jueves, diciembre 16, 2010

La I República (1)

El siglo XIX español bien puede ser concebido como un gran condensador en el que las tensiones entre la España liberal y la tradicional se van acumulando hasta que llegan diversos estallidos. El principal de ellos es la revolución llamada Gloriosa, de 1868, que supone, por primera vez, la victoria sin paliativos de las fuerzas más progresistas y reformistas del arco político nacional. La Gloriosa llevaba en su seno la propuesta de reformas muy radicales pero, sin embargo, aquéllos que la administraron, y el ejemplo más evidente es el general Prim, trataron de atemperar ese radicalismo convirtiendo el país en una monarquía constitucional, eso sí bastante avanzada.


La idea, sin embargo, no prendió. En primer lugar, porque su principal arquitecto fue asesinado tres minutos antes de que fuese a comenzar la obra de teatro; Prim le decía y le decía a sus allegados que era poseedor del secreto para hacer de España una monarquía liberal y constitucional avanzada, pero quien quiera que sea que se lo apioló en la calle del Turco nos dejó con las ganas de conocerlo. En segundo lugar, el otro actor principal de aquel experimento, el rey Amadeo, fue mal recibido por los españoles, por la aristocracia con decidida hostilidad, y con cierta distancia por parte de los políticos que debían apoyarle y que, al fin y al cabo, eran monárquicos apenas de fachada.


Por todo lo dicho, cuando Amadeo se marchó, las cosas avanzaron en la única dirección posible, es decir hacia la República; y lo hicieron de una forma tan decidida y lógica que dicho avance incluso se produjo de forma flagrantemente ilegal, pues la República fue proclamada por unas Cortes ordinarias que carecían de mandato constitucional para modificar la forma de Estado.


Un año más tarde, todo eso se había ido al carajo. En estas notas trato de explicar, un poquito, por qué.


La República llegó, desde luego, en un clima de euforia por parte de quienes la habían esperado largamente. Sin embargo, no llegó exenta de problemas. En el momento de proclamarse el nuevo régimen, el Estado español experimentaba un acromegálico déficit de 546 millones de pesetas de la época. Las finanzas públicas contaban con 32 millones para hacer frente a los empréstitos públicos que vencían a largo plazo, por valor de 153 millones. Y las posibilidades de allegar recursos fiscales eran escasas, teniendo en cuenta que las principales áreas económicas del país, notablemente el País Vasco, Cataluña y Valencia, estaban siendo estragadas por la guerra (carlista), lo que había provocado la huida masiva de las fábricas y establecimientos productivos. Ni siquiera la única noticia internacional positiva del nacimiento de la República, el reconocimiento por los Estados Unidos y su capacidad de prestar dinero, pudo aliviar los problemas del país.


Desde un punto de vista político, la I República presentaba otros problemas. El republicanismo español era el resultado de un totum revolutum de fuerzas políticas; en modo alguno era la consecuencia de la presión de una gran fuerza unitaria. Los republicanos eran muchos y muy variados. Los había, sobre todo, federalistas y centralistas; la I República, y la Historia de España a partir de ahí, nuestro presente incluído, no es otra cosa que la pelea entre quienes piensan que las regiones han de recaudar los impuestos y financiar al Estado (es decir, el federalismo autonomista que persigue el nacionalismo catalán no independentista); y los que piensan que es el Estado quien debe recaudar los impuestos y financiar a las regiones (republicanismo castelarista, que informa nuestra actual Constitución).


Había republicanos decididamente simpatizantes de las nacientes ideologías obreras, y los había de corte totalmente burgués, que no querían irse con los internacionalistas ni a ponerse medias suelas en los zapatos. Además, podría decirse que la Restauración monárquica que acabaría llegando era una consecuencia lógica de los acontecimientos, dado que la I República nunca dejó de depender de los monárquicos. En los últimos años de Isabel II, mientras en la camarilla de la reina seguían pululando los monárquicos irredentos y, diríamos hoy, fachas, se había desarrollado un monarquismo burgués, proclive a los esquemas constitucionalistas, que no tuvo grandes problemas a la hora de bienquistarse con el republicanismo ganador.


Los republicanos, sin embargo, fracasaron estrepitosamente a la hora de fagocitar a esos elementos, hacerlos verdaderamente de los suyos. Si la gente piensa que la II República fue un régimen fuertemente ideologizado, debería darse un paseo por la I. Los republicanos de 1873 eran, primero que todo, producto de su propia ideología. Por ello, soportaban a los monárquicos, pero ni los aceptaron plenamente ni se avinieron a aceptar el hecho de que, probablemente, eran ellos los que socialmente estaban en minoría. En la I República ocurrió algo que volvió a producirse en la II: los monárquicos siguieron reteniendo buena parte del poder intermedio, el poder de los cuadros, el poder de los tipos que, al fin y a la postre, ponen a funcionar un país cada mañana a eso de las seis. Como ese poder intermedio nunca se sintió cómodo dentro del régimen republicano (error que volvería a ser cometido sesenta años después), cuando sonaron las trompetas restauradoras (y quien dice trompetas restauradoras, dice cornetín de los tercios africanos al mando del general Franco) no tardarían en escucharlas.


