Con el fracaso de la monarquía de Saboya y la I República
española, al tiempo evidente y doloroso, los ojos de España se volvieron hacia
la institución monárquica. Pero aquella apelación ya no podía ser, como lo
había sido apenas unas décadas antes, sin condiciones. Entre 1820 y 1870, en
apenas cincuenta años, habían pasado en el país un montón de cosas, entre ellas
dos guerras civiles y una tercera que estaba en ciernes, que habían cambiado
totalmente los puntos de vista.
La sociedad española no estaba dispuesta a aceptar un rey
asentado sobre los principios de la tradición. Medio siglo antes había sido
posible dar vivas al encadenamiento de un pueblo que obedece a un rey
absolutista; pero, por medio, España había cambiado tanto, y tan rápido, que la
presencia liberal en el país, que había sido aplastada por un ejército
absolutista extranjero menos años antes que los que ahora hacen de la guerra
civil, ya no podía ser obviada en modo alguno. El condicionamiento liberal era
muy fuerte, así pues, mientras el carlismo español seguía hablando de rancias
normas de abolengo, de cómo los borbones habían conculcado las sagradas normas
de la sucesión agnaticia de la corona, España no estaba ya para escuchar esas
milongas (aunque cabe recordar que este argumento, el de que el rey debe serlo
porque le corresponde por derecho histórico, volvería a ser desapolillado por
un príncipe presuntamente moderno, Juan el Veleta, cuando le dio la ciclotimia antifranquista). A los carlistas, a finales de siglo, les apoyaban, fundamentalmente,
quienes siempre habían tenido algo más que ganar que el puro tradicionalismo
católico monárquico, es decir los nacionalismos vasco y catalán.
Sin embargo, la restauración borbónica tampoco estaba clara.
En París, en el palacio Basilewski, residía la reina Isabel II, que había sido
puesta en la frontera por la revolución de 1868, llamada La Gloriosa; y, en
realidad, un monárquico que se precie de serlo nunca aceptará que la monarquía
regrese en otra persona que en la del rey depuesto, si sigue vivo. La candidatura
de Isabel II, sin embargo, era incómoda y roñosa, un tanto chirriante, como
sabían bien los monárquicos más, digamos, modernos de su momento. Isabel, igual
que nunca se había librado de esa incómoda lesión herpética que siempre le dio
de sufrir, tampoco se había librado nunca del hecho de que había nacido, y
crecido, absolutista. Los españoles sabían que el concepto que tenía aquella
reina de compartir derechos con el pueblo era la fórmula de Carta Otorgada,
esto es, el rey dice: si te doy derechos y potestades, pueblo mío, es por la
única razón de que me sale(en este caso) del juju.
Hay dos personas que, a pesar de tener un perfil conservador
evidente, tenían muy claro que la vuelta de la monarquía no podía pasar por
Isabel II y su entrepierna del Antiguo Régimen; dos personas, por ello, fundamentales para la Historia de España.
Una es Antonio Cánovas del Castillo, el gran muñidor de la Constitución de
1876, un ejercicio jurídico interesante consistente en redactar un texto
constitucional en el que, cuarta arriba, cuarta abajo, cabía cualquier cosa. La
otra persona era José Isidro Pérez Ossorio Silva Zayas Téllez-Girón, marqués de
Alcañices y de los Balbases y duque de Sesto, a quien, para abreviar, la propia reina conocía
como Pepe.
Pepe es un elemento importante en la Historia de España
porque es, realmente, quien abate la intención de la reina de hacer un casus belli de su vuelta a España en
loor de monarquía. El partido conservador, o sea la derecha de la derecha, y
muy especialmente Juan de la Pezuela y Ceballos, primer conde de Cheste, le
come la oreja a esta monarca exiliada, de toda la vida aquejada de cierto furor
uterino, con que ella debe de ser la reina. Como digo Cheste, como otros
correligionarios suyos, no hace sino aplicar el catón del buen monárquico
absolutista, para el cual el derecho a la corona es inmanente y, en
consecuencia, no se puede cambiar. Sin embargo, Cánovas no es de esa opinión.
