Nunca he tenido la ocasión de comentar que llevo varios años estudiando inglés, gracias a mi empresa que me lo paga. Ahora trato de sacarme el CAE en un año o así y sigo una disciplina un poco férrea (preparar un examen es preparar un examen); pero tengo siempre mis porciones de conversación.
La mayor parte de mis profesores, he tenido varios en los últimos años, son estadounidenses, aunque he tenido a un inglés, una escocesa, una sueca y una aussi que era realmente guapa y divertida (miss you, Katie). A todos ellos, especialmente a los yankees, les he recomendado siempre que viesen Bienvenido Mr. Marshall. Les he garantizado que no iban a entender gran cosa (cosa que siempre se ha cumplido) pero que, por lo menos, habría una escena que les divertiría: aquélla en la que el alcalde, Pepe Isbert, sueña que es un sheriff del Far West. Después de que ven esa peli y se descojonan un rato (un profe, bostoniano, me juró que en el Sur hablan exactamente así), les digo que vean Los santos inocentes, que la vean con subtítulos, para enterarse bien. A mí me parece que es una peli que describe muy bien lo que fue España. Mi experiencia es que les cuesta entender que esa película esté describiendo una realidad ocurrida hace tan sólo cuarenta o cincuenta años.
Otra cosa que les divierte mucho es que se les hable de la censura. Pensadlo: para un ciudadano de Boston, de San Francisco o de Londres, que le hablen de la censura de prensa y de la cultura es como si le hablas a un nepalí del txacolí. Es algo tan extraño a su cultura que no pueden creerlo. Pero esto, a Dios gracias, les pasa ya a los españoles: el fin de semana pasado comprobé que mi sobrino, catorce años, tampoco puede creer que le esté contando algo que yo mismo haya vivido.
La mayor parte de los angloparlantes (y españoles) jóvenes de hoy no ha visto nunca Mogambo. Así que primero has de contarles la peli, la peli auténtica por así decirlo, y luego explicarles lo que el franquismo hizo con ella. O sea: es un film en el que un matrimonio se regala un safari por África, durante el cual ella (Grace Kelly) se enamorará del guía de la excursión (Clark Gable). La censura española obligó que en el doblaje desapareciese el adulterio, que consideraba contrario a las buenas costumbres de España. Así pues, en la versión censurada de Mogambo, Kelly y su marido eran hermanos. Unos hermanos muy cariñosos (yo nunca he abrazado ni he besado así a mi hermana, lo juro). Conforme avanza la película, se va desencadenando la tragedia, y no entiendes por qué. Porque, al fin y al cabo, en la versión censurada tanto Grace como Clark son solteros y libres. ¿Por qué no se van a liar? Ítem más: ¿por qué el hermano-soba-hermanas se mosquea de esa manera?
Mogambo ha quedado en el inconsciente colectivo de mi generación como el icono de lo absurda que puede llegar a ser la censura. Pero no es el único caso, desde luego. En Doce del patíbulo, un militar norteamericano comanda una misión suicida realizada por doce militares que han sido condenados a fuertes penas, algunos de ellos a muerte, por gravísimos delitos. Uno de esos condenados es un mafioso de origen italiano que, en la peli original, se llama Victor Franco. ¿Lo pilláis? Franco = militar = condenado a muerte. El doblaje español lo convirtió en Victor Frankie.
La muy abstrusa canción de Don McLean American Pie se llegó a distribuir en España con un estúpido pitido de 3 segundos en una frase que no le gustó a nuestra censura. Probablemente, aunque no estoy seguro, aquélla en la que McLean habla de escribir el libro del amor si la Biblia te lo dice. Cuando le cuentas esto a los yankees, te miran como supongo que mirarían a un armadillo hembra que se pusiera repentinamente a declamar versos de Coleridge.
Quizá la anécdota más graciosa que conozco tiene como protagonista a Luis García Berlanga, precisamente el autor de Bienvenido Mr. Marshall. Berlanga era muy temido por la censura porque era y es un tipo muy inteligente. Mr. Marshall tenía que ser una película de propaganda española (de hecho hay una cantante de coplas, Lolita Sevilla si no me falla la memoria, que se marca un par de números), pero lo que fue es una ácida crítica de la situación.
En los tiempos que ahora relato, en la Gran Vía de Madrid había una sala de fiestas, Pasapoga se llamaba, que tenía fama de ser antro de perdición (al estilo de la época, no os vayáis a creer). Pues bien: al someter Berlanga, el guión de una de sus películas a la censura, un censor leyó: «Toma aérea de la Gran Vía». Tomó el lápiz rojo, y tachó la escena. Otro compañero le dijo: «Pero, macho, ¿qué tiene de malo esa escena?» «Quita, quita», le contestó el otro; «tratándose de Berlanga, es capaz de meter en el plano general a un obispo saliendo de Pasapoga».
Si uno se sienta hoy delante de la tele a ver el deuvedé de El último tango en París, le costará creer que esta película estuvo prohibida en España; y que, de hecho, en los últimos años del franquismo había auténticas excursiones a la raya de Francia para verla (en francés). Se la tenía por película absolutamente pornógrafa y en no pocos lugares surgían leyendas urbanas que le contaban a los que no la habían visto escenas dignas de Nacho Vidal.
Porque ya tenemos, a la vuelta de la esquina, el fenómeno de la leyenda urbana asociado a la censura.
Es verdad aceptada por muchos, por ejemplo, que La Codorniz, revista satírica que fue secuestrada (o sea: su publicación fue impedida) varias veces, publicó una vez, en su sección de pasatiempos, el siguiente: «Regla de tres: bombín es a bombón como cojín es a X. Nota de la R: nos importa tres X que nos secuestren la edición». Me lo ha contado mucha gente, pero jamás he encontrado a alguien que pudiese mostrarme la edición. Probablemente es mentira.
Otra cosa que pertenece a mis recuerdos fue el estreno en España (en mi caso, en La Coruña), de Jesucristo Superstar. Da vergüenza explicar hoy en día por qué esa peli era escandalosa. En primer lugar, era una ópera rock; o sea, Jesucristo cantaba la música del diablo. En segundo lugar, Judas era negro. En tercer lugar, la historia insinuaba cierto amor, digamos, muy humano, de María Magdalena hacia Jesucristo (aunque Jesucristo, si no recuerdo mal, permanecía impasible el ademán). Por último, en una canción bastante apañadita en la escena de la oración del Monte de los Olivos, se mostraba a un Jesucristo atormentado por su martirio futuro y preguntándole al Padre por qué debía morir. Todo muy hippie. En la España de la demostración sindical y la Sección Femenina, fue la caraba.
Y se contaron cosas. Como, por ejemplo (y es que en el pecado se lleva la penitencia) que el Jesucristo Superstar exhibido en España (que yo creo que estaba íntegro) estaba censurado, porque en la versión original había… una escena de cama entre Jesucristo y María Magdalena.
Buena metáfora de lo que consigue la censura: si no te dejan ver la realidad, acabas por imaginarte que es peor de lo que es.
Feliz fin de semana a todos.
viernes, octubre 20, 2006
jueves, octubre 19, 2006
Cómo fabricar un mártir de Filipinas
Los mártires son fundamentales para la dialéctica histórica. Quizá, de entre las referencias masivas que pienso que pueden estar en la mente de vosotros mis lectores (no sé por qué, pero siempre supongo que mis lectores son más jóvenes que yo), la más clara sea Braveheart. Al final de esa película se cuenta, con cierto rigor histórico, que los hombres que seguían a Mel Gibson lograron apiolarse a las fuerzas inglesas, a pesar de que éstas eran más y estaban mejor armadas. Lo que les animó fue el martirio de su jefe. En cada minuto de tortura pública, los ingleses estaban labrando su desgracia, porque todo aquel que cree estar luchando por la llamada y el ejemplo de un mártir lucha siempre con fuerzas redobladas.
Inasequible Aldesaliento tiene una teoría, en la que yo creo también, y es ésta: para fabricar un mártir hacen falta dos cosas, no una. Hace falta un mártir, claro. Pero también hace falta un imbécil. Sin el imbécil, el mártir nunca lo sería. Hace falta alguien con suficiente poder y suficiente escasez de miras como para no darse cuenta de que, si sigue por la línea del martirio del enemigo, no hará sino encumbrarlo.
