En septiembre del año 653, Recesvinto accedió al trono de España en solitario. Pocas semanas antes, un tal Froia había dirigido una nueva revuelta, en la que se alió con los vascos y consecuentemente pudo producir una importante devastación en el norte de la península. Los alzados destrozaron un montón de iglesias e incluso llegaron a sitiar Zaragoza.
Recesvinto fue el caudillo que llegó a Zaragoza y la liberó de la creciente amenaza que se cernía sobre la ciudad. Pero, como hemos dicho, en términos históricos, la verdadera importancia de este rey estriba en el paso dado en el terreno jurídico para avanzar en la definición de eso que hoy llamamos España. Existen indicios de que desde el mismísimo inicio de su reinado, Recesvinto tenía en medio de las cejas la idea de revisar el ya viejo código de Leovigildo. En la apertura del VIII concilio de Toledo, el rey hizo un llamamiento a los obispos (que eran lo más parecido a un parlamento que había entonces) a que revisaran a fondo la legislación para eliminar de la misma todo lo que de desenfocado o superfluo se encontrase.
El código finalmente publicado por Recesvinto contenía 324 leyes de Leovigildo, 99 de Chindasvinto y 87 leyes nuevas. Pero lo realmente importante de este código es que obligaba a todos los habitantes del reino y, por lo tanto, rompía con la dualidad entre godos e hispanorromanos que hasta entonces había vertebrado la nación. Aunque es muy difícil adivinar los porqués de la reforma, es obvio que, al abolir el derecho romano, los godos cercenaron definitivamente el poder que pudieran tener los cargos hispanorromanos, notablemente la administración de justicia. Es probable, por lo tanto, que la reforma de Recesvinto venga a significar el momento en el que los godos se sintieron, por primera vez, con fuerza, real y moral, suficiente como para echarse a todo el país a las espaldas.
Recesvinto murió en el 672. El mismo día de su óbito, los nobles del reino eligieron a Wamba como nuevo monarca. El nuevo rey intentó al principio pasar de la historia, pues, dice en las crónicas, era bastante viejo para poder enfrentarse a los desastres que ocurrían en el país; lo que las crónicas no nos dicen es qué tipo de desastres eran ésos. No obstante, aceptó, al parecer convencido por la actitud de los grandes jefes territoriales o duces, los cuales le informaron de que si no aceptaba se lo pasarían por la piedra.
Lo primero que hizo Wamba en cuanto fue rey fue lo mismo que Guardiola en la final de copa: arremeter contra los vascos. Pero cuando estaba en ésas, le llegó la comunicación de que en la Galicia hispanogoda, un tal Ilderico, apoyado por el obispo Gunildo y el abad Ranimiro, se habían alzado contra su poder. Tomaron rápidamente control de la mitad este de la Septimania, aunque la capital de la provincia, Narbona, se les resistió.
Wamba nombró como general de las fuerzas de rescate a un tal Paulo, que no es un nombre godo sino latino; lo cual quizá nos da la medida de hasta qué punto, en aquellos tiempos que fueron los de la reforma de Recesvinto, los propios círculos de poder de los germanos habían cambiado.
La corrupción política es algo que ha existido de toda la vida. En aquellos tiempos, no sólo tenía que ver con acumular pasta sino también con acumular poder real. Paulo marchó hacia la Septimania para sofocar la rebelión. Iba en compañía de varios comandantes, entre ellos Ranosildo, que era gobernador de la provincia tarraconense, y un gardingo o alto noble de la corte llamado Hildigiso. Ranosildo e Hildigiso, quizá cabreados por tener nombres más propios de renos del tiro de Santa Claus que de militares de pelo en pecho, comenzaron a comerle la oreja a Paulo con que si él tenía el poder, o sea las tropas, por qué, además de pasarse a Ilderico por la entrepierna, no se llevaba también por delante al abuelo Wamba. Los planes de estos conspirados llegaron a los oídos de Argebado, obipo de Narbona, el cual se apresuró a enviarle un e-mail al rey. No obstante, para entonces Paulo entraba en Narbona y se hacía ungir rey; existen indicios de que Argebado, incluso, llegó a unírsele.
Al parecer, Paulo no quería luchar con Wamba por el copo. Su interés se centraba en ser rey de la Septimania y la Tarraconense, o sea una especie de rey catalán antes de los Países Catalanes, y dejar a Wamba reinar en el sur. Cuando Ilderico se unió a Paulo, Wamba había perdido el control de su nación desde el extremo de la Septimania hasta más o menos Barcelona.
Wamba debía de ser un tío listo. Procedió con cautela. Quizá recordaba la rebelión de Froia, de la que nosotros casi nada sabemos. Era consciente de que, a base de salir de la comunidad autónoma a repartir hostias por Euskadi Sur-Sur-Sur, los vascos se habían internacionalizado y habían adquirido la habilidad, y la costumbre, de cerrar alianzas bélicas. Es posible que tuviese información de que euskaldunes y paulistas estuviesen en tratos; y, por lo tanto, decidió secar esa fuente.
En lugar de entrar en la Galia, donde entró Wamba fue en el País Vasco. Al parecer, montó una del cuarenta y dos, hasta no dejar ni un cabolo con chapela vivo. Los vascos, claro, claudicaron. Y, evidentemente, pasaron de ayudar a Paulo.
Una vez cerrado el flanco euskera, Wamba se dirigió a Barcelona a través del norte de Aragón, capturando por el camino a los jefes rebeldes Euredo, Pompedio, Gundefredo, Humulfo y Neufredo. Barcelona se le rindió, y luego siguió hasta Gerona, que hizo lo propio.
Una columna de Wamba capturó a los jefes rebeldes Ranosindo y Eldigiso en una ciudad llamada Clausurae. La captura de esta ciudad desató los esfínteres de los paulistas, pues con ella Wamba tenía el camino franco hasta Narbona. Paulo se retiró de la ciudad a Nimes, pero dejó en la capital a un gran ejército al mando de su comandante Witimiro. En una batalla relativamente corta (tres horas) las tropas de Wamba le dieron hasta en el cielo de la boca. Witimiro, según las crónicas, se refugió en una iglesia y, una vez tras el altar, sacó su espada declarando que moriría matando; pero bastó que un soldado se le acercase con un chuzo para arrearle una hostia en la cabeza para que se cagase de miedo, se echase de rodillas y se rindiese.
Wandemiro, capitán de Wamba, se dirigió a Nimes, ciudad a la que llegó por sorpresa en un amanecer, después de una marcha de una noche entera. Cogió por sorpresa a los defensores y pudo quemar las puertas de la ciudad, por lo que Paulo y los suyos se refugiaron en el anfiteatro. Wandemiro también debía de ser un tipo listo como Wamba, pues, en lugar de atacar a los anfiteatrados, dejó simplemente correr los predecibles mecanismos de la psiquis humana. Acorralados, sin escapatoria, notablemente debilitados, los capitanes de Paulo comenzaron a discutir qué hacer y, cuando descubrieron lo distanciado de sus ideas, empezaron a matarse entre sí. Los que no se mataban entre ellos eran asesinados por los propios ciudadanos de Nimes que les habían acompañado en la aventura. Paulo, incapaz de detener la matanza, se despojó de sus vestimentas reales y claudicó.
Ignoro por qué. Pero una de las acciones de Wamba tras ganar la guerra fue volver a Narbona y expulsar de la ciudad a los judíos.