En la primavera de 1872, el duque de Madrid don Carlos, autotitulado Carlos VII, entró en España por Vera de Bidasoa y dio el grito de la rebelión carlista general. Fue un movimiento erróneo y precipitado que tuvo como resultado la humillante derrota de Orquieta y la rendición de los bizcaitarras en Amorebieta, que obligó a don Carlos a volver a Francia. Sin embargo, este enfrentamiento, quizás, acabó por convencer a Amadeo de Saboya de que estaba gobernando un país que no entendía (hay quien dice que non capisco era la frase más habitual del monarca), que no le entendía, y que nunca llegaría a gobernar. El 7 de febrero de 1873, Amadeo abdicó, abriéndole las puertas, a la vez, a la I República y a la reacción tradicionalista que le puso la proa. Los carlistas se alzaron de nuevo y pronto tendrían un rosario de victorias en Eraul, Montejurra, Somorrostro o Abárzuza.


Antes de esto, las mismas Cortes que entendieron de la renuncia de Amadeo decidieron, el 11 de febrero de 1873, constituirse en Asamblea Nacional. Votaron a favor 258 diputados y 32 en contra. Estas Cortes votaron la República y designaron jefe de la misma, «amovible y responsable», al abogado catalán Estanislao Figueras. La acción de las Cortes, como he dicho ya jurídicamente discutible, dio alas a esa tendencia, tan española, de hacer lo que a uno le sale del pingo. La feria comenzó el 12 de febrero en Montilla, con una rebelión campesina que anunciaba los tonos que con el tiempo alcanzaría la movilización rural anarquista en el Sur de España. Las turbas la tomaron con el mayor terrateniente de la población cordobesa, Francisco Solano Rioboo, y, asimismo, lincharon a un guardia rural. Pero no fue el único ejemplo. El mismo día 12 se producen intentos de declarar el Estado catalán en Barcelona.


Este estado de gran tensión afectó a la formación del Gobierno, que hubo de adelantarse en el tiempo. Figueras, más que formar un gobierno a la usanza normal, mediante consultas, dimes y diretes, hizo una labor urgente que, en realidad, hizo que el primer ejecutivo republicano fuera un poco un pastiche formado por los primeros tipos que se avinieron a acompañar al presidente en la aventura. Aquel gobierno, por lo tanto, tenía participación de radicales y republicanos, de intereses y puntos de vista bien disímiles, además de cuatro miembros que habían sido ya ministros de Amadeo.


Muchos republicanos llegaron a la República teniendo, como se haría más patente durante la presidencia de Pi i Margall, una confianza desmedida en el sistema federal. Estos propagandistas no encontraban necesidad de dar grandes explicaciones sobre un sistema de gobierno y de Estado que para ellos estaba muy claro y, además, por sus afinidades ideológicas eran muy proclives a mezclar el federalismo con ilusiones de corte revolucionario. Fruto de esta transmisión más bien ineficiente fue la creación de juntas revolucionarias en toda España, que germinaron en lo que conocemos como cantonalismo.


Cuando se piensa en el cantonalismo disgregador todo el mundo piensa en Cartagena, entre otras cosas porque fue el último mohicano del movimiento. Pero, en realidad, el epicentro de la movida estuvo en Barcelona. Como digo, el federalismo no es en ese momento un movimiento totalmente puro; en la ciudad condal, entre otras cosas, se funde con el fuerte elemento antimilitar que se incuma en la ciudad, y que acabará con las décadas estallando en escándalos como el famoso de la revista Cu-Cut! El 22 de febrero, a causa de esta presión, el gobierno abole las quintas. Pero, claro, toda acción tiene su reacción. En los cuarteles los soldados que ya han sido movilizados se rebelan. Aquella movida fue notablemente negativa, teniendo en cuenta que Cataluña se encontraba en ese momento bajo la amenaza del carlismo, que ya controlaba alguna de sus zonas y ahora veía cómo su enemigo colapsaba en conflictos internos. De hecho, las necesidades de la guerra, que no eran otra cosa que la necesidad de atemperar las reivindicaciones por un tiempo, abrieron una grave brecha en el federalismo, que se partió en una tendencia comprensiva y otra intransigente, cada vez más enfrentadas.