Ina ha decidido explicarme esto con un ejemplo del que, lo reconozco, no sabía nada antes de leer su escrito. Un ejemplo que demuestra que en Filipinas hubo más mártires que los de ídem. Y que un personaje que años después de los sucesos que relata Ina, tras la caída de Cuba, fue tomado en España como una especie de ángel salvador de la Patria era, en realidad, un personaje de notable miopía estratégica.
Aqui os dejo con la historia del mártir Rizal y el estrecho de miras general Polavieja.
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Creando mártires: el cretino del general Polavieja
© Inasequible Aldesaliento™
Crear mártires es una actividad ligeramente más inteligente que la de comprobar si un león tiene hambre metiéndole la mano en la boca. Es cierto que hay personas por la vida con vocación de mártires y que si uno no los martiriza, ya aparecerá otro que lo haga. Santo Tomás Moro, por ejemplo. Si tu señorito se llama Enrique VIII, es irritable, tiene la mano ligera a la hora de firmar sentencias de muerte, está salido y se le ha puesto entre ceja y ceja que se quiere divorciar de su mujer para casarse con esa francesita tan mona que le hace guiños, ¿para qué complicarse la vida, diciéndole que eso no se hace? Santo Tomás Moro se complicó la vida y en el empeño perdió su empleo, la simpatía del Rey y la cabeza. Pero bueno, era un hombre de principios y a ese tipo de hombres la cabeza no suele durarles mucho sobre los hombros. O sea, que en estos casos el martirizador casi está justificado. Lo grave son aquellos casos en los que encima el mártir no tenía ganas de serlo.
José Rizal era más un intelectual que un hombre de acción. Había escrito dos novelas críticas con la sociedad española de las Filipinas,- Noli me tangere (1) y El Filibusterismo-, y en sus contactos con los emigrados filipinos había mostrado cierta ambigüedad. Parece que prefería la autonomía a la independencia, entre otras cosas porque desconfiaba de la capacidad de las masas filipinas para autogobernarse, y, más burgués que revolucionario, sólo acudiría a la violencia como último recurso. Como vemos, no era lo que se podría considerar un terrorista. Y no parecía que tuviera madera de mártir. De hecho, suya es la frase: «La vida es agradable y es tan repugnante morir colgado, joven y lleno de ideas». Suena a premonición y sólo yerra en una cosa: Rizal murió fusilado, no ahorcado.
En junio de 1892, Rizal volvió a Manila, después de varios años pasados en Europa y en Hong Kong. Confiaba en que el clima político allí sería más relajado con el nuevo gobernador, el liberal Eulogio Despujol. Poco después de su regreso fundó la Liga Filipina, una sociedad más filantrópica que política, que buscaba promover reformas moderadas. Rizal, desgraciadamente, había olvidado que en las Filipinas, los gobernadores iban y venían, pero los frailes permanecían. Los frailes inmediatamente olieron a sedición, ponzoña, rebeldía y ateismo y prácticamente obligaron al gobernador Despujol a exiliar a Rizal a Dapitan, en la isla de Mindanao.
Rizal sobrellevó su exilio con buen espíritu. En Dapitan se embarcó en numerosos proyectos para mejorar la vida de los lugareños: introdujo nuevos cultivos, estableció una clínica, enseñó a los pescadores el manejo de nuevas artes de pesca y en el tiempo que esas actividades le dejaban libre, pintaba, esculpía y estudiaba. Es cierto que en esa época mantuvo contactos con algunos de los futuros revolucionarios, pero siempre más como el intelectual lejano, con un cierto halo de superioridad, que como el combatiente activo presto a pasar a la clandestinidad.
En 1896 estalló una epidemia de fiebre amarilla en Cuba. España pidió médicos y Rizal se ofreció como voluntario para ir. No se diría, desde luego, la acción de un peligroso revolucionario. Justo en ese momento estalló la revolución capitaneada por Andrés Bonifacio y las autoridades sospecharon que Rizal pudiera estar envuelto en ella. Un gobernador suspicaz pero inteligente, se hubiera dicho: «Que se vaya, a ver si hay suerte y acaban con él los mosquitos de la malaria o las balas de los mambises». Por desgracia en el gobierno español sobraban los suspicaces y faltaban los inteligentes. Rizal fue detenido en alta mar y devuelto a Manila, donde le encarcelaron y a toda prisa empezaron a amañar las pruebas que lo incriminasen.
El gobernador entonces era el General Ramón Blanco, que sí que era inteligente y planeaba vetar la más que pronosticable condena a muerte. El General Blanco sí que había comprendido que hay tareas más provechosas para los gobernadores coloniales que la de aumentar el martirologio. Desgraciadamente el General Blanco fue reemplazado en aquellos días por el General Camilo García de Polavieja, cuyo apellido era más largo que sus luces. Polavieja pertenecía a esa rancia estirpe ibera que cree que los pueblos pueden gobernarse como el patio de un cuartel y que un buen fusilamiento a tiempo cura todos los males (2).
Hasta el final Rizal intentó escapar a su destino de mártir. Hizo profesión de lealtad a España y repudió públicamente el levantamiento de Bonifacio como una aventura «absurda y salvaje». Esos intentos de Rizal, que a algunos les pueden parecer antiheroicos, a mí me lo hacen especialmente simpático. He ahí un hombre que entiende que todas las estatuas póstumas del mundo (y en la Filipinas actual Rizal tiene unas cuantas) no compensan por los años no vividos y los polvos no echados (supongo que Rizal, que era más romántico, hubiera utilizado otra imagen).
Nada de eso le valió. Su reputación de hombre librepensador y de filipino inteligente y culto y poco amigo de los frailes bastaron para asegurarle la condena a muerte. Para echar aún más sal en la herida, le procesaron el día siguiente a la Navidad de 1896 y le fusilaron en Manila el penúltimo día del año.
¿Cómo convertir un hombre tan contradictorio y antiheroico en héroe nacional filipino? Tenía evidentes dotes naturales, había muerto joven y en su tragedia final había algo del injusto martirio de Jesucristo que resultaba muy atractivo al católico pueblo filipino. Pero aun así, no parecen suficientes elementos para elevar a un hombre a la categoría de mito nacional. Es aquí donde entran en juego los norteamericanos.
El levantamiento filipino sofocado en 1896 resurgió en 1898 al hilo de la guerra hispano-norteamericana. Los filipinos creyeron inocentemente en las buenas palabras norteamericanas y asumieron que Estados Unidos les estaba ayudando contra España para que alcanzaran la independencia. En sus contactos con los líderes insurrectos filipinos, los norteamericanos jugaron continuamente a la ambigüedad y siempre se resistieron a asumir ningún compromiso escrito con la independencia de Filipinas.
Derrotados los españoles, los malentendidos aumentaron o más bien se disiparon: pronto no quedó duda de que los norteamericanos habían venido para quedarse. Siguió una dura guerra, que en algunos lugares del archipiélago duró hasta 1910, en la que puede que murieran unos 400.000 filipinos.
La guerra, poco aireada por la historiografía anglosajona, por motivos evidentes, produjo algunos héroes de talla: el Presidente de la efímera República de Malolos, el General Emilio Aguinaldo, con su figura de derrotado trágico; el General Antonio Luna, un fino estratega, cuyo desastre fue ser la Casandra filipina: ninguno de sus sabios consejos fue escuchado; Apolinario Mabini, intelectual, idealista e intransigente a la manera de los revolucionarios franceses de 1789; Gregorio del Pilar más caballero romántico que verdadero estratega, que sacrificó su vida para que Aguinaldo pudiera ganar tiempo en su retirada a ninguna parte. Cualquiera de ellos hubiera representado el papel de héroe nacional mejor que Rizal. Pero Rizal tenía varias bazas a su favor: se había enemistado con los anteriores ocupantes españoles y con su vida ofrecía más la imagen de un resistente pacífico a lo Ghandi que la de un revolucionario violento a lo Ho Chi-Minh. Y luego la baza más importante de todas: estaba muerto (3).
Notas de JdJ:
(1) Noli me tangere es latín y quiere decir «No me toques».
(2) Estirpe a la que también pertenecía el general Franco.
(3) Aún queda otra baza: la enorme capacidad de los Estados Unidos para construir mitos. Especialmente a finales del siglo XIX y principios del XX, que fueron la etapa dorada de la prensa manipuladora que tan excelentemente retrató Orson Welles en Citizen Kane. De hecho, Welles se inspiró para su personaje en el viejo William Randolph Hearst, fundador de una dinastía de dueños de medios de comunicación. De Mr. Hearst se cuenta la anécdota, más que probable, según la cual envió a un corresponsal a informar de la guerra de Cuba, en un momento en que dicha guerra todavía no había estallado. El periodista le envió un telegrama que más o menos decía: «Llegado a Habana STOP No guerra aquí STOP Puedo mandar poemas.» Hearst le contestó: «Usted mande poemas que yo pondré guerra STOP».