El domingo 14 de octubre del 680, Wamba se sintió mortalmente enfermo y pidió la presencia de los sacerdotes. En presencia de los nobles de la corte, fue tonsurado y vestido con el hábito monástico, acto tras el cual el rey se declaba ya muerto y, por lo tanto, dejaba de ser rey. El acto de tonsurar a un moribundo, en efecto, tenía los mismos efectos que enterrarlo. Wamba, sin embargo, sobrevivió a su enfermedad. Él ya ni era rey ni podía volver a serlo. Pero podemos estimar que no quería dejar el poder, así pues hizo algo que está completamente de más en el derecho godo: nombrar sucesor suyo al conde Ervigio.
El tal Ervigio debía de tener muchas fuerzas de su parte, pues a la muerte definitiva de Wamba los obispos se apresuraron a declarar la plena legalidad de su mando. Ervigio fue un rey decididamente encuadrado en el partido de la nobleza, a la que concedió increíbles beneficios económicos, y de nuevo implacable con los judíos, contra los que dictó hasta 28 leyes punitivas que eran aplicables en su totalidad desde los diez años de edad. Entre otras cosas penó la circuncisión con la realización de un corte algo más profundo, es decir la castración (como las mujeres no tienen pito, las condenó a la mutilación de la nariz en el caso de que hubiesen participado en una circuncisión). Se instauró que un judío no podía dar una orden a un cristiano y se les restringió notablemente el derecho a viajar. En 687 Ervigio, ya muy enfermo, siguió la costumbre de Wamba y nombró sucesor en la persona de su yerno Egica, casado con su hija Cixilo.
Mala decisión. Egica, para ser rey, prometió proteger a los hijos de Ervigio. Pero, muerto éste, declaró ante los obispos que su suegro había sido un cabrón de tal calibre que la necesidad de hacer justicia era incompatible con la protección de su familia. En otras palabras: todo parece indicar que, en vida del suegro, disimuló como pudo, pero en cuanto llegó a rey se quitó al careta. Probablemente lo hizo para ganar apoyos. Pero no lo debió hacer bien, porque años más tarde el obispo de Toledo, Siseberto, lideró una rebelión para matarlo, que salió mal.
Egica prosiguió la tendencia antijudía con mayor ahínco aún que su denostado suegro. Sus medidas están claramente dirigidas a invitarles a largarse a otra parte. Les puso muy, pero muy difícil, poder ganarse la vida. E incluso llegó a decretar que todos los hijos de judíos serían separados de sus padres a los siete años, para ser entregados a familias cristianas que los educarían como tales. Aunque hubo una significativa resistencia a esta medida entre los propios sacerdotes, se aplicó en amplias zonas de España; quién sabe cuántos de nosotros descenderemos de esos niños desarraigados de sus propios padres a la fuerza. Los judíos tuvieron que esperar dos décadas para que las cosas cambiasen con la invasión musulmana; no ha de extrañar que tiendan a ver ésta como una liberación.
Egica murió como Franco, de muerte natural, en el 702. Dos años antes, había asociado al trono a su hijo Witiza, el cual reinó hasta el 710, en unos años que, según las crónicas, fueron prósperos para el país. A su muerte, el trono fue usurpado por Rodrigo. Este Rodrigo que ha pasado a la Historia, y honradamente no sé por qué, con el Don delante, no sabía la que se le venía encima. El moro Muza, que dominaba el Magreb, envió a la península a su capitán Tarik Ibn Ciyad (si se llega a llamar Ciyad Ibn Tarik, hoy Tarifa se llamaría Cillada). Tarik partió de Ceuta y desembarcó en la roca que llamaron los musulmanes Gebel Tarik, uséase Gibraltar. Rodrigo se enfrentó a los árabes, pero perdió la batalla, muy probablemente, porque su propio ejército estaba en guerra civil contra aquéllos, no sabemos muy bien quiénes,que habían reaccionado ante su okupación del trono. Cuando Muza cruzó a España, se encontró frente a él a unos resistentes que se estaban dando de hostias entre ellos, lo que facilitó la labor invasora. En alguna zona de España, un tal Aquila llegó a suceder a Rodrigo como rey, al parecer durante tres años.
Ésta es, sucintamente, la historia de los godos. Quien haya pensado alguna vez en España, en las cosas que han servido para definirla, para estructurarla como nación, habrá pasado, en sus reflexiones, por algunas de las cosas que aquí se cuentan.
Casi todo lo que pasa en la Historia de los pueblos entre la caída del imperio romano y la Baja Edad Media tiene poco glamour. Son pocas las fuentes y muchos los esfuerzos interpretativos. Así pues, es fácil pensar que hay que pasar de los godos porque ni puta falta que te hacen en el cerebro.
Y puede que sea verdad. Pero, amigo lector, si eres español, o si eres latinoamericano pero portas alguno de esos apellidos que sin duda vienen de aquí, tú eres un poco ellos. Un día, ellos fueron tú.
¿De verdad aprenderse de memoria una puta listita de nombres era tanto pedir?
viernes, mayo 29, 2009
martes, mayo 26, 2009
Los godos molan (4). nace la cuestión judía
Muchos de los judíos que alguna vez han vivido en España se sienten hondamente enraizados con esta tierra. Y es un sentimiento que tiene mérito, porque la verdad es que ser judío en España nunca ha sido un chollo. Todo el mundo sabe que los reyes católicos expulsaron a los judíos de España. Esto es cierto. Lo que no lo es, es que Isabel y Fernando fuesen los primeros jefes de Estado que en España se rallaron con la movida de los hebreos.
La cuestión judía se ha movido en el tiempo de forma irregular, con momentos mejores y peores pero con una melodía de fondo que era claramente antijudía. El derecho romano desarrollado en Hispania tenía ya medidas preventivas contra los judíos, aunque Alarico abolió no pocas de ellas; no sin conservar una de las nucleares, que era la prohibición de celebrar matrimonios entre romanos y judíos. Ya en los tiempos de Alarico, además, a los judíos se les prohibió ostentar cargos públicos y, si bien se les permitía reparar sus sinagogas, no se les dejaba construir nuevas. Asimismo, el proselitismo judío en la persona de cristianos estaba castigado con la muerte. Aunque los judíos no son un pueblo que se haya distinguido por el proselitismo (ellos son el pueblo elegido, no tienen la ambición de conseguir nuevos creyentes por ahí fuera), todo parece indicar que el hecho de que las creencias estuviesen en sus inicios provocaba muchas confusiones entre los ritos cristiano y hebreo, lo cual puede haber justificado este tipo de normas.
Podemos resumir diciendo, por lo tanto, que los judíos fueron, en la España goda, vigilados muy de cerca, aunque podían practicar sus cultos sin problemas. Pero en el 612, como ya decíamos, falleció el rey Gundemaro y para sucederle fue elegido Sisebuto, quien se mantendría en el trono hasta el 621. Fue ese cristianismo militante el que llevó al rey a plantearse el estatus de los judíos en Hispania. Las medidas tomadas en el pasado no habían evitado que, como una evolución lógica de la vida, hubiese judíos que medrasen hasta el punto de tener esclavos o manumitidos; y, en estos casos, éstos solían ser cristianos, con lo que se producía una situación de poder efectivo del hebreo sobre el cristiano que no era aceptable desde el punto de vista de un rey católico cien por cien (habría aquí que hacer el inciso de que, en España como en otras muchas naciones europeas, y contra lo que a menudo se cree, el cristianismo primero, y el catolicismo después, no encontraron en el mensaje de Jesucristo elemento alguno incompatible con la esclavitud humana).
Sisebuto continuó la línea jurídica de condenar con la mayor dureza el proselitismo judío. Pero fue más allá, colocándose ya en el terreno claro del antisemitismo. Es Sisebuto, por ejemplo, quien comienza a practicar las conversiones forzadas, que se hacían, por ejemplo, en la persona de los nacidos de matrimonios mixtos que, a pesar de la dureza de las leyes, se hubiesen producido. En defensa de la Iglesia católica hay que decir, en este punto, que todos los indicios que nos han llegado, especialmente los relativos al IV concilio de Toledo, indican claramente que la misma se opuso a la política de conversiones forzadas. El más claro indicio de la política de Sisebuto es el hecho de que provocó emigraciones masivas de judíos a Francia.
