viernes, marzo 17, 2023

El otro Napoleón (9): Camino del 2 de diciembre

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



La salida de pata de banco de Luis Napoleón habría de darle una oportunidad a alguien que llevaba tiempo esperando para saborear su venganza: el general Changarnier.

Intervino el general, haciendo uso de su escaño, en una intervención encendida: “A creer a ciertas personas, el Ejército francés estaría dispuesto a, en un momento de entusiasmo, poner sus manos sobre nuestro ordenamiento legal (…) Nadie obligará a los soldados a marchar contra esta Asamblea. ¡Magistrados de Francia, deliberad en paz!” El resto de la Asamblea se desarrolla entre las propuestas diferentes: Tocqueville, defensor de la reforma constitucional; Falloux, que propone el regreso de la monarquía. Otros, que no quieren cambio ninguno.

Finalmente, la Asamblea negará la mayoría reforzada que exige la reforma constitucional. Por lo tanto, Luis Napoleón es el presidente de Francia hasta mayo de 1852; a partir de ahí, si quiere seguir en el Elíseo, tendrá que violar la ley.

Luis Napoleón cometió, por lo que veis, un pecado de impaciencia; y lo cometió, además, en el peor momento posible. Al sobrino de Napoleón le faltaba eso que todo buen político debe tener, que es dominio de los tiempos. Le entraron las prisas, probablemente por darle a las firmas en su favor, y las aclamaciones de algunas tropas, más importancia de la que en realidad tenían. Por no hacer las cosas bien, se abocó a sí mismo al golpe de Estado como una manera de llegar al sitio al que quería llegar. Pero en modo alguno estaba todo perdido para él.

Eso sí, lo que tenía que hacer ahora era multiplicar su popularidad, especialmente dentro del Ejército, que aparecía como la clave de bóveda de su estrategia. Para eso tenía que limpiar el escalafón alto de las fuerzas armadas, que estaba literalmente petado de personas que le eran abiertamente hostiles.

Esta estrategia pasaba, fundamentalmente, por un nombre: Armand-Jacques Leroy de Saint-Arnaud. Saint-Arnaud era el hijo de un prefecto del Imperio. Había luchado con los griegos y luego, en Argelia, donde se había hecho famoso por su coraje. Recibió los entorchados de general en el año 1848. Era, además, una persona rabiosamente antirrepublicana.

Fue el también general Émile Félix Fleury, quien lo conocía bien, quien puso a Napoleón sobre la pista de este hombre y le dijo que podía confiar en él. Como prueba, Napoleón le encargó una misión militar en la Kabilia. Saint-Arnaud se desempeñó allí con gran coraje, algo que fue saludado con extrañas alharacas por la Prensa más cercana al Elíseo. Napoleón decide, finalmente, llamarlo a París y ponerle al frente de los asuntos de Guerra, aunque no lo hará inmediatamente.

Para comandar las tropas parisinas en lugar de Changarnier, a Napo le costó encontrar un candidato viable. Pensó en varios que, por unas razones o por otras, se quitaron de en medio. Finalmente, nombró al general Bernard Pierre Magnan. Asimismo, colocó en sitios importantes a muchos militares “africanos”, esto es, mandos curtidos en el teatro argelino, que tendían a serle muy fieles: el propio Fleury, Charles-Marie-Esprit Espinasse, Frédérik Henri Le Normand de Luormel... De alguna manera, pues, el presidente se construyó una especie de Estado Mayor clandestino.

Lo mismo hizo en el ámbito civil: crearse un grupo fiel de funcionarios y gobernantes del que poder echar mano en el momento concreto. Formaron parte de este grupo Persigny, su Miguel Ángel Rodríguez particular; Jean-François Mocquard; o el entonces joven prefecto Charlemagne Émile de Maupas. Y, sobre todo, Charles Auguste Louis Joseph Demorny, conocido como el conde De Morny aunque en realidad era duque de Morny (en según qué círculos, la diferencia importa mucho).

De Morny y Napoleón eran parientes, medio hermanos. Era el fruto de la relación entre la reina Hortensia y Auguste-Charles-Joseph de Flahaut de la Billarderie, conde de Flahaut e hijo bastardo de Talleyrand. Había sido oficial del ejército, pero lo había dejado para dedicarse a las finanzas, con bastante más que éxito. En la monarquía de Luis Felipe fue diputado y, con la llegada al poder de Luis Napoleón, se fue convirtiendo, progresivamente, en su Iván Redondo.