Una no-sé-qué-nieta de Hearst, Patty Hearst, fue un famosísimo caso de síndrome de Estocolmo en los años setenta. Concretamente, en 1974 fue secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación [sic], un extraño grupo terrorista estadounidense que nunca llegó a tener ni quince miembros. Aunque el móvil del secuestro fue más que probablemente sacar pasta (un año antes, en 1973, había sido secuestrado el nieto del millonario John Paul Getty, o sea John Paul Getty III, véase más abajo), Patty Hearst acabó identificada con sus secuestradores y, para sorpresa del mundo, fue captada por la cámara de un banco como miembro de una partida de simbioneses que lo robaron a punta de recortada. Cuando fue «liberada», adujo que le habían lavado el cerebro.
En cuanto a Paul Getty III, es otro caso como para contar. Su abuelo, el millonario, era el tipo más cutre del universo. Se dice de él que en su mansión todos los teléfonos eran públicos, de moneda, para que así el servicio no pudiese llamar de gorra. Cuando su nieto fue secuestrado, los secuestradores le pidieron 17 millones de dólares, y el abuelo se negó a pagarlos. Cuando, meses después, le enviaron la oreja de su nieto... ¡se avino a negociar una rebaja! Finalmente, llegó a un acuerdo en dos millones de dólares, que pagó a unos secuestradores que nunca han sido encontrados.
Inasequible Aldesaliento tiene una teoría, en la que yo creo también, y es ésta: para fabricar un mártir hacen falta dos cosas, no una. Hace falta un mártir, claro. Pero también hace falta un imbécil. Sin el imbécil, el mártir nunca lo sería. Hace falta alguien con suficiente poder y suficiente escasez de miras como para no darse cuenta de que, si sigue por la línea del martirio del enemigo, no hará sino encumbrarlo.
Ina ha decidido explicarme esto con un ejemplo del que, lo reconozco, no sabía nada antes de leer su escrito. Un ejemplo que demuestra que en Filipinas hubo más mártires que los de ídem. Y que un personaje que años después de los sucesos que relata Ina, tras la caída de Cuba, fue tomado en España como una especie de ángel salvador de la Patria era, en realidad, un personaje de notable miopía estratégica.
Aqui os dejo con la historia del mártir Rizal y el estrecho de miras general Polavieja.
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Creando mártires: el cretino del general Polavieja
© Inasequible Aldesaliento™
Crear mártires es una actividad ligeramente más inteligente que la de comprobar si un león tiene hambre metiéndole la mano en la boca. Es cierto que hay personas por la vida con vocación de mártires y que si uno no los martiriza, ya aparecerá otro que lo haga. Santo Tomás Moro, por ejemplo. Si tu señorito se llama Enrique VIII, es irritable, tiene la mano ligera a la hora de firmar sentencias de muerte, está salido y se le ha puesto entre ceja y ceja que se quiere divorciar de su mujer para casarse con esa francesita tan mona que le hace guiños, ¿para qué complicarse la vida, diciéndole que eso no se hace? Santo Tomás Moro se complicó la vida y en el empeño perdió su empleo, la simpatía del Rey y la cabeza. Pero bueno, era un hombre de principios y a ese tipo de hombres la cabeza no suele durarles mucho sobre los hombros. O sea, que en estos casos el martirizador casi está justificado. Lo grave son aquellos casos en los que encima el mártir no tenía ganas de serlo.
José Rizal era más un intelectual que un hombre de acción. Había escrito dos novelas críticas con la sociedad española de las Filipinas,- Noli me tangere (1) y El Filibusterismo-, y en sus contactos con los emigrados filipinos había mostrado cierta ambigüedad. Parece que prefería la autonomía a la independencia, entre otras cosas porque desconfiaba de la capacidad de las masas filipinas para autogobernarse, y, más burgués que revolucionario, sólo acudiría a la violencia como último recurso. Como vemos, no era lo que se podría considerar un terrorista. Y no parecía que tuviera madera de mártir. De hecho, suya es la frase: «La vida es agradable y es tan repugnante morir colgado, joven y lleno de ideas». Suena a premonición y sólo yerra en una cosa: Rizal murió fusilado, no ahorcado.
En junio de 1892, Rizal volvió a Manila, después de varios años pasados en Europa y en Hong Kong. Confiaba en que el clima político allí sería más relajado con el nuevo gobernador, el liberal Eulogio Despujol. Poco después de su regreso fundó la Liga Filipina, una sociedad más filantrópica que política, que buscaba promover reformas moderadas. Rizal, desgraciadamente, había olvidado que en las Filipinas, los gobernadores iban y venían, pero los frailes permanecían. Los frailes inmediatamente olieron a sedición, ponzoña, rebeldía y ateismo y prácticamente obligaron al gobernador Despujol a exiliar a Rizal a Dapitan, en la isla de Mindanao.
Rizal sobrellevó su exilio con buen espíritu. En Dapitan se embarcó en numerosos proyectos para mejorar la vida de los lugareños: introdujo nuevos cultivos, estableció una clínica, enseñó a los pescadores el manejo de nuevas artes de pesca y en el tiempo que esas actividades le dejaban libre, pintaba, esculpía y estudiaba. Es cierto que en esa época mantuvo contactos con algunos de los futuros revolucionarios, pero siempre más como el intelectual lejano, con un cierto halo de superioridad, que como el combatiente activo presto a pasar a la clandestinidad.
En 1896 estalló una epidemia de fiebre amarilla en Cuba. España pidió médicos y Rizal se ofreció como voluntario para ir. No se diría, desde luego, la acción de un peligroso revolucionario. Justo en ese momento estalló la revolución capitaneada por Andrés Bonifacio y las autoridades sospecharon que Rizal pudiera estar envuelto en ella. Un gobernador suspicaz pero inteligente, se hubiera dicho: «Que se vaya, a ver si hay suerte y acaban con él los mosquitos de la malaria o las balas de los mambises». Por desgracia en el gobierno español sobraban los suspicaces y faltaban los inteligentes. Rizal fue detenido en alta mar y devuelto a Manila, donde le encarcelaron y a toda prisa empezaron a amañar las pruebas que lo incriminasen.
El gobernador entonces era el General Ramón Blanco, que sí que era inteligente y planeaba vetar la más que pronosticable condena a muerte. El General Blanco sí que había comprendido que hay tareas más provechosas para los gobernadores coloniales que la de aumentar el martirologio. Desgraciadamente el General Blanco fue reemplazado en aquellos días por el General Camilo García de Polavieja, cuyo apellido era más largo que sus luces. Polavieja pertenecía a esa rancia estirpe ibera que cree que los pueblos pueden gobernarse como el patio de un cuartel y que un buen fusilamiento a tiempo cura todos los males (2).
Hasta el final Rizal intentó escapar a su destino de mártir. Hizo profesión de lealtad a España y repudió públicamente el levantamiento de Bonifacio como una aventura «absurda y salvaje». Esos intentos de Rizal, que a algunos les pueden parecer antiheroicos, a mí me lo hacen especialmente simpático. He ahí un hombre que entiende que todas las estatuas póstumas del mundo (y en la Filipinas actual Rizal tiene unas cuantas) no compensan por los años no vividos y los polvos no echados (supongo que Rizal, que era más romántico, hubiera utilizado otra imagen).
Nada de eso le valió. Su reputación de hombre librepensador y de filipino inteligente y culto y poco amigo de los frailes bastaron para asegurarle la condena a muerte. Para echar aún más sal en la herida, le procesaron el día siguiente a la Navidad de 1896 y le fusilaron en Manila el penúltimo día del año.
¿Cómo convertir un hombre tan contradictorio y antiheroico en héroe nacional filipino? Tenía evidentes dotes naturales, había muerto joven y en su tragedia final había algo del injusto martirio de Jesucristo que resultaba muy atractivo al católico pueblo filipino. Pero aun así, no parecen suficientes elementos para elevar a un hombre a la categoría de mito nacional. Es aquí donde entran en juego los norteamericanos.
El levantamiento filipino sofocado en 1896 resurgió en 1898 al hilo de la guerra hispano-norteamericana. Los filipinos creyeron inocentemente en las buenas palabras norteamericanas y asumieron que Estados Unidos les estaba ayudando contra España para que alcanzaran la independencia. En sus contactos con los líderes insurrectos filipinos, los norteamericanos jugaron continuamente a la ambigüedad y siempre se resistieron a asumir ningún compromiso escrito con la independencia de Filipinas.
