que Madrid era algo así como el escenario de una guerra. El pensamiento tiene su lógica. Quien puede matar al presidente del gobierno, puede matar a cualquiera.

Yo no sé si habéis visto una película de Clint Eastwood que se llama Sin Perdón; ojito con hablar mal de ella que es una de mis dos o tres pelis preferidas. En ella, Richard Harris hace un excelente papel secundario, el de un pistolero matón de origen inglés que gusta de criticar a los Estados Unidos tras el asesinato de Lincoln porque, dice, un magnicidio de esas características no sería posible en Inglaterra a causa del respeto a la majestad (es obvio que no vivió para ver el atentado del IRA contra lord Mountbatten). Algo así pasó en España aquel día. Por mucho que ya existiese la ETA y que hubiesen muerto policías, el atávico carácter de intocable que tenía todo el entorno del general Franco hacía que, 24 horas antes del atentado, no hubiese ni un solo español normal que pudiese imaginar que aquello iba a ocurrir.

El almirante Luis Carrero Blanco había estado siempre a la sombra del caudillo, a pesar de que (o quizás por eso mismo) no fue un militar con un especial papel en la guerra civil. Franco nunca se fió mucho (o nada) de las estrellas rutilantes de la guerra, como el general Varela (a quien siempre defendió de la falange, pero mientras también defendía a la falange de él) o el general Muñoz Grandes, el de la División Azul. Aunque habría que preguntarle a Franco, todo parece indicar que la primera persona (militar, por supuesto) en la que pensó para que le sucediese fue el general Camilo Alonso Vega; el problema es que Alonso Vega era de su quinta y, ya en los años sesenta, estando Franco aún de relativa buena salud, ya estaba enfermo.

Carrero no se apartó nunca de la línea dura del franquismo y eso que hemos dado en llamar, con la perspectiva histórica, el nacionalcatolicismo. Siempre le fue fiel a Franco y por eso el general, cuando a finales de los años sesenta comenzó a sentir la presión combinada de su vejez y del creciente papel en el franquismo de los «azules», es decir los partidarios de una evolución del franquismo, desde el franquismo, hacia la democracia, pensó en él para que fuese su báculo. De esta manera, rompió la tendencia existente hasta el momento, pues durante treinta años Franco había acumulado las condiciones de jefe del Estado y del gobierno, otorgando esta segunda a su amigo almirante.

Enrique Tierno Galván, que fue un importante miembro de la oposición socialista del interior, fundó el Partido Socialista Popular, acabó integrado en el PSOE y llegó a la cumbre de su carrera política con la alcaldía de Madrid, dejó en su libro de memorias, Cabos sueltos, un retrato de Carrero, a quien vio una vez en la vida. Habla de un hombre alto y con demasiados kilos «que temía a los demás porque veía a los demás como se veía a sí mismo»; o sea, tremendamente desconfiado. Según Tierno, Carrero escuchaba siempre con esa media sonrisa en la boca que tiene quien tiene la sensación de que «está sobre aviso, es astuto y no le engaña a uno nadie».

Otras personas que conocieron a Carrero dicen que tenía un punto muy coloquial y campechano (lo cual casaría con esta impresión un poco rural que dejó en el viejo profesor). He tenido la ocasión de hablar con periodistas ya provectos que destilan de él la imagen de alguien con pocos oropeles. Probablemente, esta campechanía conspiró para acabar con él. No era una persona que tomase especiales medidas de seguridad y, sobre todo, era animal de costumbres, lo cual quiere decir lo peor que se puede tener cuando se está en peligro de atentado: hacía casi siempre los mismos itinerarios.

La bomba que la ETA colocó bajo el asfalto de la calle Claudio Coello le esperó de regreso de misa, pues tenía la costumbre de oírla y de hacer a la vuelta siempre ese trayecto. La bomba era tan potente que, con toda probabilidad, mató a Carrero y a su chófer en el acto. Era tan fuerte que el coche, un pesado vehículo oficial, creo que un Dodge, voló por los aires tan alto que, con el impulso, «saltó» la fachada del convento de los jesuitas de Serrano (o sea, la fachada que da a Claudio Coello) y fue a caer en el patio de dicho edificio. No sé ahora mismo los pisos que tiene ese inmueble, pero son unos cuantos. La bomba, pues, fue brutal.

Por increíble que pueda parecer, en los primeros momentos tras el atentado la inexistencia del coche (estaba en el patio anexo, no en la calle) disparó toda serie de especulaciones. La bomba generó un socavón enorme en la calle que se llenó de agua (rotura de tuberías). Algunos policías, al parecer, llegaron a pensar que Carrero podría encontrarse ahí, hundido. Se tardó algún tiempo es descubrir la verdad, cuando los jesuitas descubrieron el macabro regalo del cielo que había en su patio.

El día que murió Carrero no era cualquier día. El 20 de diciembre de 1973, se celebraba en Las Salesas la vista por el proceso 1.001, el escarmiento que el franquismo había diseñado contra las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho, Julián Ariza, Julián Sartorius et altera, todos ellos comunistas. En la historia del franquismo, los dos grandes sindicatos de la República, la UGT y la CNT, fueron clandestinos y se alejaron del sistema. A principios de los años sesenta, sin embargo, surgió un movimiento impulsado por los comunistas, las Comisiones Obreras, que, sin dejar de estar frontalmente opuesto al franquismo, basó su estrategia en aprovechar los resortes de la propia dictadura; estar, por lo tanto, presente en la estructura de los sindicatos verticales falangistas, haciéndoles la guerra desde dentro.

La estrategia de CCOO minó poco a poco al franquismo, como una gota malaya; desde más o menos mediados de los años cincuenta, el régimen estuvo más o menos a la defensiva, viéndose obligado a bajarse de burras que le eran muy queridas (por ejemplo, permitiendo formas de negociación colectiva entre empresarios y trabajadores más allá del sindicato vertical); en los años sesenta, cuando a la resistencia sindical se unió la resistencia estudiantil, el franquismo comenzó a sentirse amenazado.

El proceso 1.001 de 1973 se concibió como un correctivo. Con él, Franco quería deshacer las ilusiones de las Comisiones Obreras y llevarse por delante a sus dirigentes. El día que mataron a Carrero había tensión en todo Madrid porque no se sabía si habría manifestaciones o algún tipo de acto clandestino en solidaridad con los procesados. La vista, sin embargo, no llegó a empezar; la noticia del asesinato llegó antes. A partir de ese momento, los activistas de izquierdas se aplicaron a buscar lugares donde dormir distintos de su propio domicilio. En realidad, no les pasó nada, pero eso no quiere decir que no estuviesen en peligro. Al parecer, uno de los elementos más radicales del fascismo español, el general Iniesta Cano, entonces director general de la Guardia Civil, quiso enviar un telegrama a sus comandancias ordenando detenciones masivas de izquierdistas, con empleo de armas de fuego por medio si había problema. Fue frenado por los oficios de Torcuato Fernández Miranda.

El gobierno tenía una reunión ese día. En Castellana 3, si no me falla la memoria. Era una reunión para tratar de discutir y coordinar algunas decisiones aperturistas, pues en aquel momento ya era totalmente aceptada la idea de la evolución del régimen; las diferencias estaban en lo que unos y otros entendían por evolución. Según nos cuenta un ministro falangista de aquel gobierno (José Utrera Molina, Sin cambiar de bandera, Madrid, Planeta, 1989), días antes del atentado, en una reunión del gobierno de materia económica, habían surgido discrepancias políticas que habían aconsejado a Carrero convocar una reunión política, monográfica, para aquel mismo día 20. Según le confesó a Utrera la mano derecha de Carrero, el ministro subsecretario de la Presidencia José María Gamazo, Carrero tenía la intención, en esa reunión, de soltar un speech que obrase como puñetazo encima de la mesa y obligase al gobierno, aperturistas incluidos, a cerrar filas en defensa del régimen y del franquismo. No pudo dar, sin embargo, tal discurso.

La mayor parte de los ministros llegaron a Castellana 3 sin saber lo que había ocurrido; todavía a las 10 de la mañana, a Utrera le cuenta su colega de Obras Públicas, Gonzalo Fernández de la Mora, que el presidente Carrero se encuentra muy grave a causa de una explosión de gas.

Por su parte, Franco, según los testimonios que tenemos, recibió la noticia sin querer creer que fuese un atentado. Por dos veces en la misma conversación, trató de «convencer» a Fernández Miranda (que fue quien le llamó pues era vicepresidente del gobierno) de que podría tratarse de una casualidad o un accidente. Al coronel de Artillería Antonio Galbis, una de las dos personas (junto con Vicente Gil, entonces su médico personal) que le dio al general la noticia, le sorprendió la insistencia con que Franco se empeñó en que le fuesen minuciosamente detalladas las heridas y lesiones sufridas por Carrero. Según Utrera, en la mañana del día 22, cuando se iba a producir el entierro de Carrero al que no asistió, Franco le confesaría a un ayudante suyo, el capitán de navío Antonio Urcelay: «me han cortado el último hilo que me unía al mundo».

Aquella Navidad, Franco sorprendería a los españoles con un recuerdo del atentado en el que pronunció su famoso «no hay mal que por bien no venga», cuya exégesis rompió muchas meninges en aquellos tiempos. Es el día de hoy y yo creo que aún no está muy claro qué quiso decir. Lo cierto es que se tomó tiempo para nombrar el nuevo presidente del gobierno. El día 24, Nochebuena, el caudillo y el presidente de las Cortes, Alejando Rodríguez de Valcárcel, manejaron aún una lista de 25 nombres que, tras algunas horas de tira y afloja, quedan reducidos a cinco:

* El propio Rodríguez de Valcárcel, de cuya fidelidad franquista no caben dudas.
* José Antonio Girón, de quien hablaremos enseguida.
* El almirante Nieto Antúnez, de la estirpe militar de los que ganaron la guerra.
* Manuel Fraga, el toquecito aperturista.
* Carlos Arias Navarro, a pesar de que era ministro de Gobernación en el gobierno Carrero y era, por lo tanto, el ministro del Interior al que la ETA le había metido un gol por toda la escuadra.

Con la muerte de Carrero, los azules desplegaron toda su capacidad de influencia. Consiguieron, de hecho, que Franco se olvidase de la tentación de contestar a los hechos buscando un sucesor de Carrero aún más bunkerizado que él. O sea: hoy en día, un búnker es una trampa de tierra que encontramos en los campos de golf. Pero entonces la palabra búnker llamaba a esas pequeñas fortalezas que se usan en las guerras, normalmente para defender posiciones atacables como las playas. El búnker, a principios de los setenta en España, significaba la fortaleza en la que estaba refugiados los franquistas irredentos, los ganadores de la guerra, los enemigos de la reconciliación.

El principal elemento del búnker franquista era, en mi opinión, José Antonio Girón de Velasco, falangista viejo que había ocupado diversos cargos en los gobiernos de Franco y, a principios de los setenta, representaba el No pasarán del más rancio guerracivilismo franquista.

El día 26, después de haber pasado la Navidad en familia, Franco se reúne de nuevo con Rodríguez de Valcárcel. En ese momento, el general considera que el propio Valcárcel o Girón deben presidir el gobierno (o sea: mantenella y no enmendalla). Sin embargo, ambos candidatos presentan un impedimento legal: al ser miembros del Consejo del Reino, deben dimitir de dicho cargo antes de poder presidir el gobierno, y eso supone dilatar un nombramiento que ya tarda (el plazo para nombrarlo expira el 28, día de los Inocentes). En esas circunstancias, Franco se decide por Nieto Antúnez. Sin embargo Ucelay, el ayudante de Franco, le convence de que Nieto Antúnez carece de apoyo y carisma y de que su nombramiento será mal recibido (o al menos esto es lo que nos cuenta Utrera Molina en sus memorias). Ante las dificultades de tiempo, Franco se decide por Carlos Arias (lo cual, si es cierta la versión de Utrera, vendría a significar, por eliminación, que no quiso que Fraga fuera presidente del gobierno).

El general, por lo tanto, se decidió por un civil con pedigree franquista, pero algo más acomodaticio: Carlos Arias Navarro (el de «Españoles, Franco ha muerto»). En realidad, para mí la figura importante del gobierno Arias no era tanto él como su vicepresidente Antonio Carro

Independientemente de versiones y relatos, que Girón esperaba tocar pelo y que quedarse fuera no le gustó un ídem lo demuestra, a mi modo de ver, el gironazo que protagonizó aprovechando la celebración falangista de Alcuberre, del que algún día hablaremos, si os apetece.