Los catalanes temían un movimiento de Cristino Martos, líder del centralismo exacerbado, que podría llegar incluso a golpe de Estado. El 8 de marzo se distribuyó por Barcelona el rumor de que el Gobierno, una vez presentada en la Asamblea la propuesta de disolverla para convocar unas Cortes constituyentes, había perdido la votación, lo que habría forzado a Figueras a dimitir y a dejar su puesto precisamente a Martos. Los federales intransigentes, dando por cierta la noticia, retaron a la Diputación a proclamar el Estado catalán al día siguiente. La Diputación, desbordada por el sentimiento popular a pesar de estar teóricamente controlada por los moderados, votó una resolución por la que anunciaba que se consideraría disuelta si dimitía el Gobierno vigente, y daba amplísimos poderes, incluso revolucionarios, a dos de sus diputados, Françesc Sunyer i Capdevila y Baldomero Lostau. Sin embargo, acabó por llegar el telegrama que confirmaba que el resultado de la votación en Madrid había sido el contrario del señalado por los rumores. En ese momento, benévolos e intransigentes se pusieron a negociar. Los primeros consiguieron el aplazamiento de las veleidades independentistas que buscaban los otros; y los segundos arrancaron la conversión del ejército en profesional y voluntario. Sin embargo, la calle seguía presionando, con lo que el 11 de marzo Figueras tuvo que viajar a Barcelona para tratar de aplacar los ánimos. No resulta nada aventurado pensar que si en ese momento el presidente de la República llega a ser de Palencia, quizá el Estado se habría terminado por romper.


En abril, la situación dio un giro a peor. La abolición de las quintas había llevado a la excesivamente optimista impresión de que se crearía una numerosa milicia voluntaria, los llamados, ejem, Cuerpos Francos. Se quería un ejército de unos 48.000 hombres, pero apenas se apuntaron 10.000, y con una capacidad militar muy reducida. De hecho, la pequeña historia de los Cuerpos Francos, y la no tan pequeña del Ejército Popular de la República en la Guerra Civil, demuestran el teorema de que un ejército no es algo que se improvise, y necesita algo más que ilusión para funcionar.


El 23 de abril, un héroe de La Gloriosa, el almirante Topete, lideró un movimiento conservador. Su intención, en connivencia con los radicales, es decir la derecha de la República, era que, una vez que las elecciones se habían ya convocado para el 10 de mayo, la Comisión Permanente de las Cortes, dominada por los radicales, convocase a la Asamblea Nacional por su cuenta, sin contar con el Gobierno, para votar la caída de Figueras, que había de ser sustituido por el general Serrano. El Gobierno respondió con prontitud que sorprendió a los conspiradores y, por lo tanto, pudo esquivar el problema; pero recibió una primera herida seria que, además, provenía de aquellos santones que habían comenzado todo el proceso que había acabado por cristalizar en la República.

Finalmente, entre el 10 y el 13 de mayo, España fue a las urnas.

miércoles, diciembre 15, 2010

Plaza Mayor


La imagen no es muy feliz, pero no tengo otra. La tomé el domingo con el móvil, cuando iba de paseo por la Plaza Mayor (sí, el pedazo sombra que se ve soy yo; pero ya estoy a dieta, ¿vale?). Después de cienes y cienes de paseos por el mismo sitio, fuí y caí en que las farolas de la plaza tienen bajorrelieves en su basamento, bajorrelieves que repasan, de alguna manera, la Historia de la plaza.

Este bajorrelieve que veis, que está en la farola noroeste, la que está justo enfrente de la calle de Ciudad Rodrigo, tiene la palabra «Ajusticiamientos» y pretende hacer notaría de la función que la Plaza Mayor ha tenido como escenario para la ejecución de la pena capital.

Tratándose de un relieve educativo, que por lo tanto muestra lo que hubo, desde mi punto de vista no tiene desperdicio. ¿Por qué tendrán algunos pedagogos de la Historia esta manía de crear iconos que son pastiches de épocas notablemente distantes entre sí? En el relieve se ve a un tipo en el momento de morir ajusticiado por el garrote vil, rodeado por el verdugo y alguien que a todas luces es un fraile, probablemente dominico. En segundo plano se ve a dos alguaciles que custodian al que suponemos siguiente de la lista; un condenado que todavía tiene puesto el capirote típico de los condenados por el Santo Oficio.

Tomé la foto después de dar un respingo: ¿los condenados por el Santo Oficio, ejecutados a garrote vil? No lo puedo jurar, pero mi impresión es, más bien, que el garrote vil es una técnica de ejecución que se generalizó en España dentro del movimiento decimonónico que buscaba humanizar la pena capital, toda vez que el método de toda la vida, la horca, no pocas veces era lento y angustioso. Como digo, el garrote vil es hijo de un modo de hacer las cosas que parió en Francia la guillotina; y, por lo tanto, no es un sistema de ejecución que se generalice hasta los años que, precisamente, la Inquisición está desapareciendo (tercera década del siglo).

