jueves, abril 01, 2010

Companys (y 5)

La evacuación de Barcelona fue problemática para Companys. Los grupos más radicales, que al fin y al cabo eran los que habían mandado en la zona durante toda la guerra, le reprocharon la orden de abandonar la ciudad sin lucha, porque tenían la misma ilusión que tenía el primer ministro Negrín: que, por mal que estuviesen las cosas, llegase el estallido de la segunda guerra mundial a salvar al bando republicano. Companys, sin embargo, conocía la verdad. Todos los hombres de 17 a 45 años estaban movilizados. Las armas de la policía de la ciudad habían tenido que enviarse al frente. Cataluña, en enero de 1939, estaba en la misma situación que lo estará Berlín en mayo de 1945. Y Companys no era Hitler; no era ningún loco mesiánico.

Lo que sí quiso Companys para sí fue el mismo destino que algunas semanas después tendría el socialista Julián Besteiro. Con absoluta frialdad, el presidente de Cataluña quería quedarse en el Palau de la Generalitat, esperando a los franquistas, para que éstos lo encontrasen en su sitio.

Pero había un factor final que explica todo su Via Crucis: el amor a su hijo.

De su primer matrimonio, Companys había tenido dos hijos, uno de los cuales tenía serios problemas mentales. Existen testimonios de que en no pocas visitas que el padre le hizo, solía tener estallidos de ira contra él, que el presidente catalán aguantaba con estoicismo. Lo tuvo internado en Suiza, pero luego lo cambió a un sanatorio en Bélgica porque el primero no podía pagarlo. Curiosos tiempos aquellos en los que los políticos, cuando se encontraban con que no podían pagar un manicomio, buscaban otro más barato en lugar de dedicarse a vender licencias urbanísticas y otras actividades lucrativas.

Tras salir de España, Companys se radica en París, en el número 1 del boulevard de la Seine. Allí comenzará a experimentar la soledad. A los ojos de muchos catalanes y catalanistas Companys, con su decisión de abandonar Barcelona, es el responsable de la caída de la región y, por lo tanto, le dan la espalda. Otro que le da la espalda con displicencia es el sector negrinista, promotor del llamado SERE, es decir el servicio para asistir a lo exiliados, avalado primero por Negrín y después dirigido, con el que Companys apenas tendrá relación.

La Generalitat de Catalunya se instaló en el número 25 de la rue Pepinière y allí, en abril de 1940, e formaría el primer gobierno catalán en el exilio (Pons i Pagés, Pompeu i Fabra, Serra i Hunter, Rovira i Virgili y Pi i Sunyer.

La segunda semana de junio de 1940, los alemanes entran en París. Pocos días antes, el primer ministro francés Daladier ha recomenado a Companys que abandone la ciudad. La propia policía francesa cierra la sede de la Generalitat en la rue Pepinière. Pero el presidente catalán tenía razones para no alejarse de París.

Tras haber tenido que salir de España, Companys había traído a su hijo Lluis junior, Lluiset, a un sanatorio cercano a la capital francesa que le costaba 10.000 francos mensuales. A ultimísima hora, Companys y su segunda mujer, Carme Ballester, abandonaron París para irse a la Bretaña norteña, a un pequeño pueblo llamado La Baule-les-Pins. El plan era que alguien llevase a Lluiset allí.

Al llegar los alemanes, sin embargo, el director del centro psiquiátrico se acojona y libera a los enfermos mentales, que se dispersan a la pata la llana. Eso sí, aceptó, en un rapto de altuísmo más que dudoso, hacerse cargo de dos pacientes que, quizá solo por casualidad, eran los que más pagaban: una princesa rumana y Lluiset Companys. Los metió en un coche y se los llevó.

En la carretera, sin embargo, esta expedición se encuentra con un raid alemán, que les obliga a salir del coche y tirarse a la cuneta. En la confusión, Companys se levanta, echa a andar y se pierde. Horas después, lo descubrirá un médico del ejército francés que se retira ante el avance de Hitler. Este hombre se percata de que el muchacho, que entonces tiene 19 años, no es normal, y se lo lleva. Lluiset Companys aparecería en un hospital de Limoges, tiempo después de que su padre hubiera sido fusilado.