A la muerte de Sisebuto, le sucedió su hijo Recaredo II quien, sin embargo, sólo vivió unos días, sin que haya logrado averiguar yo hasta el momento si fue casualidad o acción enervada por algún tercero. El caso es que, muerto Recaredo II, le sucedió Suintila, el principal general de Sisebuto.
Lo primero que hubo de hacer Suintila en el trono fue subir al noreste de la península a defenderla de los vascos, que una vez más habían bajado de sus montañas y se habían dedicado al pillaje de Euskadi Sur-Sur-Sur. Sin embargo, su campaña más exitosa, que ya había apuntado siendo general de Sisebuto, fue la expulsión de los bizantinos de su área malacitana; lo que convierte a este Suintila en el primer rey español que reinó sobre toda la España concebida por el PNV (esto es, excluida la tierra de los vascos, que nunca fue gobernada por rey godo alguno).
Resulta difícil saber cómo fue, en realidad, este Suintila. El mismo cronista, Isidoro de Sevilla, lo considera lo mejor del mundo mundial en su primera historia de los godos (publicada cuando Suintila todavía era rey) o un abyecto criminal en la segunda (publicada cuando ya no lo era). Hay indicios de que Suintila pudo ser un rey populista, una especie de Hugo Chávez godo, querido por el pueblo llano pero odiado por la nobleza, aunque son conjeturas y es además imposible conocer con precisión los porqués. Lo que sí sabemos con razonable precisión es que los nobles decidieron deshacerse de él, para lo cual enviaron a uno de ellos, Sisenando, a conseguir la ayuda del rey franco Dagoberto de Neustria. El ejército borgoñón que penetró en España desde Tolosa acabó obligando a Suintila a capitular; hasta Geila, su hermano, apoyaba a sus enemigos.
En marzo del 631, Sisenando fue proclamado rey, aunque es posible que lo fuese después de una rebelión provocada por un tal Iudila del que nada se sabe. En todo caso, Sisenando controló la celebración del IV concilio de Toledo, en el que se condenaron las conversiones forzadas de los judíos, pero se estrechó el cerco sobre ellos.
Asimismo, dicho concilio consagró el sistema de elección del nuevo rey a la muerte del anterior mediante una especie de cónclave conjunto de nobles y obispos. A la muerte de Sisenando (636) se eligió a Chintila. Lo que más claro queda en los testimonios que nos han quedado de Chintila es que pasó la mayor parte de su reinado acojonado. Trata constantemente de impulsar a los concilios a exportar medidas que le protejan a él y a su familia, así pues podemos especular con la posibilidad de que su elección se produjese más o menos por los pelos y que el rey sintiese desde el principio el aliento de sus enemigos en la nuca. De hecho, se especula con que en aquella época hubieran estallado diversas rebeliones.
En el terreno que más nos ocupa en este post, durante el VI concilio de Toledo, aún en el reinado de Chintila, la Iglesia española recibió una misiva del papa, Honorio I, en la que les instaba a incrementar su dureza respecto de los judíos. No conservamos la carta del Papa. Pero conservamos la respuesta de Braulio, obispo de Zaragoza, en la que le dice, en nombre de los obispos españoles, que ningún hombre es merecedor de penas tan severas como las que Honorio reserva a los hebreos. Por lo tanto, podemos imaginar que los castigos propuestos por Roma eran, probablemente, digamos que muy en la línea de la forma católica de castigar; y que la Iglesia española se rebeló contra dicha crueldad, argumentando que no había nada ni en los cánones ni en el propio Nuevo Testamento que justificase dicha violencia.
La carta de Braulio ha sido alabada no pocas veces por su valentía. Y es valiente, aunque lo que no es, a mi modo de ver, es una defensa de los judíos. Lo que la Iglesia española compartía totalmente con el Papa era la convicción de que los judíos debían ser perseguidos; era en los medios donde no había aquiescencia entre las partes. De hecho, Braulio, y los obispos a los que representa, se declararon partidarios de la idea de Chintila, que ya de por sí marca un cambio cualitativo en la cuestión judía, de no permitir a quien no fuese católico vivir en España. Chintila, por lo tanto, saltó el listón mucho más arriba que Sisebuto y abre, de hecho, toda una corriente de pensamiento que llega, de alguna manera, hasta el nacionalcatolicismo franquista: la teoría de una España puramente católica; no mayoritariamente católica, sino poblada sólo por católicos, pues quien no lo es, no puede ser español.
Chintila murió en el 640 y nombró sucesor a su hijo Tulga, lo que suponía pasar del cónclave casi recién instaurado. Por ello, a la muerte del rey se sucedió un periodo de intensas revueltas, en las que finalmente los contrarios a Tulga, liderados por Chindasvinto, acabaron por prevalecer. Con él, se sentó en el trono de España el pragmatismo. Si Chintila había buscado su seguridad y la de su familia instando a los concilios a aprobar cánones que las aseverasen, Chindasvinto fue más directo y dedicó su reinado a encarcelar y apiolarse a todo aquél que consideró que le podía traicionar. Eso sí, a los judíos los dejó en paz. En el 649, y siguiendo las recomendaciones de sus obispos, Chindasvinto asoció a su hijo Recesvinto al trono, de forma que, a su muerte, éste lo ocupó en solitario. El reinado de Recesvinto daría otro paso, esta vez jurídico, para la construcción de España.
Es por ello que se aconseja descansar de nuevo.
La cuestión judía se ha movido en el tiempo de forma irregular, con momentos mejores y peores pero con una melodía de fondo que era claramente antijudía. El derecho romano desarrollado en Hispania tenía ya medidas preventivas contra los judíos, aunque Alarico abolió no pocas de ellas; no sin conservar una de las nucleares, que era la prohibición de celebrar matrimonios entre romanos y judíos. Ya en los tiempos de Alarico, además, a los judíos se les prohibió ostentar cargos públicos y, si bien se les permitía reparar sus sinagogas, no se les dejaba construir nuevas. Asimismo, el proselitismo judío en la persona de cristianos estaba castigado con la muerte. Aunque los judíos no son un pueblo que se haya distinguido por el proselitismo (ellos son el pueblo elegido, no tienen la ambición de conseguir nuevos creyentes por ahí fuera), todo parece indicar que el hecho de que las creencias estuviesen en sus inicios provocaba muchas confusiones entre los ritos cristiano y hebreo, lo cual puede haber justificado este tipo de normas.
Podemos resumir diciendo, por lo tanto, que los judíos fueron, en la España goda, vigilados muy de cerca, aunque podían practicar sus cultos sin problemas. Pero en el 612, como ya decíamos, falleció el rey Gundemaro y para sucederle fue elegido Sisebuto, quien se mantendría en el trono hasta el 621. Fue ese cristianismo militante el que llevó al rey a plantearse el estatus de los judíos en Hispania. Las medidas tomadas en el pasado no habían evitado que, como una evolución lógica de la vida, hubiese judíos que medrasen hasta el punto de tener esclavos o manumitidos; y, en estos casos, éstos solían ser cristianos, con lo que se producía una situación de poder efectivo del hebreo sobre el cristiano que no era aceptable desde el punto de vista de un rey católico cien por cien (habría aquí que hacer el inciso de que, en España como en otras muchas naciones europeas, y contra lo que a menudo se cree, el cristianismo primero, y el catolicismo después, no encontraron en el mensaje de Jesucristo elemento alguno incompatible con la esclavitud humana).