Que el relieve se refiere a ejecuciones ligadas a la Inquisición no sólo lo dice el capirote. Lo dice también el fraile, sobre todo si es dominico como yo sospecho, puesto que los dominicos son los grandes urdidores del building up del Santo Oficio.

Pero es que aún hay más. Los condenados por la Inquisición acababan en la hoguera. Pero ni siquiera lo hacían en la Plaza Mayor.

La verdad, esto de la Inquisición es uno de los temas en los que muchas personas dan por ciertas cosas que lo son sólo a medias.

Se dice, por ejemplo, que la Inquisición torturaba para conseguir confesiones. Lo cual es cierto. Pero se dice como si fuese la única que realizase dicha práctica, lo cual no es cierto. El brazo seglar, a la hora de arrancarle a cualquier mastuerzo la confesión de que él había robado la gallina o asesinado al vecino, tampoco se paraba en barras.

Se dice a veces, también, que los autos de fe y ejecuciones eran ceremonias públicas y masivas que se celebraban en lugares singulares, como por ejemplo la Plaza Mayor de Madrid, en presencia de los reyes. Pero decir esto es cometer el error, como digo bastante común, de considerar que las ejecuciones formaban parte de los autos de fe.

Fidel Pérez Mínguez, bibliotecario que fue de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, en su libro Psicología de Felipe II (Madrid: Editorial Voluntad, 1925), hace una afirmación categórica: «Monarca alguno español ha presenciado jamás la ejecución de una pena de muerte»; afirmación ésta que creo podemos hacer extensiva a los cinco años que aún fue rey Alfonso XIII desde la publicación de este libro, más todo el reinado de Juan Carlos I. La afirmación, por supuesto, abarca también a los ajusticiados por condena de la Inquisición.

A lo que sí asistieron los reyes españoles, y el cuerpo diplomático, y la nobleza, y el todo Madrid, Valladolid o lo que fuese, entre otros sitios en la Plaza Mayor gallardonita, fue a los autos de fe. Pero es que el auto de fe consistía en la lectura de las sentencias que habían recaído sobre los acusados, pero no en su ejecución. Los sacerdotes pronunciaban sermones morales que tenían como función intimar a los condenados para que se arrepintiesen de los delitos por los que ya habían sido condenados; y a quienes así lo hacían se les hacía un favorcito, que podía ir desde salir de allí más o menos indemne hasta el detallito de que el condenado, antes de comenzar a arder, era piadosamente estrangulado.

El propio Felipe II confirma estos hechos en una carta de 2 de abril de 1582, que le escribe a sus hijas desde Lisboa, en la que afirma: «Ayer fuimos al auto y estuvimos en una ventana, donde lo vimos y lo oímos muy bien, y diéronnos sendos papeles de los que salían a él, y el mío os envío aquí para que veáis los que fueron. Hubo primero sermón, como suele, y estuvimos hasta que se acabaron las sentencias. Después nos fuimos, porque en la casa donde estábamos los habían de sentenciar la justicia seglar a quemar a los que relajaron los inquisidores».

El Rey Prudente, pues, abandona el domicilio lisboeta donde los relajados (finalmente condenados a muerte) por la Inquisición van a ser entregados al brazo seglar, o sea a la justicia civil, para que los ejecute.

En la Plaza Mayor o lugar singular del auto de fe, engalanado con tribunas y tapices, en el momento en el que los reyes se piraban, se acababa todo. Mucha gente se dispersaba, aunque había siempre un núcleo de personas que querían ver la ejecución. Todos éstos se iban, siguiendo a los reos, a las afueras de la ciudad, donde dichas ejecuciones se realizaban.

Famosos son los autos de fe vallisoletanos de 21 de mayo y 8 de octubre de 1559. Ambos se celebraron en la Plaza Mayor, y su asistencia se estima hasta en 200.000 personas. Pero las ejecuciones fueron en el entonces llamado Campo de Marte, que después y no sé si ahora se llamó Campo Grande, a unos dos kilómetros de la Plaza. En Toledo los autos de fe se celebraban, cómo no, en Zocodover; pero las hogueras se prendían en la Vega. En Córdoba, los ajusticiamientos eran en un lugar que llamaban El Marrubial y, en Madrid, fueron, primero en la desaparecida puerta de Fuencarral; y, cuando la ciudad creció, en la carretera de Aragón, hoy final de la calle Alcalá.