Companys espera a su hijo en La Baule. Pero su hijo nunca llega. Está perdido en la campiña francesa, o en manos de unos médicos militares en retirada que no pueden saber quién es o dónde está su padre. El mismo padre que espera, espera, hasta que acaba haciéndose a la idea de que, vivo o muerto, ha perdido a su hijo. Y es en ese momento cuando siente todo perdido y ya le da igual.

La Baule está en plena zona alemana. La mayor parte de los republicanos que están en el área de Francia controlada por los alemanes huyen hacia el sur, a la llamada Francia libre. Muchos catalanistas instan a Companys a hacer lo mismo. Pero él, definitivamente, se niega. “No volveré a huir”, dice; “soy un hombre que siempre ha dado la cara. Por fuerza abandoné Barcelona tras mi hijo enfermo. También ahora que el gobierno francés me indicaba la conveniencia de abandonar París. Pero eso se ha acabado; pase lo que pasé, no me moveré de nuevo”.

Lluis Companys ha tirado la toalla.

El 13 de agosto de 1940, Companys almuerza y luego, según su costumbre, da un corto paseo para bajar la comida. A la vuelta a la casa, la mujer que se ocupa de las labores del hogar le dice que unas personas han estado por allí preguntando por él, y que volverán algún tiempo después.

La Gestapo.

Companys, al escuchar la noticia, se sienta en el salón de la casa, toma un libro de la biblioteca de dueño (Vidas de santos; hasta donde yo sé, ese libro sigue en manos de la familia de Carme Ballester) y se pone a leer, indolentemente. Apenas unos minutos después, los alemanes llegan y lo detienen. Los cuatro agentes alemanes registraron la casa buscando las enormes fortunas que los republicanos se llevaron de España. A Companys le encontraron 70.000 francos. Si eso es tdo lo que se llevó de España, tenía de corrupto lo mismo que Justin Timberlake de letrista de Los Chichos.

El 24 de septiembre, la Gestapo traslada a Companys a Madrid (de hecho, los alemanes le entregan, no en la frontera, sino en la Puerta del Sol). Luego lo llevan a Barcelona, al castillo de Montjuïch. Según testimonios de los familiares que consiguieron visitarlo ya en Barcelona, la gran preocupación de Companys seguía siendo su hijo, a quien estaba convencido que los alemanes iban a matar en cuanto lo encontrasen. Teniendo en cuenta el cariño de los nazis por los bipolares, psicóticos, esquizofrénicos y mongólicos, es como para temerlo, desde luego. Existen algunos testimonios, no del todo claros, de que Companys pudo ser torturado, así como de la existenci de un plan para liberarlo, que habría sido descubierto con antelación y del que, por lo menos, yo no sé quién o quiénes eran los impulsores (EDITO: Gracias a Cavalls, compañero de prestigioso foro sobre la Guerra Civil Española, he podido saber que este liberador era, con casi total seguridad, Jaume Fortuny, quien lo contó en su libro Tornarem a morir? Barcelona, Portic, 1984.)

El juicio militar de Companys duró escasos 20 minutos. Fue acusado de rebelión militar y el fiscal le colgó los 50.000 muertos producidos en Cataluña durante la guerra.

Integraron dicho tribunal: Manuel González González, general de división, presidente; Manuel Gonzalo Calvo Cornejo, general de división; José Irigoyen Torres, general de brigada; Federico García Rivero y Rafael Latorre Rodas, vocales; Enrique de Querol Durán, general de brigada y fiscal auditor; Ramón de Colubí fue su defensor de oficio; el coronel Velázquez fue el ponente.

Todos los testimonios indican que Colubí hizo su trabajo, pero era un trabajo imposible. Por su parte, Companys intervino para aceptar toda la responsabilidad en lo ocurrido, pedir que no se castigase a nadie, y afirmar, así lo asevera la sentencia, que no guardaba rencor a nadie.