Derrotados los españoles, los malentendidos aumentaron o más bien se disiparon: pronto no quedó duda de que los norteamericanos habían venido para quedarse. Siguió una dura guerra, que en algunos lugares del archipiélago duró hasta 1910, en la que puede que murieran unos 400.000 filipinos.
La guerra, poco aireada por la historiografía anglosajona, por motivos evidentes, produjo algunos héroes de talla: el Presidente de la efímera República de Malolos, el General Emilio Aguinaldo, con su figura de derrotado trágico; el General Antonio Luna, un fino estratega, cuyo desastre fue ser la Casandra filipina: ninguno de sus sabios consejos fue escuchado; Apolinario Mabini, intelectual, idealista e intransigente a la manera de los revolucionarios franceses de 1789; Gregorio del Pilar más caballero romántico que verdadero estratega, que sacrificó su vida para que Aguinaldo pudiera ganar tiempo en su retirada a ninguna parte. Cualquiera de ellos hubiera representado el papel de héroe nacional mejor que Rizal. Pero Rizal tenía varias bazas a su favor: se había enemistado con los anteriores ocupantes españoles y con su vida ofrecía más la imagen de un resistente pacífico a lo Ghandi que la de un revolucionario violento a lo Ho Chi-Minh. Y luego la baza más importante de todas: estaba muerto (3).
Notas de JdJ:
(1) Noli me tangere es latín y quiere decir «No me toques».
(2) Estirpe a la que también pertenecía el general Franco.
(3) Aún queda otra baza: la enorme capacidad de los Estados Unidos para construir mitos. Especialmente a finales del siglo XIX y principios del XX, que fueron la etapa dorada de la prensa manipuladora que tan excelentemente retrató Orson Welles en Citizen Kane. De hecho, Welles se inspiró para su personaje en el viejo William Randolph Hearst, fundador de una dinastía de dueños de medios de comunicación. De Mr. Hearst se cuenta la anécdota, más que probable, según la cual envió a un corresponsal a informar de la guerra de Cuba, en un momento en que dicha guerra todavía no había estallado. El periodista le envió un telegrama que más o menos decía: «Llegado a Habana STOP No guerra aquí STOP Puedo mandar poemas.» Hearst le contestó: «Usted mande poemas que yo pondré guerra STOP».
Una no-sé-qué-nieta de Hearst, Patty Hearst, fue un famosísimo caso de síndrome de Estocolmo en los años setenta. Concretamente, en 1974 fue secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación [sic], un extraño grupo terrorista estadounidense que nunca llegó a tener ni quince miembros. Aunque el móvil del secuestro fue más que probablemente sacar pasta (un año antes, en 1973, había sido secuestrado el nieto del millonario John Paul Getty, o sea John Paul Getty III, véase más abajo), Patty Hearst acabó identificada con sus secuestradores y, para sorpresa del mundo, fue captada por la cámara de un banco como miembro de una partida de simbioneses que lo robaron a punta de recortada. Cuando fue «liberada», adujo que le habían lavado el cerebro.
En cuanto a Paul Getty III, es otro caso como para contar. Su abuelo, el millonario, era el tipo más cutre del universo. Se dice de él que en su mansión todos los teléfonos eran públicos, de moneda, para que así el servicio no pudiese llamar de gorra. Cuando su nieto fue secuestrado, los secuestradores le pidieron 17 millones de dólares, y el abuelo se negó a pagarlos. Cuando, meses después, le enviaron la oreja de su nieto... ¡se avino a negociar una rebaja! Finalmente, llegó a un acuerdo en dos millones de dólares, que pagó a unos secuestradores que nunca han sido encontrados.
lunes, octubre 16, 2006
El perro Paco
Corre el año 1879 en la Villa y Corte de Madrid. Tenéis que situaros un poco, porque de entonces a ahora la ciudad ha cambiado un poco. Sobre todo: no existía la Gran Vía, que se construiría unas cuantas décadas después y bajo cuya piqueta desaparecieron más de 2.000 viviendas (eso eran alcaldes y no los de ahora, que sólo levantan autopistas y creen que molestan). Entonces, la única calle de postín de esta ciudad donde nací era la calle Alcalá, pues la Castellana era un prado.
Por no existir, tampoco existía con el porte de hoy la calle Sevilla, que une en diagonal la carrera de San Jerónimo con la propia calle Alcalá. Esa calle era sólo un callejón estrecho que la gente llamaba la calle Angosta de Peligros, para distinguirla de la calle Ancha de Peligros (entiéndase: de la Virgen de los Peligros, pero en Madrid le decimos Peligros sin más), que estaba justo enfrente, y allí sigue.
En la esquina entre Alcalá y Peligros, a unos pocos cientos de metros pues del Broadway castizo, o sea el teatro Apolo, que estaba junto a la iglesia de San José, en lo que hoy es el principio de la Gran Vía; en ese esquinazo, digo, estaba el café de más postín de Madrid: el Fornos.
Se llamaba así por la familia propietaria, la familia Fornos, y en 1879, en los tiempos que relato, acababa de mudarse a esa ubicación desde un callejón en lo que hoy es la calle Arlabán, y de montarse con todo lujo de detalles para mayor solaz del todo Madrid, con reloj de dos esferas, vajilla de plata y todo. De hecho, los dueños tuvieron que retirar las hermosas cucharillas de plata inicialmente colocadas en el ajuar, dado que llevárselas a casa se había convertido en el deporte nacional del madrileño burgués de la Restauración.
Sí que era completito el Fornos, pues tenía restaurante, con entrada independiente desde Alcalá, y unos reservados numerados en el entresuelo, para conspirar o debatir tranquilamente, cuando no pelar la pava, de los que se decía que no cerraban en toda la noche. En uno de esos reservados se levantó la tapa de los sesos, en 1905, Manuel Fornos, el dueño del local, comenzando con ello un declive del local que acabaría con el tradicional establecimiento.
En fin. Ya hemos dicho que es 1879. Debéis fijaros en un tipo entrado en años, bien vestido con su levita y probablemente sombrero de copa, que camina por la calle, de cachondeo, rodeado de varios amigos tan proclives a las calaveradas como él mismo. Este hombre es don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, grande de España, hombre muy querido en la corte (borbónico hasta las cachas) y persona de futuro político, pues algunos años más tarde será alcalde de Madrid. Ese día, el señor marqués va, como sus amigos, algo achispado, con ganas de marcha, diríamos hoy.
Por el camino hacia el Fornos, donde han decidido cenar, los alegres señores se encuentran con un perro. Uno de tantos que hay entonces vagabundeando por Madrid. Perro, según las crónicas, de raza indefinida, tamaño tirando a pequeño y pelo negro. Es probable, aunque no lo sabemos, que el can, oliendo su destino, se acerque a las perneras del señor marqués y se frote contra ellas, para caerle simpático. El caso es que lo consigue.
Esa tarde de 1879 se encuentran un aristócrata borbónico y un perro vagabundo, que duerme en las cocheras que, en la calle Fuencarral, tiene el tranvía que, tirado por mulas, une la calle Alcalá con la glorieta de Cuatro Caminos.
Esa tarde nace el mito del perro Paco.
La coña que se inventan Bogaraya y los suyos es dar de comer al perro. Bueno, más que darle de comer, invitarle a cenar. Ni cortos ni perezosos, lo llevan al Fornos, le arriman una silla, lo suben a la dicha silla y, una vez allí, tratándolo como a un comensal más, piden para él un plato de carne asada, que el perro engulle lentamente. Terminado el ágape, el señor marqués pide una botella de champán y, derramando gotas sobre la cabeza del estoico perro, lo bautiza: Paco.
En ese Madrid que no es entonces más grande que algunos barrios menores del de hoy, la historia se conoce pronto. Tanto que, para cualquier parroquiano del Fornos que se precie, casi para cualquier madrileño, invitar a Paco se acaba convirtiendo en una especie de obligación. Cada noche, el perro, que es perro pero no tonto, se acerca por Fornos. Pasa y le dejan pasar como a un parroquiano más y siempre hay alguno que encarga al camarero el consabido plato de carne. Al perro se le sirve en una mesa, como a cualquiera y, tal y como ha aprendido, se sienta en la silla, y come. Y, cuando termina, simplemente espera a que su mecenas de esa noche se retire a su casa.
