No sabríamos decir si afortunada o desgraciadamente para Grecia, el mariscal Papadagos se va por el desagüe de la Historia en 1955, sin haber designado sucesor (obsérvese el leve detalle de que, en la sedicente democracia griega, los gobernantes se supone que dicen quién les va a sustituir). Por esta razón interviene el rey designando a quien le parece bien, en la persona de Constantin Caramanlis. Aunque la elección sorprende a propios y extraños, el rey tiene sus razones. Caramanlis tiene unas excelentes relaciones con Washington, con quien ha de renegociar Grecia las ayudas recibidas y por recibir. En febrero de 1956 hay elecciones que, oh sorpresa, gana Caramanlis. Seguirá en el machito hasta 1963.
En todo caso, a la Grecia de los años cincuenta le saldrá un grano jodido: la cuestión chipriota.
Chipre fue, en su día, cedido por el imperio otomano a Gran Bretaña (1878). La isla estaba, a mediados del siglo pasado, habitada por un 80% de grecochipriotas y un 20% de turcochipriotas. Por lo tanto, la mayoría de los chipriotas aspiraban a la Enosis; la unión con Grecia. Ya hemos dicho en estas notas que los griegos no están muy acostumbrados a respetar a las minorías.
A partir de 1950, cuando el arzobispo Makarios accede a la dicha categoría religiosa, la reivindicación progriega adquiere mayor aliento. Pero lo último que quiere Londres es que el avispero balcánico no comunista se mueva de nuevo. Durante cinco años, el ultranacionalismo grecochipriota se va alimentando, al calor de la reivindicación inatendida, hasta que en 1955 nace la EOKA, una organización seudoterrorista que comienza a atacar intereses británicos en la isla.
La reivindicación de la Enosis en Chipre despierta todos los sentimientos vengativos de los turcos, que son muchos y muy refinados, como bien puede contar cualquier turcokurdo que no sea sordociego de nacimiento. Los paganos de la situación son los griegos de Estambul, que empiezan a ser severamente puteados por las autoridades herederas del kemalismo.
Durante cuatro años, Washington despliega toda su capacidad de diplomacia y de presión para conseguir que Gran Bretaña abandone la isla. Lo consigue finalmente en 1959, mediante el Tratado de Zurich, por el cual Chipre se convierte en un Estado independiente, bajo la tutela británica, griega y turca, cada país con soldados establecidos en suelo chipriota. Se elabora una constitución un tanto esquizofrénica, a la belga, que prevé la existencia de dos grupos de instituciones para cada colectividad que, prácticamente, no van juntas ni a mear. Makarios es elegido presidente y vicepresidente el doctor Kütchück, líder de la comunidad turcochipriota.
Cuando decimos que la constitución chipriota recuerda a la belga lo decimos por una razón: en Chipre, como en Bélgica, el deseo de no malquistar a la minoría (los turcos) es tan fuerte que se les ha de dar el poder efectivo para, con su veto, paralizar cualquier decisión medio importante del Estado. Este equilibrio desequilibrado tiende a dar razón a los más radicales, a los que en cada bando lo que quieren son hostias, así pues los años sesenta comienzan con un rosario de enfrentamientos entre bandas y grupos más o menos descaradamente financiados y apoyados desde ambos países. A mediados de los sesenta, Grecia y Turquía están, una vez más, al borde de la guerra. Sin embargo, ésta no llegará, en gran parte por la actitud de los grecochipriotas, los cuales, con el tiempo, van a generar en su parte del país una economía mucho más abierta y dinámica que la griega, lo cual hace que, para muchos de ellos, la Enosis empiece a parecerles lo mismo que a la Merkel: mal negocio. Además, Makarios se sentirá cada vez más atraído por el denominado Movimiento No Alineado, por lo que desarrollará resistencias hacia el occidentalismo de Atenas.
La verdad sea dicha, durante esos años, el ambiente en la Grecia continental es casi irrespirable: en 1960, un ministro de Cultura llega a prohibir, por subversivos, los textos de… Aristófanes. Menudo capullo. Con haber inventado la LOGSE, ya le habría bastado, y sobrado.
