viernes, marzo 03, 2023

El otro Napoleón (3): Trump no fue el primero

 Introducción/1848

Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 

La revolución de febrero de 1848 ha sido un ejemplo para todas las fuerzas más progresistas en los países europeos, no sólo Francia. Y muy particularmente entre aquellas sociedades que, además de la injusticia social, acumulan el problema de una dominación extranjera. Hablamos, por ello, de Italia, en relación con Austria-Hungría; y de Polonia, plenamente dominada por Rusia. Sin embargo, el encargado de los asuntos exteriores de la Francia republicana, Lamartine, fue extremadamente cauteloso al mostrar solidaridad con estos movimientos. Muy imbuido de la Historia reciente de Francia, es decir la deriva de la revolución a través del napoleonismo imperialista, Lamartine quiso dejarle muy claro a todos los movimientos europeos que no podían encontrar en Francia ningún apoyo logístico real a sus ideas de rebelión. Evidentemente, Francia no era el único elemento de la ecuación; así pues, su prudencia no evitó que la revolución estallase en la propia Viena, en Berlín, en Milán o en Venecia.

En la Alemania del sur, el poeta Georg Friedich Rudolph Theodor Herwegh se pone al frente de una gran revolución social en favor de la unidad alemana. Una revolución que, por primera vez, se coloca tras la bandera negra, roja y dorada que, finalmente, será adoptada por Bismarck como símbolo de la unidad de los alemanes y que hoy podemos ver. La revolución, en cualquier caso, tendrá poco recorrido, entre otras cosas porque desde París poco más que buenas palabras recibirá. Lo mismo ocurre con la rebelión belga que busca derribar la monarquía, o la rebelión de los saboyanos que proclama la República de Chambéry.

En Italia las cosas son complejas. Los republicanos franceses tenían simpatía por la rebelión social republicana, que también era una rebelión contra los austríacos. Sin embargo, el rey Carlos Alberto del Piamonte introdujo una distorsión clara, al tratarse de un decidido enemigo del Imperio pero, al tiempo, también decidido enemigo del republicanismo. En Italia son muchos los propagandistas que dicen y repiten l'Italia fara da se, Italia hará las cosas por sí misma, tratando de imprimir en la conciencia de los italianos la idea de que los franceses no tienen nada que hacer en la península. Aunque en Francia hay quien quiere intervenir en Italia, finalmente el gobierno se convence de que ello supondría la guerra con el Piamonte.

¿Y Polonia? Pues, la verdad, teniendo en cuenta la importancia que Polonia había tenido en los tiempos del Imperio, con tantos regimientos polacos luchando codo con codo con los franceses (o más bien a sus órdenes), el tema polaco era un tema muy querido para los franceses más revolucionarios. En París se multiplican las declaraciones en el sentido de que la lucha de la nación polaca por su independencia es la lucha de los franceses, y se forman legiones de voluntarios. Pero el gobierno, como tal, no hace nada, atenazado por la necesidad de ser prudente. Diplomáticamente hablando, Francia se apoya en el rey de Prusia, quien, frente a la opinión pública, se ha convertido en algo así como el principal paladín de la independencia polaca; cosa que ha hecho tan sólo desde un punto de vista estratégico, puesto que lo que teme es que la mayoría polaca de la Posnania, en sus estados, se anime y se rebele. Es, por lo demás, una tentativa completamente absurda; los polacos posnanios pronto se unen a las rebeliones de sus vecinos, y los prusianos tendrán que reprimirlos violentamente.

La acción del rey prusiano se conoció en París con gran conmoción. En los clubes rojos, los miembros expresaron una dura indignación y una viva solidaridad por un pueblo que consideraban hermano. Así las cosas, los clubes, coordinados, cursan una petición al gobierno en favor de la Polonia “heroica y desgraciada”, y el 13 de mayo la llevan al Palais Bourbon. Detrás de todo está la Triple B roja: Blanc, Barbès, Blanqui.

La Asamblea Nacional huele la posibilidad de que aquella demanda pueda provocar problemas de orden social. El vizconde de Courtais, general Amable-Gaspard-Henri de Courtais, jefe de la Guardia Nacional, despliega sus efectivos en el Palais Bourbon y el puente de la Concordia. Pero fracasará, lo que le valdrá ser acusado de ser un traidor, aunque nunca condenado.

El 15 de mayo, una gran masa de gente se apiña en La Bastilla y, de allí, comienza a marchar hacia los bulevares. La marcha es larga y lenta y, es de suponer, a lo largo de la misma muchos de sus integrantes van bebiendo, gritando, cantando, discutiendo y, en suma, calentándose unos a otros los cerebros. Uno de los argumentos fundamentales que agita a la masa es el hecho de que a los diputados de la asamblea se les haya fijado una dieta de 25 francos por asistencia, mientras que ellos están luchando porque se establezca un salario mínimo de 30 sous.

