sábado, febrero 03, 2007

El mito de las Cortes republicanas

La Historia está llena de tópicos. La mayoría son ciertos, en todo o en parte. Otros carecen de justificación. Uno de los que siempre me han sorprendido más es el que sostiene la alta calidad retórica de las Cortes de la República. He escuchado, no pocas veces, a muchas personas hablar de la altísima altura retórica que, como media, mostraba el Congreso en los años de la República. Este mito nace, tal vez, del hecho de que de aquellas Cortes formaron parte personas de gran altura intelectual, como José Ortega y Gasset o Miguel de Unamuno; quienes, por cierto, no escribieron sus mejores páginas en el Diario de Sesiones. También contribuye al mito el hecho de que uno de los grandes personajes de aquellos debates, Manuel Azaña, pase por ser lo que era: un político con un nivel cultural por encima de la media.

Todos estos factores, sin embargo, no impiden que la mayoría de los debates parlamentarios de los tiempos de la República estuviesen presididos por una zafiedad que hoy difícilmente se aceptaría en la misma tribuna. Para demostrar esta convicción mía, voy, en este post, a acudir a diversos ejemplos, todos ellos, por cierto, tomados del primer bienio de la República, 1931-1932, es decir la etapa constituyente. De esta manera me ahorro, por así decirlo, etapas parlamentarias como la inmediatamente anterior a la guerra, en la que se produjeron nada veladas defensas de fascismo y amenazas directas de muerte. Hablamos, pues, de los tiempos buenos.

En los tiempos buenos, 27 de agosto de 1931, el entonces ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, atacó los fueros vascos con este argumento: «(…) el antiguo fuero era un fuero tan anticlerical, tan sensato y tan humano, que llega a disponer, como en el Fuero vizcaíno, que cada cura tuviese su barragana para tranquilidad de todos los vecinos.»

30 de septiembre de 1931. Interviene una de las escasas diputadas de las Cortes, la señorita Campoamor, en el curso de un debate con un diputado de la izquierda. Su anuncio «le voy a decir a su Señoría tan sólo dos cosas», es saludado por un diputado que grita: «¡Cuidado, que a esa edad todas son beatas!» Este tipo de interrupciones era común en aquellas Cortes por lo visto tan ecuánimes (por cierto, que el debate sobre la pertinencia o no de conceder a la mujer derecho al voto en las elecciones del 33 no tiene desperdicio).

En el Diario de Sesiones del 18 de noviembre de 1931 encontramos una perla retórica de uno de los diputados entonces más belicosos, Joaquín Pérez Madrigal, un radical-socialista que era conocido como El Jabalí de las Cortes. Dice: «Quería decir, señor presidente, que en una intervención, nocturna por cierto, acudí a un acto del primer jabalí de la República, el señor Unamuno, y le imputé la paternidad de una carta que apareció inserta en el órgano huérfano de la dictadura. Esta inculpación, acaso temeraria, vive en el Diario de Sesiones, no ha tenido la rectificación adecuada por el órgano legítimo que podría desmentirla, que es el primer jabalí de la República (…)». Palabras que son contestadas por un diputado no demasiado lejano ideológicamente del que había hablado, el señor Balbontín, con este dechado de respeto: «(…) Termino rogando a los señores De la Villa, Pérez Madrigal y demás jabalíes del Partido Radical-Socialista, verdaderos jabalíes de bazar, de cartón piedra, jabalíes de pega (se produce un escándalo). Os lanzáis unas veces contra la minoría agraria y otras contra nosotros; pero ni una sola vez habéis lanzado un grito de protesta contra el Gobierno. ¡Esclavos! ¡Siervos! (Arrecia el escándalo)».

Ese mismo día, que debió ser movidito, un diputado conservador, Casanueva, reprocha a la diputada de la izquierda Margarita Nelken que no haya hecho nunca profesión pública de españolismo. A lo que el inefable Pérez Madrigal contesta gritando: «Es usted un diputado faccioso». El presidente del Congreso, Besteiro, le pide por tres veces que retire una imputación tan directa, a lo cual se niega.

Otro interesante y elevado clinch entre Balbontín y Pérez Madrigal. El 16 de marzo de 1932. El primero de ellos está atacando a un diputado radical-socialista, Félix Gordón Ordás, por seguir apoyando al Gobierno. Cuando Gordón le está contestando que él es dueño de sus actos, Pérez Madrigal grita: «¡El señor Balbontín vive de las mujeres!» A lo que el apelado contesta: «El señor Pérez Madrigal se ha hartado de robar máquinas Yost. Es un ladronzuelo vulgar (Escándalo). Cállese su Señoría, que ha sido del Directorio y tomó champán con el Dictador [Primo de Rivera] (…) El señor Pérez Madrigal, cuando llevaba la representación en Córdoba de las máquinas Yost, y tengo pruebas de ello, fue destituido por quedarse con el importe de las ventas (…)».

Aquellas Cortes estaban repletas de eso. Fulano cometió tal o cual irregularidad, tengo las pruebas, nunca las muestro, pero ahí queda.