Sisebuto continuó la línea jurídica de condenar con la mayor dureza el proselitismo judío. Pero fue más allá, colocándose ya en el terreno claro del antisemitismo. Es Sisebuto, por ejemplo, quien comienza a practicar las conversiones forzadas, que se hacían, por ejemplo, en la persona de los nacidos de matrimonios mixtos que, a pesar de la dureza de las leyes, se hubiesen producido. En defensa de la Iglesia católica hay que decir, en este punto, que todos los indicios que nos han llegado, especialmente los relativos al IV concilio de Toledo, indican claramente que la misma se opuso a la política de conversiones forzadas. El más claro indicio de la política de Sisebuto es el hecho de que provocó emigraciones masivas de judíos a Francia.
A la muerte de Sisebuto, le sucedió su hijo Recaredo II quien, sin embargo, sólo vivió unos días, sin que haya logrado averiguar yo hasta el momento si fue casualidad o acción enervada por algún tercero. El caso es que, muerto Recaredo II, le sucedió Suintila, el principal general de Sisebuto.
Lo primero que hubo de hacer Suintila en el trono fue subir al noreste de la península a defenderla de los vascos, que una vez más habían bajado de sus montañas y se habían dedicado al pillaje de Euskadi Sur-Sur-Sur. Sin embargo, su campaña más exitosa, que ya había apuntado siendo general de Sisebuto, fue la expulsión de los bizantinos de su área malacitana; lo que convierte a este Suintila en el primer rey español que reinó sobre toda la España concebida por el PNV (esto es, excluida la tierra de los vascos, que nunca fue gobernada por rey godo alguno).
Resulta difícil saber cómo fue, en realidad, este Suintila. El mismo cronista, Isidoro de Sevilla, lo considera lo mejor del mundo mundial en su primera historia de los godos (publicada cuando Suintila todavía era rey) o un abyecto criminal en la segunda (publicada cuando ya no lo era). Hay indicios de que Suintila pudo ser un rey populista, una especie de Hugo Chávez godo, querido por el pueblo llano pero odiado por la nobleza, aunque son conjeturas y es además imposible conocer con precisión los porqués. Lo que sí sabemos con razonable precisión es que los nobles decidieron deshacerse de él, para lo cual enviaron a uno de ellos, Sisenando, a conseguir la ayuda del rey franco Dagoberto de Neustria. El ejército borgoñón que penetró en España desde Tolosa acabó obligando a Suintila a capitular; hasta Geila, su hermano, apoyaba a sus enemigos.
En marzo del 631, Sisenando fue proclamado rey, aunque es posible que lo fuese después de una rebelión provocada por un tal Iudila del que nada se sabe. En todo caso, Sisenando controló la celebración del IV concilio de Toledo, en el que se condenaron las conversiones forzadas de los judíos, pero se estrechó el cerco sobre ellos.
Asimismo, dicho concilio consagró el sistema de elección del nuevo rey a la muerte del anterior mediante una especie de cónclave conjunto de nobles y obispos. A la muerte de Sisenando (636) se eligió a Chintila. Lo que más claro queda en los testimonios que nos han quedado de Chintila es que pasó la mayor parte de su reinado acojonado. Trata constantemente de impulsar a los concilios a exportar medidas que le protejan a él y a su familia, así pues podemos especular con la posibilidad de que su elección se produjese más o menos por los pelos y que el rey sintiese desde el principio el aliento de sus enemigos en la nuca. De hecho, se especula con que en aquella época hubieran estallado diversas rebeliones.
En el terreno que más nos ocupa en este post, durante el VI concilio de Toledo, aún en el reinado de Chintila, la Iglesia española recibió una misiva del papa, Honorio I, en la que les instaba a incrementar su dureza respecto de los judíos. No conservamos la carta del Papa. Pero conservamos la respuesta de Braulio, obispo de Zaragoza, en la que le dice, en nombre de los obispos españoles, que ningún hombre es merecedor de penas tan severas como las que Honorio reserva a los hebreos. Por lo tanto, podemos imaginar que los castigos propuestos por Roma eran, probablemente, digamos que muy en la línea de la forma católica de castigar; y que la Iglesia española se rebeló contra dicha crueldad, argumentando que no había nada ni en los cánones ni en el propio Nuevo Testamento que justificase dicha violencia.
La carta de Braulio ha sido alabada no pocas veces por su valentía. Y es valiente, aunque lo que no es, a mi modo de ver, es una defensa de los judíos. Lo que la Iglesia española compartía totalmente con el Papa era la convicción de que los judíos debían ser perseguidos; era en los medios donde no había aquiescencia entre las partes. De hecho, Braulio, y los obispos a los que representa, se declararon partidarios de la idea de Chintila, que ya de por sí marca un cambio cualitativo en la cuestión judía, de no permitir a quien no fuese católico vivir en España. Chintila, por lo tanto, saltó el listón mucho más arriba que Sisebuto y abre, de hecho, toda una corriente de pensamiento que llega, de alguna manera, hasta el nacionalcatolicismo franquista: la teoría de una España puramente católica; no mayoritariamente católica, sino poblada sólo por católicos, pues quien no lo es, no puede ser español.
Chintila murió en el 640 y nombró sucesor a su hijo Tulga, lo que suponía pasar del cónclave casi recién instaurado. Por ello, a la muerte del rey se sucedió un periodo de intensas revueltas, en las que finalmente los contrarios a Tulga, liderados por Chindasvinto, acabaron por prevalecer. Con él, se sentó en el trono de España el pragmatismo. Si Chintila había buscado su seguridad y la de su familia instando a los concilios a aprobar cánones que las aseverasen, Chindasvinto fue más directo y dedicó su reinado a encarcelar y apiolarse a todo aquél que consideró que le podía traicionar. Eso sí, a los judíos los dejó en paz. En el 649, y siguiendo las recomendaciones de sus obispos, Chindasvinto asoció a su hijo Recesvinto al trono, de forma que, a su muerte, éste lo ocupó en solitario. El reinado de Recesvinto daría otro paso, esta vez jurídico, para la construcción de España.
Es por ello que se aconseja descansar de nuevo.
domingo, mayo 24, 2009
Los godos molan (3): Recaredo
La religión y la política, o si lo preferís la religión y la guerra, siempre han estado íntimamente unidas, y lo siguen estando. Discutiríamos eternamente sobre si la guerra se esconde detrás de la religión o es la religión la que se esconde detrás de la guerra; pero desde un punto de vista práctico, la verdad es que la diferencia no existe en el terreno de los resultados.
Si hay dos cosas que cohesionan a los pueblos que lo vas flipando, esas cosas son la lengua y la religión. La mayor parte de las personas que son algo (armenios, mongoles, españoles, vascos, uzbekos) están dispuestas a soportar que su pueblo sea agredido de diversas maneras; pero colocan la barrera infranqueable en la discriminación de su idioma y/o la negación de sus creencias. En este mundo moderno y en esta esquina del mundo, que se ha vuelto más bien laica (o, cuando menos, está en el mayor punto de laicidad de su Historia conocida) quizá sea difícil de ver, pero lo cierto es que la religión es uno de los cementos más sólidos a la hora de unir a los hombres bajo un nombre común que designe a una nación, un pueblo, o una raza.
Las religiones, por lo común, se basan en la existencia de un misterio. Por misterio hemos de entender algo imposible o difícilmente aprehensible que hace necesario el concurso de un intermediario experto. El cristianismo tiene a los sacerdotes, el budismo a los lamas y los rimpochés, el musulmanismo a los muftíes... en general, toda religión tiene presbíteros que cumplen ese papel de intérpretes que aprovechan su relativa mayor cercanía con la divinidad.