Así pues, la Plaza Mayor de Madrid albergó, sí, ejecuciones por el garrote vil. Pero no de reos relajados por la Inquisición, primero porque en el tiempo en que el Santo Oficio ordenaba apiolarse al personal el garrote no se usaba; y segundo porque, aunque se hubiese usado, nunca lo habría sido en la misma plaza.

Todo parece indicar, pues, que el «guionista» de estos bajorrelieves se documentó con la revista Don Miki...

domingo, diciembre 12, 2010

Marruecos: los comienzos (y 2)

En un entorno en el que parecía haberse logrado cierta estabilidad, la tensión entre Francia y Alemania subió súbitamente de tono en septiembre de 1908. El 15 de dicho mes, las autoridades francesas detuvieron a un grupo de prófugos de la Legión Extranjera que fueron reclamados por el cónsul alemán por ser súbditos del país. Como suele ocurrir, al primer momento de máxima tensión se siguió una negociación entre las partes, que fue muy rápida, de forma que el 9 de febrero de 1909, ambas partes hicieron una declaración conjunta en la que, entre otras cosas, afirmaban que no tomarían medida alguna encaminada a obtener, para sí ni para nadie, un privilegio económico.

Lo más importante para España, sin embargo, no era lo que la declaración decía, sino lo que no decía, ya que ni citaba ni a España ni a los intereses españoles absolutamente para nada. Encabronado por lo que era una clara señal de superioridad francesa, el Gobierno español intentó llegar a algún acuerdo bilateral con los alemanes, pero éstos, obviamente, se negaron. Todo esto, unido al hecho de que Inglaterra se negó a negociar una nueva delimitación de Gibraltar, vino a alimentar la animadversión de muchos españoles hacia lo europeo; animadversión que, en mi opinión, explica, mucho más que otros factores que habitualmente se citan, la escasa proclividad que pronto mostrarán los españoles hacia nuestra implicación en la primera guerra mundial.

El cambio de Sultán en Marruecos, por lo demás, no supuso cambio alguno en el control y la seguridad de la zona. Si el país era una anarquía anteriormente, lo siguió siendo, y especialmente en los alrededores de Melilla. En octubre de 1908, una partida de moros ataca a unos trabajadores españoles en las minas de Beni-Bu-Ifrur. Las minas hubieron de cerrarse y, para cuando se reabrieron, lo hicieron bajo intensa vigilancia militar suministrada por el comandante de la guarnición melillense.

El 9 de julio, en el barranco de Sidi Musa, a tres kilómetros escasos del límite de la zona de influencia española, se produce un nuevo ataque en el que mueren seis obreros españoles. Los militares salen en defensa de los mineros y ocupan Sidi Musa, Iebel Sidi, Sidi Alí y Amet-el-Hach. El 18 de julio, los moros contestan, y comienzan unos combates que no terminan hasta el 27, día en el que se produce la célebre batalla del Barranco del Lobo, que inspira una célebre canción que una vez todos los españoles supieron (entre otras cosas, porque los niños la cantaban jugando en los recreos).


En el Barranco del Lobo
hay una fuente que mana
sangre de los españoles
que murieron por la patria.

Pobrecitas madres, cómo llorarán
al ver que sus hijos
ya no volverán...


Y no me acuerdo de más.

La necesidad de mover tropas para defenderse frente a estas acciones es la que provoca la Semana Trágica de Barcelona. En medio de la campaña internacional de prensa que se monta contra la represión de dichos disturbios y muy especialmente el fusilamiento de Francisco Ferrer Guardia, un militar francés, el general D'Amade, declara públicamente que las acciones militares españolas son una amenaza para el enclave galo de Taza e invita a actuar contra los españoles. El general, eso sí, fue cesado. De hecho, el Gobierno francés tuvo una actuación muy cauta respecto a España, desoyendo incluso las llamadas del Sultán en favor de una especie de juicio internacional sobre las actuaciones del ejército español en el área de la raya de Melilla.

Sin embargo, esto no quiere decir que Francia diese la espalda a sus intereses. En paralelo, negociaba con el Sultán una serie de acuerdos encaminados a consolidar su posición económica en la zona; acuerdos entre los que figura la formación de un monopolio de tabacos gestionado por una empresa francesa, algo que le habría de aportar jugosos dividendos. El siguiente paso de Francia para consolidar su posición en el área fue aprovechar el caos del país, que amenazaba la capital de Fez, para anunciar que estaba manejando la posibilidad de proceder a una intervención militar en la zona. España, consciente de que esa intervención cambiaría notablemente la relación de fuerzas en la zona, se apresuró a anunciar que estaba dispuesta a lo mismo. España temía, pues, la instauración por Francia de un protectorado real en Marruecos que la dejase de lado.