El 26 de abril de 1932, el ministro de la Gobernación (Casares Quiroga) pronuncia esta perla: «Si de algo tengo un cierto remordimiento, si de algo mi conciencia de ministro de la República tiene que arrepentirse, si de algo tiene que reprocharse el ministro a quien habéis entregado un arma para defender la República, es de no haberla utilizado antes contra la Judicatura» [y que viva Montesquieu].

13 de julio de 1932. Interviene Gil-Robles. Critica a un diputado de la izquierda, Menéndez, de quien dice que siempre ha sido un burgués y «jamás ha tenido título alguno para representar al proletariado». Menéndez responde: «Su Señoría es un perfecto imbécil». A requerimiento de Gil-Robles, el presidente, Besteiro, requiere al diputado que retire el insulto.

«MENÉNDEZ: ¿Cuál?

BESTEIRO: No lo sé.

MENÉNDEZ: ¿Lo de perfecto? Pues lo dejo en imperfecto imbécil, y queda retirada.»

El tal Menéndez era subsecretario del Gobierno cuando decía estas lindezas. Y Gil-Robles, pues como siempre, haciendo amigos…

Solazaos con este diálogo del 19 de octubre de 1932 entre un diputado gubernamental, Álvarez Angulo, y el ya famoso Balbontín.

ÁLVAREZ ANGULO: (…) Pero yo he de decir que ese Colegio de Abogados no se ha ocupado cuando han ido los deportados sindicalistas a Bata…

BALBONTÍN: Y vosotros tampoco.

ÁLVAREZ ANGULO: Su Señoría se acuerda siempre de ellos a la hora de comer.

BALBONTÍN: Y habéis votado en contra.

ÁLVAREZ ANGULO: Frente a los consortes. Yo digo que su Señoría es un frutero consorte y frutero con suerte, que ha vivido del Consorcio.

BALBONTÍN: ¡Usted carece de vergüenza política! No tiene derecho a hablar así (…) Besteiro le llama al orden.

ÁLVAREZ ANGULO: Señor Balbontín, yo no le he tuteado nunca a su Señoría porque tengo a menos hablar con su Señoría, y le ruego que me respete, como yo lo hago.

BALBONTÍN: Está usted haciendo el ridículo, amigo.

ÁLVAREZ ANGULO: Yo haré todo el ridículo que quiera su Señoría; pero su Señoría, que ha sido toda la vida un cobarde, lo ha sido ahora en el Colegio de Abogados al no levantarse contra los calumniadores del régimen.

BALBONTÍN: ¡A su Señoría le parto yo la cara!

9 de noviembre de 1932. Miguel Maura, ex ministro de la Gobernación, republicano de corte conservador, habla en el Parlamento. En el curso de un intercambio de requiebros aparentemente sin importancia, Pérez Madrigal (políticamente a su izquierda) le dice: «Aquí siempre tenemos mucha gracia». Maura contesta: «y mucha desvergüenza». Por mucho que se lo exige el Presidente Besteiro, se niega a retirar el insulto. Sólo tras mucha porfía consigue convencerle de que delegue en él la decisión, y entonces Besteiro retira el insulto en su nombre.

Gil Robles, el 9 de febrero de 1933. Moderada intervención: «(…) lo que yo he dicho, y reafirmo aquí, es que, no todas, sino algunas autoridades de la República, en vez de tener en la mano un bastón de mando, deberían tener un grillete».



En los tiempos actuales que vivimos hay, como tiene que ser, división de opiniones parlamentarias. Cuando se produce un debate del Estado de la Nación, unos quieren ver ganador al líder de la oposición y otros al presidente del Gobierno. Pero una cosa está clara: si cualquiera de los dos dijese cualquiera de las cosas que aquí se han reproducido, ya no habría duda: sería el perdedor.

Así pues, cierto es que nuestros parlamentarios de hoy en día apenas dominan la retórica. Que todo lo leen, que tienen escasa capacidad polémica y, además, suelen darle, cada vez que abren la boca, patadas al idioma. Pero decir eso no puede equivaler a decir, en justicia, que cualquier pasado fue mejor.

Hay pasados que, si pudiéramos, deberíamos cambiar.

miércoles, enero 31, 2007

¡Por Alá, qué tropa!

A lo mejor me equivoco, pero creo que si unos nobles y reyes tienen fama de haberse matado los unos a los otros, ésos son los nobles italianos del Renacimiento. Todo el mundo conoce las turbias historias de los Borgia, los Colonna o los Orsini. Asimismo, otro lugar común de la Historia es contemplar a los reyes musulmanes de Al-Andalus como diferencialmente más civilizados que sus enemigos cristianos. En ambos mitos hay bastante de verdad, pero no pocos ingredientes de falsedad.

Y si no, que se lo digan a los emires nazaríes, entre los cuales la muerte era cosa, más que posible, probable.

La dinastía nazarí reinó en Granada y seguía reinando cuando Fernando el Católico la tomó, expulsando al sensible Boabdil, ése al que su madre reprochó el no haber sabido defender Granada como un hombre. Hoy os voy a contar, sucintamente, la historia de los emires nazaríes durante un siglo, desde principios del siglo XIV hasta principios del XV. Y espero convenceros de que ser emir no era entonces ningún chollo.