En el caso del cristianismo, y sobre todo del catolicismo, este elemento primario, que como digo está en todas las religiones pues todas las religiones tienen sacerdotes o sacerdotoides, se lleva a un extremo bastante alto. El catolicismo rechaza la libre interpretación de los mensajes de Dios y crea una institución, que es la Iglesia, la cual interpreta dicho mensaje y debe ser seguida por los creyentes en dicha interpretación. Pero la interpretación católica de las Escrituras y del mensaje de Dios es sólo una más; la básicamente prevalente hasta Lutero, pero una más. Los primeros tiempos del cristianismo, sus primeros diez o quince siglos, fueron el vivero de muchas y muy diferentes interpretaciones de esa realidad, la mayoría de las cuales son conocidas hoy con el sustantivo que desde Roma se les impuso: herejías, lo cual quiere decir doctrinas desviadas de la verdad católica (y atacables por ello).
La mayor parte de los problemas doctrinales surgidos en el seno del cristianismo durante la Edad Media tiene que ver con la Trinidad (a secas; sin Jiménez). La Trinidad es una formulación misteriosa de la existencia de Dios, un monoteísmo matizado, de difícil comprensión desde análisis simples. Siempre he pensado que esto, y no otra cosa, es lo que buscó la Iglesia de Roma con su desarrollo. Cuanto más compleja (se podría decir: más gnóstica) la teoría, mejor: eso reclamaría mayores dosis de liderazgo por parte de la propia Iglesia, como intérprete de esa verdad.
La Trinidad dio en aquellos tiempos para discusiones interminables (bizantinas, en buena medida) sobre la naturaleza del Hijo y del Espíritu Santo; sobre el tipo de voluntad de Jesucristo, humana o divina; sobre la calidad de su sufrimiento. Un curso de teología hereje sería complejo y aburrido. Pero, así, en términos muy gruesos, se puede decir que el primer gran enfrentamiento en torno al concepto de la Trinidad, es decir el momento en el que el monoteísmo judío se hace gentil de la mano de Pablo de Tarso y hace sitio cuando menos a un segundo inquilino, el Cristo; el primer gran enfrentamiento, digo, es si Jesucristo es igual que su padre, si es distinto, qué era cuando estuvo en la Tierra, y qué es ahora mismo.
La Iglesia católica defiende una visión que es bastante complicada de explicar. Está en el Credo que cualquier católico reza los fines de semana en voz alta. Jesucristo es el hijo único de Dios, de su misma naturaleza, engendrado y no creado. Lo cual viene a querer decir que Jesús es y no es el Padre, así pues ambos, y el Espíritu Santo, de alguna forma son y no son lo mismo. Siempre he pensado que en el desarrollo de toda esta historia tuvo que participar un huevo de obispos gallegos.
Los godos, de origen germánico, son cristianizados más tardíamente que los latinos. Por lo demás, cuando comienzan a expandirse hacia el sur, radicándose en terrenos del imperio romano, enrolándose en su ejército y vendiéndoles pan por las mañanas (pues ésta es la invasión goda; quien se imagine a tipos con cuernos en los cascos ganando batallas, yerra en lo fundamental), se encuentran con una organización fuertemente nacionalista a la que le cuesta considerar a esos tipos rubios, altos y que hablan tan fuerte como unos romanos más. A mi modo de ver, fueron los romanos los primeros que hicieron que los godos se sintieran godos. Así las cosas, cuando el imperio se fue a la mierda y los godos dominaron el cotarro, siguieron sintiéndose distintos de los romanos.
Ese desarrollo propio también se llevó a las ideas religiosas. Muchos godos, y entre ellos los visigodos que acabaron sentando el culo en España, eran seguidores de Arrio, un teórico para el cual el Hijo desde luego merecía la atención de los cristianos, pero no al mismo nivel que el padre, pues uno era Dios y el otro, no. El arrianismo siempre me ha parecido a mí como una versión más sencilla del cristianismo, sin tantas complicaciones teóricas. Hay un Padre, hay un Hijo, y el Padre es más que el Hijo. El Padre elije al Hijo y, por lo tanto, el Hijo no es Dios.
Arrianismo y catolicismo son ambos creencias cristianas que, probablemente, no tenían por qué tener muchas dificultades para vivir juntas. Sin embargo, para entender su enfrentamiento en la España visigoda, hay que comprender el concepto fundamental de que aquél era un país en el que vivían dos pueblos. Los visigodos, que dominaron a los hispanorromanos, se quedaron con parte de sus tierras, pero no los sometieron, puesto que los necesitaban para que el país funcionase. Aún así, establecieron dos códigos de leyes distintos, uno para godos y otro para latinos, y consecuentemente instituciones propias para cada pueblo. En este entorno, es lógico que cada uno conservase su religión.
No se puede hablar, sin embargo, de que la España arriana fuese agobiante a la hora de imponerse al catolicismo. Los católicos, en los tiempos de Leovigildo y los reyes anteriores, podían fundar iglesias y monasterios con entera libertad (libertad que se apresuraron a negar a los arrianos tras la conversión de Recaredo). Podían escribir y difundir libros sin problemas (o sea, no fueron los arrianos los que inventaron el Índice de libros prohibidos; serían los católicos). Se dan casos como el del obispo Masona de Mérida, en su día desterrado por Leovigildo, a quien en su destierro se le permitió escribirse libremente con el Papa. De hecho, cuando los católicos empezaron a ejercitar su inveterada tendencia a ir a por los que no concebían las cosas como ellos, cosa que ocurrió con el priscilianismo, la nación arriana les dejó llevar a cabo esa lucha.
La principal presión arriana era social. Si un visigodo se convertía al catolicismo, el trato que recibía era de haber dejado de ser godo para pasar a ser un latino.
Recaredo sucedió a su padre Leovigildo en algún momento de la primavera del 586. Su acceso al trono fue hasta cierto punto un suceso, pues conviene recordar que la monarquía goda no era hereditaria; así pues, que Leovigildo hubiese sido rey no tenía significado alguno para que Recaredo lo fuese también. En todo caso, Recaredo heredó varios ingredientes claros.
Heredó, en primer lugar, una guerra civil reciente, en la que las posiciones se habían radicalizado; entre otras cosas, en sus últimos años Leovigildo había extremado su política anticatólica, aunque esta afirmación hoy parece una coña teniendo en cuenta que su represión de los católicos se hizo, que sepamos, sin tocarles un pelo, mucho menos quemándolos a centenares en las plazas.
La segunda cosa que heredó Recaredo fue el conflicto con los francos, muy especialmente con Childeberto, a cuenta de las brutalidades cometidas por su madrastra Goisunda contra la joven Ingundis, hermana de Childi. Recaredo envió emisarios inmediatamente a la corte de Childeberto para ofrecer la paz. Éste aceptó. De esa manera, los visigodos se aseguraban no tener problemas con dos de los reyes francos, pues con Chilperico no tenían problemas. Sin embargo, el que se negó siquiera a recibir a los embajadores españoles fue Gontrán. No sólo eso, sino que la frontera entre su nación y la Septimania (la región comprensiva de Narbona, Nimes, etc.) quedó cerrada.
Todo hace indicar que los movimientos de Recaredo en el inicio de su reinado tienen como objetivo primario evitar una guerra con los francos. Entre otras cosas, ordenó la ejecución de Sisberto, el asesino de su hermano Hermenegildo; gesto que ganó para él, definitivamente, la neutralidad de Childeberto (bueno; en realidad, al gesto se unió también un montón de pasta). Recaredo incluso se ofreció para casarse con otra hermana de Childeberto, Clodosinda. La boda con Clodosinda, sin embargo, sólo era posible con el consentimiento de Gontrán (asimismo, tío carnal tanto de Ingundis como de la propia Clodosinda), que se negaba. Gontrán argumentó, no sin razón, que no podía enviar a su sobrina a vivir en un país donde su otra sobrina había sido en tal modo maltratada.