El 12 de octubre de 1974, ante las cortes, Carlos Arias Navarro pronunció un discurso que estaba llamado a hacer girar los goznes de la Historia del franquismo; un discurso que se anunció por el régimen como aperturista y democrático y que recibió el ampuloso nombre de El Espíritu del 12 de febrero. Lo cierto es que aquel Espíritu fue más bien un Fantasmilla. Una reforma con la boca pequeña y, sobre todo, lampedusiana, en la que todo se modificaba para que nada cambiase. Se anunciaba la puesta en marcha de asociaciones políticas, pero éstas debían estar dentro de la ortodoxia del régimen. En el fondo del Espíritu del 12 de febrero late la convicción por parte de Franco en el sentido de que los partidos políticos, la dicotomía entre derechas e izquierdas, era tóxica para cualquier país y para cualquier sociedad. El caudillo estaba dispuesto a aceptar una evolución del régimen, pero siempre respetando sus presupuestos básicos, que eran antipolíticos y antidemocráticos.

El Espíritu del 12 de febrero fue un fracaso. A los del búnker les cabreó, pues lo vieron como una muestra de innecesaria debilidad del régimen franquista. A las fuerzas democráticas, dentro y fuera de España, les convenció de que con Franco sería imposible una transición a la democracia. A partir de ese día, el antifranquismo, como en el refrán indio, se sentó en la puerta de su casa hasta ver pasar el cadáver de su enemigo. Que no tardó ni dos años en pasar.

Pero esto fue posible porque el enemigo, antes, había perdido a su lugarteniente. ¿Qué habría ocurrido de morir Franco en 1975 con un almirante Luis Carrero Blanco aún en plenitud de facultades y llevando la manija del gobierno y de las Cortes? Puede que nada: según, de nuevo, Utrera Molina (ibidem, página 83), el entonces príncipe Juan Carlos, en entrevista con Carrero cuando éste era presidente del gobierno, le dijo que, caso de morir Franco, esperaría de él que se retirase de su puesto para dejar paso a la evolución, y el almirante accedió.

Otro aspecto surgido del atentado fueron las muchas teorías conspirativas. Un comando de cuatro terroristas vascos fue capaz de construir un túnel por debajo de la calle Claudio Coello y colocar una bomba asombrosamente coordinada con el paso del coche de Carrero. Se ha dicho que algo de esta magnitud no se podría haber hecho sin el conocimiento de los Estados Unidos, pues su embajada está muy cerca y tenían que haber detectado las excavaciones; se ha dicho que no es posible que el túnel no fuese descubierto si algunas semanas antes visitó España el secretario americano de Estado, Henry Kissinger, lo que provocó los típicos controles de seguridad. Se ha dicho que tras el atentado se tardó, extrañamente, un montón de horas en poner controles en las carreteras. Se han dicho muchas cosas, pero yo creo que la mayor parte son imaginaciones.

Puede que los americanos tengan hoy sensores detectores del movimiento y cosas muy sofisticadas, pero en 1973, sinceramente, lo dudo. Con posterioridad a dicho año, en ocasiones mucha posterioridad, las embajadas de Estados Unidos han sufrido atentados catastróficos en países mucho más calientes de lo que era la España de 1973, un país en el que la CIA podemos apostar que no pensaba en una probabilidad de atentado contra su embajada superior al cero coma algo por ciento. En estas circunstancias, pretender que la embajada de la calle de Serrano tuviese complejísimos sistemas de detección de túneles (que alcanzasen más allá de sus puras inmediaciones, pues el lugar donde murió Carrero está cerca, pero no al lado) es un poco fatuo. De tener dicho sistema a punto, EEUU lo habría colocado en cincuenta embajadas del mundo antes que en la de Madrid.

No sé si este blog lo lee algún ingeniero que nos pueda alumbrar al respecto.

Por lo que se refiere a Kissinger, que yo sepa no pasó por la calle Claudio Coello.

En cuanto a las operaciones de control de carreteras, es fácil hacer reproches. Pero hay que entender que aquella España, aquella policía, no estaba acostumbrada a sufrir atentados, mucho menos magnicidios, en el mismo Madrid. Su lentitud pudo ser torpe, pero lo que no fue es ilógica.

miércoles, diciembre 20, 2006

Cositas para leer

No sé cuántos de vosotros seguís el tráfico de comentarios que registran estos post, pero en el último de ellos (penúltimo, con éste), Teramenes ha colocado un comentario con la recomendación de una novela histórica: Los novios, de Alessandro Manzoni.

Bueno, he pensado que, dado que enfrentamos días de solaz y tiempo libre, sería bueno que os dejase aquí algunos comentarios sobre novelas históricas que creo son entretenidas de leer.

Una novela histórica se puede leer, a mi modo de ver, por dos razones. La primera, universal, porque el estilo o la historia enganchen; en realidad, no estaremos leyendo entonces una novela histórica, sino una buena novela, sin más. El segundo motivo es más puro: leemos la novela porque, además de estar bien escrita, ofrece datos interesantes y precisos sobre la época en la que transcurre la trama.

En esta segunda categoría, en mi humilde opinión, el mejor novelista histórico es Gore Vidal. Vidal es un escritor y politólogo norteamericano, aunque creo que vive en Italia, que ha escrito varias novelas ambientadas en los tiempos antiguos (tales como Creación, Juliano el Apóstata o El conde Belisario, para mí la mejor de las tres); pero, sobre todo, se ha dedicado a historiar los últimos 200 años de la vida de su propio país. En algunas de sus novelas da continuidad a los personajes y el conocimiento que tiene de los hechos le lleva a contar historias cuyos protagonistas son los propios personajes históricos, lo cual se agradece. Si hemos de encontrarle un pero, yo diría que, a veces, se le nota que escribe para personas que han hecho el bachillerato en Estados Unidos, y con aprovechamiento además. Quiero decir que da algunas cosas por sabidas que no lo están tanto para lectores no estadounidenses.

Dos escritores sajones más que no os podéis perder son Robert Graves y Coleen McCollough. Graves escribió en la primera mitad del pasado siglo una obra monumental, Yo, Claudio, seguida de Claudio el dios y su esposa Mesalina, que fueron llevados a la televisión, ahora mismo no recuerdo si por la BBC o por Granada TV, en una magistral obra de teatro filmada. Os recomiendo los libros y los DVD, ambos, sobre todo para aquellos que me leais y que, teniendo, digamos, menos de treinta y pocos años, no habéis tenido la posibilidad de ver la serie cuando la pasaron por la tele española. Los aficionados a Star Trek tienen el beneficio añadido de poder ver al capitán Jean-Luc Pickard en el papel de Elio Sejano, el sanguinario jefe de la guardia pretoriana del emperador Tiberio.

Esta recomendación tiene la ventaja de que, por una vez en la vida, es absolutamente irrelevante que leais primero los libros y veais luego la serie, o al revés. Los guiones le son absolutamente fieles a la obra de Graves y, en realidad, da igual la imagen que os hagais de Claudio al leer el libro: Derek Jacobi os la va a borrar.

Coleen McCollough se hizo famosa en el mundo entero con un libro, El pájaro espino, que narra la historia de amor imposible entre la hija de unos granjeros australianos y un ambicioso cura. Sin embargo, además de ser capaz de escribir argumentos de amoríos más o menos atrayentes, McCollough es una escritora con una erudición histórica admirable, especialmente sobre la antigua Roma. Con esta temática ha escrito una serie de libros que comienzan en la juventud de Cayo Mario y terminan con Julio César (es decir: de alguna manera, analiza las décadas en las que Roma pasó del sistema republicano al imperial). Si te interesa la Historia de Roma, ésta es tu colección. Deberás leer unas cuatro o cinco mil páginas, pero te aseguro que no te va a pesar.

Si lo que te pasa es que todo lo que te mola de Roma es la figura de Julio César, entonces tienes dos píldoras más tragables: El joven César y César Imperator, obra de Rex Warner. En esta novela, el autor fantasea con la idea de que la noche antes de ser asesinado en la escalinata del Senado, Julio César ya barrunta la conspiración y, en la madrugada, hace un repaso, en primera persona, de su vida. Excelente.

Otra joya de la novelística de la antigüedad es Nerópolis, de Hubert Monteilhet. Las cartas que el joven Kaeso le escribe a su padre desde Grecia, donde estudia, consultándole si debe hacerse homosexual dado que todos sus compañeros de academia lo son, no tienen desperdicio.

Últimamente, con toda esta discusión un tanto sicoanalítica que tenemos los españoles sobre desde cuándo somos España y tal, está bastante de moda hablar y leer sobre los Reyes Católicos, Isabel y Fernando. A mí la novela que más me gusta en este terreno es Fernando e Isabel, de Hermann Kesten. Evidentemente, un novelista histórico tiene que adoptar tesis con las que quizá no comulguemos, y Kesten defiende una (la del presunto enamoramiento entre Isabel de Castilla y Gonzalo Fernández de Córdoba) en la que yo, la verdad, creo menos que en la posibilidad de que el Nástic gane la liga. Pero la novela es excelente.

Otras épocas, otras novelas. Sobre los Estados Unidos de la época de la guerra civil me gusta La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Garganus. De la Alemania prenazi he leído, con mucho gusto, Una princesa en Berlín, obra de Arthur R. G. Solmssen. Acerca de la Rusia estalinista, en tono ferozmente crítico, la excelente Los hijos del Arbat, de Anatoli Ribakov, seguida de una continuación, para mi gusto algo más floja, que creo que se llama Terror.

De la revolución francesa no os podéis perder La sombra de la guillotina, de Hillary Mantel (nota para revisitadores: en la primera versión de este post decía aquí, por error, Pamela Marcantel); y la trilogía escrita por Robert Magerit (aunque en esta estorba un poco, en mi opinión, la historieta de amor más o menos imposible que le da unidad al argumento).

Obra maestra de la novela histórica, como libro singular, es Bomarzo, de Manuel Mújica Lainez. De verdad, tenéis que leerla. Todos. El mundo de la nobleza italiana renacentista, la corte medicea, los condottieri... Si todo eso os parece fascinante, Mújica os lo va a elevar al séptimo cielo. Bomarzo cuenta la historia de un noble menor de una de las grandes familias italianas los Orsini, contrahecho y débil, que, por una serie de circunstancias, llega a ser la cabeza de su casa. Cada vez que leo en este libro, la escena de la coronación de Carlos V en Bolonia, que Orso Orsini observa desde un balcón, escucho la batahola de sonidos que el autor describe. Literatura en estado puro.

Si os gusta ese subgénero, hoy en día tan de moda, de las novelas detectivescas ambientadas en épocas históricas, os recomiendo las novelas de Paul Doherty en las que cuenta las andanzas del forense de Londres, sir John Cranston, y su amigo el fraile Athelstan, en la época del rey Ricardo II. Si os fascina Londres, además, debéis leer la novela Londres, de Edward Rutherfurd.

Y también podéis leer novelas que no lo son. Por ejemplo, un libro de investigación histórica que escribió Carmen Martín Gaite, El proceso a Melchor de Macanaz, que se lee como una novela. Algún día hablaré de este libro en otro post.

En fin, todo esto no es sino una lista tentativa, para abrir boca. Mi intención no es otra que excitaros para que dejéis alguna que otra recomendación.

Buena luna y buena lectura para todos.

lunes, diciembre 18, 2006

Mantua vs Iraq: el Imperio contraataca

Una de las cosas agradables que tiene conocer un poco la Historia y, además, hacerlo por pura afición, sin tener que cumplir con idoneidades varias, filias y fobias de catedrático, y demás
especies, son los parecidos razonables.

Hay personas en este mundo que piensan que en el devenir del hombre ocurren historias nuevas y otras que piensan (pensamos) que, a pesar de que no tenemos más allá de 5.000 añitos de historia, ya lo hemos inventado casi todo. Un ejemplo: el otro día discutía yo con un amigo mío sobre si internet se debe escribir con mayúscula (tal y como hace mi programa de Word por defecto, por ejemplo). Yo defendía la minúscula y mi mayúsculo contertulio atacaba diciendo que internet es muy importante, que ha supuesto un giro copernicano en los modos de hacer de nuestra economía y de nuestra sociedad. A lo que yo le contesté: pues, vale; pero, si aceptas ese criterio, ¿por qué escribes con minúscula agricultura, ganadería, fuego, rueda y ferrocarril?