A principios del siglo XIV, reinaba en Granada Muhammad al-Majlu, conocido como Muhammad III. Nuestro buen Muhammad tenía un problema: veía menos que Pepe Leches. Quizá tenía glaucoma, o alguna otra dolencia grave de la vista, porque el hecho es que estaba casi ciego. Esta circunstancia animó al primer ministro, ibn al-Hakim, para montar una conspiración y apartar al pobre Muhammad del poder. Se puso de acuerdo con Nasr, hermano del emir, y el 14 de marzo de 1309 lo destronaron. Nasr fue entronizado y al ciego lo enviaron a Almuñécar, a tomar las aguas. Sin embargo, a finales de 1310, Nasr enfermó muy gravemente y hubo que traer de vuelta a Muhammad a Granada. Estaba a punto de ser entronizado de nuevo cuando Nasr tuvo una recuperación supersónica, con lo que suspendió toda la movida. Según todas las trazas, la anécdota hizo que Nasr le viese las orejas al lobo, así pues se fue al palacio donde estaba su hermano, lo agarró por el cuello, y lo ahogó en una alberca. ¿Conocéis esa frase hecha que dice «eres más malo que pegarle a un ciego»? Pues Nasr lo era, pues no le pegó, sino que lo ahogó. Y no era cualquier ciego, sino su hermano ciego.

Este Nasr tan buena persona y amigo de la institución familiar sería destronado por Ismail I, un caudillo que lo atacó desde Málaga y lo cercó en la misma Alhambra. Nasr negoció seguir con vida a cambio de que se le permitiese ser señor de Guadix, a lo que Ismail accedió. Nada más llegar a su nueva plaza, Nasr, que como vemos era un musulmán español al mismo tiempo que un punto filipino, se alzó contra el emir, aliándose con Castilla y favoreciendo varias victorias de los cristianos (una prueba más que esa idea de la guerra entre moros y cristianos tiene más grietas que las mejillas de una cantaora jubilada). Lo que sabemos es que, ocho años y pico después de haber dejado el trono, Nasr murió de forma repentina. Pudo ser la morbilidad de la época, sí; o pudo ser que Ismail se lo cargó.

Ismail I, por su parte, reinó desde 1314, pero apenas duró hasta 1325. En dicho año fue asesinado, al parecer por una venganza personal. Cierto día, el emir le echó una bronca a Muhammad, que era hijo de su primo. El chorreo debió de ser de tal calibre que el tal Muhammad, quien probablemente tampoco tenía mucho aguante, resolvió responder asesinando a su rey (sí, hay gente que tiene unos prontos jodidos). Según las crónicas cristianas, la bronca fue por unas mamellas: Muhammad había capturado a una cristiana que al parecer estaba muy buena, Ismail se la quiso quedar y el medio sobrino le respondió que se columpiase.

El tal Muhammad no estaba hecho para los planes sutiles. Simplemente, esperó al emir cierto día que iba a impartir justicia y en la misma puerta del palacio, en medio del mogollón, le arreó tres estocadas que lo dejaron tieso. Los conjurados intentaron huir, pero la policía se los cargó allí donde los encontró; a ellos y a unos cuantos ciudadanos más, probablemente, inocentes, a los que consideró sospechosos.

A Ismail I le sucedió Muhammad IV. Este emir, que era muy joven (tenía 18 años cuando murió), había guerreado con Castilla y solicitado la ayuda de los ejércitos del Magreb, gracias a los cuales pudo recuperar Gibraltar. Tras esta victoria, Castilla se avino a firmar un armisticio, por lo que los ejércitos contendientes volvieron a casa. Regresaba el casi adolescente Muhammad a Granada cuando fue objeto de una emboscada cerca de Algeciras en la que, cómo no, fue asesinado.

A Muhammad IV lo sucedió su hermano Yusuf I, de quien algo bueno podemos decir: lejos de estar implicado en el asesinato de su hermano, y aunque fue entronizado con el apoyo de dichos asesinos, esperó pacientemente algún tiempo para poder vengarse de ellos (al cabecilla del asesinato lo deportó a Túnez, para ser exactos). Yusuf, además, fue un rey cojonudo, por lo que dicen las crónicas, amén del dato de su dilatado periodo, que abarca desde 1333 hasta 1354. Gobernó en una Granada sin grandes conflictos, estable y feliz. El tipo de rey que muere en la cama. Pero, quia. Ni de coña.

El 19 de octubre de 1354, se celebraba en Granada la ruptura del ayuno sagrado de los musulmanes, celebración que culminaba en un gran acto de oración. En el último acto de postrarse del emir, cuando estaba por lo tanto tocando el suelo con la frente, un hombre negro, al parecer retrasado mental, se le abalanzó y le clavó un puñal. El emir murió poco después y el asesino fue entregado al pueblo, que lo linchó y quemó vivo.