Los tiempos de la hegemonía de derechas, sin embargo, están a punto de terminar. Un dirigente liberal, Georges Papandreu, alza la voz contra la semidictadura conservadora y le declara la guerra. Para sus objetivos le viene a ayudar la escisión, en 1968, del Partido Comunista, que permite crear, a partir de la facción moderada, la hasta entonces inexistente socialdemocracia griega.
John Fitzgerald Kennedy, desde la Casa Blanca, se da cuenta rápidamente de que la política estadounidense respecto de Grecia es un desastre. En los tiempos de la posguerra mundial, se optó por impulsar en el país un régimen sólo formalmente democrático que, precisamente por no serlo de verdad, genera unos enfrentamientos cada vez más radicales. En consecuencia, JFK empieza a temer que algún día se produzca una especie de primavera griega, dicho sea en términos actuales, que le dé una auténtica vuelta de tuerca a la tortilla y termine con lo único que realmente temen los americanos: una Grecia fuera de la OTAN que, además, tiene todos los motivos del mundo para enfrentarse al otro otanero de la zona: Turquía.
En 1961 se celebran elecciones, bajo un clima de presión asfixiante de las organizaciones de derecha radical, civiles y militares. Los liberales consiguen crear una sola coalición, la Unión de Centro, al frente de la cual se sitúa Papandreu. Obtienen un 30% de los votos. Caramanlis gobernará pero Papandreu, que ahora se sabe representante de un tercio de los griegos, demandará libertad real. Caramanlis intenta algunas reformas, entre otras que la Casa Real no haga y deshaga como le salga de los cojones como si todavía estuviese en el Antiguo Régimen (esto es lo que hacían los papás de aquella niña que, casi por esas fechas, tanto sufría ante la vista de Francisco Franco, porque, los guionistas de TVE dixerunt, por lo visto todo lo que había vivido en su vida era la democracia). Incluso logra asociar Grecia a la Comunidad Económica Europea en 1961. Pero no basta.
En mayo de 1963, miembros de una organización paramilitar, y también parafascista, asesinan en Tesalónica al diputado de izquierdas Lambrakis. En todas las ciudades del país la gente sale a la calle a montar unas bullas del copón; el primer ministro dimite tras dos meses de batallas campales en las aceras, y en las calzadas también. En febrero de 1964, Papandreu accede al poder.
El programa de Papandreu es bien claro: democratización del Estado, persecución de las organizaciones paralelas y paramilitares, etc. Pero eso es el programa. Fiel a su tradición de clase endogámica, los miembros del nuevo poder lo que hacen, por encima de todo, es crear una nueva clientela que les deba favores, a base de echar de los machitos del Estado a los que han estado siempre y poner a sus amigos. Entre otros colocados, el propio hijo del viejo Georges, Andreas Papandreu, es repatriado de Berkeley, donde da clases, para ser colocado de consejero económico del gobierno y comenzar, con ello, su propio cursus honorum en la política griega que le llevará, cómo no, a la primera magistratura, tras decidirse a liderar el ala izquierda del liberalismo.
La derecha, mientras tanto, no se queda quieta. Contando con la actitud de Palacio, que podríamos definir como fría hacia Papandreu por no tener que utilizar palabras más gruesas (¡ole con ole y ole las monarquías constitucionales!), la derecha ataca a la opinión pública con un símil un tanto apolillado. Papandreu, dicen, es el Kerenski griego; el hombre que, bajo la apariencia de la llegada de una izquierda moderada, no está sino abriendo el camino al abyecto comunismo (que, por cierto, Papandreu se resiste a legalizar).
Pablo de Grecia muere en marzo de 1964, para ser sustituido por un joven de 24 años, Constantino, cuyo único mérito en la vida es haber obtenido una medalla olímpica en Roma en 1960. De vela. Hay gentes en este mundo que piensan que mejor es ver a un príncipe leyendo un libro o resolviendo integrales que patroneando un barquito; pero deben de ser pocas. En Grecia, quiero decir.
Lejos de usar el teórico catón marxista, ése que las izquierdas jamás usan cuando se trata de tensiones nacionalistas, ése según el cual todos los obreros del mundo son hermanos y, consecuentemente, el nacionalismo es un sentimiento pequeñoburgués; lejos de ello, digo, Papandreu no es que le ponga sordina al conflicto chipriota; es que lo excita. Tantas son las provocaciones de palabra, obra y omisión, que los turcos, a los que tampoco hace falta proponérselo mucho, acaban por bombardear la isla en 1964.