Mi coglobloguero Inasequible es un fiera en esto de los parecidos razonables. De hecho, yo creo, no lo sé, que probablemente sea lo que más le guste de la Historia. Hoy nos trae uno bien distante, pero si os animáis a leer su post, veréis que al final la cosa tiene su miga.

Los paralelismos entre la guerra de Iraq y el conflicto mantuano del siglo XVII. Ahí es nada.

Le cedo la palabra.

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Por un pequeño ducado

By Inasequible Aldesaliento



Una cosa que me divierte de la Historia es ver cómo los hombres de estado se equivocan. Comienzan una aventura, creyendo que obtendrán buenos réditos con rapidez y facilidad y luego se encuentran que se han metido en un cenagal del que no pueden salir y han desencadenado fuerzas que no pueden controlar.

Un ejemplo contemporáneo de esto es la guerra de Iraq. Quienes la planearon, pronosticaron un conflicto breve y de coste asumible, que les proporcionaría el petróleo iraquí y un régimen amigo en Bagdad. Lo que obtuvieron fue un conflicto que ya dura tres años y medio, cuyos costes en vidas y dinero han superado hasta las previsiones más pesimistas, y varias consecuencias inesperadas: Iraq se ha convertido en un semillero de terroristas y el país va camino de convertirse en un Estado fallido y de paso en “infectar” a sus vecinos.

Algo similar a lo que le ha pasado a Estados Unidos en Iraq, le pasó a España en 1628 en Mantua. Una aventura que se prometía sencilla se convirtió en un quebradero de cabeza descomunal.

El 26 de diciembre de 1627 murió el duque de Mantua Vincenzo II, último miembro varón del linaje de los Gonzaga. El territorio mantuano constaba de Mantua propiamente dicha, al este del Milanesado, y el marquesado de Montferrato, al oeste. En Monferrato se encontraba la ciudadela de Casale, que dominaba el valle superior del Po. La heredera más próxima de Vincenzo II era su sobrina, la princesa María, pero existía el inconveniente de que la sucesión por vía femenina no estaba permitida en Mantua, aunque sí en Monferrato. Por vía masculina, el candidato con más derechos era el francés duque de Nevers. El duque de Nevers, anticipándose a los acontecimientos y con un gran sentido del tiempo o una increíble suerte, había enviado a su hijo, el duque de Rethel, a Mantua a finales de 1627 para que se casase con la princesa María.

El duque Vincenzo dio sus bendiciones al matrimonio y tres días después murió. El duque de Rethel tomó posesión de Mantua en nombre de su padre. Aunque había habido alguna irregularidad como la de no haber formulado una petición formal al Emperador en su condición de señor de Mantua, desde las concepciones legales de la época, había poco que se pudiera decir en contra de la sucesión en la persona del duque de Nevers.

España, sin embargo, lo dijo. La idea de que el Milanesado quedase enmarcado entre dos territorios controlados por un duque francés causaba escalofríos en Madrid. Consultada la junta de teólogos, ésta dictaminó que mientras el Emperador no declarara al duque de Nevers sucesor legítimo del duque de Mantua, España debía ocupar el Monferrato en nombre del Emperador para sostener su autoridad, pero sin la idea de hacerse con territorios. Cuando un político recurre a dictámenes sesudos y a fórmulas alambicadas para justificar lo que se propone hacer, eso quiere decir que va a ejecutar algo inmoral o ilegal o ambas cosas a la vez. El dictamen de la junta de teólogos, si se hubiese formulado en el siglo XXI, seguramente habría hablado del derecho de Felipe IV a hacer una guerra preventiva contra el duque de Nevers.

Desde el primer momento la aventura mantuana salió mal. Cuando el gobernador español en Milán, Gonzalo de Córdoba, estaba preparándose para actuar, llegaron noticias de que el Emperador no autorizaría la intervención militar que iba a producirse en su nombre. A la desesperada, Madrid intentó buscar otra hoja de parra que le tapara las vergüenzas y empujó al duque de Saboya a que penetrara en el Monferrato para que la intervención militar española pudiera disfrazarse de protección del territorio en tanto el Emperador tomaba su decisión final.

En mayo de 1628, Gonzalo de Córdoba inició el sitio de Casale. Para entonces el Emperador había decretado el secuestro de los territorios mantuanos, pero seguía sin autorizar la intervención española. El éxito suele hacer que a menudo se perdone la inmoralidad. Lo malo es que los españoles no fueron exitosos. Gonzalo de Córdoba era un general demasiado cauto, al que encima se le habían proporcionado hombres y ducados insuficientes. Casale no cayó.

A finales de 1628 España sufrió un desastre de primera magnitud: la flota de la plata, es decir las naves que cada año proveían desde América la plata con la que el Estado respondería a los adelantos (asientos) realizados por los banqueros genoveses, alemanes y portugueses, cayó en manos de los holandeses. A ese desastre le siguió una sorpresa mayúscula: contra todo pronóstico y desafiando al mal tiempo, a finales de febrero de 1629 el ejército francés cruzó los Alpes y derrotó a los saboyanos en una extraña batalla, cuyo resultado puede que estuviera amañado para dar a Carlos Manuel de Saboya una excusa para marcar distancias con sus hasta entonces aliados españoles. Carlos Manuel de Saboya, hombre tan astuto como carente de principios, se apresuró a firmar un tratado con los franceses, por el cual obtenía parte del Monferrato a cambio de dejar que las tropas francesas pasaran por su territorio y de ayudarlas a levantar el sitio de Casale. Gonzalo de Córdoba levantó el sitio de Casale voluntariamente, antes de que le forzasen a ello. Fue llamado a Madrid y le reemplazó Ambrosio de Spínola.

En junio, finalmente, el Emperador se decidió a enviar a 70.000 hombres al norte de Italia y puso de manifiesto la verdad que hay en el viejo dicho: Dios me guarde de mis amigos, que de mis enemigos ya me guardo yo. El Emperador pretendía que esa ingente armada (a España le hubieran bastado 15.000 hombres para los objetivos que se proponía) fuera mantenida a costa del Milanesado. Al menos la presencia de ese ingente ejército permitía esperar que la situación en el norte de Italia mejoraría y que la campaña de 1630 sería exitosa y tal vez definitiva. Pues bien, no fue ni lo uno ni lo otro.

En marzo de 1630, un ejército francés entró en Saboya, la atravesó y tomó la fortaleza de Pinerolo. El ejército imperial tomó Mantua. Y los españoles… siguieron intentando tomar Casale.

En agosto, la intervención sueca en el norte de Alemania obligó al Emperador a retirar a la mayor parte de sus tropas del norte de Italia y a buscar rápidamente una solución a lo de Mantua. En octubre de 1630 se firmó el Tratado de Ratisbona por el cual los franceses se retiraban de Italia y a cambio el Emperador investía al duque de Nevers como nuevo duque de Mantua. La cuestión de Mantua fue finalmente finiquitada en los dos tratados de Cherasco de abril y junio de 1631, que no vinieron a cambiar lo fundamental del Tratado de Ratisbona.

La ironía final del asunto es que mientras que los españoles no pudieron hacerse con Casale, los franceses no devolvieron Pinerolo, en contra de lo pactado.

Muchos años después, un Felipe IV viejo y amargado consideraría Mantua como el inicio del declive de su reinado, y no le faltaba razón. En Mantua España se había desprestigiado, apareciendo como una potencia matona e irrespetuosa del derecho internacional. Asimismo había derrochado en tres años diez millones de ducados, para no obtener absolutamente nada a cambio. Mantua había desviado los esfuerzos españoles de la guerra contra Holanda que hasta ese momento había ido relativamente bien encaminada y en Francia había dado alas a los sectores más belicistas y partidarios del enfrentamiento con España.

Después de Mantua ya sólo era cuestión de tiempo que Francia y España entraran en guerra y cuando eso ocurriera, lo único que quedaría con los holandeses sería firmar una paz lo menos mala posible.

viernes, diciembre 15, 2006

Cuando las guerras empiezan a ser mediáticas

Si algo caracteriza las guerras de los últimos cuarenta años del resto de las guerras de la Historia del hombre, ese algo es la influencia que en las mismas ejercen los medios de comunicación. Se dice que la primera guerra del golfo (1991) fue la primera guerra retransmitida por televisión; pero no fue la primera en la que la televisión tuvo un papel decisivo.

Hoy, y cara al fin de semana que es momento propio de lecturas algo más distintas, Inasequible nos trae uno de los primeros ejemplos de, si no guerra, sí batalla perdida a causa de la televisión.

Se trata de la acción del Tet, en Viet Nam.

Le cedo la palabra.

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El Tet: una victoria televisiva

Por Inasequible Aldesaliento



El Tet es el año nuevo vietnamita y se celebra, según las fases de la luna, entre la segunda quincena de enero y la primera de febrero. Durante la Guerra de Vietnam era un momento en el que las hostilidades paraban en virtud de una suerte de acuerdo tácito. Y así fue hasta 1968.

1967 no había sido un buen año para Vietnam del Norte. La guerra llevaba ya alargándose muchos años y existía el peligro de que el desánimo se extendiera entre la población. Desde 1966 EEUU había empezado a aplicar una estrategia en la que las fuerzas survietnamitas se ocupaban de la seguridad de las poblaciones, protegidas por un escudo formado por fuerzas norteamericanas con gran movilidad y potencia de fuego. Esta estrategia había disminuido la eficacia de las tácticas habituales de los norvietnamitas, de golpes rápidos a objetivos muy concretos. Para salir del callejón sin salida al que parecía que los norteamericanos les estaban llevando, el alto mando norvietnamita optó por ejecutar durante el Tet de 1968 una gran ofensiva general/levantamiento general en el sur. En términos militares españoles, un órdago a la grande.

El plan norvietnamita preveía la ocupación de centros urbanos por parte de la guerrilla comunista survietnamita del Viet Cong, con el apoyo de tropas norvietnamitas. Esto debería desencadenar un levantamiento popular y la caída del gobierno de Saigón. El plan estaba tan cogido por los pelos, que preveía incluso el uso de artillería que se capturaría al enemigo; brillante, pero primero había que capturarla. La ofensiva Tet no sólo fue osada; también supuso una ruptura con las tácticas que hasta entonces habían empleado los norvietnamitas. Por primera vez el Ejército norvietnamita no golpearía y huiría, sino que se haría fuerte en los objetivos que ocupase, aunque ello implicase esperar a que los norteamericanos les machacasen con su artillería y su aviación.

La ofensiva comenzó la noche del 30 de enero de 1968. Cuarenta poblaciones fueron atacadas. Para no entrar en un relato de batallas casa por casa, combates entre francotiradores y tanques demoliendo los reductos desde los que disparaban los comunistas, pasaré mejor al resultado de la ofensiva. Los norteamericanos perdieron unos 4.000 hombres y sus aliados survietnamitas entre 4.000 y 8.000. Frente a ellos el Ejército norvietnamita y la guerrilla del Viet Cong perdieron de 40.000 a 50.000. No hubo levantamiento popular y el Viet Cong, que perdió a muchos cuadros y combatientes en la batalla, quedó prácticamente desmantelado.

La ironía de la historia es que cuando el General Westmoreland anunció que el Tet había sido un triunfo, nadie le creyó en Estados Unidos. Las imágenes de los cadáveres del Viet Cong en el césped de la Embajada de Estados Unidos en Saigón contrastaban tanto con las promesas anteriores del Presidente Johnson de que la guerra de Vietnam se estaba ganando, que nadie le creyó. La opinión pública y los medios de comunicación hacía tiempo que habían dejado de confiar en los pronósticos optimistas de sus políticos y sus militares y, para una vez que decían la verdad, no les dieron crédito.

Así, mientras que lo lógico hubiera sido terminar este relato con lo sucedido en Hanoi tras la derrota de su ofensiva, es con los norteamericanos con quienes lo terminaremos.

El 27 de febrero, el influyente periodista Walter Cronkite comentó en su crónica que la negociación era la única manera de salir de la guerra. Un miembro de la Administración Jhonson comentó: Si hemos perdido a Cronkite, hemos perdido la guerra. Dos días después fue reemplazado el Secretario de Defensa estadounidense, Robert McNamara. El 20 de marzo, una encuesta de Gallup mostró por primera vez que en EEUU había más partidarios de la paz que de seguir la guerra. El 16 de abril, EEUU anunció la progresiva vietnamización del conflicto, es decir, que las tropas survietnamitas volverían a ocupar posiciones de primera línea. Era el primer paso hacia la retirada definitiva.