Este asesinato tiene un poco el mismo tufo que el atentado fallido que sufrió, pocas décadas después, Fernando el Católico en Barcelona. En ambos casos tenemos a un tipo retrasado que parece actuar solo, aunque los historiadores han dado muchas vueltas, en ambos casos, a la hipótesis de que pudiera haber instigadores por detrás. Algo que no se ha podido probar nunca. Y podemos pensar que es que un magnicidio siempre tiene una razón de ser. Pero después de haber vivido en el pasado reciente casos como el del intento de asesinato de Ronald Reagan, cometido por un pirado en medio de una empanada mental, es como para dudarlo. Sin embargo, en el caso de Yusuf, justo es consignar que algunas crónicas señalan que su asesino era hijo bastardo de Muhammad IV, el anterior emir y hermano suyo, por lo que, quizá, dentro de sus escasas entendederas pudo llegar a creer, o tal vez alguien le convenció, de que tenía derecho al trono.

A Yusuf I lo sucedió su primogénito, Muhammad V, pero el 23 de agosto de 1359, una revuelta palaciega lo derrocó. El beneficiario de la movida fue Ismail II, que entonces tenía apenas veinte años, y a quien Muhammad V, probablemente porque ya sabía de qué palo iba el niño, había mandado encerrar en compañía de su madre Maryam. No os creáis que el hecho de que fuesen hermanastros fue lo que movió a Ismail a respetar la vida de Muhammad. Si no se lo apioló durante el golpe de Estado fue porque no lo encontró; estaba en Guadix de viaje.

Llegar Ismail al poder y empezar otros a pensar en llevárselo por delante fue todo uno. El más ambicioso de ellos resultó ser su primo segundo y cuñado, Muhammad b. Abi l-Walid Ismail, que había sido el espadón que había ayudado a Ismail a quedarse con el trono. En realidad, este pollo era el que gobernaba en Granada, pero probablemente tenía sus roces con el emir formal, así que decidió quitárselo de en medio. La noche del 13 de julio de 1360, lo cercó en uno de sus palacios. Ismail, una vez rodeado, ofreció someterse a un nuevo encierro, como antaño. Su primo, sin embargo, lo hizo decapitar y le tiró la cabeza a la gente para que jugase con ella. A continuación, el hermano de sangre de Ismail, Quays, que era tan sólo un niño, también fue ejecutado. Así que el primo llegó al emirato, con el nombre de Muhammad VI.

Este Muhammad VI, llamado El Bermejo por los cristianos, se hizo con el poder, como acabamos de decir, tras quitarse de en medio al incómodo Ismail. Sin embargo, recordaréis que Ismail había destronado a un emir, Muhammad V, que estaba en Guadix de viaje cuando fueron a por él. Esto se reveló como un problema. Poco a poco, Muhammad V fue reuniendo partidarios y más partidarios, y llegó un momento en el que el emir tuvo claro que el antiguo emir tenía fuerza suficiente como para plantarle cara. Por cobardía o por constancia de que carecía de fuerzas, Muhammad VI tomó, ni corto ni perezoso, la decisión de pillar el tesoro nazarí, ponerlo en unos carros y marcharse a Castilla, donde solicitó la protección del rey Pedro I el Cruel.

El rey cristiano, en principio, hizo como que recibía encantado al huésped. Sin embargo, dos semanas después de la llegada, el 27 de abril de 1362, estando ambos en Tablada, lo mató de un lanzazo. Obviamente, lo hizo por la pasta. Porque hay que entender que la acción del rey cristiano fue alucinante y muy criticada, incluso entre los cristianos. Para la moral de aquella época, un rey que pedía asilo era intocable. Por eso, las crónicas de la época, por lo menos las procristianas, defienden la teoría de que Muhammad jamás pidió permiso al rey castellano para visitarle, luego nunca solicitó su protección, lo que, en teoría, daría derecho a El Cruel para matarlo.

De todas formas, para cuando El Bermejo la diñó, Muhammad V ya reinaba en Granada, de nuevo. Y murió, ¡por fin uno!, de muerte natural. Aunque esto, debéis saberlo, incluso lo ponen en duda algunos historiadores.

Tras la muerte de Muhammad V, le sucedió su hijo Yusuf II, quien tomó los servicios de un valido o primer ministro, un tal Jalid. Lo primero que hizo Jalid, visto lo visto, fue librar a su rey de la presencia, siempre molesta y levemente asesina, de sus hermanos; así que tomó a Saad, Muhammad y Nasr, los tres hermanos de Yusuf, y los encerró en otras tantas mazmorras, donde se pudrieron hasta morir.

Una vez superados los obstáculos, Jalid decidió que, en realidad, él era quien tenía todo el mérito de la gestión de gobierno, así pues resolvió matar a su rey. Para ello se amigó con el médico de la corte, el judío Yahya b. al-Saig, para envenenarlo. Lo malo es que el emir se enteró a tiempo: al primer ministro lo despedazó vivo a golpes de espada, y al judío lo degolló en prisión.

Se podría pensar que el rey se había garantizado una larga vida. Pero lo cierto es que su vida apenas se prolongó unos meses más. El 5 de octubre de 1392, el emir murió envenenado, con un envenenamiento digno de James Bond: el sultán de Fez le regaló una camisa envenenada, de forma que, tras ponérsela, empezó a sentirse mal y, dicen las crónicas, murió cayéndosele la carne a trozos.