Según cuenta Natalio Rivas, que entonces era un joven político y que asevera haber visto todo lo referido personalmente, nada más hacer el invitador gesto de marcharse, Paco le acompañaba. Caminaba despacito, junto a su dueño de esos minutos, hasta la mismísima puerta de su casa. Nunca aceptó las muchísimas invitaciones de entrar en la casa y dormir caliente esa noche. De hecho, quienes lo intentaron refirieron que, al segundo o tercer intento de tirar del perro hacia dentro, Paco comenzaba a gruñir y a ponerse nervioso. Porque Paco era un bohemio. Un auténtico bohemio. Si hubiera tenido pistola y dedos, habría muerto de un tiro, seguro. Necesitaba volver cada noche a las cocheras del tranvía y rascar el portalón con la pata hasta que el guardés le abriese. Aquél era su hogar.
Lo realmente increíble de Paco es que de la costumbre de ser admitido como un parroquiano más en el Fornos se pasó a admitirlo en los espectáculos públicos. Paco iba, en efecto, al teatro Apolo. Le dejaban entrar. Si había butaca libre, en ella se sentaba. Si estaba el teatro lleno, siempre había dos espectadores que apretaban los culos para dejarle sitio. Y allí se quedaba, viendo la representación, hasta que terminaba. Una vez acabada, hala, a Fornos. A cenar de gorra.
Lo que más le gustaba a Paco eran los toros. En aquel entonces, la plaza de toros de Madrid estaba entre las calles Goya y Jorge Juan (y ésa es la razón de que sea tradición de los toreros vestirse en el Hotel Wellington, en la calle Velázquez, a un tiro de piedra de aquella ubicación). Los días de lidia, los madrileños subían a los toros calle Alcalá arriba. Y Paco subía como uno más. Ocupaba localidad como cualquiera y asistía al espectáculo de la cruz a la raya. Al terminar las faenas, muerto el toro, gustaba de saltar a la arena y hacer unas cabriolas, para regresar a su localidad con los clarines que anunciaban el siguiente toro. A la gente eso le gustaba. Salvo a los puristas. Mariano de Cavia, por ejemplo, escribió crónicas poniendo al perro a parir por esos espectáculos, que consideraba indecorosos con la lidia.
De hecho, podría decirse que fue la excesiva afición a los toros la que le costó la vida al pobre Paco. La tarde del 21 junio de 1882, un novillero lidiaba, malamente, a uno de los toros que le había tocado en suerte. En el momento de la suerte suprema, nadie sabe por qué (habría que saber de sicología perruna), Paco saltó a la arena. Comenzó a hacer cabriolas, como reprochándole al lidiador su escasa pericia. Éste, temiendo tropezarse con el can, y para sacárselo de encima, le dio un estoconazo.
Fue el acabóse.
A duras penas sobrevivió el lidiador a las iras del pueblo de Madrid, que quería lincharlo. ¡Había herido a Paco! Finalmente, el empresario teatral Felipe Ducazcal, hombre muy querido en Madrid, consiguió apaciguar a las masas, y llevarse a Paco para que lo cuidasen. Mas nuestro can nunca se recuperó y murió poco después. Tras una etapa sin pena ni gloria disecado en una taberna de Madrid, fue enterrado en el Retiro.
Como nunca llegó a reunirse dinero para hacerle una estatua, no sabemos bien ni cómo era, ni dónde está enterrado. Pero Paco es, desde luego, un extraño, conmovedor caso de sicología colectiva. Todo un pueblo, el de Madrid, se aplicó a quererlo, a alimentarlo, a respetarlo. Lo que empezó como una cachondada terminó siendo un fenómeno de masas, pues incluso hubo avispados comerciantes que lanzaron productos «Perro Paco».
Paco, sin embargo, fue siempre fiel a sí mismo. Podía dormir donde quisiera. Incluso se dice que fue presentado a la familia real. Pero él prefería su cochera fría, sus paseos nocturnos (del Fornos a Fuencarral no hay mucho, pero es un tirito perruno), y ser amo de todos, propiedad de nadie. Desde que leí, por primera vez, la historia de Paco, me dio por pensar que el primer hippie que hubo en Madrid fue este perro negro.
Paco era un ciudadano del mundo, un ciudadano con derechos, y aquel pueblo de Madrid una recua de cachondos mentales que, a lo tonto a lo tonto, se adelantó en siglo y medio a esas iniciativas que vemos ahora, que quieren darle derechos a los simios. ¡Anda que no queda tiempo hasta que le permitan a un orangután asistir a la sesión de tarde de Hoy no me puedo levantar!
Nos queda la duda de quiénes eran su cupletista y su matador de toros preferidos.
Por no existir, tampoco existía con el porte de hoy la calle Sevilla, que une en diagonal la carrera de San Jerónimo con la propia calle Alcalá. Esa calle era sólo un callejón estrecho que la gente llamaba la calle Angosta de Peligros, para distinguirla de la calle Ancha de Peligros (entiéndase: de la Virgen de los Peligros, pero en Madrid le decimos Peligros sin más), que estaba justo enfrente, y allí sigue.
En la esquina entre Alcalá y Peligros, a unos pocos cientos de metros pues del Broadway castizo, o sea el teatro Apolo, que estaba junto a la iglesia de San José, en lo que hoy es el principio de la Gran Vía; en ese esquinazo, digo, estaba el café de más postín de Madrid: el Fornos.
Se llamaba así por la familia propietaria, la familia Fornos, y en 1879, en los tiempos que relato, acababa de mudarse a esa ubicación desde un callejón en lo que hoy es la calle Arlabán, y de montarse con todo lujo de detalles para mayor solaz del todo Madrid, con reloj de dos esferas, vajilla de plata y todo. De hecho, los dueños tuvieron que retirar las hermosas cucharillas de plata inicialmente colocadas en el ajuar, dado que llevárselas a casa se había convertido en el deporte nacional del madrileño burgués de la Restauración.
Sí que era completito el Fornos, pues tenía restaurante, con entrada independiente desde Alcalá, y unos reservados numerados en el entresuelo, para conspirar o debatir tranquilamente, cuando no pelar la pava, de los que se decía que no cerraban en toda la noche. En uno de esos reservados se levantó la tapa de los sesos, en 1905, Manuel Fornos, el dueño del local, comenzando con ello un declive del local que acabaría con el tradicional establecimiento.
En fin. Ya hemos dicho que es 1879. Debéis fijaros en un tipo entrado en años, bien vestido con su levita y probablemente sombrero de copa, que camina por la calle, de cachondeo, rodeado de varios amigos tan proclives a las calaveradas como él mismo. Este hombre es don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, grande de España, hombre muy querido en la corte (borbónico hasta las cachas) y persona de futuro político, pues algunos años más tarde será alcalde de Madrid. Ese día, el señor marqués va, como sus amigos, algo achispado, con ganas de marcha, diríamos hoy.
Por el camino hacia el Fornos, donde han decidido cenar, los alegres señores se encuentran con un perro. Uno de tantos que hay entonces vagabundeando por Madrid. Perro, según las crónicas, de raza indefinida, tamaño tirando a pequeño y pelo negro. Es probable, aunque no lo sabemos, que el can, oliendo su destino, se acerque a las perneras del señor marqués y se frote contra ellas, para caerle simpático. El caso es que lo consigue.
Esa tarde de 1879 se encuentran un aristócrata borbónico y un perro vagabundo, que duerme en las cocheras que, en la calle Fuencarral, tiene el tranvía que, tirado por mulas, une la calle Alcalá con la glorieta de Cuatro Caminos.
Esa tarde nace el mito del perro Paco.
La coña que se inventan Bogaraya y los suyos es dar de comer al perro. Bueno, más que darle de comer, invitarle a cenar. Ni cortos ni perezosos, lo llevan al Fornos, le arriman una silla, lo suben a la dicha silla y, una vez allí, tratándolo como a un comensal más, piden para él un plato de carne asada, que el perro engulle lentamente. Terminado el ágape, el señor marqués pide una botella de champán y, derramando gotas sobre la cabeza del estoico perro, lo bautiza: Paco.
En ese Madrid que no es entonces más grande que algunos barrios menores del de hoy, la historia se conoce pronto. Tanto que, para cualquier parroquiano del Fornos que se precie, casi para cualquier madrileño, invitar a Paco se acaba convirtiendo en una especie de obligación. Cada noche, el perro, que es perro pero no tonto, se acerca por Fornos. Pasa y le dejan pasar como a un parroquiano más y siempre hay alguno que encarga al camarero el consabido plato de carne. Al perro se le sirve en una mesa, como a cualquiera y, tal y como ha aprendido, se sienta en la silla, y come. Y, cuando termina, simplemente espera a que su mecenas de esa noche se retire a su casa.