En la guerra clásica, la victoria se consideraba que correspondía al lado que al final del día hubiera quedado dueño del campo de batalla, con independencia de que hubiera sufrido más o menos bajas que el contrario. Los norvietnamitas en el Tet no consiguieron hacerse con las ciudades contestadas y tuvieron unas cinco veces más bajas que sus enemigos. Sin embargo, al final del día, fueron los vencedores. Gracias a la televisión.

miércoles, diciembre 13, 2006

Españoles esclavos

En 1865, según nos relata la Historia, terminó la guerra civil estadounidense, con el resultado de la victoria del norte sobre el sur, la imposición de las tesis del presidente Abraham Lincoln y, consecuentemente, la abolición de la esclavitud en los estados sureños. Nosotros, los españoles, vemos estos hechos con un deje de superioridad; nos parece que aquello de la esclavitud, en la segunda mitad del siglo XIX (hace, pues, apenas cinco o seis generaciones), es una más de las incongruencias del país más poderoso del mundo, capaz de ser lo mejor para tantas cosas, y lo peor, a veces brutal, para otras.

Sé de amigos a los que les gusta picar a sus amigos estadounidenses, sobre todo si son yankees, con el asunto de que hasta hace 150 años fueron unos cafres racistas que aceptaban la esclavitud del hombre en su seno.

Si sois de ésos, morderos la lengua, y dad gracias de que el estadounidense medio sepa más bien poco de la Historia del mundo.

La esclavitud humana dejó de ser legal en España algunos años después que en Estados Unidos. El reglamento que regulaba el fin de la esclavitud en las colonias de Cuba y Puerto Rico (las que quedaban) fue publicado por la Gazeta de Madrid el 24 de agosto de 1872. Desarrollaba una ley que fue leída en las Cortes por el ministro de Ultramar, Segismundo Moret, el 28 de mayo de 1870.

La crónica de dicha lectura publicada por la Gazeta (entonces la Gazeta era medio BOE, medio periódico) es un texto de lectura atentísima y demuestra que hubo un tiempo en el que nuestros gobernantes sabían utilizar altas palabras para expresar altos sentimientos (y no abusar de los anacolutos).

La abolición de la esclavitud en España es hija de La Gloriosa, la revolución que se levantó en España en septiembre de 1868 por un pueblo harto de los dejes absolutistas de la reina, Isabel II. La Gloriosa surgió de una voluntad tan radical de cambio que su eslogan no ofrece lugar a dudas: las gentes salieron a la calle gritando ¡Abajo lo existente!. Ninguno de los hombres que pertenecen a la revolución de Setiembre, afirmó Moret ante las Cortes, podría consentir por un momento que la libertad, a tan alto grado levantada en nuestra Constitución y con tanto encomio aclamada entre nosotros, no fuera bastante poderosa para redimir la más triste, la más desgraciada de las inconsecuencias humanas.

Y continuó: Era imposible que mientras en la Península nos levantábamos al más alto grado de libertad política escribiendo la Constitución de 1869, allá, lejos de nosotros, en las hermosas provincias de América, permaneciera en el fondo de una sociedad española, y como tal cristiana, abyecto y envilecido el pobre negro, reducido a la última de las condiciones a que puede conducir la negación de la libertad.

El exordio de Moret alcanza cumbres bellas de expresión al anunciar que, de ser aprobada la ley en esa sesión de las Cortes como lo fue, ya no nacerían esclavos en España y, además, aquéllos que siguiesen siéndolo verían endulzada su servidumbre contemplando nacer libres a sus hijos, mirando extinguirse en pacífica y tranquila calma los días de sus mayores; y teniendo la seguridad de que, variada ya su situación, cada hora que pase disminuye su esclavitud y los acerca a su redención.

Moret se felicitó del grande y consolador espectáculo de que la abolición de la esclavitud fuese presentada en las Cortes contando para ello con la anuencia de los propios propietarios de hombres; asunto en el que, ésta vez sí, podemos decir que estamos por encima de los estadounidenses, aunque la cosa, como veremos enseguida, tiene su explicación. Para el ministro, habría sido un opropio que se pensase, cito textual, que la bandera de Castilla ondea en los campos de América para cobijar la esclavitud. Y esta cita la dejo aquí para que quienes piensan que la concepción de España como una sola entidad es cosa muy antigua vaya dándose cuenta de que ha sido hasta antesdeayer por la tarde, en términos históricos, que hemos seguido distinguiendo los españoles a Castilla de la, por así decirlo, España no castellana.

En virtud de este deseo, se aprobó un proyecto de ley que terminaba con la esclavitud en 19 artículos. El primer artículo establecía que todos los hijos de madres esclavas nacidos desde la publicación de la ley eran declarados libres. Los niños nacidos entre el 18 de septiembre de 1868 (o sea, desde la víspera del día de la sublevación de Cádiz que inició La Gloriosa) y la fecha de publicación de la ley eran adquiridos por el Estado mediante el pago de 50 escudos por niño. Todos los esclavos que hubiesen actuado junto al ejército español en la sublevación de Cuba también eran declarados automáticamente libres. Asimismo, eran declarados libres, sin causar indemnización a sus dueños, todos los esclavos que tuviesen más de 60 años o en el futuro alcanzasen esa edad.

Vista esta regulación, podemos entender por qué la ley de abolición de la esclavitud se hizo con el consenso de los propietarios de esclavos. Es evidente que se daba cumplimiento a la obligación moral de abolir la esclavitud; pero ello se hacía sin comprometer el tejido productivo en Cuba y Puerto Rico, pues los esclavos que ya lo eran y estaban en edad de trabajar (esto es, ni eran recién nacidos ni eran viejos, porque a un esclavo le era muy difícil llegar a los 60 años de edad y, si llegaba, ya para poco servía) podrían seguir siéndolo mientras no cumpliesen 60 años.

El dueño de la esclava madre del niño que ahora nacería libre era responsable de éste. Según la ley, debía mantenerle, vestirle, asistirle en sus enfermedades darle la educación primaria y la necesaria para ejercer un arte u oficio. Eso sí, la ley también confería al dueño de la madre esclava del niño libre derecho a explotar su trabajo, sin retribuirle, hasta que tuviese 18 años. Con un notable tufo paternalista propio de la época, la ley establecía que, llegado el liberto (así los califica la ley, libertos, es decir esclavos liberados; con lo que la norma se desmiente a sí misma, pues en su origen declaraba que los niños nacían libres, o sea nunca habían sido esclavos) a dicha edad, cobraría la mitad del jornal de un hombre libre, cantidad de la que, además, percibiría sólo la mitad, guardándose la otra mitad «para formarle un peculio», que recibiría a los 22 años, porque era a esa edad, y no antes, cuando el liberto adquiría pleno uso de sus derechos civiles. Según el reglamento de desarrollo de la ley, los libertos no podrían, sin anuencia de su patrón, ni comprar, ni vender, ni ceder ni enajenar; lo cual quiere decir que eran libres, pero menos. Por mor de esta ley, por lo tanto, un niño nacido libre de madre esclava ese mismo 1870 no sería plenamente libre hasta 1892.

El esclavo era libre de decidir si quería pertenecer en casa de su antiguo dueño, en cuyo caso éste se convertía en su patrono y tenía la obligación de mantenerlo, aunque quedaba de su potestad pagarle o no salario por su trabajo. Asimismo, los esclavos que deseasen volver a África serían transportados. No he logrado encontrar referencias de si hubo, finalmente, viajes de este tipo.

Así pues, como vemos, fuimos más bien lentos, renuentes, a la hora de eliminar la esclavitud de nuestro ordenamiento jurídico. Para hacerlo, tuvimos que colocarnos bajo el palio de una revolución liberal que modificó bruscamente nuestra cultura política, tan bruscamente que nos llevó a un experimento tan catastrófico como la I República. Y, aún así, aún y a pesar de la decidida voluntad del liberalismo español de abolir la esclavitud, dicha abolición se hizo a pasos cortos, muy tenuemente, sin dejar, en el fondo, de considerar al esclavo como un ser en cierto sentido inferior por quien había que proveer, a quien había que dirigir y del que se podía sacar provecho sin salario o con medio salario.

Yo no sé vosotros. Pero yo no veo que, al menos en este punto, tengamos tanto que enseñarle a los yankees.

lunes, diciembre 11, 2006

La Semana Trágica de Barcelona

Una de las categorías del conocimiento, del histórico también, son esos hechos de cuya existencia todo el mundo sabe, aunque pocos sabrían decir exactamente en qué consistieron. Entre estos casos se encuentra, creo yo, la Semana Trágica de Barcelona. Mi experiencia me dice que casi todo el mundo ha oído hablar de ella, pero apenas sabe el par de cosas que de ella se decían en su libro de Historia del bachillerato. La Semana Trágica fue de gran importancia para la Historia de España, y es por ello que merece la pena repasarla un poco, aunque sea por encima.

Esto fue, pues, muy telegráficamente, lo que pasó.

En el año 1909, pues tal fue el que albergó esta algarada, la Restauración cuenta con más de treinta años ya de existencia. Es cierto que el rey que reina ya no es el mismo, pues Alfonso XII ya está muerto y ha sido sucedido por su hijo, Alfonso XIII, aún joven. Pero permanece el sistema puesto en marcha por Cánovas del Castillo, muy de corte anglosajón, basado en el turno pacífico de dos grandes partidos, el conservador y el liberal. Los dos arquitectos del bipartidismo civilizado, Cánovas y Sagasta, han muerto ya. Al frente del liberalismo se encuentra un político provecto, Segismundo Moret, quien siente ya en su nuca el aliento de otro político liberal entonces joven que aprovechará, en los próximos años, su gran cercanía con el rey para urdir mil maniobras; se trata de Álvaro de Figueroa, conde de Romanones.

En el campo conservador, a la herencia de Cánovas y de Francisco Silvela se ha seguido la de un político originariamente liberal: Antonio Maura. Maura manda en el partido conservador y el partido conservador es el que gobierna. La segunda gran pieza de ese gobierno, tras su cabeza, es el ministro que hoy denominaríamos del Interior, Juan de la Cierva. De la Cierva es un hombre de ideas claramente conservadoras y muy amigo del orden; es, un poco, el Fraga Iribarne de su tiempo.

Hasta 1909, y aunque ha habido algunos episodios chuscos (algún día escribiremos sobre el debate de investidura más corto de la Historia y de la inacabable moral del marqués de la Vega de Armijo), el turno entre los dos partidos más o menos se ha respetado. Pero se romperá en 1909. Y será a causa de la Semana Trágica.

España es un país hasta cierto punto agostado. Hay síntomas muy preocupantes. Por ejemplo, los ejércitos modernos, como el inglés, el francés o el alemán, registran entonces una tasa de un oficial por cada 20 soldados, más o menos; en el español hay un oficial por cada 5 o 6 soldados. El país tiene una caterva de 60.000 funcionarios, un montón, de los cuales la mitad son… sacerdotes, pues España es un país católico y confesional en el que quienes dicen misa cobran por ello, como cobra quien extiende los certificados de penales. La nómina pública tiene a un maestro o catedrático por cada seis curas. Se hace un padrón en Madrid, del que resulta una población de 595.586 personas.

España sestea. Hasta el 9 de julio, cuando estalla la guerra.

Ese día, un grupo de marroquíes ataca y mata a unos obreros de las obras del ferrocarril de Melilla. El comandante de las tropas de Melilla contesta atacando a los moros hasta hacerlos retroceder, no sin antes sufrir la muerte de un oficial y de varios soldados. Esta acción provocará el inicio de la guerra de Marruecos, cuyo clímax, el desastre de Annual, provocará, dentro de 14 años, el golpe de Estado del general Primo de Rivera.

La guerra de Marruecos, como problema social, no es, como podría serlo hoy, un problema entre pacifistas y belicistas. Lo que emponzoñará la vida de España desde aquel día hasta el final de las hostilidades es la intrínseca discriminación existente en la recluta de soldados.