Sin embargo, Childeberto acabó accediendo a la boda. Y lo hizo por una razón que registra la documentación de la época: porque Recaredo se había convertido al catolicismo.
Todo parece indicar, por lo tanto, que el movimiento de Recaredo fue un movimiento en parte provocado por la política exterior. Como ya he dicho, cuando menos en mi imaginación, Recaredo se me aparece como un rey muy consciente de la levedad de su mandato, pues entre los godos las sucesiones carnales en el trono no eran comunes; decidido a no buscar soluciones parciales o parches que apenas permitan tirar unos años; y notable analista exterior, por lo que se dio perfecta cuenta de que, en saliendo de España, en aquella Europa ya no ibas a ningún sitio diciendo que eras arriano, pues el Concilio de Nicea había ganado clarísimamente la partida. La conversión de Recaredo, que estaba destinada a marcarnos a los españoles como tales durante siglos, fue, en mi opinión, un movimiento de paz.
En el 589, Gontrán atacó la Septimania. Pero el jefe político de la región, un latino llamado Claudio, le metió tal mano de hostias en la batalla del río Aude, cerca de Carcasona, que en el campo de batalla quedaron 5.000 cadáveres francos.
Fue a inicios del 587 que Recaredo se hizo católico y fue bautizado en secreto. Según el Papa Gregorio I, en dicha conversión habría participado Leandro, el mismo sacerdote sevillano que había convertido a su hermano Hermenegildo.
Se convocó un concilio para resolver el conflicto entre arrianos y católicos, el conocido como III concilio de Toledo; pero, de todas formas, antes de que comenzase, las propiedades arrianas ya habían sido entragadas a los católicos, así pues el resultado estaba cantado. En mayo del 589 comenzaron las sesiones. El concilio declaró anatema la negación de que Jesucristo hubiese sido engendrado por Dios Padre y que fuese de su misma naturaleza, así como a quien le negase la misma naturaleza que a ambos al Espíritu Santo.
En sus inicios, de todas formas, la conversión de España al catolicismo no fue demasiado impuesta; lo cual, en mi opinión, es bastante coherente con el carácter que se adivina en Recaredo por algunos de sus actos. Las actas del concilio toledano son especialmente etéreas en lo que se refiere a quienes han sido arrianos. Como ejemplo, la Iglesia tardó casi medio siglo en dictaminar que los nacidos en la fe arriana no podían ser obispos, en lo que parece una clara evidencia de que, durante los primeros años en los que el catolicismo fue la religión nacional, una medida así o no habría sido eficiencia o no habría sido permitida por el rey. De hecho, en el III concilio de Toledo sólo cuatro obispos godos abjuraron del arrianismo.
Hubo resitencia, y mucha.
En Mérida, el obispo arriano Sunna, junto con sus amigos Segga y Vagrila, parece ser que organizaron una movida para apiolarse a Masona, el obispo católico. Cuando menos Segga pagó la cosa muy cara, pues Recaredo le cortó las manos. Por cierto, que el rey se enteró de la historia por una delación de Witerico; el cual, curiosas putadas de la Historia, acabaría siendo rey después de cargarse... al hijo de Recaredo.
Más seria parece haber sido la conspiración liderada por la siempre inquieta y tocacojones Goisunda, la cual se alió con el obispo arriano Uldila para derrocar al rey. Se descubrió todo y Uldila fue desterrado mientras que Goisunda murió poco después, no sabemos si de muerte natural (lo cual es bastante lógico).
La tercera rebelión se produjo en la Septimania. Allí, el obispo arriano Athaloc y los nobles Granista y Wildigerno se alzaron en armas contra Recaredo por la conversión, y no tuvieron problema en solicitar el apoyo del rey Gontrán (católico). No obstante Claudio volvió a ganarles otra vez como ya hiciera en Carcasona.
La cuarta movida fue impulsada por el noble Argimundo, y buscaba destronar a Recaredo. Tras desmontarse la traición, Argimundo fue decalvado y se le cortó la mano derecha.
En todo caso, lo más importante es que, con la conversión de Recaredo y sobre todo el III concilio toledano, el panorama de la permisividad religiosa entre cristianos cambia radicalmente; aunque, por lo que os acabo de contar, es racional pensar que la radicalización arriana tal vez tuvo algo que ver en ello.
Si hasta entonces los arrianos habían permitido la fe católica en su seno, como he dicho sobre todo impulsados por la consciencia de que era la preferida de medio país, con la conversión de Recaredo las cosas cambian. Se inicia la muy hispana tradición de la quema de libros que dicen cosas que a uno no le gustan, que a juzgar por los resultados debió ser masiva. Se inició también la costumbre de vedar puestos, por ejemplo en la función pública, a los arrianos. Y se inició la también inveterada costumbre de las conversiones forzosas.
Una última cosa queda clara del movimiento de Recaredo. Este rey godo inició, en el terreno jurídico, una tendencia a la que acabaría por poner la guinda, algunas décadas después, Recesvinto: la unificación jurídica entre godos e hispanorromanos. Por lo tanto, es más que racional pensar y sostener que la conversión de España tuvo mucho que ver con el intento de este rey por conseguir tener un solo pueblo bajo su corona. Desde Recaredo, las diferencias entre godos e hispanorromanos comenzarán a desdibujarse, y colocarlos bajo un mismo palio religioso es un primer e importante paso en ese camino.
Recaredo murió en diciembre del 601 y fue sucedido por su hijo, Liuva II. Pero al año y medio de reinar, teniendo aún veinte años, Witerico, como ya hemos dicho, conspiró, lo derrocó y le cortó la mano derecha (el rey no podía ser manco), e, incluso, unos meses después se lo cargó.
De Witerico sabemos que es el último rey godo que intenta llegar a un acuerdo permanente con los francos. Teoderico II de Borgoña le ofreció casarse con Ermenberga, hija de Witerico y con un nombre, la verdad, que al menos en su segunda mitad suena hoy, digamos, poco femenino. Witerico accedió y envió a Ermenilla a Francia al casamiento. Pero mientras llegaba, a Teoderico la vieja Brunequilda y su propia hermana, Teudila, le predispusieron en contra de la candidata, por lo que el borgoñón deshizo la boda (pero que se quedó con la pasta de la dote; muy francés esto). A partir de ahí, los reyes godos tuvieron claro que no tenían nada que ganar en alianzas con los francos. Quizá les hubiera dado un escalofrío de saber que la tierra que gobernaban acabaría siéndolo por una dinastía de tal origen.
A Witerico lo mataron en un banquete y fue sucedido por Gundemaro. De él sabemos que era muy religioso y que asoló la comunidad autónoma de Euskadi (aunque ambos elementos no están en modo alguno relacionados, que yo sepa). Murió en el 612 y fue sucedido por el muy, muy piadoso Sisebuto. El cual comenzaría otra costumbre inveteradamente española: la persecución de los judíos.
A bientôt.
Si hay dos cosas que cohesionan a los pueblos que lo vas flipando, esas cosas son la lengua y la religión. La mayor parte de las personas que son algo (armenios, mongoles, españoles, vascos, uzbekos) están dispuestas a soportar que su pueblo sea agredido de diversas maneras; pero colocan la barrera infranqueable en la discriminación de su idioma y/o la negación de sus creencias. En este mundo moderno y en esta esquina del mundo, que se ha vuelto más bien laica (o, cuando menos, está en el mayor punto de laicidad de su Historia conocida) quizá sea difícil de ver, pero lo cierto es que la religión es uno de los cementos más sólidos a la hora de unir a los hombres bajo un nombre común que designe a una nación, un pueblo, o una raza.