Opinaba este político, apoyándose en sus impresionantes conocimientos
históricos, que existía un alma inmortal española de la que formaban parte,
sobre todo, dos elementos: la institución monárquica, y la religión católica.
Sin embargo, como acabo de decir, su visión era institucionalista, no personal; lo cual quiere decir que, en
realidad, pensaba que era mejor, incluso lícito y lógico, sacrificar a las
personas en aras de la institución. El marqués de los Balbases, o sea Pepe
Alcañices, era de su misma opinión. Y lo era desde un monarquismo que no tenía
nada que envidiarle al de Cheste. Sin ir más lejos, Alcañices tenía su casa, o
sea su palacio, donde hoy está el Banco de España, en la calle Alcalá de
Madrid; y, durante el reinado de Amadeo de Saboya, su mujer tenía aleccionado
al servicio para que, al paso de la carroza del rey, se cerrasen todas las
contraventanas, en signo de desprecio y oposición absoluta al nombramiento del
italiano al frente de una corona que ellos consideraban borbónica.
Con esta fuerza moral, más otro factor no desdeñable y es
que, en París, la reina era pobre como una perra (con perdón) y era la pasta de Alcañices la
que le permitía vivir como vivía, fue como Sesto acabó por convencer a
Isabel II de que no pusiera obstáculos a la candidatura de su joven hijo
Alfonso a la corona de España. Famosa es la anécdota en la que un día, pasando
el hijo al gabinete de la madre, que se encontraba con el marqués, ésta le dijera:
“Alfonso, dale la mano a Pepe, que te ha hecho rey”. Frase pronunciada el 25 de
junio de 1870; la misma en la que Isabel II firmó su abdicación en favor de su
hijo.
Todo el mundo que sabe algo de la Historia de España sitúa
en la madrugada del 3 de enero de 1874 el final de la I República española, con
la entrada del general Pavía en el Congreso de los Diputados. Es así, pero no
del todo. Manuel Pavía y Alburquerque era un militar de pura cepa, que a los 40
años ya era mariscal de campo, y estaba lejos de ser un derechista peligroso,
pues en la Historia de España lo encontramos, por ejemplo, acompañando a Juan
Prim huyendo a Portugal tras el fracaso de Villarejo de Salvanés. El primer
presidente de la República, Estanislao Figueras (quizás el único ejemplo en
nuestra Historia de un gobernante democrático que huyó de España tras dimitir
de su cargo) echó mano de él cuando cesó al general Moriones, que estaba
conspirando en Álava en favor de los borbónicos. Y Salmerón, durante su
presidencia, también lo llamó para realizar una campaña anticantonal en
Andalucía. De hecho, la I República española le concedió a Pavía la Laureada de
San Fernando y el segundo entorchado.
A pesar de todo esto, Pavía siempre ha tenido fama de
militar derechón, reaccionario, que entró en las Cortes para quebrar el rumbo
de la República, que consideraba excesivamente radical. De Santiago Carrillo se
dice que, al entrar los guardias civiles del teniente coronel Tejero en el
Congreso el 23 de febrero de 1981, musitó: “Cuánto ha tardado en volver el
caballo de Pavía”. Sin embargo, Pavía, como digo, estaba lejos de ser un
personaje antirrepublicano, había defendido la República y sido condecorado por
ello. Pero era, por encima de todo, anticarlista, es decir, antitradicionalista.
Y fue por ello que hizo lo que hizo en enero de 1874. Él mismo explicaría ante
las Cortes, años después, que “si yo no hubiese ejecutado el acto del 3 de
enero, España entera me habría despreciado y el Ejército maldecido, porque sin
aquel acto no hubiera terminado aquel mes sin que entrara en Madrid don Carlos
de Borbón”.
Pavía, por lo tanto, tomó el Congreso y expulsó de él a los
diputados. Acto seguido, reunió en el salón presidencial al general José
Serrano, duque de la Torre; al marqués del Duero, Manuel Gutiérrez de la Concha
e Irigoyen; al marqués de La Habana, José Gutiérrez de la Concha Irigoyen Mazos
y Quintana; a los almirantes Pascual Cervera y Topete y José María Beránger y
Ruiz de Apodaca; y a los políticos Práxedes Mateo Sagasta, Antonio Cánovas,
Alonso Martínez, Nicolás María Rivero, Cristino Martos, Manuel Becerra, Eduardo
Montero Ríos, y otros de menor calado. En ese punto, Pavía les comunica su
intención de formar un gobierno que acabe con la insurrección cantonal de
Cartagena, todavía vigente, y derrote a los carlistas.