Unos ochenta años antes de los hechos que relatamos, un personaje bastante conocido de la Historia de España, Juan Álvarez Mendizábal (el de la desamortización), había llegado a la presidencia del gobierno (1835) en unas condiciones harto complicadas a causa de la sangría de la primera guerra carlista. En el intento de allegar recursos para dicha guerra, Mendizábal inventó una medida transitoria que habría de durar décadas: un impuesto sobre el servicio militar. El sujeto pasivo de dicho impuesto era quienes, debiendo combatir, no lo hacían, e importaba la suma (fabulosa) de entre 1.000 a 4.000 reales, más un caballo en buen estado. En la práctica, esta medida transitoria provocó que, durante todo el siglo XIX y parte del XX, la guerra (o el servicio militar, en tiempo de paz) fuese un sangrante ejemplo de clasismo: los ricos, que podían pagar el impuesto, se quedaban en casa; y los pobres pechaban con el fusil y con la muerte. De estos tiempos son la costumbre de algunos padres de poner a sus hijos nombre de mujer (Cruz o Rosario eran nombres de hombre relativamente comunes) y un seguro de vida específico, el seguro de quintas, que era un producto de capitalización que los padres comenzaban a acopiar al nacimiento del hijo varón con el objetivo de que, pasados los años, el ahorro hubiese alcanzado la magnitud del impuesto, para librarle de la guerra. En el lenguaje de la época se comenzó a hablar de los cuotas, tal era el nombre que recibían los jóvenes burgueses que se libraban del servicio mediante el pago del impuesto.

El primer error del gobierno fue disponer, el mismo día 10 de julio, la movilización de la Brigada Mixta de Cataluña.

De todas las regiones de España, Cataluña era la más indicada para la movilización (tenía muchas tropas, un puerto grande y barcos en él), pero la menos, al mismo tiempo. La guerra era cosa de pobres y si había un lugar en el que los pobres estaban organizados y tenían conciencia de clase, ése era la industriosa y relativamente próspera Cataluña (relativamente próspera porque en 1909 vivía una situación de paro endémico, causado por el bajo precio internacional de los productos textiles, que también le echó gasolina a la hoguera). Para colmo, el coordinador de toda la historia bélica había de ser el ministro de la Guerra, el general Linares, quien antes de ser ministro había sido… capitán general de Cataluña. Tiró de donde sabía que había.

El 14 de julio, embarcó hacia Melilla el Batallón de Cazadores de Barcelona, al que siguieron los batallones de Mérida, de Alba de Tormes, de Alfonso XII y de Cazadores de Estella. El día 18 embarcó, por su parte, el Batallón de Cazadores de Reus, compuesto íntegramente por soldados catalanes. Se armó la de Dios.

Era domingo (otra torpeza gubernamental). En un muelle tomado por la policía, las esposas de los soldados, pues muchos estaban casados, lloraban a gritos. Desde la popa del barco, los mismos soldados que iban movilizados gritaban mueras a la policía, a Maura, a Romanones y a la guerra, siendo aclamados por el público en los muelles. Los obreros, desde los muelles, gritan: «¡Tirad los fusiles! ¡Que vayan los cuotas! ¡Que vayan los hijos de Comillas y Güell! (alusión a dos de los principales accionistas del ferrocarril de Melilla)». Ya el día 14, en el primer embarque, unas damas católicas habían llevado medallas de santos a los Cazadores de Barcelona y éstos las habían tirado al mar, desdeñosamente. En los mitines que inmediatamente celebraron socialistas y anarquistas en toda Cataluña, los discursos se ven acompañados por los gritos desgarradores de las mujeres.

El gobierno, en todo caso, no se toma en serio las cosas. El 21 de julio, los diputados de la Esquerra piden la apertura urgente de las Cortes, y La Cierva les contesta tomándolos a chirigota. En realidad, no es desprecio, sino antigüedad: hasta el siglo XX, todo lo que apañaba un gobierno para empezar una guerra era la opinión de los países vecinos y del propio ejército; a eso que llamamos el pueblo no se le había preguntado nunca y aquella vez tampoco se le preguntó.

El 18 de julio (de 1909, obviously), la Federación Socialista de Cataluña votó la huelga general. El día 20, socialistas y anarquistas convocaron juntos un histórico mitin en Tarrasa, del que salió un comunicado en el que se afirmaba el derecho de los marroquíes a su independencia, se llamaba a la huelga general, se decían cosas como que a los reunidos se la sudaba que en Marruecos prevaleciese la media luna sobre la cruz y se hacían propuestas como, cito textualmente, «que se formen regimientos de curas y frailes, que a más de estar interesados en los triunfos de la religión católica, no tienen ni familia ni hogar, y no producen la menor utilidad al país». Era gobernador de Barcelona Ossorio y Gallardo, un liberal de mente abierta que acabaría en las filas republicanas. Prohibió las reuniones preparatorias de la huelga, pero aún así éstas se celebraron de forma más o menos clandestina y el domingo 25 bajaron a Barcelona obreros de Sabadell, de Tarrasa, de Igualada y de Badalona, que estaban, a las doce de la noche, todos apiñados en la sede de la Casa del Pueblo, en la calle Nueva de San Francisco. Los activistas obreros, consiguieron, a eso de la una, dar esquinazo al policía que les vigilaba, que se fue a redactar un informe bastante tranquilizador, mientras ellos se reunían en una chocolatería para preparar, nunca mejor dicho, el pastel.

El lunes, 26 de julio, amanece la Semana Trágica de Barcelona con un montón de líderes obreros estratégicamente dispuestos por la ciudad, pasando a todo el mundo la consigna de no trabajar. La SEAT del momento, o sea la Hispano-Suiza, se declara en huelga ese mismo día. Los piquetes logran acojonar a los carreteros, con lo que la huelga consigue paralizar el tráfico de la ciudad. De Madrid se exige represión. Ossorio se niega. Su negativa se convierte en dimisión. En Barcelona manda el ejército. A primera hora de la tarde, los tranvías vuelven a las cocheras. La huelga general es del cien por cien. Comienza la violencia. En los barrios extremos de la ciudad y en la Barcelona gótica se levantan barricadas.

A pesar de ser la Semana Trágica un movimiento sin cabeza ni planificación (sus propios impulsores no creían en las posibilidades de triunfo de la huelga), de lunes a jueves, hasta que llegan tropas de refresco, la calle es de la protesta. Primero, la huelga se extiende a Sabadell, a Mataró, a Granollers, Manresa y Tarrasa; luego se vuelan puentes y vías férreas, en un intento de incomunicar Cataluña del resto de España para evitar el envío de tropas. Los huelguistas vuelan las estaciones eléctricas, dejan Barcelona sin gas, rompen casi todos los 7.000 faroles públicos. Se quemaron conventos e iglesias. Sin embargo, no hay una estrategia; los huelguistas no tienen una acción coordinada para hacerse con los edificios cruciales, o con las fábricas. Al revés que otras movilizaciones que vivirá España bien pronto, ésta de la Semana Trágica es, tan sólo, un puñetazo en la mesa. Y, después de eso, nada.

En total, entre alzados y paseantes, murieron 104 personas. Hubo 296 heridos. Sólo en el barrio de Gracia se levantaron 76 barricadas. 21 de las 56 iglesias de la ciudad fueron incendiadas, y 30 de los 75 conventos. El único barrio por donde no pasó la Semana Trágica fue Sarriá, defendido, desde el primer día, por el entonces relativamente numeroso carlismo catalán.

Se practicaron centenares de detenciones, algunas de las cuales pasaron a la jurisdicción militar. Pero, de todos los procesos, uno destacará especialmente: el de Francisco Ferrer Guardia.

Ferrer Guardia era un anarquista que dirigía una denominada Escuela Moderna y de quien se dijo, en la época de los sucesos que hoy cuento, que había tenido algunas connivencias con Mateo Morral, el anarquista que trató de matar a Alfonso XIII; incluso se insinuó que había participado en dicho atentado, pero que su rastro había desaparecido misteriosamente de las actuaciones judiciales realizadas sobre el mismo.

Ferrer participó en la Semana Trágica; pero de ahí a decir que la organizó hay un trecho muy difícil de recorrer que el gobierno Maura-La Cierva, sin embargo, recorrió sin problemas. El programa de Ferrer, que escribió en un pasquín, recoge todos los tópicos del anarquismo vehemente de la época: abolición de las leyes, expulsión de las órdenes religiosas, disolución de los tribunales y del ejército, derribo de las iglesias, expropiación de la banca… No obstante, Ferrer no tenía madera de Lenin, ni de lejos.

La condena a muerte de este conspirador fue, a todas luces, exagerada. Así lo entendió media Europa y, de hecho, dicha condena provocó en todo el continente una corriente de solidaridad con el condenado y de antiespañolismo que no tiene nada que envidiarle a los años de Olof Palme recogiendo firmas contra Franco por los fusilamientos de militantes de ETA y FRAP, o, algunos años antes, el escándalo organizado en torno al fusilamiento de Julián Grimau. Para muchos europeos, Ferrer fue fusilado, en la madrugada del 13 de agosto de 1909, por defender la escuela laica; la leyenda negra española en estado puro.

La Semana Trágica, o más concretamente el fusilamiento de Francisco Ferrer, marca un antes y un después para España. Son un montón las cosas que no vuelven a ser iguales. En primer lugar, el anarcosindicalismo será dotado de un mártir y de una voluntad de organización de la que antes carecía. Sobre el cadáver de Ferrer comienza a construirse la CNT que diseñará, en buena parte, el triste futuro de España en las tres décadas siguientes. En segundo lugar, el escándalo de la ejecución de Ferrer acabará con el gobierno Maura y acabará, de hecho, con algo mucho más importante: con el turno pacífico pues, desde entonces, el partido liberal, que hasta ese momento ha sido un aliado de los conservadores contra los partidos republicanos y obreros, construirá una conjunción con los primeros que cristalizará en 1930 en el Pacto de San Sebastián. Ni siquiera Cataluña se libra de las consecuencias. La muerte de Ferrer supone la voladura de Solidaritat Catalana, la conjunción de fuerzas nacionalistas generada alrededor del catalanismo altoburgués de la Lliga, que no sólo no hizo nada por apoyar la Semana Trágica, sino que celebró su represión. El nacionalismo de izquierdas nace de esa decepción y, durante el resto del siglo, ya no hará otra cosa que crecer.

El 20 de octubre de aquel año, en las Cortes, Segismundo Moret reclama a Maura que dimita. Maura se niega, seguro en su mayoría, pues la matemática parlamentaria está de su lado. Moret ataca al ministro La Cierva, acusándole de ser excesivamente cruel con Barcelona. Éste le contesta que la política de blandenguería ante la revolución la practicó Moret en 1906 y le acusa de haber conseguido, con esa actitud, provocar el atentado de Mateo Morral contra el rey (debe recordarse que esta bomba mató a 23 personas del público). Una acusación muy dura. Los liberales nunca la perdonarán.

A las palabras de La Cierva se sigue un gran escándalo. Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, espeta: «Yo hablaré mañana, porque no hay más remedio que hablar, y ya veré si es el último discurso que hago como monárquico». El general Luque, que luego será ministro de la guerra, afirma: «yo no tengo de monárquico ni el canto de un duro y, a poco que me aprieten, tiro también el duro».

Ya he dicho que la matemática parlamentaria estaba con Maura. Pero en la España de 1909 había algo de más importancia que los votos de las Cortes.

Cuando, algunas horas después, Antonio Maura se encuentra frente al rey Alfonso XIII, éste le estrecha la mano y le dice: «¿Viene usted solo? Ya sabía yo que iba usted a prestar un gran servicio a la Patria y ala monarquía. ¿Qué le parece Moret como sucesor?»

La suerte está echada. Desde ese día, el turno de partidos de la Restauración está ya, de alguna manera, muerto, y en España comienza otro ciclo histórico, que acabará causando centenares de miles de muertos.

Y todo eso por no saber, por no querer entender un grito muy sencillo: no a la guerra.

viernes, diciembre 08, 2006

Una visita obligada

Aquellos de entre los que leeis este blog que residais en Madrid, o vayais a visitar el Foro antes del 14 de enero próximo, tenéis la oportunidad, yo diría que la obligación, de visitar la exposición El proceso de Nuremberg; el archivo Kaplan; que se expone, hasta dicho día, en la sala Juana Mordó del Círculo de Bellas Artes.

Digo que es casi una obligación y estoy pensando en las personas más jóvenes porque quizá, hoy me he dado cuenta, el mundo cambia y quienes estamos en él tendemos a no darnos cuenta de ello (es lo que se llama hacerse viejo, supongo). Yo he ido hoy a visitar la exposición en compañía de un adolescente de 14 años. Él iba a ver una exposición sobre los nazis; lo cual quiere decir que iba engañado. Porque, aunque supiese, como ya sabía, que el origen de los movimientos nazis y skin que conoce (o sea: que critican en sus canciones los raperos a los que admira) estaba en algo que pasó hace bastantes años, apenas tenía ideas muy genéricas sobre el nazismo y sus porqués. En realidad, él creía estar yendo a una exposición sobre el mundo skin, cuando lo cierto es que no hay ni una cabeza rapada en toda la exposición (salvo las de los prisioneros de los campos de exterminio).