Según cuenta Natalio Rivas, que entonces era un joven político y que asevera haber visto todo lo referido personalmente, nada más hacer el invitador gesto de marcharse, Paco le acompañaba. Caminaba despacito, junto a su dueño de esos minutos, hasta la mismísima puerta de su casa. Nunca aceptó las muchísimas invitaciones de entrar en la casa y dormir caliente esa noche. De hecho, quienes lo intentaron refirieron que, al segundo o tercer intento de tirar del perro hacia dentro, Paco comenzaba a gruñir y a ponerse nervioso. Porque Paco era un bohemio. Un auténtico bohemio. Si hubiera tenido pistola y dedos, habría muerto de un tiro, seguro. Necesitaba volver cada noche a las cocheras del tranvía y rascar el portalón con la pata hasta que el guardés le abriese. Aquél era su hogar.
Lo realmente increíble de Paco es que de la costumbre de ser admitido como un parroquiano más en el Fornos se pasó a admitirlo en los espectáculos públicos. Paco iba, en efecto, al teatro Apolo. Le dejaban entrar. Si había butaca libre, en ella se sentaba. Si estaba el teatro lleno, siempre había dos espectadores que apretaban los culos para dejarle sitio. Y allí se quedaba, viendo la representación, hasta que terminaba. Una vez acabada, hala, a Fornos. A cenar de gorra.
Lo que más le gustaba a Paco eran los toros. En aquel entonces, la plaza de toros de Madrid estaba entre las calles Goya y Jorge Juan (y ésa es la razón de que sea tradición de los toreros vestirse en el Hotel Wellington, en la calle Velázquez, a un tiro de piedra de aquella ubicación). Los días de lidia, los madrileños subían a los toros calle Alcalá arriba. Y Paco subía como uno más. Ocupaba localidad como cualquiera y asistía al espectáculo de la cruz a la raya. Al terminar las faenas, muerto el toro, gustaba de saltar a la arena y hacer unas cabriolas, para regresar a su localidad con los clarines que anunciaban el siguiente toro. A la gente eso le gustaba. Salvo a los puristas. Mariano de Cavia, por ejemplo, escribió crónicas poniendo al perro a parir por esos espectáculos, que consideraba indecorosos con la lidia.
De hecho, podría decirse que fue la excesiva afición a los toros la que le costó la vida al pobre Paco. La tarde del 21 junio de 1882, un novillero lidiaba, malamente, a uno de los toros que le había tocado en suerte. En el momento de la suerte suprema, nadie sabe por qué (habría que saber de sicología perruna), Paco saltó a la arena. Comenzó a hacer cabriolas, como reprochándole al lidiador su escasa pericia. Éste, temiendo tropezarse con el can, y para sacárselo de encima, le dio un estoconazo.
Fue el acabóse.
A duras penas sobrevivió el lidiador a las iras del pueblo de Madrid, que quería lincharlo. ¡Había herido a Paco! Finalmente, el empresario teatral Felipe Ducazcal, hombre muy querido en Madrid, consiguió apaciguar a las masas, y llevarse a Paco para que lo cuidasen. Mas nuestro can nunca se recuperó y murió poco después. Tras una etapa sin pena ni gloria disecado en una taberna de Madrid, fue enterrado en el Retiro.
Como nunca llegó a reunirse dinero para hacerle una estatua, no sabemos bien ni cómo era, ni dónde está enterrado. Pero Paco es, desde luego, un extraño, conmovedor caso de sicología colectiva. Todo un pueblo, el de Madrid, se aplicó a quererlo, a alimentarlo, a respetarlo. Lo que empezó como una cachondada terminó siendo un fenómeno de masas, pues incluso hubo avispados comerciantes que lanzaron productos «Perro Paco».
Paco, sin embargo, fue siempre fiel a sí mismo. Podía dormir donde quisiera. Incluso se dice que fue presentado a la familia real. Pero él prefería su cochera fría, sus paseos nocturnos (del Fornos a Fuencarral no hay mucho, pero es un tirito perruno), y ser amo de todos, propiedad de nadie. Desde que leí, por primera vez, la historia de Paco, me dio por pensar que el primer hippie que hubo en Madrid fue este perro negro.
Paco era un ciudadano del mundo, un ciudadano con derechos, y aquel pueblo de Madrid una recua de cachondos mentales que, a lo tonto a lo tonto, se adelantó en siglo y medio a esas iniciativas que vemos ahora, que quieren darle derechos a los simios. ¡Anda que no queda tiempo hasta que le permitan a un orangután asistir a la sesión de tarde de Hoy no me puedo levantar!
Nos queda la duda de quiénes eran su cupletista y su matador de toros preferidos.
domingo, octubre 15, 2006
Franco y los cañones de Hitler
Enterrado en el número diez y tantos de una llamada «Biblioteca de la segunda guerra mundial», que actualmente se vende en los quioscos, Planeta ha reeditado un libro fundamental, en su día publicado en Crítica. Se trata de Hitler y sus generales, una obra monumental de más de 600 páginas compilada en 1962 por Helmut Heiber.
No voy a mentir: quien sienta sólo leve atracción por la Historia no debe hacer caso de esta recomendación. Este libro es droga dura, sólo apto para personas seriamente desequilibradas hacia el conocimiento de los hechos históricos, como éste que esto escribe. Es de lectura compleja y sobre todo incómoda, pues el texto, cientos de páginas, depende fuertemente de las notas, también cientos, que se reproducen en páginas distintas. Esto hace la lectura lenta y trabajosa. Aunque a mí me ha merecido la pena, no puedo dejar de tener la impresión de que no será así para el 99% de la humanidad, bastante más equilibrada.
En 1942, cuando, como dijo sir Winston Churchill, giraron los goznes de la Historia, la Blitzkrieg ideada por Alemania comenzó a empantanarse. El primer escenario donde el Reich sufrió un serio revés militar fue Stalingrado. Para Hitler, perder Stalingrado supuso muchas cosas, una de ellas la convicción de que sus generales le engañaban. Ciertamente, es muy común escuchar o leer, de labios o dedos de personas no muy versadas en la Historia, hablar de las acciones del ejército alemán en la segunda guerra mundial hablando de «los nazis». Error. Una buena parte de la cúpula militar alemana no era nazi. De hecho, era de eso de lo que se quejaba Hitler.
Como medida preventiva ante lo que él creía una conspiración del gotha militar alemán, en buena parte formado por aristócratas a los que odiaba como fruto de un importante complejo de inferioridad, Hitler tomó una decisión de gran importancia histórica: ordenar que se tomasen notas taquigráficas completas de las dos reuniones de estado mayor que sostenía, una a última hora de la mañana (Hitler nunca madrugó, ni siquiera durante la guerra… recuérdese la famosa escena de El día más largo en la que se le intenta avisar de la invasión); y la otra no más pronto de las once de la noche. Al parecer, cuando Hitler lo vio todo perdido en su búnker berlinés y decidió acabar consigo mismo y con los suyos (Eva Braun, que le siguió voluntariamente; y su queridísimo perro Bondi, al que envenenó), tomó especiales precauciones para que las actas no desapareciesen; las consideraba algo así como la prueba, ante la Historia, de su recto proceder (sí, lo he escrito yo; pero uno no siempre escribe lo que piensa; ni siquiera piensa todo lo que escribe).
Estas actas fueron finalmente pasto de las llamas, dentro del proceso de eliminación de todo rastro antes de la rendición final, pero fueron en parte rescatadas, parcialmente quemadas por lo tanto, por un militar estadounidense el cual, por casualidad, tenía también bajo su responsabilidad a los taquígrafos. Así que les puso a trabajar en la reconstrucción de dichas actas, y éstas son las que publicó Heiber en 1962, ya he dicho que con profusión de notas, en buena parte basadas en las memorias que, poco a poco, fueron escribiendo aquellos generales con los que Hitler despachaba (es el caso de Von Manstein, por ejemplo), o de sus declaraciones en Nuremberg (así, Jodl).