Este equipo militar y civil fue el que decidió en agosto de 1851, ya menos de un año antes de la teórica entrega del poder presidencial, dar un golpe de mano que permitiese la permanencia en el poder del presidente. Fue en una reunión en la que estaban Morny, Persigny y Rouher, todos para escuchar a Pierre Charles Joseph Carlier, alma de la conspiración en ese momento. Carlier propuso hacerlo todo cuando la Asamblea estuviera de vacaciones, para impedir su capacidad de reunirse. Se tendrían previstas tropas para sofocar cualquier conflicto, mientras la idea era empapelar el país de carteles. Saint-Arnaud, sin embargo, cuando fue informado, le puso la proa a este plan. Según él, los dirigentes provinciales que fuesen hostiles al movimiento disponían de capacidad sobrada para convocar tropas en su defensa, con lo que se podría provocar una guerra civil. Así pues, el plan Carlier, que era un plan de corto plazo, fue aplazado. Se decidió confiar en una acción más de cirujano, basada en la detención de los principales jefes de partido; hecho esto, cualquier oposición se pensaba que quedaría decapitada.

Napoleón decidió, por otra parte, atacar la reforma constitucional por medios legales. Eso pasaba, por ejemplo, por abrogar la ley de 31 de mayo que había reducido significativamente el cuerpo electoral. El presidente era más que consciente de que el sufragio universal ahora jugaba en favor de su eventual reforma constitucional. Sin embargo, la maniobra era demasiado gruesa. Suponía dar marcha atrás en una medida obviamente apoyada meses atrás. El gobierno del príncipe Napoleón consideró que aquello era ir demasiado lejos, y decidió dimitir; Napoleón aceptó la renuncia colectiva. En el fondo, era lo que estaba buscando, porque quería un gobierno que le fuese más bizcochable. Fue entonces cuando Saint-Arnaud accedió a la cartera de Guerra; y fue ese gobierno el que nombro a Maupas prefecto de Policía. Lo que había salido como se había planeado era el control del ejército. Magnan incluso se permitió el lujo de realizar una visita de 600 oficiales con mando en tropa en la zona al Elíseo, para mostrarle al presidente la total fidelidad de las tropas que garantizaban en orden en la Isla de Francia. 

René François Élisabeth Tiburce de Thorigny, el hombre designado por Napoleón para llevar la cartera de Interior, fue el lógico encargado de presentarse en la Asamblea proponiendo el cambio de la ley electoral. El gobierno no contaba con ganar, pero se quedó muy gratamente sorprendido por el dato de que había perdido por sólo siete votos. El tema estaba más maduro de lo que inicialmente había cabido esperar. Ciertamente, el general Adolphe Charles Emmanuel Le Flô, Jean Didier Baze y Dominique Samuel Joseph Philippe de Brunet de Castelpers de Panat, se coscaron de la movida que estaba preparando el presidente y por eso firmaron, el 17 de noviembre, al pie de una propuesta que le daba al presidente de la Asamblea el derecho de requerir directamente al Ejército para defender la representación nacional en el caso de que su independencia se pudiera ver en peligro. Obviamente, el gobierno se opuso a la moción. Ese día 17, el diputado Louis-Chrysostome Michel, normalmente conocido como Micuel de Bourgues, pronunció el discurso más famoso de su carrera, dedicado a desmentir la idea de que pudiera producirse un golpe de Estado militar, como venía a sostener la moción que quería combatir. “Hay un centinela invisible que nos guarda”, dijo, “y ese centinela es el pueblo de Francia”. Hay que ver la cantidad de chorradas que hay que escuchar en los parlamentos.

Se propone dictar el arresto de los ministros. Saint-Arnaud se pone tan nervioso que llega a insinuarle a Thorigny que va a ausentarse de la reunión para llamar al Ejército, porque el tema está poniéndose complicado.

En el fondo, sin embargo, la Asamblea, mostrando las serias divisiones entre sus diputados, estaba dejándole mucho espacio al presidente. Los golpes de Estado sólo se pueden parar antes de producirse cuando se aprecia una actitud unida, capaz de superar divisiones e ideologías. Pero eso no es lo que se vio durante el duro e interminable debate de la moción del 17 de noviembre de 1851. La Asamblea, además, a través de sus palabras más altas se mostró como un Parlamento ciego ante las evidentes demandas de la gente, dispuesta, tan sólo, a conservar viejos privilegios que, para entonces, muchos franceses querían considerar cosa del pasado. En ese entorno, alguien con el apoyo del Ejército y que, sobre todo, tuviese la capacidad, y la fuerza moral, de hablarle al pueblo francés de aquello que siempre le ha gustado más: el honor de la nación, la grandeza de la bandera, todas esas cosas; ese hombre, sin duda, tenía muchas posibilidades de éxito.