Las religiones, por lo común, se basan en la existencia de un misterio. Por misterio hemos de entender algo imposible o difícilmente aprehensible que hace necesario el concurso de un intermediario experto. El cristianismo tiene a los sacerdotes, el budismo a los lamas y los rimpochés, el musulmanismo a los muftíes... en general, toda religión tiene presbíteros que cumplen ese papel de intérpretes que aprovechan su relativa mayor cercanía con la divinidad.
En el caso del cristianismo, y sobre todo del catolicismo, este elemento primario, que como digo está en todas las religiones pues todas las religiones tienen sacerdotes o sacerdotoides, se lleva a un extremo bastante alto. El catolicismo rechaza la libre interpretación de los mensajes de Dios y crea una institución, que es la Iglesia, la cual interpreta dicho mensaje y debe ser seguida por los creyentes en dicha interpretación. Pero la interpretación católica de las Escrituras y del mensaje de Dios es sólo una más; la básicamente prevalente hasta Lutero, pero una más. Los primeros tiempos del cristianismo, sus primeros diez o quince siglos, fueron el vivero de muchas y muy diferentes interpretaciones de esa realidad, la mayoría de las cuales son conocidas hoy con el sustantivo que desde Roma se les impuso: herejías, lo cual quiere decir doctrinas desviadas de la verdad católica (y atacables por ello).
La mayor parte de los problemas doctrinales surgidos en el seno del cristianismo durante la Edad Media tiene que ver con la Trinidad (a secas; sin Jiménez). La Trinidad es una formulación misteriosa de la existencia de Dios, un monoteísmo matizado, de difícil comprensión desde análisis simples. Siempre he pensado que esto, y no otra cosa, es lo que buscó la Iglesia de Roma con su desarrollo. Cuanto más compleja (se podría decir: más gnóstica) la teoría, mejor: eso reclamaría mayores dosis de liderazgo por parte de la propia Iglesia, como intérprete de esa verdad.
La Trinidad dio en aquellos tiempos para discusiones interminables (bizantinas, en buena medida) sobre la naturaleza del Hijo y del Espíritu Santo; sobre el tipo de voluntad de Jesucristo, humana o divina; sobre la calidad de su sufrimiento. Un curso de teología hereje sería complejo y aburrido. Pero, así, en términos muy gruesos, se puede decir que el primer gran enfrentamiento en torno al concepto de la Trinidad, es decir el momento en el que el monoteísmo judío se hace gentil de la mano de Pablo de Tarso y hace sitio cuando menos a un segundo inquilino, el Cristo; el primer gran enfrentamiento, digo, es si Jesucristo es igual que su padre, si es distinto, qué era cuando estuvo en la Tierra, y qué es ahora mismo.
La Iglesia católica defiende una visión que es bastante complicada de explicar. Está en el Credo que cualquier católico reza los fines de semana en voz alta. Jesucristo es el hijo único de Dios, de su misma naturaleza, engendrado y no creado. Lo cual viene a querer decir que Jesús es y no es el Padre, así pues ambos, y el Espíritu Santo, de alguna forma son y no son lo mismo. Siempre he pensado que en el desarrollo de toda esta historia tuvo que participar un huevo de obispos gallegos.
Los godos, de origen germánico, son cristianizados más tardíamente que los latinos. Por lo demás, cuando comienzan a expandirse hacia el sur, radicándose en terrenos del imperio romano, enrolándose en su ejército y vendiéndoles pan por las mañanas (pues ésta es la invasión goda; quien se imagine a tipos con cuernos en los cascos ganando batallas, yerra en lo fundamental), se encuentran con una organización fuertemente nacionalista a la que le cuesta considerar a esos tipos rubios, altos y que hablan tan fuerte como unos romanos más. A mi modo de ver, fueron los romanos los primeros que hicieron que los godos se sintieran godos. Así las cosas, cuando el imperio se fue a la mierda y los godos dominaron el cotarro, siguieron sintiéndose distintos de los romanos.
Ese desarrollo propio también se llevó a las ideas religiosas. Muchos godos, y entre ellos los visigodos que acabaron sentando el culo en España, eran seguidores de Arrio, un teórico para el cual el Hijo desde luego merecía la atención de los cristianos, pero no al mismo nivel que el padre, pues uno era Dios y el otro, no. El arrianismo siempre me ha parecido a mí como una versión más sencilla del cristianismo, sin tantas complicaciones teóricas. Hay un Padre, hay un Hijo, y el Padre es más que el Hijo. El Padre elije al Hijo y, por lo tanto, el Hijo no es Dios.
Arrianismo y catolicismo son ambos creencias cristianas que, probablemente, no tenían por qué tener muchas dificultades para vivir juntas. Sin embargo, para entender su enfrentamiento en la España visigoda, hay que comprender el concepto fundamental de que aquél era un país en el que vivían dos pueblos. Los visigodos, que dominaron a los hispanorromanos, se quedaron con parte de sus tierras, pero no los sometieron, puesto que los necesitaban para que el país funcionase. Aún así, establecieron dos códigos de leyes distintos, uno para godos y otro para latinos, y consecuentemente instituciones propias para cada pueblo. En este entorno, es lógico que cada uno conservase su religión.
No se puede hablar, sin embargo, de que la España arriana fuese agobiante a la hora de imponerse al catolicismo. Los católicos, en los tiempos de Leovigildo y los reyes anteriores, podían fundar iglesias y monasterios con entera libertad (libertad que se apresuraron a negar a los arrianos tras la conversión de Recaredo). Podían escribir y difundir libros sin problemas (o sea, no fueron los arrianos los que inventaron el Índice de libros prohibidos; serían los católicos). Se dan casos como el del obispo Masona de Mérida, en su día desterrado por Leovigildo, a quien en su destierro se le permitió escribirse libremente con el Papa. De hecho, cuando los católicos empezaron a ejercitar su inveterada tendencia a ir a por los que no concebían las cosas como ellos, cosa que ocurrió con el priscilianismo, la nación arriana les dejó llevar a cabo esa lucha.
La principal presión arriana era social. Si un visigodo se convertía al catolicismo, el trato que recibía era de haber dejado de ser godo para pasar a ser un latino.
Recaredo sucedió a su padre Leovigildo en algún momento de la primavera del 586. Su acceso al trono fue hasta cierto punto un suceso, pues conviene recordar que la monarquía goda no era hereditaria; así pues, que Leovigildo hubiese sido rey no tenía significado alguno para que Recaredo lo fuese también. En todo caso, Recaredo heredó varios ingredientes claros.
Heredó, en primer lugar, una guerra civil reciente, en la que las posiciones se habían radicalizado; entre otras cosas, en sus últimos años Leovigildo había extremado su política anticatólica, aunque esta afirmación hoy parece una coña teniendo en cuenta que su represión de los católicos se hizo, que sepamos, sin tocarles un pelo, mucho menos quemándolos a centenares en las plazas.
La segunda cosa que heredó Recaredo fue el conflicto con los francos, muy especialmente con Childeberto, a cuenta de las brutalidades cometidas por su madrastra Goisunda contra la joven Ingundis, hermana de Childi. Recaredo envió emisarios inmediatamente a la corte de Childeberto para ofrecer la paz. Éste aceptó. De esa manera, los visigodos se aseguraban no tener problemas con dos de los reyes francos, pues con Chilperico no tenían problemas. Sin embargo, el que se negó siquiera a recibir a los embajadores españoles fue Gontrán. No sólo eso, sino que la frontera entre su nación y la Septimania (la región comprensiva de Narbona, Nimes, etc.) quedó cerrada.