Lluis Companys pasó la última noche de su vida charlando hasta el amanecer con el capellán de la prisión. Se presentó en el foso descalzo, para morir pisando la tierra catalana. Delante del pelotón de fusilamiento, declaró: “matáis a un hombre honrado”. Luego dio un viva a Cataluña, y sonó la descarga.


He dicho, al iniciar esta serie, que Lluis Companys me merece tanto respeto como persona como no me lo merece como político. La historia de su muerte es la historia de un martirio personal en el que todo lo que le importa a su protagonista es la seguidad de su hijo discapacitado, por encima de la propia; lo cual es enormemente loable y conforma la figura de un hombre honrado, consigo mismo y con los demás.

Como político, sin embargo, Companys deja mucho que desear. Es un ejemplo de cómo un nacionalista puede llegar a sufrir serios problemas de miopía estratégica. Todo, o casi todo, lo que hizo y no hizo Companys desde el 19 de julio de 1936 tuvo como objetivo defender el estatus de Cataluña. Por seguir manteniendo en objetivo mayor de un autonomía semifederal, casi independiente (que no otra cosa fueron Cataluña y Euskadi durante la guerra civil, para desgracia de una República a la que mejor le habría ido con un esfuerzo bélico unificado y coordinado), Company se alió con quien hizo falta. Ya en 1934 se dejó llevar por los cantos de sirena de sospechosísimos elementos del Estat Catalá. En 1936, de nuevo, se echó en brazos del faísmo radical, de consenso imposible, avalando con su presencia y sus pecados de omisión una Cataluña revolucionaria que dejó una honda huella entre esa sociedad catalana, que también la hubo y bien nutrida, que recibió a los franquistas en Barcelona aplaudiendo hasta con los tobillos. Luego, cuando los comunistas se impusieron a los faístas, ya se puso más de canto porque Negrín se lo quería quitar de enmedio; pero para entonces, la verdad, ya daba igual.

Que Companys amaba a Cataluña no merece duda. Lo que ya es más jodido de discutir son las consecuencias de dicho amor.

lunes, marzo 29, 2010

Companys (4)

Pasa la crisis de mayo, Companys, que ha asumido las funciones de jefe del Consell de la Generalitat, forma un gobierno en el que está el catedrático Pere Bosch Gimpera. La presencia de Bosch genera la oposición cerril de los anarquistas, puesto que no representa a organización alguna, y provoca un discurso de Companys en el que, airado, brama: «Soy el Presidente de la Generalitat. He asumido las funciones de jefe del Consejo. Y ahora se intenta negarme el derecho a escoger mi gabinete. ¡Prou! ¡Catalanes, basta de esto!» Llama la atención eso de «ahora». Los faístas no han hecho otra cosa desde que empezó la guerra, y hasta el penúltimo minuto el mismo Companys que ahora no los soporta aplaudía con las orejas.

En mayo de 1937 cae Largo Caballero, en parte, o cuando menos como razón epidérmica principal, por negarse a perseguir al POUM como reclaman los comunistas. Largo, ya lo he dicho, tenía muy poquito de autonomista. Pero menos aún tenía su sucesor, Juan Negrín, a quien la dinámica de la guerra, además, obligará a asentarse en Barcelona en octubre de ese mismo año.

Con las culpas o dudas de su actuación anterior a y contemporánea de los sucesos de mayo; con la marcha de la guerra, que pinta mal; y, finalmente, con la perspectiva del trasado del gobierno de Madrid a la misma Barcelona, Companys entra en un periodo de fuerte tensión mental, con episodios de depresiones airadas, que en agosto de ese año le hace a Prieto decir ante Azaña, que lo anota: «Companys está loco; pero loco de encerrar en un manicomio». Negrín, por su parte, dice de él que es una persona sin pensamientos elevados, es decir, sin capacidad de estadista. El presidente del gobierno de Madrid opina del presidente de Cataluña que es una especie de paleto simplón.