Más conflictos. En 1965 Papandreu, que por lo visto se debía de haber creído que Grecia era una democracia, se apresta a nombrar los altos mandos en el ejército y la policía secreta; que hasta entonces habían sido prerrogativa del rey. Asume personalmente para ello la cartera de Defensa. El rey, por toda respuesta, le señala el columpio de sus jardines, y le invita a usarlo. Para colmo, el Estado, al que le sale la corrupción, el pasotismo y la mala hostia por las orejas, no funciona.
En febrero de 1967, Canelopoulos preside un gobierno tecnocrático, que ha de preparar unas elecciones que se celebrarán en mayo. Pero el 21 de abril, un grupo de coroneles dice que ya vale, y que a tomar por culo. Comienza el que la Historia conoce como régimen de los coroneles.
Los coroneles ilegalizaron los partidos, capitidisminuyeron a los sindicatos, establecieron una estricta censura de prensa y arrearon hostias en las comisarías y en las cárceles como para empedrar el mar entre Santander y las Highlands; eso sin contar asesinatos variados. Pero la verdad, la puñetera verdad que, vaya a usted a saber, quizás ahora mismo está negando el movimiento griego por la memoria histórica, es que ni Zeus derramó una lágrima por la democracia perdida, porque la democracia perdida era, por decirlo con elegancia, una puta mierda.
Los coroneles arramplan con todo lo que había; hasta con el rey, que en diciembre del 67 intenta un cambio de las cosas apoyado por mandos militares (de las intenciones democráticas de éstos, poco sabemos), pero como los coroneles le pillan con el carrito del helao, acaba exiliado. Lo cual, supongo, le habrá permitido elevar a la excelencia sus virtudes marineras. Pues raramente, la verdad, los exiliados reales, pese a serlo habitualmente en condiciones envidiables, dedican sus tiempos de distancia a cosas como la imitación del estilo prerrafaelista o la búsqueda del bosón de Higgs; suelen preferir el patroneo de yates y los partidos de polo.
A los coroneles les va de coña. Son unos hijos de puta; pero, también, son los hijos de puta de Washington, y eso da bastante estabilidad. Sin embargo, les acaba pasando lo que a Franco: es inevitable que la viga termine sufriendo fatiga de material. Como el franquismo, el régimen de los coroneles respira por la comprensión social; por la sensación de los griegos que mejor esos pollos de gorra de plato que el cachondeo que había antes. Peso eso dura, como en el chiste, lo que dura dura.
En 1973, las universidades griegas se agitan. Ese mismo año, un grupo de oficiales de marina trata de dar un golpe de Estado que se supone democrático. El líder del régimen, Papadopoulos, intenta, como Franco más o menos por esas fechas, la evolución del régimen. En el verano, proclama la república, se nombra presidente, y designa un gobierno de políticos tradicionales que no se han opuesto frontalmente a la dictadura (otra vez, pues, los mismos). Se autoriza la formación de partidos y se anuncian elecciones para el año siguiente. Se abren las cárceles. Sin embargo, al recomenzar el curso universitario, las manifestaciones también se lanzan de nuevo y en la Escuela Politécnica de Atenas se acaba produciendo una batalla campal entre estudiantes y fuerzas del orden que deja 30 muertos. Tras este suceso, el ala dura del régimen se impone. La apertura se frena, a Papadopoulos le sucede el brigadier Yoannidis, y recomienza la más brutal represión.
En julio de ese mismo año, Atenas ilumina un golpe de Estado en Chjpre cuyos impulsores destituyen a Makarios y llaman a la Enosis. El arzobispo, sin embargo, se escapa, y desde refugio seguro clama por la vuelta a la normalidad. Pocos días más tarde, los turcos desembarcan en la isla y bombardean Nicosia.
El 22 de julio, un ejército griego más acojonado que otra cosa pide tiempo muerto. El alto el fuego precipitará el fin de la dictadura. El 23 de julio de 1974 se forma un gobierno de unión nacional. Al frente del mismo… ¿algún demócrata vocacional? Pues no: Constantin Caramanlis.
Grecia juega de nuevo al juego de Maricón y Tontico. Hoy gobierna Maricón, mañana Tontico. Y así mucho.