En realidad, Napoleón, aunque yo diría más bien Fléury, que es el tipo listo de esta partida, había conseguido lo que buscaba, que era situar al pueblo francés ante un dicotomía muy sencilla: o una Asamblea mayoritariamente legitimista, que a poco que pudiera les volvería a traer un rey; o el sobrino del Más Grande. En esa tesitura, sin duda tenía una oportunidad.

El 1 de diciembre de 1851 fue lunes, y comenzó como todo lunes para el presidente de la República. Era día de audiencias, y Luis Napoleón tuvo todas las que estaban previstas. Según su dietario, obviamente guardado en Chez Macron, Recibió a Louis-Desiré Véron, el doctor Véron, auténtica fuerza viva de París, director de la Ópera y propietario del periódico Le Constitutionel. Recibió a Georges-Éugene Haussman, que cambiaría la faz de París. Recibió al marqués de Douglas, al conde de Flahaut, a su prima Matilda, y a alguna otra gente. En un determinado momento, hizo un aparte en susurros con Henry Vieyra Molina, el coronel jefe de Estado Mayor de la guardia nacional, de origen portugués. Según nos aseguran los historiadores más cercanos al suceso, le dijo: “coronel, no mostréis ninguna emoción. El golpe será está noche. ¿Me podéis garantizar la paz en las calles mañana? Vieyra le contestó que haría crever les caisses o reventar las cajas, que viene a ser como el patadón p'alante y si hay que dar hostias, se dan, de Clemente. Satisfecho, Napoleón le ordenó estar en su puesto del Estado Mayor a las seis de la mañana.

Inicialmente, el golpe iba a ser el 25 de noviembre. Sin embargo, tengo yo por mí que las muchas réplicas que dejó el agrio debate del 17 habían aconsejado a los estrategas dejar el tema para más adelante. Se fijó para el 2 de diciembre, fecha que no era baladí: era el doble aniversario de la coronación de Napoleón y de ese hecho de armas que los malos estudiantes citan como la batalla de Auschwitz, aunque en realidad ocurrió en Austerlitz.

En las jornadas inmediatamente anteriores, todo el mundo con algo de predicamento entre las derechas, sobre todo los legitimistas, sabía que aquello iba a pasar. Monárquicos y napoleónicos tenían un huevo de amistades comunes en el Ejército, así pues esas fibrilaciones eran casi inevitables. Los hombres de la derecha, y entre ellos, sobre todo, Daru, Montalembert y Falloux, hicieron lo que pudieron, durante aquellas horas, por convertir lo que iba a ser un puro y duro golpe militar (aunque bonapartista, es decir, con fuerte raigambre en el pueblo) en un golpe de alguna manera pactado con la Asamblea. Los monárquicos trataban de hacer de la necesidad virtud y, conscientes de que un Bonaparte nunca querría retrotraer a Francia más mando que el de su familia, trataban de hacerle un trile a Luis Napoleón en los minutos de descuento para que el resultado final fuese el regreso de los reyes. No obstante Napoleón, sin dejar de darles algunas esperanzas, tampoco se ocultó. Dos días antes, en la ópera, hablando con su prima Matilde, delante de Thiers, se refirió a las personas que querían que dejase el poder según las previsiones constitucionales como “personas que, tal vez, en dos días estarán en la cárcel”.

El sentimiento de que algo gordo se preparaba estaba también en la calle. Sin embargo, resultaría erróneo y desenfocado decir que los franceses esperaban un golpe de Estado presidencial, porque no lo esperaban. De hecho, muchas personas creían otras cosas, y eran animadas a creerlas. El periodista Bernard Adolphe Granier de Cassagnac, bonapartista hasta las cachas, escribió esos días un violento artículo en el que anunciaba la intención de la Asamblea de dar un golpe de Estado, quizás apoyados en Changarnier, quizás en Cavaignac. Este artículo, de hecho, era la comidilla de la mayoría de las personas que estaban aquel 1 de diciembre en el Elíseo. Uno de los miembros de una audiencia, diputado él mismo, le preguntó con sorna al presidente cuánto tiempo quedaba para que les echara a la calle. Napoleón le contestó sonriendo que la cosa no tardaría.

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