Yo apenas he reparado, al entrar en la pequeña sala en la que se exhiben los fondos custodiados por la fundación José María Castañé y que proceden, casi todos, del archivo de quien fuera juez en Nuremberg, el teniente coronel Benjamín Kaplan, apenas he reparado, repito, en las imágenes relativas a los crímenes contra la humanidad. Para mí son algo cotidiano con lo que crecí, de una u otra forma. Con esa soberbia que tiene el que sabe, en el fondo pensaba, aunque no lo supiera, que por saberlo yo todo el mundo tiene que saberlo. En un momento me di la vuelta y me fijé en mi compañero adolescente, que estaba detrás de mí. Lo noté algo pálido y como troquelado en la vista de una foto que colgaba del techo. Cuando miré la instantánea, vi el primer plano de un hombre muerto sobre el suelo, desnudo. Un hombre ya sólo piel y huesos muerto con los brazos en cruz, como un Cristo, con el último suspiro agotado impreso aún en el rostro.

Fue en ese momento cuando comprendí la utilidad de la memoria. Cuando comprendí que han pasado los años y que, quizá, y no digo que eso sea negativo en sí, ciertas imágenes van perdiendo vigencia.

Tengo un sabor agridulce en la boca, pues. Es dulce porque, sinceramente, me alegro de que hoy, aquí, se pueda crecer sin saber en realidad gran cosa sobre el hombre y su corte de fanáticos que decidieron acabar con los locos, con los subnormales, con los homosexuales, con los judíos, con los gitanos, con los marxistas; y en ello, especialmente en su cruzada antijudía, obraron la matanza colectiva más repugnante que recuerda la Historia. Agria, porque no hay que olvidar aquello de que los que desconocen la Historia se condenan a repetirla.

Aquellos de vosotros que peinais ya casi canas o que, como yo, ya peinais bien poca cosa, por favor, si vivís en Madrid, id a verla, y llevad a vuestros hijos. La mayor parte de la exposición, que por otra parte no es muy grande y se puede visitar en algo más de media hora con bastante atención (eso contando con ver entero el video resumen que allí mismo se proyecta) se refiere a los archivos de Kaplan, esto es son legajos ligados a los juicios de Nuremberg. La exposición tiene mucho menos morbo del que este post quizá transmite.

Llevad a vuestros hijos porque la Historia, esta Historia, hay que conocerla. Porque es la mejor manera de expresar lo que hay al final de esa cuesta que empieza el día que un tipo le mete un gol al equipo de tus amores y tú te dejas llevar por la fácil tentación de reaccionar llamándole puto negro. Y porque es una historia que, por una vez, termina bien. En Nuremberg, por mucho que su juicio haya recibido críticas de parcialidad (ciertas, pues algún juzgador estaba, en el momento de juzgar, masacrando a miles de inocentes en sus propios campos de concentración), la Humanidad estuvo a la altura. Si el hombre hubiera pasado página de los crímenes cometidos por la Alemania nazi, crímenes de guerra y también crímenes contra la humanidad, habría descendido dos peldaños en la evolución.

Nuremberg fue un aviso para navegantes. Una forma de decir que en la guerra y en la dominación no vale todo. Que cuando se tiene el poder sobre una nación o sobre un pueblo pueden dictarse leyes inanes con los crímenes propios, pero hay otra legalidad por encima de esa legalidad, que es la del género humano. Sí, ya sé que después de Nuremberg, en estos sesenta años que han pasado, ha habido genocidios y crímenes de guerra que se han ido de rositas. Pero el camino está trazado.

Aquellos que leais en alemán podéis deteneros en las cuatro o cinco cartas de prisioneros que se exponen. Cartas casi telegráficas, muy formales, obviamente censuradas. No os costará leer entre líneas, porque todas tienen un triste aroma de despedida. También podréis ver los certificados de pureza aria, las estrellas de David que los judíos debían llevar cosidas en lugar visible de su ropa, la propaganda que identifica a los judíos con las ratas. Ein Volk, ein Reich, ein Führer.

Y el juicio, claro. Obviamente, la documentación se refire a los principales encausados, los de la primera hornada, esto es: Hermann Göring, ministro del Aire, condenado a muerte aunque se suicidó antes de la ejecución; Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler en el NSDAP que sería condenado a cadena perpetua y que se convertiría en el último preso de este juicio en la cárcel berlinesa de Spandau; Joachim Ribentropp, ministro de Asuntos Exteriores (gran amigo de Ramón Serrano Súñer), condenado a muerte; Wilhelm von Keitel, mariscal de campo, condenado a muerte; Ernst Kaltenbrunner, nazi austríaco que ocupó puestos en materia de policía y seguridad, condenado a muerte; Alfred Rosemberg, uno de los propagandistas del nazismo a través del Volkische Beobachter, condenado a muerte; Hans Frank, abogado nazi, condenado a muerte; Wilhelm Frick, ministro del Interior con Hitler, condenado a muerte; Julius Streicher, propagandista nazi antijudío, condenado a muerte; Walther Emanuel Funk, ministro de Economía, cadena perpetua; Hjalmar Schacht, también ministro de Economía, absuelto; Karl Dönitz, responsable de la marina alemana, condenado a 10 años de prisión; Erik Raeder, almirante de la armada, cadena perpetua; Baldur von Schirach, jefe de las juventudes hitlerianas, condenado a 20 años de prisión; Fritz Sauckel, ministro de Trabajo, condenado a muerte; Alfred Jodl, militar de alta graduación, condenado a muerte; Franz von Papen, político conservador que ayudó al ascenso de Hitler al poder, absuelto; Arthur Seyss-Inquart, jefe del nazismo en Austria y propulsor de la Anchluss, condenado a muerte; Albert Speer, arquitecto y hombre muy cercano a Hitler, además de ministro de Armamento, condenado a 20 años de prisión; Konstantin von Neurath, diplomático, condenado a 15 años de prisión; y Hans Fritzsche, propagandista a las órdenes de Joseph Goebbels, absuelto.

A algunos de estos caballeros la vida les daría una segunda oportunidad. Quizá el caso más claro es el de Albert Speer , que encandilaba a Hitler con sus maquetas del nuevo Berlín que construiría una vez terminada la guerra, quien saldría de la cárcel y se dedicaría a escribir artículos y libros autojustificativos. De hecho, el pero más gordo que le veo yo a la película El hundimiento es, precisamente, lo mucho que se deja llevar por la versión que tenía Speer de las cosas, lo cual hace aparecer a su personaje como un tipo bastante equilibrado y casi consciente del mal cometido por el régimen nazi. Lo cierto es que Speer era un hombre de la estrecha confianza de Hitler y que Hitler, en confianza, no se cortaba un pelo diciendo las cosas. Así pues, Speer tenía que saber muy bien de qué era capaz su jefe.

Como a los niños y adolescentes bastante les llegará con ver las fotos y los recuerdos de la exposición, es a los más mayores a los que os recomiendo la monumental biografía de Hitler escrita por Ian Kernshaw, editada ya en España en libro de bolsillo (barato, pues); y un clásico editado por Alianza Universidad para quienes querais profundizar en serio en los porqués del nazismo: La dictadura alemana (dos tomos), obra de Karl Dietrich Bracher.

Y dos películas; para equilibrar, una comedia y un drama. La comedia se llama Un, dos, tres, y fue filmada en 1961 por el maestro Billy Wilder, director de origen austríaco que decía que los austríacos eran los tipos más inteligentes del mundo, porque habían conseguido convencer a la humanidad de que Beethoven era austríaco (nació en Bonn, Alemania) y que Hitler era alemán (nació en Austria). En esta comedia, James Cagney es el delegado de la Coca-Cola en Berlín y descubre que la hija de su super-jefe, durante una breve visita a Alemania, se ha enamorado de un comunista de Berlín Este (Horst Buchholz, en el mejor papel de su vida, y es decir mucho). Un personaje secundario, el secretario de Cagney, Schlemmer, no tiene desperdicio.

El drama es Vencedores y vencidos (Judgement at Nuremberg) y fue filmada el mismo año, 1961, por uno de los grandes genios de Hollywood, Stanley Kramer. Se han hecho más películas sobre los juicios de Nuremberg, pero ésta es la película sobre Nuremberg. Aunque su planteamiento es sorprendente: uno de los mejores actores de todos los tiempos, pareja de la mejor actriz de todos los tiempos, es decir Spencer Tracy, es un juez americano jubilado a quien le ofrecen, de cuarto o quinto plato, ser el magistrado-presidente de uno de los últimos tribunales de Nuremberg. El tiempo ha pasado, los grandes juicios terminaron, aquellos condenados están fusilados o encerrados, y ahora tocan los personajillos menores de la Alemania nazi. En el mundo, además, se respira otro ambiente: llega la guerra fría y los americanos empiezan a barruntar que los alemanes, ahora, son sus amigos. En ese entorno, Tracy juzgará a un destacado profesor alemán, el doctor Ernst Janning, interpretado por Burt Lancaster.

En esta película hay grandes actores, como Marlene Dietrich o Maximilian Schell, y otros algo más mediocres a los que, sin embargo, Kramer sabe sacar lo mejor de sí mismos (es el caso de Richard Widmark). La escena del interrogatorio de Rudolph Petersen (Montgomery Clift) es, en mi opinión, antológica, y una pequeña lección de interpretación para estos actorazos que tenemos hoy en día, que cuando lloran no sabes muy bien si están llorando o les pica un testículo.

¿Se me ha olvidado comentar que la exposición es gratuita y que el Círculo está en el centro de Madrid, excelentemente comunicado por lo tanto?

Id a verla. Se lo debéis.

miércoles, diciembre 06, 2006

Vergüenza

Esta mañana he leído un artículo periodístico. Lo he leído en un periódico de Madrid que se llama El País. Y, leyéndolo, no he podido evitar sentir vergüenza.

No lo voy a copiar entero. Es un artículo un poco largo. Pero sí voy a copiar algunas frases. Dice el autor:

«Han pasado siglos, han pasado eras, durante los cuales los poetas no han cesado de cantar las excelencias de la mujer, ni los moralistas se han cansado de recomendarla al resto de los hombres. Han pasado siglos, han pasado eras, y desde las alturas de la década XIX, un hombre religioso y sabio ha mirado a través de los tiempos y ha interrogado a los genios que pasaron. Los genios le han hablado todos de la superioridad moral de la mujer».

Y, en otro punto del artículo, dice su autor:

«Han pasado siglos, han pasado eras de religiones de amor y poesía; los cantos a las diosas, los cantos a las vírgenes, los cantos a las madres han dejado profundas huellas en nuestros corazones; pero todavía, en el rincón oscuro de un hogar frío, la pobre Margot espera impaciente y temblorosa la llegada del macho enfurecido que agite la quietud de su miseria pasiva y resignada con estremecimientos de amores brutales y enfermos». Más adelante, el autor se pregunta: «¿A quién se le ocurre pedir a los borrachos que liberten a sus mujeres? ¿No sería mucho más cuerdo pedir a las mujeres que se libren de los borrachos?»

Es un alegato, sí, contra la violencia doméstica. Ya es de por sí vergonzoso tener que admitir la existencia de ésta en una sociedad que decimos moderna y desarrollada. Pero lo que más vergüenza me da de todo es tener que recordaros, lectores, que éste es un blog de Historia. Que El País, periódico madrileño, no fue fundado en 1975, sino refundado. Con el mismo nombre tuvo una existencia anterior, durante la primera mitad del siglo pasado, como periódico de corte intelectual e ideología republicana.

El artículo que os he citado fue publicado, sí, por El País. El 5 de octubre de 1906. Hace ahora cien años. Su autor fue Julián Besteiro. Hace tantos, tantos años de este artículo que, cuando lo escribió, Besteiro era aún un socialista de nuevo cuño.

Y nos cabe preguntarnos cuántas de las palabras escritas por él, hace ahora cien años, han sido acalladas por el tiempo. Ni una sola, quizás.

Hoy, como hace cien años, sigue siendo necesario el consejo con el que, hace casi 37.000 días, Julián Besteiro terminaba su artículo: «Mujer, sé digna, y sé fuerte».

viernes, diciembre 01, 2006

San Francisco, 1906

Hace ya algunos meses, el 18 de abril de este año, se produjo el centenario de un suceso que, sin ser el peor en su especie, sí que ha quedado hondamente grabado en la mitología catastrófica humana: el terremoto de San Francisco. Se trató de un sismo de 7,8 grados en la escala de Richter que se ensañó con la que ya entonces era una de las ciudades más prósperas de Estados Unidos, ergo del mundo entero. A las 5 horas 12 minutos de la madrugada de aquel día, los habitantes de la ciudad, en su mayoría, dormían plácidamente en sus camas, pero la Historia les sacó de ellas violentamente; y a unos 3.000 de ellos les segó la vida.