Entre los políticos, hubo dos respuestas o, por decirlo así,
tendencias. Cánovas propuso un gobierno más o menos tecnocrático, que
resolviese más adelante los problemas ideológicos y constitucionales. Cristino
Martos, por su parte, propuso la continuidad constitucional republicana, esto
es, el nombramiento de una nueva Presidencia de la República. El marqués del
Duero, personaje de gran importancia en la institución militar de la época que
no por casualidad tiene una estatua en la Castellana de Madrid, requirió a
Pavía su opinión; a lo que éste afirmó que no se oponía a la solución
republicana, mientras que la república fuese unitaria (o sea, centralista y no
federal); Cánovas respondió a eso afirmando su fe monárquica, pero aceptando
otorgar su colaboración; o, más bien, su no-oposición.
Pavía estuvo torpón en el siguiente paso. En realidad, sólo
impuso un nombre, el de Eugenio García Ruíz, como ministro del nuevo gobierno
(Gobernación, o sea Interior). García Ruiz era un furibundo republicano, eso sí unitario, que lanzaba unas soflamas
de la leche desde su periódico, que llevaba el significativo nombre de El Pueblo. Con este nombramiento, el
militar que había entrado en las Cortes creía salvada la República; con lo que
no vio que dejaba demasiados ámbitos de poder sueltos, todos los cuales se los
aplicó el general pijo, o sea Serrano.
Bueno, en realidad, aquella tardorrepública era un duopolio:
el ejercido por los generales Serrano y De la Concha. El otrora amante de la
reina, conocido en los Madriles como El general bonito, contaba con el genio militar de Concha para presentar batalla a los
carlistas y, merced a esa victoria, que debemos recordar fue el primer y
principal motivo de que Pavía quebrase bruscamente el rumbo de la República, el
régimen se prolongaría sin rey, otorgándole a él una presidencia vitalicia, que
es lo más parecido a la corona que hay sin serlo. Cuando el marqués del Duero
levantó el sitio carlista de Bilbao, por lo tanto, Serrano se apartó para
dejarle a su compañero todos los laureles, lanzándole con ello el mensaje de que, si bien el poder político era suyo, el militar sería del marqués. Aquel esquema podría haber
funcionado.
Sin embargo, no funcionó. El 27 de junio de aquel mismo año,
en Monte Muro, una bala acertó a encontrar el cuerpo del marqués del Duero y
acabar con su vida. La muerte de Concha dilató el momento de la victoria
militar contra el carlismo y supuso para el duque de la Torre un traspiés insalvable, porque con él
había perdido la capacidad de hacer viable su régimen unipersonal tan sólo
formalmente democrático. A partir de ahí, Serrano peregrinó más que gobernó,
con cuatro gobiernos distintos en apenas un año, deriva puteona que no hizo sino extender en los cuarteles el virus restauracionista, habilidosamente difundido por Cánovas y sus terminales, la primera de ellas el brigadier Luis Dabán.
Por cierto que, en su época, aquella España un tanto, o un
mucho, machista, se hizo lenguas con la hipótesis de que las ambiciones de
Serrano no se debiesen, o no se debiesen sólo, a su voluntad, sino a la de
Antonia Domínguez y Borrell, condesa de San Antonio y duquesa consorte de la
Torre; o sea, su churri.
Los testimonios contrarios a esta mujer son legión.
Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, primer marqués de Villa Urrutia, hizo de
ella un retrato cruel: “dama de peregrina hermosura pero de escaso intelecto,
pues algo ha de quedar para las feas”. Otros la pintan en el curso de las
recepciones oficiales peleando, incansable, por puestos preminentes, debidos a
su condición de mujer de un ex regente; condición que, como digo, exigía fuese
ejercida para sobreponerse en el protocolo a las mujeres de embajadores en uso
de su mandato. Todas estas historias señalan su voluntad de hacer de su marido
la primera figura de España, y de ella lo que hoy diríamos la Primera Dama. En
condiciones tales, se ganó la enemiga de los monárquicos, y de todos ellos más
que de ninguno de Cánovas. De hecho, Cánovas, habitualmente moderado y poco
dado a la chanza, le soltó un corte de la hostia a la señora durante una cena
en casa de los Serrano cuando, por ausencia de última hora del duque, ella le
ofreciera su silla diciéndole: “Hoy tiene usted que remplazar a mi marido”; a
lo que Cánovas respondió, con voz clara: “¿Hasta qué hora?”
La mujer de un político de la época, Jacinto María Ruíz, le
escribió a la reina Isabel a París que “Dios, en su justicia, le ha dado al
duque de la Torre, para su castigo, la mujer que merecía; esta mujer hace de él
lo que quiere y lo llevará al abismo”. Entre otras cosas, esta jugosa carta
revela detalles tan divertidos como que el general Serrano, incapaz de negarle
a su mujer el ayuno de los viernes cuaresmales, cenaba con ella las viandas de
vigilia y después, pretextando que se iba a Llardy a tomar café, daba cuenta allí
de unos solomillos de puta madre.
Paradójicamente, otro que sintió mucho la muerte del general
fue Cánovas, el capitán de la causa monárquica. Es por ello que muchos
historiadores se han quejado de que las relaciones de Concha con Cánovas, o con
la reina Isabel, no se hayan estudiado a fondo; afirmación que vendría a
insinuar que el general podría estar detrás de la idea de dar un golpe de fuerza
militar en favor de la monarquía; golpe que él era el único con prestigio
suficiente para dar.
La muerte de Concha alejó toda posibilidad de un golpe
militar monárquico, cuando menos en la mente de Cánovas. El político conservador se negaba en redondo a esta posibilidad, pues
quería el regreso del rey con todas las de la ley. “Lo que hay que hacer es
preparar la opinión ampliamente y luego aguardar con paciencia y previsión una
sorpresa”, le escribe a la propia reina el 13 de abril de 1874. Y el 8 de mayo:
“cualquier indisciplina puede perdernos”. Son formas elegantes de exigir a la
reina que no sea pollas y dé pábulo a quienes, con seguridad, están viajando
París a ofrecerle alzamientos, gritos y pronunciamientos que, Majestad, no
pueden fallar.
El 28 de noviembre de 1874 es el cumpleaños del príncipe,
que Cánovas, en Madrid, convierte en una manifestación de fe monárquica. El
gobierno, nervioso, amenaza con deportar a los marqueses de Molíns y de Villar,
monárquicos conspicuos. Asimismo, prohibió a la prensa felicitar al rey y,
asimismo, prohibió en todas las fondas de España que se sirviesen comidas de
más de seis cubiertos.
Sin embargo, el sentimiento en España es cada vez mayor.
Agotados por una república vacilante y caótica, que ahora ha devenido en
inoperante y tan sólo formalmente democrática, los españoles añoran a ese rey
que la propaganda canovista les vende como si fuera la hostia en verso. Desesperado, el general Serrano impulsa la candidatura de la duquesa de
Montpensier para ser reina de España, buscando dividir a los monárquicos, una
vez que la abdicación de Isabel II los ha unido (bueno, neto de los carlistas,
claro; que cada día cuentan menos). Sin embargo, el problema de Cánovas no era
la oposición republicana, sino la fuerte presión militar en favor de un golpe. Uno
de los grandes conspiradores monárquicos en la milicia, el brigadier Luis
Dabán, le escribe en diciembre de 1874 una carta al general Martínez Campos en
la que le informa de que teme ser destituido el mes siguiente, lo que
debilitaría la causa alfonsina. El 21 de diciembre, Martínez Campos le escribe
a Alfonso de Borbón confesándole: “me he hecho incompatible con don Antonio Cánovas,
que podrá ver con más calma y lucidez el estado de los asuntos, pero que yo
creo que no va por buen camino; y he creído de mi deber acudir a VA rogándole
me autorice reservadamente para obrar independientemente de él”.