Todo hace indicar que los movimientos de Recaredo en el inicio de su reinado tienen como objetivo primario evitar una guerra con los francos. Entre otras cosas, ordenó la ejecución de Sisberto, el asesino de su hermano Hermenegildo; gesto que ganó para él, definitivamente, la neutralidad de Childeberto (bueno; en realidad, al gesto se unió también un montón de pasta). Recaredo incluso se ofreció para casarse con otra hermana de Childeberto, Clodosinda. La boda con Clodosinda, sin embargo, sólo era posible con el consentimiento de Gontrán (asimismo, tío carnal tanto de Ingundis como de la propia Clodosinda), que se negaba. Gontrán argumentó, no sin razón, que no podía enviar a su sobrina a vivir en un país donde su otra sobrina había sido en tal modo maltratada.
Sin embargo, Childeberto acabó accediendo a la boda. Y lo hizo por una razón que registra la documentación de la época: porque Recaredo se había convertido al catolicismo.
Todo parece indicar, por lo tanto, que el movimiento de Recaredo fue un movimiento en parte provocado por la política exterior. Como ya he dicho, cuando menos en mi imaginación, Recaredo se me aparece como un rey muy consciente de la levedad de su mandato, pues entre los godos las sucesiones carnales en el trono no eran comunes; decidido a no buscar soluciones parciales o parches que apenas permitan tirar unos años; y notable analista exterior, por lo que se dio perfecta cuenta de que, en saliendo de España, en aquella Europa ya no ibas a ningún sitio diciendo que eras arriano, pues el Concilio de Nicea había ganado clarísimamente la partida. La conversión de Recaredo, que estaba destinada a marcarnos a los españoles como tales durante siglos, fue, en mi opinión, un movimiento de paz.
En el 589, Gontrán atacó la Septimania. Pero el jefe político de la región, un latino llamado Claudio, le metió tal mano de hostias en la batalla del río Aude, cerca de Carcasona, que en el campo de batalla quedaron 5.000 cadáveres francos.
Fue a inicios del 587 que Recaredo se hizo católico y fue bautizado en secreto. Según el Papa Gregorio I, en dicha conversión habría participado Leandro, el mismo sacerdote sevillano que había convertido a su hermano Hermenegildo.
Se convocó un concilio para resolver el conflicto entre arrianos y católicos, el conocido como III concilio de Toledo; pero, de todas formas, antes de que comenzase, las propiedades arrianas ya habían sido entragadas a los católicos, así pues el resultado estaba cantado. En mayo del 589 comenzaron las sesiones. El concilio declaró anatema la negación de que Jesucristo hubiese sido engendrado por Dios Padre y que fuese de su misma naturaleza, así como a quien le negase la misma naturaleza que a ambos al Espíritu Santo.
En sus inicios, de todas formas, la conversión de España al catolicismo no fue demasiado impuesta; lo cual, en mi opinión, es bastante coherente con el carácter que se adivina en Recaredo por algunos de sus actos. Las actas del concilio toledano son especialmente etéreas en lo que se refiere a quienes han sido arrianos. Como ejemplo, la Iglesia tardó casi medio siglo en dictaminar que los nacidos en la fe arriana no podían ser obispos, en lo que parece una clara evidencia de que, durante los primeros años en los que el catolicismo fue la religión nacional, una medida así o no habría sido eficiencia o no habría sido permitida por el rey. De hecho, en el III concilio de Toledo sólo cuatro obispos godos abjuraron del arrianismo.
Hubo resitencia, y mucha.
En Mérida, el obispo arriano Sunna, junto con sus amigos Segga y Vagrila, parece ser que organizaron una movida para apiolarse a Masona, el obispo católico. Cuando menos Segga pagó la cosa muy cara, pues Recaredo le cortó las manos. Por cierto, que el rey se enteró de la historia por una delación de Witerico; el cual, curiosas putadas de la Historia, acabaría siendo rey después de cargarse... al hijo de Recaredo.
Más seria parece haber sido la conspiración liderada por la siempre inquieta y tocacojones Goisunda, la cual se alió con el obispo arriano Uldila para derrocar al rey. Se descubrió todo y Uldila fue desterrado mientras que Goisunda murió poco después, no sabemos si de muerte natural (lo cual es bastante lógico).
La tercera rebelión se produjo en la Septimania. Allí, el obispo arriano Athaloc y los nobles Granista y Wildigerno se alzaron en armas contra Recaredo por la conversión, y no tuvieron problema en solicitar el apoyo del rey Gontrán (católico). No obstante Claudio volvió a ganarles otra vez como ya hiciera en Carcasona.
La cuarta movida fue impulsada por el noble Argimundo, y buscaba destronar a Recaredo. Tras desmontarse la traición, Argimundo fue decalvado y se le cortó la mano derecha.
En todo caso, lo más importante es que, con la conversión de Recaredo y sobre todo el III concilio toledano, el panorama de la permisividad religiosa entre cristianos cambia radicalmente; aunque, por lo que os acabo de contar, es racional pensar que la radicalización arriana tal vez tuvo algo que ver en ello.
Si hasta entonces los arrianos habían permitido la fe católica en su seno, como he dicho sobre todo impulsados por la consciencia de que era la preferida de medio país, con la conversión de Recaredo las cosas cambian. Se inicia la muy hispana tradición de la quema de libros que dicen cosas que a uno no le gustan, que a juzgar por los resultados debió ser masiva. Se inició también la costumbre de vedar puestos, por ejemplo en la función pública, a los arrianos. Y se inició la también inveterada costumbre de las conversiones forzosas.
Una última cosa queda clara del movimiento de Recaredo. Este rey godo inició, en el terreno jurídico, una tendencia a la que acabaría por poner la guinda, algunas décadas después, Recesvinto: la unificación jurídica entre godos e hispanorromanos. Por lo tanto, es más que racional pensar y sostener que la conversión de España tuvo mucho que ver con el intento de este rey por conseguir tener un solo pueblo bajo su corona. Desde Recaredo, las diferencias entre godos e hispanorromanos comenzarán a desdibujarse, y colocarlos bajo un mismo palio religioso es un primer e importante paso en ese camino.
Recaredo murió en diciembre del 601 y fue sucedido por su hijo, Liuva II. Pero al año y medio de reinar, teniendo aún veinte años, Witerico, como ya hemos dicho, conspiró, lo derrocó y le cortó la mano derecha (el rey no podía ser manco), e, incluso, unos meses después se lo cargó.
De Witerico sabemos que es el último rey godo que intenta llegar a un acuerdo permanente con los francos. Teoderico II de Borgoña le ofreció casarse con Ermenberga, hija de Witerico y con un nombre, la verdad, que al menos en su segunda mitad suena hoy, digamos, poco femenino. Witerico accedió y envió a Ermenilla a Francia al casamiento. Pero mientras llegaba, a Teoderico la vieja Brunequilda y su propia hermana, Teudila, le predispusieron en contra de la candidata, por lo que el borgoñón deshizo la boda (pero que se quedó con la pasta de la dote; muy francés esto). A partir de ahí, los reyes godos tuvieron claro que no tenían nada que ganar en alianzas con los francos. Quizá les hubiera dado un escalofrío de saber que la tierra que gobernaban acabaría siéndolo por una dinastía de tal origen.
A Witerico lo mataron en un banquete y fue sucedido por Gundemaro. De él sabemos que era muy religioso y que asoló la comunidad autónoma de Euskadi (aunque ambos elementos no están en modo alguno relacionados, que yo sepa). Murió en el 612 y fue sucedido por el muy, muy piadoso Sisebuto. El cual comenzaría otra costumbre inveteradamente española: la persecución de los judíos.
A bientôt.
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