Sin embargo, formular así los hechos es un poco desenfocado. Las grandes catástrofes naturales no matan y generan pobreza sólo por sí mismas; en realidad, lo más dañino de ellas suele ser la reacción en cadena que provocan y su capacidad de hacer que lo que funciona bien lo haga mal. Esto pasó también recientemente con el Katrina, pues no fue tanto el huracán el que inundó a un estado, sino la rotura de diques que provocó. En la misma medida, el gran problema del terremoto de San Francisco no fue el movimiento de tierras, sino los incendios.

A principios del siglo XX, no eran pocos los expertos que en Estados Unidos sostenían que San Francisco era una yesca y que corría serio peligro de ser pasto de un incendio pavoroso. Sólo dos años antes del terremoto, un incendio ocurrido en la ciudad de Baltimore se había llevado por delante más de 1.500 edificios. Esto demuestra que ni siquiera en Estados Unidos, líder del mundo, estaba solucionado el problema de los incendios. Pocas décadas antes, en Barcelona, un orgulloso parque de bomberos privados mantenía su local abierto por temporadas para que el público pudiese admirar los cubos y las escaleras que poseía; poseer cubos y escaleras era visto como la leche merengada en materia de incendios. Sin embargo, los edificios eran iguales que ahora; en realidad, más inflamables aún. Éramos pulgas luchando contra un regimiento de artillería.

A este factor cabe añadir otro que, según no pocos expertos, está en el fondo de la virulencia que adquieren hoy en día muchas catástrofes naturales, tales como el huracán Andrew o no pocos desbordamientos de ríos, como el Missouri. Se trata del hecho de que el hombre lleva unos 150 años estableciéndose donde no debe. Hasta más o menos la mitad del siglo XIX, las decisiones de implantación de casas, villas y ciudades ha sido básicamente racional. El hombre, por así decirlo, tenía a su disposición toda la Tierra, motivo por el cual escogía las zonas más cálidas o las más húmedas, los puertos naturales más resguardados y los mejores cauces de los ríos. Paulatinamente, sin embargo, hemos aprendido a ganarle a la Naturaleza algunas manos. Hemos aprendido a ganarle terreno al mar (véase los pólderes de Holanda) o incluso a establecernos en él, como ocurre con algunas localizaciones japonesas, levantadas sobre islas artificiales. Los pesimistas sostienen que, aunque puedas ganarle una mano a la Naturaleza, ésta siempre gana la partida y acabará recuperando lo que es suyo. Sin necesidad de ser tan negativos, es lo cierto que ese tipo de actitudes, unido al crecimiento de la población y del bienestar económico, haya provocado establecimientos en lugares en los que nuestros antepasados no habrían levantado una casa ni hartos de vino; por ejemplo, cerca de cauces de ríos que tienen la mala costumbre de desbordarse cuando llueve demasiado.

En el mundo de hoy hay todo un debate sobre las catástrofes naturales. Hay quien dice que son absolutamente naturales; que lo que entendemos como una virulencia inusitada (Andrew, Katrina, etc.) lo entendemos así porque no tenemos, obviamente, series estadísticas que abarquen miles de años, que son los períodos que se deben manejar para estas cosas. Hay quien defiende que todo esto lo provoca el cambio climático. Y hay quien recuerda el factor que acabo de describir, es decir que parte de la virulencia está provocada por el hombre y su escasa sensibilidad catastrófica.

Algo de esto último hay. En San Francisco y a principios de siglo, había gentes que no estaban muy tranquilas con el hecho de que una de las zonas urbanísticas que entonces se estuviese impulsando fuese el área ganada al mar cerca de la bahía de Yerba Buena. Y el terremoto les dio la razón.

Explicando los terremotos en cristiano converso (o sea, con las palabras de un no científico al que le gusta leer de estas cosas), digamos que vivimos sentados sobre una serie de placas que se mueven. Se mueven muy despacio, menos de 5 centímetros al año, pero se mueven. Como las placas son distintas y se mueven, se rozan; o sea, no van tan deprisa como para chocar, pero sí se rozan. Los puntos de encuentro se producen en las fallas y, además, hay que tener en cuenta que los, por así decirlo, bordes de la placas no son, obviamente, lisos. Estos perfiles rugosos hacen que, a veces, el movimiento se bloquee (como ocurre siempre que frotamos una superficie rugosa contra otra). Con el tiempo (años, siglos) se acumula ahí una tensión que se libera cuando se produce una fractura en la roca. Y la tierra tiembla. En 1906, la fractura se produjo en un espacio de unos 430 kilómetros de la falla de San Andrés, con un desplazamiento máximo de 6 metros 40 centímetros. Sé también que el terremoto de San Francisco le sirvió a un científico, Harry F. Reid, para formular una teoría sobre la formación de terremotos que se conoce como teoría de ruptura de Reid; pero no sé más y, además, si supiera más, la verdad, no sé si me atrevería a explicároslo.

La gran tragedia del terremoto fue la ruptura masiva de las conducciones de gas. Casi inmediatamente, se produjeron nada menos que 52 focos de incendio distintos en el área. Además, la ruptura simultánea de los conductos de agua dejó a los bomberos, si llegaban, sin materia con la que apagar el fuego (las tuberías se rompieron por 23.000 sitios distintos). A eso de las ocho de la mañana, el fuego había avanzado tanto que los 52 focos iniciales se habían convertido en tres grandes incendios que devastaban la ciudad al oeste, al norte y al sur. San Francisco ardió durante tres días enteros y perdió uno de cada cinco de sus edificios, unos 28.000. Las pérdidas pueden calcularse en unos 550 millones de euros, de la época. El daño producido a la economía estadounidense fue casi el doble que el generado por Katrina.

Todo lo que falló hace unos meses con Katrina funcionó en el caso de San Francisco. También es cierto que eran otros tiempos, porque la principal medida dictada por el alcalde, Eugene Schmitz, para garantizar el orden social, sería hoy impensable: autorizó a la policía a disparar a los saqueadores sin previo aviso. Sin embargo, hay que decir que los primeros trenes de socorro llegaron a San Francisco apenas unas horas después de ocurrido el siniestro y que centenares de miles de personas fueron evacuadas en menos de una semana.

¿Volverá a ocurrir? Hay estudios que sostienen que la probabilidad de un nuevo terremoto de San Francisco son, en el primer tercio de este siglo, superiores al 50% (en torno al 60%). No se espera en la falla de San Andrés porque los geólogos están bastante más preocupados por otra falla, la de Hayward. Lo que sí ha avanzado es la prevención contra incendios y, muy especialmente, el abastecimiento de agua.

Podríamos decir: jugamos con más cartas marcadas en la baraja. Pero, a pesar de todo, seguimos básicamente como hace cien años: jugando una partida con la Naturaleza. Tratamos de descubrir cuál es su jugada, pero ella, como ocurre siempre con los buenos jugadores, jamás abandona su cara de póquer.

miércoles, noviembre 29, 2006

Arreglando el país: los enterados

No os perdáis este post de Ina. Es realmente interesante.


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El primer rasgo del enterado es que él dispone de más información que nadie. Ya sea porque su primo sea el peluquero de la cuñada del Presidente del Gobierno o porque haya oído en un restaurante una conversación significativa entre dos que seguro que pertenecían al CNI, él posee datos que nadie más posee. Cuando al enterado le fallan esas fuentes privilegiadas de información, siempre le queda su capacidad para leer entre líneas y darse cuenta de lo que se cuece, que parece mentira que nadie se haya percatado todavía.

Si los enterados se contentasen con atesorar información y conspiraciones, serían soportables. Lo malo es que se empeñan en arreglar el mundo y contártelo.

Hace algún tiempo conocí a uno de esos enterados en un bar del Madrid viejo. Era un jubilado, al que le caí en gracia. En quince minutos y con una caña, arregló la situación en Iraq. Con otros quince minutos y otra caña, habría arreglado el resto de Oriente Medio. Lo curioso es que sus ideas sobre Iraq no eran mucho más descabelladas que las de Bush, Cheney y Rumsfeld. Tal vez si le diesen una oportunidad sería un mejor Secretario de Defensa de Estados Unidos que Rumsfeld. El listón no está demasiado alto.

En los siglos XVII y XVIII, a los enterados se les denominaba «arbitristas» y el tema del día no era cómo resolver lo de Iraq, sino cómo frenar la decadencia española y que el país volviera a recuperar su esplendor pasado.

Hubo arbitristas disparatados, desde luego. Mi favorito es uno que propuso que se construyeran dos grandes canales, que se encontrarían en Madrid y dividirían la Península Ibérica en cuatro territorios de idéntica superficie. Esto permitiría que toda la Península pudiese disfrutar de los beneficios del comercio marino.

Pero junto a esos arbitristas “enterados”, hubo otros que investigaron las causas de la decadencia de España y encontraron que su raíz era básicamente económica. Si hubieran escrito en inglés y se hubieran apellidado Smith hoy serían estudiados en las facultades de económicas de todo el planeta. Para su desgracia, escribieron en español y en un imperio en decadencia al que nunca se le dieron demasiado bien la propaganda y las relaciones públicas.

Uno de los primeros tratadistas de este tipo fue Martín González de Cellórigo que, ya en 1600, se adelantó a los monetaristas del siglo XX y se dio cuenta de que el mero caudal de metales preciosos no implica riqueza, sino aumento de precios. La idea de que el aumento de la masa monetaria en circulación sin un correlativo aumento en la cantidad de bienes producidos produce inflación ya había sido entrevista por González de Cellórigo trescientos años antes de que naciera Milton Friedman.

Veinte años más tarde, Sancho de Moncada se revela como uno de los primeros economistas políticos de la Historia. Sancho de Moncada hace un análisis de la situación española del siglo XVII que no desmerece de las páginas de economía de un periódico del siglo XX. Para él, la entrada de gran cantidad de metales preciosos en España tuvo como consecuencia el encarecimiento de los bienes españoles, lo que a su vez provocó la ruina de nuestras exportaciones y el aluvión de importaciones baratas que acabaron asolando la industria nacional. Las medidas por las que aboga se parecen mucho a las que aplicaron muchos países en desarrollo en los años 60 y 70 del siglo pasado, con pobres resultados, todo hay que decirlo: proteccionismo comercial y nacionalización de la industria y el comercio, aunque no en el sentido de su asunción por el Estado, sino de la expulsión de los extranjeros y su entrega a los españoles.

Que los llamamientos de Sancho de Moncada y otros arbitristas que defendían ideas similares no fueron oídos, nos lo prueba que treinta años más tarde, hacia 1650, otro arbitrista, Francisco Martínez de Mata, volvió a proponer las mismas medidas proteccionistas y de fomento de la industria nacional que los anteriores. Eso sí, el proteccionismo de Martínez de Mata no es un proteccionismo ciego, sino uno que no pierde de vista la interdependencia entre los distintos sectores de la economía.

Los arbitristas fueron una voz que clamó en el desierto. Aunque los gobernantes fueron a menudo conscientes de que estaban cargados de razón, las necesidades apremiantes de lograr un millón de ducados para continuar el asedio de Breda o de subvencionar con medio millón de ducados al Emperador austriaco para que enviase un ejército al Báltico, hicieron que lo apremiante de los compromisos a corto plazo se comiese a la conveniencia de planificar a largo plazo. Unos gobernantes cuyo horizonte mental apenas iba más allá de la llegada de la próxima flota de Indias y de las campañas militares que su plata podría costear, no estaban capacitados para aplicar los programas de los arbitristas.

lunes, noviembre 27, 2006

El Rey... ¿prudente?

En recientes comentarios a otro post se ha afirmado que la quiebra económica de España (aunque, más propiamente, deberíamos decir de Castilla) proviene ya de los tiempos teóricamente victoriosos del propio Imperio. Y es verdad. En los mismos años en los que España era el imperio sobre el que nunca se ponía el sol, notablemente aquéllos en los que reinó Felipe II, el Rey Prudente, ya se estaban poniendo las bases de lo que fue el progresivo derrumbe del país que se produciría en los siglos siguientes. Hoy vamos, pues, a intentar retratar aquellos años.