Una vez que el emir murió, lo sucedió un hermano suyo, de nombre Muhammad, que reinó como Muhammad VII y, según todas las trazas, estuvo implicado con el sultán de Fez en el asunto de la camisa que hacía bastante más que picar. En realidad, Muhammad tenía otro hermano mayor, Yusuf, que por lo tanto tenía derecho a ser rey antes que él. Pero Muhammad lo convenció con el expeditivo método de encarcelarlo en Salobreña. Después de eso, reinó varios años en constante conflicto con Castilla, pero murió el 11 de mayo de 1408. Lo realmente increíble es que murió como su hermano: envenenado con una prenda. Hay que ser gilipollas para caer en la misma trampa que uno mismo ha tendido en el pasado.

En el espacio de cien años, pues, la monarquía nazarí tuvo diez reyes, de los cuales al menos ocho murieron violentamente. Diez reyes frente a seis en Castilla y cinco en Aragón. Este es un dato de gran importancia para explicar que, algunas décadas después, el reino de Granada estuviese tan debilitado frente al empuje de los reyes católicos.

A los reyes musulmanes les gustaban los buenos baños y las poesías bellas, ciertamente. Pero a navajeros tampoco les ganaba nadie. Como diría el conde de Romanones, ¡joder qué tropa!

martes, enero 30, 2007

Cartas Cruzadas (I): el conde-duque de Olivares

Hoy, Inasequible y yo mismo iniciamos una nueva sección, o subsección o lo que sea, de este Historias de España. Se trata de las Cartas Cruzadas.

Creo que ya he dicho que vivimos en ciudades diferentes. Así pues, Ina y yo hacemos lo que los amigos que no quieren perder el contacto: escribirnos. Buena parte de nuestros mensajes ya los leeis, pues son textos para el blog. Pero también hay otros en los que, básicamente, polemizamos.

La polémica no es que no sea mala, es que es guay. Polemizar está muy bien, es divertido y, si se polemiza con las orejas bien abiertas, normalmente se aprende mucho. Es por esto que hemos pensado en polemizar un poco. Hay muchas cosas en la Historia de España en las que Ina y yo estamos bastante en desacuerdo. Os puedo adelantar que hemos hecho un breve intercambio de posibles asuntos de polémica, y hay unos cuantos en que no es que pensemos diferente; es que pensamos radicalmente diferente.

Os vamos a dar la ocasión de elegir. De vez en cuando, Ina y yo nos cruzaremos cartas, previamente pactadas entre ambos, para defender posturas distintas sobre un mismo hecho histórico. Vosotros, si las leeis, podréis formar vuestra propia opinión, consolidar la que ya tenéis, o cambiarla. Cualquiera de las posibilidades vale. Si alguien está pensando en esas cosas de internet que la gente vota y luego se suman los resultados, ah, lo siento; el editor de este blog, aquí presente, se declara absolutamente incapaz de esas goyerías. El que quiera votar, que vote en el apartado de mensajes, y será bien recibido. Sobre todo si vota por mí ;-)

En fin, al torrao, que dicen los que saben de esto que internet nadie lee más allá de veinte líneas (o sea, todos vosotros sois masocas).

Nuestras primeras cartas cruzadas se refieren al conde-duque de Olivares. El conde-duque ha pasado a la Historia como el ejemplo del valido, o preferido, de un rey, quizá al alimón con Godoy, que lo fue algunos años más tarde. El valido es aquel personaje que goza del favor y de la confianza del rey y, por lo tanto, hace y deshace en el gobierno de la nación a su sombra. El conde-duque fue valido de Felipe IV, y la Historia no le da muy buena imagen. Inasequible se deja llevar por esa corriente y opina que el conde-duque es un personaje nefasto de nuestra Historia. Y yo no pienso así.

Esta vez, y sin que sirva de precedente, le he dado ventaja a Ina: escribí yo primero mi carta. La próxima vez, supongo, será él quien comience.

En fin, aquí están las cartas para vuestra lectura. Eso sí, recordad, mientras las repasais, que yo soy setenta mil veces más simpático que mi oponente.


Cartas cruzadas: el conde-duque

La carta de JdJ

Querido Inasequible:

Sé por dónde vas a ir. Es por esto que he decidido escribir yo primero. Sé que vas a elaborar un argumento muy a lo Paul Kennedy y me vas a contar que un país tiene que ser capaz de afrontar las labores que puede pagar, y que no fue ése el caso del conde-duque de Olivares. Supongo que piensas que a este primer ministro de Felipe IV le tocó la triste labor histórica de convencer a un país de que ya no era un imperio (de que tenía, de hecho, incluso problemas para ser un país); labor que no cumplió y, por eso, el juicio que la Historia haga de él tiene que ser negativo.

Yo soy un poco más blando con el conde-duque.

Me fastidia la imagen del valido, en el sentido de preferido del rey, actuando constantemente a su antojo y a su capricho. El conde-duque de Olivares, para mí, fue más bien el pobre diablo que, por ambición sin duda, echó sobre sus espaldas la labor de seguir haciendo como que España era grande. Así pues, lejos de ser una persona que hizo lo que le salió de las narices, fue más bien un estadista que hizo, mutatis mutandis, lo que pudo.