El fondo del conflicto son las industrias de guerra. En momento ya tan avanzado para el conflicto como mediados de 1937, cuando la República está perdiendo o a punto de perder algunas cartas de su mazo sin las cuales no puede armar una jugada ni medio buena, todavía el gobierno de España carece de control sobre la industria de guerra más importante que tiene, que es la catalana. El presidente Azaña, en La Pobleta, recibe al nacionalista Carles Pi i Sunyer, que llega para explicarle lo mucho que Madrid está puteando a los catalanes, y le contraataca exhibiendo una idea que, probablemente, es bastante generalizada entre quienes dirigen la guerra: Cataluña no está haciendo todo lo que podría hacer por el esfuerzo bélico. Renace, por lo tanto, la sempiterna desconfianza entre no catalanes y catalanes, y por las mismas razones que ya ocurriera esto mismo 200 años antes.

En agosto, el gobierno central incauta el parque de artillería de Barcelona. En septiembre, interviene las industrias de guerra. La respuesta de Companys es una puñalada de pícaro: sin previo aviso, suspende el pago de jornales en las industrias, generando un caos que no le hace ningún favor al bando republicano. Por lo demás, desde ese mes de septiembre, los actos de negligencia o directamente de sabotaje se multiplican en las fábricas. A los anarquistas no les ha gustado que les pongan encima una autoridad que no les comprenda.

Quede claro, no obstante, que al catalanismo no le faltan argumentos en este terreno. Como la relación entre Companys y Largo siempre fue difícil, la consecuencia fue el constante desencuentro en este asunto de las fábricas de guerra, con agravios bastante gordos hacia Barcelona. Por ejemplo, Cataluña solicitó en su día el traslado a su zona de la maquinaria y equipos de la fábrica de pólvora de Toledo, a lo que Largo, displicentemente, se negó; luego Toledo se perdió en manos de Franco, y la pólvora rellenó los cartuchos del caudillo.Además, le intima Companys a Prieto, y tiene toda la razón, que si en Murcia se pudo fabricar pólvora durante la guerra, fue por la generosa cesión de maquinaria que realizó Cataluña.

Pero también eso que algunos llaman «españolismo» tiene sus argumentos. En noviembre de 1936 Prieto, entonces ministro de Marina y Aire, propuso a Companys que el gobierno de Madrid se comprometiese a comprar toda la producción de las industrias de guerra catalanas, proveerlas de materias primas y anticipar fondos para pagar los sueldos si la propia Generalitat le acaeciesen problemas de liquidez; y no pedían a cambio controlar las industrias (como hicieron en septiembre del 37), sino coordinarlas. En cristiano: algo tan simple y lógico como que fuesen los militares los que decidiesen quién iba a producir qué y cuándo. Companys dejó morir de inanición esa propuesta, y da la impresión de que hay que ser muy nacionalista para llegar a entender por qué. En febrero de 1937, se firma un acuerdo de papel mojado, por el cual Cataluña se reserva un cuarto de su producción bélica a cambio de que el Estado central financie la totalidad de la industria; pero, posteriormente, se reproducen los episodios de honda desconfianza mutua, en la que incluso representantes del gobierno central ven prohibida su entrada a los talleres.

En junio del 37, bajo intensa presión moscotiva, el POUM es declarado ilegal. Companys protesta, como protesta por la creciente implicación de los militares directores de la guerra con los comunistas. Azaña, para quien tampoco los prosoviéticos son plato de gusto, se despacha en su diario con displicencia: «que Companys finja escandalizarse, como campeón del Derecho, después de cuanto ha ocurrido en Cataluña bajo su mando personal, es de un cinismo insufrible». Corona la entrada con una frase lapidaria, de las de sacar a pasear en una tertulia: «Lo mejor de los políticos catalanes es no tratarlos».