Las actas abarcan, pues, desde 1942 hasta el 27 de marzo de 1945, la última conservada, dos días antes del suicidio de Hitler. La inmensa mayoría de su contenido es puramente militar, táctico. Yo diría que un poco, o bastante, repugnante. Cuesta darse cuenta, cuando se llevan unas páginas leídas y se va pillando el ritmillo, que todo eso de lo que hablan los interlocutores son vidas humanas. Resulta cabreante leer con qué facilidad tanto Hitler como sus generales dan por perdidas unidades, o las fuerzan a movimientos imposibles pese a estar exhaustas; y pensar luego que eso es algo que nos puede pasar a cualquiera. En general, el tono que pervive a las notas, como el bajo continuo de un concierto barroco, es el simple, puro, desprecio por la vida humana. Pondré un solo ejemplo, de resonancias cinéfilas.
En abril de 1944, en el frente oriental (la antigua Europa del Este), y más concretamente en Zagan, Polonia, los alemanes tenían 10.000 pilotos aliados prisioneros. Los rusos avanzaban a toda leche y se propone, en la reunión, que dichos prisioneros sean entregados a los soviéticos, ante la imposibilidad de trasladarlos. Hitler dice que ni de coña. Al fin y al cabo, eso es devolver a la lucha a 10.000 pilotos. Exige que sean trasladados a Alemania. El propio Hitler reconoce que, si fuesen soldados, utilizaría 20 trenes para transportarlos. Pero, siendo prisioneros, y «siguiendo las normas rusas» (esto era muy típico de él, esconderse detrás de algún argumento), con dos o tres bastarían. En ese momento toma la palabra Hermann Göring, conmilitón del jefe, y propone… que se les quiten los zapatos y los pantalones «para que no puedan correr por la nieve».
Os invito a que intentéis cruzar Polonia, en abril, hacinados en un vagón de ganado, descalzos y en calzoncillos. Si sobrevivís, me lo contáis.
Las referencias cinéfilas tienen que ver con que fue en esta área, en el campo de Stalag, donde fueron fusilados cincuenta pilotos aliados, casi todos británicos, que se habían fugado con otros 26 del campo de prisioneros en la noche del 25 de marzo de 1944. Yo creo, aunque no estoy del todo seguro, que este hecho real es el que está detrás de una excelente película bélica, La gran evasión, en mi opinión una de las grandes filmaciones de Steve McQueen (junto con Bullit; que tiene, por cierto, la mejor persecución en automóvil jamás filmada). Nota para los más jóvenes: Steve McQueen fue el Harrison Ford de vuestras madres cuando tenían vuestra edad.
Por lo demás, la lectura de las actas es realmente curiosa en algunos puntos. Hay veces que los generales dirimen sus diferencias delante de Hitler, sin recatarse. Algunos, incluso, le contestan, como es el caso de Heinz Guderian, el artífice de la rapidísima victoria alemana sobre Francia, a quien Hitler odiaba, por lo que se ve, entre otras cosas porque no se callaba. También se da el caso contrario. Jodl, por ejemplo, está en casi todas las actas, y casi siempre lo que hace es adaptar su discurso a las opiniones de su jefe.
Mi preferido, por así decirlo, es Hermann Fegelein, representante de Himmler en diversas reuniones. Un tipo realmente idiota, tanto que, en una de las actas, Hitler pregunta quién podría explicarle cómo funcionan los rangos militares en Inglaterra y Fegelein le contesta que un general amigo suyo, puesto que ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos. Lo que se dice un cabezabuque.
Se suele decir que Fegelein y Hitler fueron cuñados. Aunque no lo fueron, creo yo, porque Fegelein, en efecto, se casó con la hermana de Eva Braun. Pero Hitler sólo se casó con Eva Braun hasta el día en que se suicidó y ese día Fegelein había sido ya fusilado… por orden de Hitler. La verdad es que en las actas, cada vez que el Führer responde a Fegelein, se nota mucho que lo tenía por un tonto del culo.
Si no recuerdo mal, nuevo interludio cinéfilo, en la soberbia película alemana El hundimiento hay una escena en la que Eva Braun trata, infructuosamente, de mediar ante Hitler para que no fusile al marido de su hermana. O sea, a este tipo.
La verdad es que no me extrañaría nada quedarme pronto sin lectores. Llevo tres folios de Word y todavía no me empezado a contar la anécdota que da título al post. Debo pedir disculpas. Todos los que me conocen se meten conmigo por mis excesos amanuenses. Prometo morigerarme en el futuro y hacer post que pueda leer una persona normal.
En algún momento de la guerra, los alemanes encontraron en Francia, concretamente en un lugar llamado Schneider-Creusot, una veintena de antiguos cañones españoles de los siglos XVII y XVIII, se supone que incautados por los franceses en antiguas batallas navales. Un funcionario alemán de Exteriores, Ritter, decidió, como veremos ahora por su cuenta y riesgo, ponerse en contacto con el ministro español del ejército, Carlos Asensio, y ofrecerle los cañones a Franco como un regalo de Hitler. Asensio, probablemente también por su cuenta y riesgo, contestó que sí, que muy honrado.
En marzo de 1944, en el curso de una reunión cuya acta sobrevivió parcialmente al fuego, el mariscal Wilhelm Keitel, que ya debía de tener la mosca detrás de la oreja, le plantea a Hitler la pregunta de si es verdad que él ha tomado dicha decisión. Y Hitler, además de negarlo, se coge un cabreo de testículos.
Porque es que Hitler, además de un nazi, era un ladrón.
«No tengo por costumbre regalar nada histórico», sentencia. Y continúa: «Yo, como regalo, ofrezco coches». Y creo recordar que no mentía, pues uno de los Rolls de Franco se lo había regalado, efectivamente, él. Ese mismo día, en la misma acta pues, Hitler estalla en cólera porque le informan de que en Grecia se ha encontrado una estatua antigua y se ha decidido regalársela a los griegos. «Exijo», afirma, «que todo lo que encuentren los alemanes sea traído a Alemania de inmediato». Para suerte de Hitler, las siguientes notas están quemadas. Aunque se conserva la expresión «chusma de indeseables». Y podéis apostar a que no se refería a los alemanes.
Consecuencia: se comunica a los interlocutores alemanes con Franco, cuando éste ya ha aceptado el amable regalo, que se enviará los cañones, pero a cambio de su peso en metal no ferroso, necesario para la producción de guerra. O sea, como decir: ¡feliz cumpleaños, mamá!… son 30 euros.
Franco no volvió a mencionar el tema. Nunca recibió los cañones. De hecho, lo más probable, y es por eso que digo que quizás Asensio aceptó sin consultar, es que no quisiera recibirlos. En marzo de 1944, es muy dudoso que Franco quisiera recibir ya nada de Hitler. Ya le había solicitado, para entonces, la retirada del frente de la División Azul. Y, tan sólo ocho meses después de la anécdota de los cañones, haría aquellas famosas declaraciones a la United Press en las que, en un alarde importante de cinismo, defendería que nunca había sido fascista y que siempre había sido muy amiguito de las potencias aliadas.
Para entonces, Hitler apestaba.
No voy a mentir: quien sienta sólo leve atracción por la Historia no debe hacer caso de esta recomendación. Este libro es droga dura, sólo apto para personas seriamente desequilibradas hacia el conocimiento de los hechos históricos, como éste que esto escribe. Es de lectura compleja y sobre todo incómoda, pues el texto, cientos de páginas, depende fuertemente de las notas, también cientos, que se reproducen en páginas distintas. Esto hace la lectura lenta y trabajosa. Aunque a mí me ha merecido la pena, no puedo dejar de tener la impresión de que no será así para el 99% de la humanidad, bastante más equilibrada.
En 1942, cuando, como dijo sir Winston Churchill, giraron los goznes de la Historia, la Blitzkrieg ideada por Alemania comenzó a empantanarse. El primer escenario donde el Reich sufrió un serio revés militar fue Stalingrado. Para Hitler, perder Stalingrado supuso muchas cosas, una de ellas la convicción de que sus generales le engañaban. Ciertamente, es muy común escuchar o leer, de labios o dedos de personas no muy versadas en la Historia, hablar de las acciones del ejército alemán en la segunda guerra mundial hablando de «los nazis». Error. Una buena parte de la cúpula militar alemana no era nazi. De hecho, era de eso de lo que se quejaba Hitler.