La manifa llega a la rue Royale. Ya están muy cerca. De Courtais, malinterpretando el movimiento, que quizás en su inicio era una manifestación pro-polaca pero en ese momento ya es mucho más, se adelanta con su caballo y, delante de los primeros manifestantes, pronuncia un fuerte ¡Vive la Pologne! El personal se lo agradece, pero no por ello deja de marchar. Van hacia el palacio por más cosas que el tema polaco. El general De Courtais, superado, da órdenes a sus soldados de no repeler la marcha, y ésta, como más de un siglo y medio después en el Capitolio de Washington, llega al edificio, entra por los pasillos, en las oficinas, y en el hemiciclo (pero no os confundáis; que este acto, a decir de algunos historiadores y casi todos los licenciados en Historia, en este caso fue un acto de profunda democracia). Lo hacen en medio de una sesión parlamentaria que no por ello se cerró. Los oradores rojos hacen diversos discursos en los que buscan claramente el apoyo ruidoso de los ocupantes del edificio. El ambiente se calienta muy rápidamente. Como tantas veces en la Historia, la izquierda radical de cada momento mostrará un rostro no muy democrático a base de no aceptar el resultado limpio de unas elecciones y, pretextando que su particular rodea el Congreso demuestra que la gente está con ellos, que ellos son la gente, por lo que pretende generar un nuevo orden que nadie ha votado. Eso es el orden revolucionario, al fin y al cabo. Que es una cosa que sólo está fea cuando la hace Trump.

Y les sale bien. A pesar de que algunos diputados de la mayoría tratan de declarar disuelta la asamblea, conscientes de que en ese ambiente, con las tribunas, los pasillos e incluso los espacios entre escaños ocupados por gentes ruidosas y amenazadoras, no permiten el ejercicio de ningún acto de democracia real, no lo consiguen. No lo consiguen hasta que los escasos diputados de la izquierda republicana logran que se acuerde el nombramiento de un nuevo gobierno, plenamente de su cuerda; y con ese acto se-supone-que-jurídico, se van al Hotel de Ville con el personal, que también escracha este edificio y lo toma.

El orden, sin embargo, está ahí. Probablemente, muchos de los animadores de la manifestación han interpretado la actitud prudente de De Courtais como un aval a sus intenciones revolucionarias; pero, en realidad, si algo fue, fue un gesto prudente que trató de evitar un baño de sangre del que todos se habrían de arrepentir de una manera o de otra. La Guardia Nacional, sin embargo, está ahí, y sus mandos no están dispuestos a permitir según qué cosas. Y también hay que decir que, en ese punto, hay mucha gente entre los manifestantes que probablemente empieza a darse cuenta de que nunca pensaron llegar hasta allí. Lo cierto es que cuando la Guardia Nacional se presenta en el Hotel de Ville, el edificio es devuelto a su control sin que los soldados tengan ni que desenfundar las bayonetas ni formar para un ataque. Inmediatamente después, Lamartine y Ledru se presentan en el lugar, a caballo, y ordenan la detención inmediata de Barbès y el obrero Albert; Raspaíl y Blanc, que escapan de esa primera detención por un cortacabeza, serán, sin embargo, detenidos prontamente en aquel País que, entonces, no pasaba de ser una ciudad de provincias en términos actuales.

La crisis se superó; pero, la verdad, Los Cinco no sobrevivieron a ella. Todo lo que pasó, el espectáculo de anarquía que lograron montar los rojos, y la consecuente reacción, no hicieron sino malquistar a “Los Pentarcas”, como se los llamaba, respecto de la masa sociopolítica francesa, tanto a su izquierda como a su derecha. Los clubes radicales tienen dos puntos de reunión bien claros en aquel país: los de izquierdas, en la rue des Pyramides; los de derechas, en la rue de Poitiers. Son irreconciliables entre ellos, pero en algo, como digo, han logrado estar de acuerdo: la Comisión Ejecutiva es una mierda, bien por haber encarcelado a los líderes de la revolución que se dice democrática (pero no lo es); bien por haber sido demasiado blanda y permitir el bochornoso espectáculo del Parlamento tomado por las turbas.

El debate que se abre entre los franceses es el mismo; en realidad, desde Brumario es siempre el mismo, y lo seguirá siendo: ¿quién será nuestro líder? Algunos piensan que el general Louis-Eugène Cavaignac. Tiene credenciales: hijo de un miembro de la Convención, hermano de un periodista republicano y, él mismo, ministro de la guerra.

Pero hay otro: el príncipe Charles-Louis-Napoléon, quien, al fin y al cabo, ha conseguido el acta de diputado en las elecciones en cuatro departamentos distintos.