Para cuando el poder anarquista de Aragón es desmantelado, más o menos entre las acciones de Brunete y de Belchite, Companys es ya como una partícula sometida a dos atracciones distintas, que no sabe a donde ir. En el mismo día defiende la medida (ante un filocomunista, el doctor Marcelino Pascua) y la pone a parir (durante una cena pública). El diputado Manuel Muñoz, que lo visita ese mes de septiembre, lo encuentra preñado de reproches hacia el gobierno de la República y resuelto, por tropecientas vez, a dimitir. Pero el 9 de noviembre, el Parlament recusa esta dimisión.

Ese mes de noviembre, Companys se ausenta un par de semanas de España, para ir a Bélgica a visitar a su hijo en el manicomio. En la zona franquista, esta visita disparó la Radio Macuto. Se dijo que lo del hijo era sólo la fachada y que, en realidad, Companys había ido a negociar una paz aparte para Cataluña que la abatiese ante el franquismo a cambio del reconocimiento de su estatus. A mi modo de ver, este asunto de las pretendidas negociaciones de las autonomías (pues Euskadi se llevó lo suyo también) con las potencias europeas para arreglar, presuntamente, paces propias, es un asunto no suficientemente estudiado aún. Resulta difícil hacer aseveraciones ciertas en este terreno a la luz de lo que se sabe. Quizás, es que tampoco hay demasiado interés por saber más. Es lo que podríamos denominar memoria histórica eficiente.

1938 es el año de la ofensiva de Franco en Aragón y del reinicio del terror en Cataluña, sólo que ahora son los comunistas y su SIM los que van a por los anarquistas y poumistas. Y se aplican con profesionalismo estalinista: en agosto, un tribunal popular solicita 28 penas de muerte, ¡y el tribunal impone 58! Tela.

En 1938, a Companys ya todo lo que le queda es la retórica. Él dice que se le ha arrebatado a Cataluña la industria, la economía y la justicia; y no miente. Es así y, por eso, sólo le quedan las pataletas. Las tiene, por ejemplo, con Azaña. Y Negrín. En sus broncas, el presidente del gobierno amaga con dimitir para dejarle a él el poder, pero sólo lo hace para acojonarle y, supongo, invitarle a reflexionar sobre qué apoyos tendría él al frente del gobierno. El 16 de agosto, al calor de la crisis de gobierno provocada por las dimisiones de Aiguader y Aguirre, un par de periódicos catalanes anuncian un posible nuevo gobierno presidido por Besteiro, con Negrín de ministro de cualquier gilipollez sin importancia. En una reacción inmediata, igual que Franco recibía toneladas de telegramas de adhesión cada vez que era criticado en el extranjero, Negrín recibe cienes y cienes de telegramas de todos los mandos habidos y por haber en el Ejército Popular de la República. Ítem más: los tanques republicanos, rusos, desfilan por el paseo de Colón de Barcelona, en claro apoyo al presidente del Consejo de Ministros. Esa mañana, pues, Negrín vino a decir, como Cisneros, éstos son mis poderes. Y el que crea que la tiene más larga, que intente darme por culo.

Si ets catalá, l'assenyalo el deure! Ésta es la frase serena pero categórica que pronuncia en la radio Companys en enero del 39, iniciada la ofensiva franquista sobre la región. Si eres catalán, te señalo tu deber. Pero Cataluña caerá, como una fila de fichas de dominó; Barcelona, casi sin resistencia. El 22 de enero, se intima la evacuación de la capital. Poco a poco, todos van acercándose a los Pirineos. En sus últimas etapas catalanas, Companys residirá en Darnius, Azaña en La Bajol y Negrín en La Agullana. Ni siquiera son capaces de dormir todos bajo el mismo topónimo. A esos niveles ha llegado aquel consenso de hierro que un día se llamó Frente Popular. Cuando Companys sale de España, lo citan en La Bajol, a las siete de la mañana. Cuando llega, hace una hora que Azaña se ha ido; el presidente de la República se ha negado a salir con él, por miedo de que Companys trate de hacer parecer ese gesto como la huida de dos iguales.

El martirio final de El Pajarito está a punto de comenzar.