El 21 de mayo de 1911, tropas francesas entraban en Fez. El 3 de junio, España respondió desembarcando tropas en Larache. En tan poco tiempo transcurrido, los galos habían ocupado ya Fez, Rabat, Mequinez y Casablanca. Por su parte, el despliegue militar español supuso la ocupación de Alcázar, Arcila y la práctica totalidad de la franja entre Ceuta y Montenegrón. El 1 de julio, el que faltaba se unía a la fiesta: el cañonero alemán Panther echaba el ancla en el puerto de Agadir.

Berlín justificó este movimiento por la necesidad de proteger a los comerciantes alemanes de la plaza, bastante numerosos. Pero, en todo caso, remitió una nota a París en la que decía una gran verdad: una vez que los tres países europeos habían movido ficha militar en Marruecos, ya no era posible volver al statu quo anterior. El Acta de Algeciras, la verdad de una forma un tanto ficticia, partía de la base de promulgar la autoridad del Sultán y la integridad del Imperio. Ambas cosas, sin embargo, se veían desmentidas por los hechos. Marruecos era una nación ocupada, cuyo monarca por lo tanto carecía de autoridad real; y, además, se había convertido, por la vía de los hechos, en dos naciones distintas, el Marruecos francés y el español. Eso sí: de hecho, pero no de derecho.

Francia, probablemente, pensó en elevar la tensión. Existen indicios de que el gobierno de París pensó en enviar un buque de guerra a Mogador, lo cual habría puesto las cosas muy difíciles. Sin embargo Francia, dentro del espíritu de la Entente Cordiale, pulsó antes el sentir de la Inglaterra, que le contestó que, se hiciera lo que se hiciera, Londres no lo secundaría activamente, por lo que se abandonó la idea; pues a Francia, de toda la vida, le ha dado caquita la idea de hostiarse con Alemania en solitario.

Había, pues, que negociar. Inglaterra, la principal alcahueta de la negociación, propuso una conferencia cuatripartita entre Inglaterra, Francia, Alemania y España. Alemania prefería una mesa tripartita sin Inglaterra. Por su parte Francia no sólo quería a Inglaterra en la negociación, sino también a Rusia, consciente de que no hacerlo sería dejar las manos libres a quien se había convertido en actor proalemán del tablero europeo. Alemania, quizá como reacción a este movimiento francés, reaccionó de la única manera que podía para evitar la presencia inglesa en la conferencia: restringiéndola al máximo. Como muchas otras veces en la Historia de Europa, sin ir más lejos las varias que la Unión Europea ha estado en encrucijadas de difícil solución, Berlín tomó la opción de llamar a París y sugerir: «Oye, chato, ya que nosotros somos los que tenemos más cañones y más bancos y que el otro que nos puede hacer sombra es un anglosajón aislacionista insular, ¿por qué no nos reunimos solitos y nos dejamos de leches?»

Eso mismo fue lo que hicieron. Y, por el camino, dejaron a España en la cuneta. Francia y Alemania se reunieron, según explican sin ambages los memorandos alemanes de la época, para «encontrar los medios posibles para evitar los rozamientos que podrían producirse en Marruecos entre sus intereses respectivos». Alto y claro. En Marruecos había dos intereses susceptibles de solaparse, y ellos eran los de Francia y los Alemania. España era vista como lo que probablemente era ya, es decir como un elemento exótico que reclamaba unos derechos difusos sobre el país pero cuya operatividad e influencia real eran despreciables pues, al fin y al cabo, nosotros éramos los de «la opción sí, pero la responsabilidad no».

Las protestas de los ministrinis españoles fueron muchas y batallonas, pero tuvieron la misma utilidad que intentar abollar una campana lanzándole un merengue. A todo lo que se atuvo París fue a admitir que se negociaría con España, pero tras la firma de los acuerdos con Alemania, y sobre la base de los mismos.

Habían pasado menos de diez años desde la declaración anglofrancesa de abril de 1904. En aquel entonces, Londres, consciente de que tenía que limitar en lo posible el creciente poder francés en la otra orilla del Estrecho, exigió a París que todo movimiento en Marruecos respetase los inalienables derechos de España. Ahora, sin embargo, el negociador era otro, Alemania y, fuese por egoísmo o, más probable, por que verdaderamente así estaban las cosas, aceptaba una negociación con París sin tener ni mínimamente en cuenta los intereses de España.