En el Consejo de Castilla, que vendría a ser como el Consejo de Ministros de hoy más o menos, el conde-duque llegó a sentarse, durante muchos años, con personajes que habían conocido al Rey Prudente, a Felipe II, a la figura que, entonces, era tomada como señera de los good old days en los que el Imperio español ganaba todos los partidos por goleada. Cabe preguntarse a cuántas de las campañas bélicas que tuvo que afrontar España durante la etapa del conde-duque, es decir la guerra en Flandes, el conflicto de la Valtelina, los crecientes problemas en América et altera, a cuántas de ellas, digo, podría haber renunciado el conde-duque. A cuatro siglos de distancia resulta muy fácil decir: haber dejado los intereses italianos al pairo, si no se podía pagar un Ejército para defenderlos. O: haber pactado una paz definitiva en Flandes, que se había convertido en el Iraq del Imperio Español.

España, sin embargo, era en el siglo XVII un animal herido; y si los leones pudiesen escribir blogs te contarían, Ina, lo que pasa cuando un león viejo da muestras de debilidad a la vista de una manada de hienas. El conde-duque de Olivares fue un gobernante obligado a gestionar una situación que él no había creado y cuyo círculo vicioso tampoco era capaz de romper. Ese círculo vicioso era: necesitaba ser fuerte para poder conservar el control sobre la riqueza que quedaba en su poder, pero la riqueza que quedaba en su poder ya era, a todas luces, insuficiente para financiar esa defensa. Pero eso, ya te digo, no es algo que inventase él, porque no fue él quien creó el imperio en el que nunca se pone el sol.

Hay signos de que Olivares hizo verdaderamente lo que pudo, con enormes dosis de pragmatismo. Cuando el crédito de España se agotó en la banca genovesa, pactó los asientos con los banqueros portugueses, todos o casi todos ellos descendientes de los judíos que, displicentemente, echó de España esa señora que también está, un poco, en el origen de los insomnios del valido: Isabel de Castilla, esa reina a la que a veces pienso que deberíamos llamar Isabel la Talibán, pues no hay que creer en Alá para ser talibán; de hecho, odiarlo a muerte es una forma de serlo. Asimismo, Olivares intentó generar un Estado moderno al pretender que la corona de Aragón se comiese el marrón imperial en igual proporción a la de Castilla. Se fue a Barcelona con el rey para convencer a los «otros españoles» y se llevó lo que se merecía (un «no» rotundo en varios idiomas autonómicos), porque tiene leches que mientras dura la fiesta y te estás forrando en Potosí digas que todo eso es de Castilla y que los levantinos no se muevan de Nápoles, pero cuando vengan mal dadas aparezcas con la factura, pongas cara de gilipollas y preguntes: ¿Pagamos a escote, Neng? Eso lo hizo Olivares, sí. Pero, de nuevo, ¿es responsabilidad suya que España llegase a tan tardía fecha como el siglo XVII sin haberse estructurado como Estado moderno, como ya habían hecho otros como Francia, como Inglaterra?

Dicho lo dicho, Ina. No lo hizo bien, pero hizo lo que pudo. Los taurófilos, salvo que sean de los tendidos más exigentes, saben que la faena de un torero hay que juzgarla en consonancia con el toro que le han soltado del corral. Un torero, por bueno que sea, no puede ligar una faena repleta de arte con una alimaña de malas intenciones. El morlaco que toreó el conde-duque era un toro jodido, jodidísimo. No digo que merezca una oreja ni una vuelta al ruedo; pero un respetuoso silencio, por lo menos, sí.

Es clemencia que te pido para este pobre hombre, en la villa de Madrid, en plenas calendas de enero.


La carta de Inasequible Aldesaliento

Querido Juan:

Los políticos heredan las situaciones igual que los jugadores de mus reciben las manos. Les gusten o no, ésas son las cartas con las que tienen que jugar y en función de ellas decidir si van a la grande o a la chica y hasta dónde van a echar faroles. Así pues, a los políticos hay que juzgarles por lo que hicieron con la mano que les cayó en gracia y si los envites que echaron eran conmensurados con las cartas que tenían.

El Conde-Duque de Olivares heredó una mano difícil, pero no desesperada. Heredó el mayor imperio de la Cristiandad, un imperio capaz de movilizar recursos muy importantes, pero que se enfrentaba a varios problemas importantes: el severo endeudamiento ocasionado por las continuas guerras; los numerosos compromisos políticos (frenar al Turco en el Mediterráneo, enfrentarse a los holandeses en Flandes y en las Indias Orientales, apoyar a los Habsburgo austriacos, asegurarse la hegemonía en Italia…); los problemas logísticos derivados de la necesidad de defender y garantizar las comunicaciones entre los distintos territorios que componían ese imperio; la decadencia económica producida por la llegada de los metales preciosos americanos, que habían matado a los productores nacionales; el hecho de que el imperio lo componía un conjunto de reinos disparejos, que sólo se parecían en su decisión de mantener sus libertades tradicionales y resistirse a las intervenciones y demandas reales.