Como medida preventiva ante lo que él creía una conspiración del gotha militar alemán, en buena parte formado por aristócratas a los que odiaba como fruto de un importante complejo de inferioridad, Hitler tomó una decisión de gran importancia histórica: ordenar que se tomasen notas taquigráficas completas de las dos reuniones de estado mayor que sostenía, una a última hora de la mañana (Hitler nunca madrugó, ni siquiera durante la guerra… recuérdese la famosa escena de El día más largo en la que se le intenta avisar de la invasión); y la otra no más pronto de las once de la noche. Al parecer, cuando Hitler lo vio todo perdido en su búnker berlinés y decidió acabar consigo mismo y con los suyos (Eva Braun, que le siguió voluntariamente; y su queridísimo perro Bondi, al que envenenó), tomó especiales precauciones para que las actas no desapareciesen; las consideraba algo así como la prueba, ante la Historia, de su recto proceder (sí, lo he escrito yo; pero uno no siempre escribe lo que piensa; ni siquiera piensa todo lo que escribe).
Estas actas fueron finalmente pasto de las llamas, dentro del proceso de eliminación de todo rastro antes de la rendición final, pero fueron en parte rescatadas, parcialmente quemadas por lo tanto, por un militar estadounidense el cual, por casualidad, tenía también bajo su responsabilidad a los taquígrafos. Así que les puso a trabajar en la reconstrucción de dichas actas, y éstas son las que publicó Heiber en 1962, ya he dicho que con profusión de notas, en buena parte basadas en las memorias que, poco a poco, fueron escribiendo aquellos generales con los que Hitler despachaba (es el caso de Von Manstein, por ejemplo), o de sus declaraciones en Nuremberg (así, Jodl).
Las actas abarcan, pues, desde 1942 hasta el 27 de marzo de 1945, la última conservada, dos días antes del suicidio de Hitler. La inmensa mayoría de su contenido es puramente militar, táctico. Yo diría que un poco, o bastante, repugnante. Cuesta darse cuenta, cuando se llevan unas páginas leídas y se va pillando el ritmillo, que todo eso de lo que hablan los interlocutores son vidas humanas. Resulta cabreante leer con qué facilidad tanto Hitler como sus generales dan por perdidas unidades, o las fuerzan a movimientos imposibles pese a estar exhaustas; y pensar luego que eso es algo que nos puede pasar a cualquiera. En general, el tono que pervive a las notas, como el bajo continuo de un concierto barroco, es el simple, puro, desprecio por la vida humana. Pondré un solo ejemplo, de resonancias cinéfilas.
En abril de 1944, en el frente oriental (la antigua Europa del Este), y más concretamente en Zagan, Polonia, los alemanes tenían 10.000 pilotos aliados prisioneros. Los rusos avanzaban a toda leche y se propone, en la reunión, que dichos prisioneros sean entregados a los soviéticos, ante la imposibilidad de trasladarlos. Hitler dice que ni de coña. Al fin y al cabo, eso es devolver a la lucha a 10.000 pilotos. Exige que sean trasladados a Alemania. El propio Hitler reconoce que, si fuesen soldados, utilizaría 20 trenes para transportarlos. Pero, siendo prisioneros, y «siguiendo las normas rusas» (esto era muy típico de él, esconderse detrás de algún argumento), con dos o tres bastarían. En ese momento toma la palabra Hermann Göring, conmilitón del jefe, y propone… que se les quiten los zapatos y los pantalones «para que no puedan correr por la nieve».
Os invito a que intentéis cruzar Polonia, en abril, hacinados en un vagón de ganado, descalzos y en calzoncillos. Si sobrevivís, me lo contáis.
Las referencias cinéfilas tienen que ver con que fue en esta área, en el campo de Stalag, donde fueron fusilados cincuenta pilotos aliados, casi todos británicos, que se habían fugado con otros 26 del campo de prisioneros en la noche del 25 de marzo de 1944. Yo creo, aunque no estoy del todo seguro, que este hecho real es el que está detrás de una excelente película bélica, La gran evasión, en mi opinión una de las grandes filmaciones de Steve McQueen (junto con Bullit; que tiene, por cierto, la mejor persecución en automóvil jamás filmada). Nota para los más jóvenes: Steve McQueen fue el Harrison Ford de vuestras madres cuando tenían vuestra edad.
Por lo demás, la lectura de las actas es realmente curiosa en algunos puntos. Hay veces que los generales dirimen sus diferencias delante de Hitler, sin recatarse. Algunos, incluso, le contestan, como es el caso de Heinz Guderian, el artífice de la rapidísima victoria alemana sobre Francia, a quien Hitler odiaba, por lo que se ve, entre otras cosas porque no se callaba. También se da el caso contrario. Jodl, por ejemplo, está en casi todas las actas, y casi siempre lo que hace es adaptar su discurso a las opiniones de su jefe.
Mi preferido, por así decirlo, es Hermann Fegelein, representante de Himmler en diversas reuniones. Un tipo realmente idiota, tanto que, en una de las actas, Hitler pregunta quién podría explicarle cómo funcionan los rangos militares en Inglaterra y Fegelein le contesta que un general amigo suyo, puesto que ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos. Lo que se dice un cabezabuque.
Se suele decir que Fegelein y Hitler fueron cuñados. Aunque no lo fueron, creo yo, porque Fegelein, en efecto, se casó con la hermana de Eva Braun. Pero Hitler sólo se casó con Eva Braun hasta el día en que se suicidó y ese día Fegelein había sido ya fusilado… por orden de Hitler. La verdad es que en las actas, cada vez que el Führer responde a Fegelein, se nota mucho que lo tenía por un tonto del culo.
Si no recuerdo mal, nuevo interludio cinéfilo, en la soberbia película alemana El hundimiento hay una escena en la que Eva Braun trata, infructuosamente, de mediar ante Hitler para que no fusile al marido de su hermana. O sea, a este tipo.
La verdad es que no me extrañaría nada quedarme pronto sin lectores. Llevo tres folios de Word y todavía no me empezado a contar la anécdota que da título al post. Debo pedir disculpas. Todos los que me conocen se meten conmigo por mis excesos amanuenses. Prometo morigerarme en el futuro y hacer post que pueda leer una persona normal.
En algún momento de la guerra, los alemanes encontraron en Francia, concretamente en un lugar llamado Schneider-Creusot, una veintena de antiguos cañones españoles de los siglos XVII y XVIII, se supone que incautados por los franceses en antiguas batallas navales. Un funcionario alemán de Exteriores, Ritter, decidió, como veremos ahora por su cuenta y riesgo, ponerse en contacto con el ministro español del ejército, Carlos Asensio, y ofrecerle los cañones a Franco como un regalo de Hitler. Asensio, probablemente también por su cuenta y riesgo, contestó que sí, que muy honrado.
En marzo de 1944, en el curso de una reunión cuya acta sobrevivió parcialmente al fuego, el mariscal Wilhelm Keitel, que ya debía de tener la mosca detrás de la oreja, le plantea a Hitler la pregunta de si es verdad que él ha tomado dicha decisión. Y Hitler, además de negarlo, se coge un cabreo de testículos.
Porque es que Hitler, además de un nazi, era un ladrón.
«No tengo por costumbre regalar nada histórico», sentencia. Y continúa: «Yo, como regalo, ofrezco coches». Y creo recordar que no mentía, pues uno de los Rolls de Franco se lo había regalado, efectivamente, él. Ese mismo día, en la misma acta pues, Hitler estalla en cólera porque le informan de que en Grecia se ha encontrado una estatua antigua y se ha decidido regalársela a los griegos. «Exijo», afirma, «que todo lo que encuentren los alemanes sea traído a Alemania de inmediato». Para suerte de Hitler, las siguientes notas están quemadas. Aunque se conserva la expresión «chusma de indeseables». Y podéis apostar a que no se refería a los alemanes.
Consecuencia: se comunica a los interlocutores alemanes con Franco, cuando éste ya ha aceptado el amable regalo, que se enviará los cañones, pero a cambio de su peso en metal no ferroso, necesario para la producción de guerra. O sea, como decir: ¡feliz cumpleaños, mamá!… son 30 euros.
Franco no volvió a mencionar el tema. Nunca recibió los cañones. De hecho, lo más probable, y es por eso que digo que quizás Asensio aceptó sin consultar, es que no quisiera recibirlos. En marzo de 1944, es muy dudoso que Franco quisiera recibir ya nada de Hitler. Ya le había solicitado, para entonces, la retirada del frente de la División Azul. Y, tan sólo ocho meses después de la anécdota de los cañones, haría aquellas famosas declaraciones a la United Press en las que, en un alarde importante de cinismo, defendería que nunca había sido fascista y que siempre había sido muy amiguito de las potencias aliadas.
Para entonces, Hitler apestaba.
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