Como podemos ver, por lo tanto, la crucial historia hispanomarroquí de los 15 primeros años del siglo XX es la historia de un inmenso trile francés en el que París fue ganando constantemente poder en el área de Marruecos a base de disminuir la importancia de España en la zona; a veces mediante el pacto, a veces mediante el ninguneo. El verdadero ganador de esos años es, sin lugar a dudas, Francia, que se benefició de ser un país políticamente mucho más estable que España, con camnbios de gobierno menos frecuentes, y que tenía las cosas mucho más claras respecto al Magreb, aparte de un ejército más moderno y capaz.

Francia, consciente de su posición fuerte, presionó en las negociaciones con Alemania en que la existencia de un Marruecos de influencia española ni siquiera se citase, algo que era demasiado hasta para Berlín. Sin embargo, en buena parte lo consiguió, pues la referencia a España no aparece en el tratado final, aunque se cita en la carta explicativa que lo acompaña. Dicha carta, en todo caso, todo lo que dice es que Alemania se comprometía a no intervenir en acuerdos entre Francia y España sobre Marruecos lo cual, visto lo visto, era dejar a Madrid a los pies de los caballos. En realidad, en ese momento a Alemania lo único que le interesaba de España era que le vendiese la Guinea, operación que sin embargo se quedó en proyecto.

El 4 de noviembre de 1911 se firmaban los acuerdos francoalemanes, en los que se dejaba total libertad a Francia en Marruecos, con la única cortapisa de respetar la libertad económica de las naciones. Comenzaron las negociaciones entre Francia y España, y en el primer minuto quedó clara la actitud gala: París pretendía que España pagase el precio de las concesiones económicas que, en virtud del tratado de noviembre, le había hecho Francia a Alemania. El Gobierno Poincaré, en efecto, quería cobrarse en la zona española las concesiones hechas a los germanos en el Congo, por lo que pensaba reclamar Larache y Alcazarquivir. Se habló incluso, en aquella época, de una visita de un representante francés al rey Alfonso XIII, en la que el galo se habría expresado en términos tan prepotentes que el monarca dijo haberlas recogido en una nota que guardó en su caja fuerte, añadiendo que «ahí la encontrarán en caso de desgracia para mi persona». El caso es que la desgracia le vino al rey veinte años después, pero ignoro si los republicanos, buscando sus títulos de propiedad y su documentación como los buscaron, encontraron la maldita nota.

Las negociaciones empeoraron. Francia, sacándose de la manga una intención por sustantivar la unidad del Imperio marroquí que hasta aquel minuto le había importado un cojón, opinó que dicha unidad debía ser garantizada mediante la imposición en todo el territorio del sultanato de un mismo acervo jurídico. Todo Marruecos, pues, se regiría por las mismas leyes, que serían las francesas, por supuesto. Con todo, el principal conflicto, lógicamente, era la fijación de la frontera entre las zonas francesa y española.

Francia ambicionaba Cabo de Agua, pero abandonó la idea ante el criterio inglés de que formaba un todo con las Chafarinas; argumento que, en el fondo, no quiere decir otra cosa que Londres consideraba que dicha cesión a Francia modificaba el statu quo en la zona, y eso es algo que no estaba dispuesta a admitir porque quería seguir siendo la única gran potencia con capacidad para dominar el Estrecho. Así las cosas, Francia dijo contentarse con ganancias en la ribera derecha del Lucus hasta unos 10 kilómetros de Larache, algunos terrenos en la margen derecha del Uarga, y pequeñas entregas en la región de Uazán.

España contestó en marzo de 1912: el Cabo de Agua, ni de coña. Las modificaciones en el Lucus, ni de coña. En el Uarga, pequeñas cesiones y sólo en la margen izquierda, lo cual para Francia era hacerse un pan con unas tortas, pues era terreno insuficiente para protegerse de las kabilas rifeñas. En compensación, Madrid exigía los terrenos de la tribu de los Beni-Yoahi, en la cuenca del Muluya; algo que los franceses reputaban imposible por lo que suponía de poner en peligro la conexión entre Marruecos y Argelia. El acuerdo, que se dilató algo más por el asesinato de Canalejas, no se firmó hasta noviembre, el 27.

Finalmente, España cedía un trozo del Muluya, así como el margen izquierdo del Uarga y una pequeña franja en el derecho; no muy grande, pero productiva y fértil en grado sumo (el valle del Uarga era considerado entonces, hoy lo desconozco, el granero del Rif). Con estas cesiones, Poincaré lo confiesa abiertamente en sus memorias, los franceses tenían lo que querían, es decir tierra suficiente como para conectar Orán y Fez a través de Taza.

Al Oeste del Marruecos español también cedíamos terreno, concretamente entre la laguna de Ez-Zerga y el paralelo 35.