El Conde-Duque de Olivares se fijó un objetivo básico: restablecer el nombre de España al nivel que se imaginaba que había estado en los tiempos de Felipe II, el gran referente para los españoles de su tiempo. Para ello intentó modificar la base económica del reino. Estimaba que del imperio podían extraerse aún más recursos. Las medidas que se propuso (creación de bancos que financiasen las industrias, recurso a los banqueros portugueses para romper la dependencia que se tenía de la banca genovesa, control de las importaciones para impedir la salida de la plata y reducir la competencia a la industria nacional, el intento de que todos los reinos aportasen a su propia defensa…) eran acertadas, pero fallaron en su aplicación. Las oligarquías urbanas y las élites de los distintos reinos se opusieron a las medidas y en casi todos los casos Olivares acabó o bien aguando sus planes iniciales o bien suprimiéndolos. Dada la estructura política de la Monarquía española, intentar imponer esas medidas revolucionarias, y para muchos tiránicas, podía conducir a rebeliones. De hecho, el fin de Olivares fue precipitado por las rebeliones de Portugal y Cataluña, en cuyo desencadenamiento la Unión de Armas propuesta por Olivares jugó un papel importante. Posiblemente la estructura política de la Monaquía española hubiese impedido a cualquier político ir más allá de lo que fue Olivares y la mano dura que Olivares hubiera podido emplear al comienzo de su valimiento y no empleó, sólo hubiera servido para que las rebeliones de Portugal y Cataluña se produjesen diez años antes de lo que se produjeron.

Si la vía de la reforma económica para aumentar los ingresos estaba casi vedada, sólo quedaba la vía de la reducción del gasto. Aquí Olivares intentó cortar algunos abusos al comienzo de su valimiento, pero con el tiempo el derroche en los gastos corrientes de la Casa Real volvió por donde solía. Un buen ejemplo está en la extravagante construcción del Palacio del Buen Retiro, extravagante para una monarquía endeudada y en guerra como la española.

Otra manera de recortar gastos hubiera sido reduciendo los compromisos exteriores y adoptando una política exterior más realista. Por desgracia, salvo durante la segunda mitad del reinado de Felipe III, la política exterior española estuvo guiada por los principios y no por el realismo. España era el adalid del catolicismo y el imperio central de la Cristiandad. Sólo los desastres consecutivos de la paz de Westfalia (1648) y de la Paz de los Pirineos (1659) pudieron acabar de convencer a los estadistas españoles de que los tiempos de Felipe II estaban muertos y era preciso otra política exterior. Cuando Olivares asumió el valimiento, aún ocupaban posiciones de poder hombres que llevaban subidos al machito desde los añorados tiempos de Felipe II y para los que la palabra compromiso era un término malsonante. El primer fallo garrafal de Olivares fue no comprender que la situación internacional había cambiado y que hacía falta una política exterior más modesta y que consumiese menos recursos.

Tal vez uno de los grandes problemas de Olivares es que en sus primeros años de valimiento logró algunos éxitos exteriores inesperados: la conquista de Breda (de la que a largo plazo lo único que realmente sacó España fue un cuadro maravilloso de Velázquez), la victoria sobre los holandeses en Brasil, la derrota de la expedición inglesa contra Cádiz… Esos éxitos incitaban al optimismo, pero no significaban por sí solos la victoria.

Aquí entra un rasgo del carácter de Olivares. Sospecho que psicológicamente era un ciclotímico, una persona que alternaba con facilidad las euforias y las depresiones. En los buenos momentos, cuando la fortuna le sonreía, podía comerse el mundo y elaboraba planes que eran un poco como la cuenta de la lechera. Cuando las desgracias se abatían sobre él, como ocurrió a menudo a partir de 1631, se hundía. Por desgracia el eufórico que había en él siempre acababa saliendo a flote y terminaba elaborando nuevos planes quiméricos y costosos.

El Olivares eufórico de finales de la década de los 20 es el que desempolva los planes de invasión de las Islas Británicas, se propone que España vuelva a ser una potencia naval de primer orden, elabora una estrategia para hacerle la guerra comercial a los holandeses tan complicada que requería hasta que España tuviera una base en el Báltico, se compromete a fondo con los Habsburgo austriacos en el Imperio e inicia la desastrosa aventura de Mantua. Cuando la suerte se le acabe en la década de los treinta, se encontrará con más frentes abiertos que recursos para afrontarlos.

En resumen, Olivares fue un gobernante trabajador, inteligente y bienintencionado, cuyo mayor fallo fue intentar llevar con treinta años de retraso el mismo tipo de política exterior prestigiosa y costosa que había llevado a cabo Felipe II, sin entender que el mundo había cambiado, la relaciones de poder estaban modificándose y que eran necesarios objetivos exteriores más modestos.

domingo, enero 28, 2007

¡Ole con ole y ole!

Hace bien pocos días me quejaba, en otro post de este blog, del escaso respeto de los políticos por la Historia. Me quedé corto. Debo pedirles perdón públicamente, no tanto por acusarles de una práctica que no realizan, como de haberlo hecho como si ellos fuesen los únicos que la cometen.

