En realidad, no cayó ninguna
venda. Si el COI se avino, finalmente, a tomarse el dopaje en serio, fue por la
única razón que podía mover a Samarach y sus colegas a ello: porque comenzaron
a tener la sensación de que su reputación se resentiría si no lo hacían.
En 1998, la policía francesa
irrumpió en las habitaciones de los hoteles donde se alojaban un buen número de los
ciclistas que competían en el Tour de Francia, y encontró toneladas de drogas
por todas partes. La competición ciclista se vio sumergida en una vorágine de
dudas sobre su limpieza de la que no se ha recuperado ni retirándole los
entorchados al supuesto mejor ciclista de la Historia; y no debe de extrañarse de ello, puesto que ya hace tres décadas, que se dice pronto, se publicaban en la prensa deportiva viñetas alusivas a lo mucho que le estaban creciendo las tetas [sic] a Luis Ocaña. Ese mismo año, al
Departamento de Justicia de los Estados Unidos llegaron algunas denuncias que
hablaban de sobornos ligados a la elección de Salt Lake City como sede de los
JJOO de invierno, y decidió investigarlo. Aquello fue el no va más del sinvivir
olímpico: si hay algo a lo que los dirigentes deportivos temen más que a la
muerte, es a los tribunales ordinarios. Un juez que no les entienda siempre corre peligro de cerrarles el chiringuito o joderles la mamandurria.
Así las cosas, el movimiento
olímpico, convencido de que se estaba jugando su reputación y la posibilidad de
que le empezasen a llover hostias como panes desde los tribunales del mundo
mundial, apareció en febrero de 1999, en la Conferencia Mundial sobre Dopaje en
el Deporte, convertido a la religión del deporte limpio. Las Naciones Unidas y
varios gobiernos importantes fueron invitados a la reunión. Fruto del encuentro
es la campanuda Declaración de Lausana, que viene a intentar convencernos de
que el Comité Olímpico Internacional ha defendido siempre cosas que apenas
meses antes de redactarse dicha declaración le importaban un culo. En el ámbito
de lo útil y concreto, el principal compromiso del documento era crear una
Agencia Internacional Antidopaje, que el COI se comprometía a financiar, de
salida, con 25 millones de dólares.
Samaranch había perdido una
batalla, la batalla de que no hubiese una política antidopaje seria. Y
rápidamente perdió otra, más que nada porque se le vio el plumero (lo que tiene
ser calvo). Inicialmente, el catalán esperaba retener el control absoluto por
parte del COI de la nueva Agencia Internacional. Pero, claro, los gobiernos
invitados a la conferencia le contestaron: macho, si me vas a meter en este
lío, yo también quiero poder decir si damos whisky del bueno o garrafón. Tony
Banks, entonces ministro de Deportes de Reino Unido, lo dijo bien claro: «una
agencia internacional antidopaje presidida por el señor Samaranch se vería comprometida y por lo tanto es
algo que preferiríamos no aceptar». En toda la boca. Por su parte, las
autoridades antidopaje de los EEUU dejaron claro que no aceptarían una agencia
contra esta práctica «que fuese más una operación de relaciones públicas que
una solución efectiva».
Así, en noviembre de 1999 comenzó
a trabajar la Agencia Mundial Antidopaje, con el reto de estar plenamente
operativa para Sidney 2000. Una gran parte de su eficiencia provino del hecho
de que al frente de la misma se colocase al abogado canadiense Dick Pound;
persona que ya estaba fuertemente implicada contra el dopaje de tiempo atrás,
pero a quien su directa implicación en la investigación y gestión del affaire Ben Johnson había disuelto todas
las dudas que le pudiesen quedar.
Los principios de la WADA no
fueron fáciles. Se había marcado el objetivo de hacer 10.000 tests previos a
Sidney, pero hubo que rebajar el objetivo a la cuarta parte. La razón estriba,
sobre todo, en que las federaciones deportivas, fundamentales para poder llevar
a cabo con eficacia estas pruebas, seguían bajo el paraguas del movimiento
olímpico, que había llegado a aquella conversión antidopaje aperreado y a
rastras.
En Sidney, la WADA impuso la
creación del cuerpo de Observadores, quince personas que tendrían la labor, y
el poder, de supervisar todos los procedimientos de análisis antidopaje.
Teóricamente, la agencia mundial era un mero observador en las olimpiadas
australianas, pero la presencia de sus observadores funcionó razonablemente.
Por ejemplo, la federación internacional de halterofilia, probablemente, y con
mucho, el deporte más drogado de la Historia, suspendió al equipo rumano
completo de la especialidad. Y, ya en competición, el equipo búlgaro fue
invitado a coger la puerta, después de que tres de sus atletas dieran positivo
en el uso de diuréticos prohibidos.
Pero no todo era cascada de
colores. Pocos meses antes de Sidney, el hasta entonces responsable antidopaje
del Comité Olímpico USA, Wade Exum, dimitió; pero no se limitó a dimitir, sino
que se presentó ante una Corte ordinaria, ante la que presentó una denuncia
contra el USOC aseverando que la mitad de los positivos por dopaje no habían
sido hecho públicos; que, en realidad, el USOC estaba promoviendo el uso de
drogas con su actitud; y, finalmente, aderezó sus acusaciones con insinuaciones
sobre discriminación racial. Desde luego que algo había: ahí está la noticia,
que surgió en aquellos momentos, de que el lanzador de peso C. J. Hunter,
marido de la conocida velocista Marion Jones, había dado positivo por
esteroides anabólicos, sin que se supiera. Como consecuencia de este escándalo,
el nuevo COI hipermotivado con el tema del dopaje acusó en Sidney a los
americanos de mantener una posición hipócrita en la materia. Los estadounidenses
amagaron con no participar financieramente en la WADA, lo que provocó que Pound
amenazase con sacar los gobiernos de la agencia y, por lo tanto, dejarles sin
tocar pito en el tema.
Tras los juegos de Sidney, la
WADA tenía muy claro que tenía que incrementar su personal y sus recursos.
Pound decidió seguir hacia delante. De hecho, Dick Pound sonó, tras la retirada
de Samaranch (julio 2001) para ser presidente del COI; pero los recelos de los
miembros europeos del COI acabaron por favorecer al belga Jacques Rogge.
A principios del 2002, cuando fue
llegando el dinero de los distintos gobiernos, la WADA se encontraba en una
situación financiera más sólida. En los juegos de invierno de Salt Lake,
el COI siguió dirigiendo los tests de dopaje; pero los empleados de la WADA
tenían ya pleno derecho de estar presentes e intervenir en los procesos. Aunque
seguía habiendo sus obstáculos. Por ejemplo, el presidente del comité
organizador de los juegos trató de resistirse a la construcción de un
laboratorio para los test en el mismo lugar de las competiciones. Aquel
presidente, por cierto, se llamaba Mitt Romney.
Varios esquiadores fueron
suspendidos durante los juegos cuando las pruebas localizaron en sus organismos
un tipo de eritroproteína conocido como darbepoiteína. Asimismo Pavle
Jovanovic, miembro del equipo USA de bobsleigh, también fue suspendido, en
medio de protestas de su equipo, que aducía no haber sido adecuadamente
informado sobre lo que podían tomar y lo que no.