Se redujo considerablemente el tamaño de Ifni, el territorio de soberanía española, que quedó reducido al terreno comprendido entre el Uad Bu Sedra y el Uad Nun. Se perdió la zona entre el río Tazeronalt y el Uad Bu Sedra. Por lo tanto, el protectorado español del Ifni y el protectorado del sur de Marruecos quedaron desconectados. Entre este protectorado sur y Río de Oro se situaba una extensión de desierto considerado por el tratado res nullius o tierra de nadie, aunque se reconocía el derecho de España a ocuparlo.

En lo concerniente a la forma en que España ejercería su poder en su protectorado, el tratado de 1912 establecía importantes matices, en todo caso, coherentes con nuestra propia decisión de no exigir la administración del territorio por no querer asumir las responsabilidades de la misma. Además, ya en el Acta de Algeciras España había admitido la idea de la unidad del Imperio, y en el tratado de 1912 no hizo sino admitir los hechos aceptando que su protectorado estuviese bajo la autoridad civil y religiosa del Sultán, por muy teórica que fuese dicha autoridad; esta admisión habría de provocar innumerables conflictos interpretativos en el futuro. El Sultán ejercía dicha autoridad a través de un delegado, el Jalifa, escogido de una dupla de candidatos propuestos por Madrid. Desde Tetuán, el Jalifa ejercía la autoridad del Sultán, aunque sus actos administrativos estaban monitorizados por un Alto Comisario español.




Gabriel Maura, portavoz de la oposición conservadora, habría de decir en las Cortes, durante el pleno que conoció de este tratado: «Este tratado recorta todos nuestros derechos y no da entera satisfacción a ninguno de nuestros intereses, y cada uno de estos intereses, recortados, o mal satisfechos, es un peligro y un rozamiento y un conflicto para el mañana».

Estas palabras del maurismo cabreado son, de alguna manera, el reflejo de los porqués que, en mi opinión, explican que sea importante conocer esta primera etapa de la política marroquí española; la política que se produce antes de la guerra abierta y de otros episodios, como el desastre de Annual, que son bien conocidos.

Los primeros pasos de la política marroquí española explican, a mi modo de ver, la sobreactuación de España en materia marroquí. En efecto, a lo largo del siglo XX Marruecos ha tenido una importancia inusitada en nuestra Historia, importancia que se ha desarrollado con el bajo continuo de unas relaciones casi nunca buenas, casi siempre imposibles. Ciertamente, en el día presente hay factores nuevos que no existían hace cien años, entre los que cabe citar la cuestión del Sáhara y el pequeño detalle de que España es una democracia constitucional y Marruecos una dictadura atroz; pero algo de lo que hoy ocurre tiene que ver con este poso, esta sensación existente en la política española desde muy atrás, de que en el asunto de Marruecos se iba a pelo puta y era necesario apretar los dientes, dar un golpe de riñones y, consecuentemente, hacer movimientos no pocas veces absurdos o excesivos.

España no tuvo una política colonial coherente en Marruecos, porque reclamó un protectorado que no podía pagar ni mantener; lo cual, para colmo, no la libró de tener que hacer lo que no quería, es decir embarcarse en imponentes gastos militares; la política de opción sin responsabilidad , al fin y a la postre, nos salió tan cara o más que habernos metido en el asunto de hoz y coz desde el primer momento. Como lo que nace mal crece peor, si la etapa colonial fue mala, la poscolonial fue peor aún, pues España nunca fue para Marruecos esa potencia de referencia, papel que en todo caso ha jugado Francia, nación que, como he tratado de explicar en estas notas, ha ido siempre a lo suyo, y cuando lo suyo le ha supuesto joder a España, no le ha importado lo más mínimo.

García Prieto, en el mismo debate parlamentario en el que intervenía Gabriel Maura, se refería a la existencia en España de un conflicto entre imperialistas y «partidarios de una política de recogimiento» en Marruecos. Buena parte de la política marroquí española tuvo como objetivo llegar a algún tipo de transacción con esos imperialistas, con lo cual, finalmente, no se conseguiría otra cosa que alimentarlos. Por el camino, la sobreactuación española, los intentos constantes por ejercer un poder y un mando que los tratados nos negaban, fue uno de los elementos que, junto con la agitación francesa y la propia dinámica entre los fieles al Sultán, acabó generando un conflicto cainita entre dos pueblos vecinos, condenados a no entenderse.

Puede pensarse, en todo caso, que la sobreactuación española en Marruecos nos aportó cuando menos un beneficio. Al menos, digo, la eterna reivindicación de Marruecos, que Francisco Franco se llevó a Hendaya en la cartera, impidió que España entrase en la guerra con Alemania. Sin embargo, hay personas que, como yo, pensamos que si Hitler llega a transigir en lo de Marruecos, la reacción de Franco habría sido tirarse un pedo y decirle al Führer «si me lo pintas de colores, entro en la guerra».