El día 27, Martínez Campos abandona Madrid, camino de
Valencia. Según todos los indicios, lo hace sin haber recibido contestación del
príncipe (entre otras cosas porque, merced al diario del coronel Juan de
Velasco, que entonces era acompañante de Alfonso, sabemos que él no estaba en
París, adonde fue enviado el mandado, sino en Inglaterra). La marcha a Valencia
de Martínez Campos está provocada por un telegrama del almirante Aznar: “Naranjas
en condiciones”. Es el santo y seña pactado con Dabán de que las cosas están
bien para un movimiento. En Madrid, únicamente le comunica que va a
pronunciarse a su amigo el general Valmaseda, y se lo insinúa a la condesa de
Heredia Spínola, furibunda monárquica que suele comerle la oreja con que es
demasiado blando con la situación. En esa misma casa deja una carta dirigida a
Cánovas, con la instrucción de que no le sea entregada hasta que “se tenga
noticia en Madrid de lo que voy a hacer”.
La discreción de Martínez de Campos tuvo su fruto. El
gobierno poco supo de las intenciones monárquicas y el jefe del Estado estaba
en el Norte, en la guerra. Cinco días antes de la movida, Castelar, prohombre
republicano, le escribía una carta a un amigo en la que le aseguraba que la
causa monárquica estaba en su punto más bajo.
Lejos de ello, el 29 de diciembre, a eso de las nueve de la
mañana, Martínez Campos arenga a los soldados de la brigada Dabán a las afueras
de Sagunto (el jefe de la guarnición de la ciudad, coronel Ripoll, se negó a
que la proclama tuviese lugar en su interior), proclamando rey a Alfonso XII.
El capitán general de Valencia el general Ignacio María del Castillo, no
se opone y pide al gobierno su relevo. El general Joaquín
Jovellar, jefe del Ejército del Centro, adhiere a éste al movimiento.
Esa misma mañana, el grito de Sagunto se conoció en Madrid,
pero el gobierno apenas dio instrucciones al gobernador civil, Juan Moreno
Benítez, para que detuviese a Cánovas, el duque de Sesto, y otros monárquicos.
Alcañices, por cierto, se enteró con tiempo e, inmediatamente, fue a la calle
de la Madera, donde vivía Cánovas, para advertirle. Pero el político
conservador se negó a moverse, porque no quería ser identificado con el
movimiento insurreccional. Sin embargo, dio instrucciones a Alcañices para que
huyese, y le cedió los poderes de acción que a él le había dado la reina. Así
pues, Alcañices volvió a su palacio, el actual Banco de España, donde se
encontró con varios amigos, entre ellos el famoso y algo violento Felipe
Ducazcal. Hizo salir, solo, a su mozo de cuadras, Manuel Sánchez, a quien todos
en Madrid llamaban El Calandria. Éste
esperó en la calle de la Greda con un coche de alquiler, en el cual fueron ambos
a casa de otro importante monárquico, Alejandro Castro; y, probablemente por no
sentirse seguros ahí, acabaron por irse a hacer noche a la de José Ramiro de la
Puente y Apecechea y González-Nardín, marqués de Alta Villa.
Moreno Benítez se negó a alojar al detenido Cánovas en su
destino, digamos, legal, que era la pútrida e insalobre cárcel de El Saladero,
en la plaza que es hoy de Santa Bárbara (llamada así porque antes había sido un
matadero de cerdos). Así pues, Cánovas quedó inmovilizado en un despacho del
propio gobierno civil. Hasta allí tuvo que llegarse un joven de 17 años, Julio
María de la Luz Claudio Francisco de Asís Elías Nicolás José Santiago Gaspar de
Todos los Santos Quesada-Cañaveral y Piédrola Osorio Spínola y Blake, quien
algún día sería conde de Benalúa y duque de San Pedro de Galatino pero que,
entonces, no tenía más características que ser sobrino y ahijado del duque de
Sesto y lo suficientemente joven como para no despertar sospechas. La propia policía
le ayudó en su encomienda pues, en saliendo del palacio de Alcañices en
compañía de otro tío suyo, el marqués de Castelar, la bofia detuvo a éste
creyéndole el duque de Sesto, y lo llevó al gobierno civil. Allí se deshizo el
error pero, mientras las aclaraciones venían, el chico tuvo tiempo de localizar
a Cánovas y darle la misiva secreta que su tío le había dado para el politico conservador. De tan mala manera, pues, controló el gobierno
formalmente republicano las comunicaciones entre los monárquicos.