En 1559, la recaudación impositiva en Castilla supuso 3.000.000 de ducados. Ese año, se estima que los gastos incurridos por el presupuesto público fueron de 2.300.000 ducados, de los que 740.000 correspondieron al presupuesto de defensa, otros 700.000 a gastos de la Corte, y aproximadamente 1.500.000 de ducados al servicio de los juros (más abajo explicaré lo que eran; en todo caso, más información aquí). En otras palabras, Castilla era un territorio fuertemente gravado por las deudas pasadas derivadas de las aventuras militares de Carlos I de España y V de Alemania; pero, aún así, sus ingresos eran capaces de sobrellevar dichas cargas con cierta holgura. Se diría que era, por lo tanto, un emisor con riesgo-país asumible.

Sesenta años más tarde, en 1621, la recaudación se había multiplicado por tres y llegó a 10.500.000 ducados. Sin embargo, los gastos habían crecido más considerablemente. Para empezar, el servicio de los juros había pasado a suponer 5.600.000 ducados, o sea se había multiplicado por 3,7. Los gastos de la corte, poco más de 1.000.000 de ducados, seguían en su línea. Había aparecido una nueva partida presupuestaria, el sostenimiento de las posesiones de la corona en Flandes, que importaba nada menos que 3.100.000 ducados. Y los gastos de defensa se habían multiplicado por cuatro, hasta casi tres millones de ducados anuales. Como consecuencia, había un déficit de algo más de un millón de ducados o, lo que es lo mismo, por cada 10 ducados que el Estado ingresaba, gastaba 11. Un déficit público del 10%: Felipe II no habría entrado en el euro ni emborrachando al mismo tiempo a Chirac, Merkel y Blair. La deuda pública (los juros) consumía por sí sola la mitad de la recaudación total. De un país en esta situación hoy diríamos que es un país quebrado.

Y, sin embargo, aquel país quebrado era el dueño del mundo. De hecho, ése era su gran problema.

Empecemos por las fuentes de financiación. Porque una Historia hermosa de estudiar es, por paradójico que lo parezca, la Historia de la Hacienda. Los impuestos no han sido siempre los mismos, ni lo ha sido tampoco la forma de recaudarlos. De hecho, el Estado renacentista no recaudaba impuestos. Sabía que realizar esa labor era extraordinariamente caro y costoso. Por eso, alquilaba las rentas del Reino, en los procesos llamados de encabezamiento. Por periodos, se subastaba la recaudación de impuestos, de forma que el adjudicatario abonaba al Estado dicha recaudación, con un descuento, y procedía a recaudar para sí. El beneficio estaba en el descuento o, eventualmente, en recaudar más de lo previsto. Así pues, los recaudadores de impuestos eran trabajadores del sector privado cuyo éxito dependía de sacar cuanto más, mejor. La mala fama del recaudador de impuestos estaba bien ganada. Algunos impuestos, en todo caso, eran recaudados por las ciudades para el rey.

Otro aspecto curioso, a nuestros ojos, de aquella Hacienda, era que la carestía y los peligros del traslado de capitales hacía que éste se desechase en muchas ocasiones. El Dioni habría tenido poco trabajo en la España del Renacimiento. Por lo tanto, las rentas recaudadas se solían gastar más o menos en el mismo lugar que se recaudaban, con lo cual los mecanismos de solidaridad territorial, en un Estado desde luego mucho menos desarrollado que el nuestro, eran, además, especialmente complejos.

La mayor parte de los impuestos eran indirectos. En Castilla había existido por tradición un impuesto directo, sobre las rentas, denominado cartinega, pero había perdido importancia.

El principal impuesto era la alcabala, una especie de precursor del IVA que gravaba las ventas de bienes raíces y otros objetos de cierto lujo, tales como los paños. La alcabala aparece a menudo ligada a la tercia, un ingreso estatal procedente del diezmo que cobraba la Iglesia católica de sus feligreses (la décima parte, cuando menos teórica, de sus rentas). El diezmo eclesiástico se cobraba en tres partes: la del episcopado, la del clero y la destinada a levantar iglesias y conventos. De este último tercio del diezmo, el Estado percibía dos tercios (tercias), por lo que las tercias venían a suponer, por lo tanto, dos novenos del diezmo total o, si se quiere, dos nonagésimas partes de la riqueza teórica del contribuyente.

La Historia de aquella época marca, de hecho, toda una lucha por parte del poder real para conseguir que la Iglesia suelte parte de su riqueza a favor de las finanzas estatales. Además de percibir las tercias, con el tiempo se crearon las tres gracias, a saber: el impuesto de cruzadas, cuyo origen es una bula papal al Estado que éste acabó por perpetuar; el excusado y el subsidio. La cruzada sufragaba los establecimientos militares de África, mientras que el subsidio pagaba las galeras. Los expertos en Hacienda no paraban de recomendarle al rey que sujetase los gastos militares de forma que se ajustasen a estos ingresos de procedencia eclesiástica. Nunca lo consiguieron.

La tercera renta ordinaria del Estado era el maestrazgo, que pagaban los maestres por serlo, esto es, por estar socialmente por encima de la gleba. A ésta se sumaba a la renta de aduanas o almojarifazgo, que ya era muy parecida a la actual, con la salvedad de que, entonces, los portazgos estaban situados no sólo en fronteras exteriores, sino también interiores. El ejemplo más claro era el puerto seco entre Castilla y Aragón.

La corona cobraba también las llamadas regalías, que eran un pago derivado de la explotación de minas y otras actividades, así como la trata de esclavos. Pero, sin duda, el impuesto más suculento para el Estado era el denominado servicio de los millones, obtenido a partir de recargos en el vino, el vinagre, el aceite, la carne, el jabón y las velas de sebo. O sea, lo que se dice un impuesto sobre las bebidas alcohólicas, el lujo (poca gente se podía permitir la carne entonces) y la luz (que era con velas, claro), todo en uno. Los millones llegaron a aportarle a Felipe II, a principios del siglo XVII, hasta 3 millones de ducados en un año, pero eran unos ingresos difíciles de conseguir, porque debían ser pactados con las Cortes. En puridad, aquellas Cortes eran básicamente una reunión de municipios con los que discutir los millones, y no siempre el rey se llevaba el gato al agua. Felipe IV, acompañado del Conde-duque de Olivares, viajaría en el siglo XVII a Barcelona para obtener de la España no castellana servicios de millones para financiar sus muchas guerras, y volvió con las manos vacías.

Un impuesto curioso era la sisa, que consistía en entregar mayores cantidades de vino u otros bienes por el mismo valor. La palabra se consolidó en nuestro idioma y hoy sisa significa robo o pequeño hurto, a menudo cometido por una persona que maneja dinero de otros. Sisar es lo que hace, por ejemplo, un niño que le hace un recado a su madre y, al volver a casa, miente levemente en el precio de lo que ha comprado, para quedarse con la diferencia.

Otra figura de aquella época que se ha quedado a vivir en nuestro idioma era la concesión de monopolios comerciales (a cambio de dinero) que hacía la corona. Se llamaban estancos.

Otros pequeños impuestos eran tasas finalistas con fines militares; por ejemplo, las fardas. La farda mayor, por ejemplo, era un impuesto sobre la propiedad que se imponía a los moriscos, y se gastaba en las defensas de Granada.

A todo esto hay que unir la llegada de plata de Indias, que ingresaba en el sistema metal precioso y valioso. La llegada masiva de plata generó en algunos periodos problemas de inflación y, a la larga, jugó en contra de las monedas de vellón que también circulaban por Castilla, generando en la práctica un sistema de doble referencia. Los banqueros de los reyes españoles siempre querían cobrar en plata, por supuesto. Y algunos de ellos tenían la sartén por el mango, porque eran dueños de las minas de azufre europeas, y España necesitaba ese azufre para obtener la plata. La plata de América, en todo caso, salvó a Felipe II en las últimas décadas del siglo XVI pues, desde 1577, se había visto obligado a reducir las alcabalas ante lo que probablemente fue un caso de insumisión fiscal masiva.

En tan temprana fecha como 1557 y 1560, Felipe II se vio obligado a suspender pagos a sus financieros, quiebra que inició la tendencia explosiva de la emisión de juros. Los juros eran títulos de deuda pública relativamente parecidos a los actuales. Devengaban un interés, pero su diferencia fundamental estaba en que, dado que hace 500 años el Estado no era garantía de nada (al revés de lo que ocurre hoy en día con las emisiones de riesgo soberano), la garantía del juro (garantía de pago) estaba en las rentas de la corona. Por lo tanto los juros estaban siempre vinculados (situados, se decía) a una determinada renta o recaudación y, en consecuencia, nada más recibir un juro, su propietario procuraba mudarlo lo antes posible a una renta más segura. La consolidación de 1560 supuso la emisión masiva de juros al 5%. Algunas opiniones ven en esta política la creación del hidalgo español improductivo: quien era rico y recibía juros se convertía en un rentista; su actividad consistía en cobrar aquellos intereses, sin trabajar.

Claro que la Hacienda, ya lo hemos visto, es sólo la mitad de la historia. Hasta 1560, más o menos, Felipe II logró sostener su imperio sin pegarse casi con nadie. Pero, a partir de ahí, entró en una dinámica de guerra total agotadora. En muy poco tiempo vinieron a unirse la defensa de Malta, la sublevación protestante en Flandes, la rebelión de Granada y las peleas con el Turco en el Mediterráneo. Solo esta última partida costaba un millón y medio de ducados al año. Las defensas en el Atlántico demandaban el doble. A todo esto hay que añadir que la mayoría de las estimaciones, hechas por los historiadores, se basan en documentación estatal que se refiere, en realidad, a gastos ordinarios. Las campañas extraordinarias se presupuestaban por separado, siendo difícil saber cuánto añaden. Por ejemplo, la victoria de Lepanto le costó, a todos los coligados, 1.100.000 ducados. Tratar de darle en el bebe a Inglaterra (con los resultados que conocemos), por su parte, le costó a Castilla la friolera de 7 millones (debo recordaros, si os habéis perdido, que la recaudación por rentas ordinarias venía a suponer unos 10 millones); y aún y con eso, ya antes de hacerse a la mar, a los integrantes de la Armada se les debían 300.000 ducados que no se les habían podido pagar.

Con todo, la auténtica sangría económica de Felipe II se llamó Flandes. Pocas veces defender la fe católica salió tan caro. En los años buenos, al principio, financiar la guerra flamenca costó millón y medio de ducados al año; conforme la cosa se fue poniendo fea, la cantidad se dobló. En 1608, la guerra de Flandes había costado 110 millones de ducados (una vez más: unas once veces la recaudación de impuestos de todo un año. Haced la cuenta con los Presupuestos Generales del Estado de este año, y ya veréis lo que os sale).

En septiembre de 1575, Felipe II haría el último intento serio de arreglar las cosas, forzando una nueva quiebra. En realidad, el objetivo de aquella quiebra fue poner los juros y los compromisos en manos castellanas o, lo que es lo mismo, mandar a freír espárragos a los banqueros genoveses que le tenían agarrado por los cataplines. Pero fracasó. La guerra atlántica, la Pérfida Albión, cambió esos planes y, para 1581, ya no quedaban fortunas en Castilla para financiar al Rey Tiraduros. Felipe II heredó de Carlos I un endeudamiento de 30 millones de ducados y dejó otro más cerca de 150 que de 100 millones.

Se habla mucho de los Tercios de Flandes como ejemplo de ejército cruel que sometía las poblaciones que invadía a pillaje. En este panorama, cabe entender que, para muchos soldados, el saqueo era la única forma de cobrar algo. El soldado de la época de Felipe II es, en efecto, un ladrón, un extorsionador y, las más de las veces, alguien que, dado que no cobra, compagina el oficio militar con cualquier otro, convirtiéndose en una especie de militar a tiempo parcial.

En suma: la Historia del reinado de Felipe II y algunos años después es la Historia de un Estado que no se resigna a ser pequeño. Las evidencias eran bastante evidentes en el sentido de que Castilla ya no daba más de sí y que había una dependencia excesiva de la plata americana, recurso volátil donde los haya. El Rey Prudente probó a recargar las alcabalas, imponer sisas, pedir millones; pero nunca, que se sepa, acudió a la solución más lógica, que hubiera sido la tijera. El pie forzado fue siempre conseguir ingresos suficientes para poder armar galeras suficientes, equipar tercios por doquier, para seguir demostrando la grandeza de Castilla, que era la grandeza de España.

El Rey Prudente. Otro día hablaremos de lo que hacía por las noches, después de haber arruinado a su imperio.