¿Quién es este Luis Napoleón que, hasta ahora, ha permanecido entre bambalinas? Es hijo de la reina Hortensia y de Luis de Holanda, rey del país y hermano del emperador Napoleón. Entonces estaba en la cuarentena, y su carrera política había sido, por decirlo de alguna manera, bastante curiosona. Participó en rebeliones contra el poder temporal de los Papas, fue capitán de artillería en el gobierno de Berna, A la muerte de François Joseph Charles Bonaparte, hijo de Napoleón y conocido por los franceses como L'Aiglon, El Aguilucho, este Luis Napoleón había recibido la herencia de la casa otrora imperial francesa. En 1836, en Estrasburgo, disfrazado de cabo, había intentado soliviantar a un grupo de artilleros al grito de ¡Vive l'Empereur! Exiliado por esta acción, reapareció en Boulogne en 1840, donde había desembarcado al frente de algunos soldados. Aquella acción le había supuesto pasar seis años en el penal de Ham, donde había tratado a Blanc mientras escribía sobre filosofía. Se escapó de la prisión en 1846 y pasó a Londres, donde se exilió a la espera de una oportunidad, como los maletillas.

En su libro La extinción de la pobreza, escrito durante su etapa penal, Luis Napoleón defiende el triunfo de las ideas y de las formas democráticas como forma de progreso social. Proponía, por ejemplo, constituir una especie de gran corporación propietaria de todas las tierras incultas de un país. Asimismo, propugnaba la creación del prud'homme, entendido como una persona entre el burgués y el obrero. Estos hombres buenos, por así decirlo, serían elegidos por los obreros a la razón de uno por cada diez. Se les daría el doble de sueldo que a un obrero y se los convertiría en algo así como los “suboficiales de la industria nacional”. Como puede verse, el sobrino de Napoleón, muy en la línea de su época, combinaba un primer socialismo muy primario y notablemente naïf con su experiencia militar para crear un gazpacho de la hostia.

El hombre exiliado en Londres, obviamente, se activó con inmediatez cuando, en febrero de 1848, tuvo conocimiento de la revolución parisina. Quiso ir inmediatamente a Francia para “ponerse bajo la bandera de la república”. El gobierno provisional, sin embargo, le invitó amablemente a tomar el barco de vuelta e irse a tomar por culo. Napoleón, sin embargo, tiró de amistades, sobre todo entre la clase periodística, para montar algo muy parecido a una campaña de prensa en la que, obviamente, utilizó el prestigio de su tío. Lentamente, en estos periódicos y proclamas el viejo emperador ya fallecido fue convertido en un republicano convencido (ejem...), y su sobrino, se decía, no era otra cosa que la continuación de ese espíritu.

La campaña prendió, sobre todo entre algunos de los obreros más de izquierdas. Éstos solían marchar por los bulevares de París, al caer la tarde, y cantaban Poléon, Poléon, nous l'aurons, nous l'aurons. Para entonces, ya habían ocurrido las elecciones y Luis Napoleón había sido elegido diputado. El gobierno, sin embargo, no veía peligro ninguno en estas manifestaciones, que contemplaba más como una prueba de nostalgia que como una tentativa política seria.

Da la impresión de que Napoleón tenía amigos muy hábiles en materia de opinión pública. Especialmente Jean Gilbert Victor Fialin, duque de Persigny, un devoto napoleonista que parece haber hecho para Luis más o menos la misma labor que Miguel Ángel Rodríguez para Isabel Díaz Ayuso. Fialin supo explotar con mucha habilidad la convicción existente entre el obrero francés medio en el sentido de que el emperador Napoleón, más que el autócrata que disolvió todo poder que no fuese el suyo, fue el hombre que derribó a la monarquía francesa (cosa que no es cierta; fueron otros) y abolió los privilegios (también cuestionable). Hecha esta identificación, era fácil llevar a la gente a la convicción de que su sobrino, que no dejaba de ser aquel Napoleón pasado por los lógicos cambios de la evolución del tiempo, sería un decidido republicano, si no un socialista con todas las letras.

La Asamblea comenzó a fijarse en este fenómeno. Un día, aparentemente, Napoleón, delante de unos soldados y de los diputados, dio un viva a su tío, a lo que los diputados respondieron con un viva a la República y ordenaron el arresto del príncipe. Pero exactamente al día siguiente, tras un informe de Jules Favre, esa misma Asamblea tuvo que dar por buena el acta de Luis Napoleón por la Baja Charente. Favre, en su informe, vino a decir que si a Napoleón se le volvía a ocurrir intentar alguna charlotada como la de Estrasburgo o Boulogne, quedaría en ridículo. Los diputados franceses, pues, estaban convencidos de que el país no estaba para recibir a aquel hombre con los brazos abiertos. Y el caso es que el propio interesado estaba de acuerdo. Así pues, teniendo las puertas del Palais Bourbon abiertas para él, Napoleón tomó la decisión, menos sorprendente de lo que parece, de dimitir y volver a Londres. No era su momento.

Todavía.

1 comentario:

  1. La bandera negra, roja y amarilla (Schwarz-Rot-Gold), fue la bandera de los revolucionarios, después adoptada por la República de Weimar, y más adelante por la RFA, pero no por el Primer Imperio (Deutsches Reich) cuya bandera fue la del Norddeutscher Bund o Confederación del Norte de Alemania, también conocida como "Reichsflagge" o "Schwarz-Weiß-Rot". Bismarck, ni el reino de Prusia, tenían simpatía por los revolucionarios que estaban encerrados en la iglesia de Sant Paul, en Frankfurt.

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