[Aunque no tenga nada que ver con nuestra historia, Benalúa
fue enterrado en Granada, a su fallecimiento, el 17 de julio de 1936; esto es,
apenas horas antes de estallar la guerra civil, con lo que, probablemente, se
convirtió en el último español significado cuyas exequias se produjeron antes
de empezar ésta].
Al día siguiente, Sagasta y todo el gobierno estaban muy
nerviosos y, en puridad, su gran esperanza era que Cánovas permanecía contrario
al golpe. De hecho, al parecer Cánovas dio instrucciones al marqués de
Valdeiglesias, Ignacio José Escobar y López Hermoso, propietario del diario
monárquico La Época, para que éste se
posicionase claramente contra el golpe. Sin embargo, si esto fue así, primero
Escobar le convenció de que no podía ir contra los hechos (para entonces los
conservadores, reunidos en casa del conde de Cheste, poco menos que querían
descuartizarlo por no apoyar el grito de Sagunto); y, finalmente, el gobierno decidió, suspendiendo el periódico.
Durante todo el día, el gobierno sondeó los cuarteles, y lo
que encontró fue tan categórico que resolvió no disparar ni un solo tiro (como
de hecho ocurrió) e intentar una última medida desesperada. En la tarde,
Cristino Martos visitó a Cánovas en su “cárcel” del gobierno civil.
Según el testimonio de quien luego sería marqués de
Valdeiglesias, entonces un adolescente que se había colado, literalmente, en la
habitación, el diálogo fue tal que así.
MARTOS: Yo respeto tu patriotismo, tus ideas y tu conducta
política. Pero en este instante, cuando tenemos guerra en Cuba, guerra en el
Norte y los restos de las cantonales, no creo que se deba llevar al país a otra
guerra civil. El momento es inoportuno.
CÁNOVAS: Yo he deseado la restauración de otra manera, pero
ante la actitud del Ejército y la opinión unánime del país, acepto y recojo el
procedimiento. No puedo oponerme a él, es mi deber. Y estate tranquilo; no
habrá otra guerra civil, nadie la desea; la restauración, y con ella la paz,
son un hecho.
A eso de las ocho, mientras los Moreno Benítez obsequiaban
con una opípara cena al detenido y sus acompañantes, el gobierno, reunido en el
Ministerio de la Guerra (en Cibeles, frente al Banco de España), telegrafiaba a
Serrano. Serrano les comunicó que, en el Norte, las tropas habían declarado que
no lucharían contra defensores de Alfonso. En la Puerta del Sol, a esa hora, un
hombre, cuya filiación ignoro, fue detenido por dar vivas a Alfonso XII. Pero, probablemente, antes de
que llegase a la comisaría, el gobierno ya había cedido sus poderes en el
capitán general de Madrid, quien, inmediatamente, había llamado a Cánovas a
formar gobierno. El capitán general se busca un emisario de confianza para el
receptor: Gonzalo de Vilches y Parga, primer conde de Vilches, apasionado
hombre del aparato estatal de Isabel II que ha quedado bastante apartado de la
primera línea política, y precisamente por eso de indubitables credenciales
monárquicas. Pero cuando Vilches llegue al gobierno civil se encontrará con que
Cánovas ya no está ahí: tras la cena, el gobernador lo ha liberado y de hecho
Cánovas, con su pequeña troupe, se ha
ido hacia el Ministerio de la Guerra.
Allí, una vez que llegó también el duque
de Sesto, se formó el primer gobierno de regencia. La I República había muerto. Entre todos la mataron, y ella sola se murió.
El general Serrano, por su parte, se despedía en el Norte de
su sueño imposible de llegar a ser, algún día, Príncipe de Vergara como
Espartero. En Tudela, donde se encuentra, resigna el mando en el siguiente del
escalafón (aunque mi documentación no es completa, pudo ser en Álvaro Laserna y
Martínez de la Hinojosa, segundo conde de los Andes), y atraviesa la frontera.