Hace unos pocos días, en una populosa ciudad de la corona metropolitana de Madrid llamada Alcorcón, se produjo un grave altercado tras el cual se ha destapado en España en general, y Madrid-Alcorcón muy en particular, una polémica muy dura sobre la violencia, el fenómeno de las bandas callejeras y el racismo. Se dice que la seguridad ciudadana en Alcorcón es muy escasa y que las bandas latinas tienen la culpa de ello. Se dice que grupos de inmigrantes latinos hacen cosas como monopolizar las canchas deportivas públicas, y cobran a quien quiere jugar en ellas. Se dicen muchas cosas.

El sábado por la tarde, según cosa que era sabida desde días antes, había grupos de personas, españoles de ideologías extremas según algunas versiones, que querían manifestarse en Alcorcón; manifestaciones que vendrían a sumarse a las iniciativas de otros grupos, de corte pacífico, que han pretendido durante toda la semana, sin éxito, manifestarse contra el racismo y la xenofobia.

La noche del sábado fue, pues, movidita. Hubo mucha policía, carreras, detenciones. Y un periódico de Madrid, en un alarde de periodismo de precisión, le ha llamado a eso Noche de cristales rotos.

La Reichskristallnacht, o noche de los cristales rotos, se produjo en Alemania la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, y debe su nombre al hecho de que, a la mañana siguiente, las calles estaban tapizadas con los cristales de los escaparates que grupos de activistas nazis rompieron en el curso de sus pogromos. Aunque la cosa venía de antes. Por ejemplo: en febrero de 1938, había en la ciudad bávara de Munich 1.600 negocios propiedad de judíos. Seis meses después, sólo quedaban 666, la mayoría de ellos propiedad de extranjeros. Durante todo ese año, el gobierno de Hitler promulgó una serie de leyes que impedían que los judíos pudiesen ocupar determinadas profesiones, desde médicos hasta vendedores ambulantes. El 17 de agosto se publicó un decreto por el cual todos los judíos venían obligados a unir a su nombre, cualquiera que éste fuere, el de Israel; y Sara para las mujeres. Tendrían que utilizarlo siempre en público, para que todo el mundo supiera que eran sucios judíos. Se les obligó a poner una J enorme en sus pasaportes.

A lo largo del verano de 1938, un montón de sinagogas y cementerios judíos fueron profanados por toda Alemania. En la primavera, Hitler visitó Munich y expresó en público su repugnancia porque la Deutsches Künsterlerhaus (Casa de los Artistas Alemanes) estuviese cerca de una sinagoga. Pocos días después, los nazis la demolieron. La excusa oficial fue favorecer el tráfico rodado. El baboso Julius Streicher, asesino en serie de judíos y otras razas menores, le hizo la pelota al Führer inmediatamente demoliendo la sinagoga de Nuremberg. La demolición fue toda una fiesta.

La mañana del 7 de noviembre de 1938, un adolescente polaco de raza judía, Herschel Grynszpan, disparó al tercer secretario de la embajada alemana en París, Ernst von Rath. El 9 de noviembre, Von Rath moriría por las heridas del atentado, pero ya en las horas anteriores, instigados por la prensa nazi, se habían producido pogromos en varios lugares de Alemania. A las diez de la noche del día 9, Joseph Goebbels pronunció un discurso radiado en el que informó al pueblo alemán de la muerte de Von Rath, de la producción de las primeras represalias antijudías, y llamó a la producción de manifestaciones espontáneas en toda Alemania. En su diario, en el que habla de una recepción, anterior al discurso, en el Ayuntamiento de Munich en la que también estuvo Hitler, Goebbels anotó esto: «Explico el asunto al Führer. Él decide: que las manifestaciones continúen. Retirad a la policía. Que los judíos sientan por una vez la cólera del pueblo».

Militantes y simpatizantes del NSDAP, miembros de las SS, de las SA, recibieron aquella noche la instrucción de quemar sinagogas en toda Alemania y destruir propiedades judías. Según los informes, ardieron varios centenares de sinagogas y se demolieron unas 100 en toda Alemania (los bomberos recibieron orden de limitarse a impedir la propagación del fuego a edificios colindantes); la Gestapo transmitió la orden de detener a entre 20.000 y 30.000 judíos varones; y se destruyeron, según los cálculos, al menos 8.000 negocios propiedad de judíos. Se arrasaron las casas particulares, se destrozaron los muebles, las ropas fueron rotas en la calle. Los propios nazis valoraron los daños en cientos de millones de marcos. Aproximadamente un centenar de judíos fueron asesinados e innúmeros grupos seriamente maltratados, incluyendo ancianos, mujeres y niños. Los judíos detenidos, que fueron enviados a campos de concentración, fueron humillados en las comisarías y torturados con elevados niveles de sadismo.

Igualito que en Alcorcón donde, según oigo en la radio, ha habido cuatro detenidos y una persona con la nariz rota.

Lo más cachondo de todo esto es que el periódico al que se le ha ocurrido la feliz idea de hacer la conexión mental Alcorcón-Reichskristallnacht otorga el mayor espacio de su portada a una noticia sobre la intensa preocupación de los especialistas en Historia sobre la pobre preparación de nuestros estudiantes de hoy en día.

Señores periodistas: la cultura bien entendida empieza siempre por uno mismo.