jueves, agosto 30, 2012

Breve historia de la ariosofía: (2: la Blavatsky)


Este capítulo sigue al texto introductorio.

Como ya he tratado de bosquejar en la introducción a estas notas, la segunda mitad del siglo XIX conforma un periodo de cambios fundamentales en la civilización europea; cambios que, habitualmente, son minusvalorados por aquéllos que piensan que todo lo relevante ocurrió durante el siglo XX.

El siglo XIX es el de la eclosión de las tendencias liberales y democráticas, en paralelo a las de corte obrerista o, como diríamos hoy, de izquierdas o de clase. Pero también es el teatro de otras cosas. Para lo que aquí nos interesa, es el teatro de un proceso por el cual, del estómago de Prusia, como en una escena de Alien, surge un monstruito nuevo, que llamamos Estado alemán. La aparición de Alemania lo cambiará todo en Europa. Cambiará definitivamente el papel internacional del papado (paulatinamente, la vida de Europa pasará a estar protagonizada por potencias no católicas, lo cual es una novedad en la Historia del continente); y planteará un problema de gran calado, cual es cómo darle a esta nueva fuerza surgida el natural espacio geopolítico que merece o cree merecer.

El relativo triunfo del liberalismo deciminónico, por otra parte, no es tal. Identificar la caída de los esquemas de Antiguo Régimen con el auge del liberalismo es un error bastante común. En las primeras seis décadas del siglo XIX, arde definitivamente un orden de cosas surgido del final de la Edad Media, cuando, como si de grupos mafiosos se tratase, nobleza y corona acaban pactando un reparto del poder que evite que, en la lucha por el mismo, ambos poderes acaben masacrándose. Sin embargo, el Antiguo Régimen, como ocurre en muchas revoluciones (véase, sin ir más lejos, las primaveras árabes), cae a manos y pies de fuerzas muy variopintas que, en el segundo siguiente a la victoria, comienzan a plantear el problema del reparto del nuevo poder. La liberación de todas estas fuerzas, que repentinamente se expresan, fundan periódicos, envían voceros a los parlamentos, genera un debate general que radicaliza mucho las posiciones en no pocos casos. Por eso, el siglo XIX es un caldo de cultivo tan bueno para el antirracionalismo, y para el racismo.

Este enfrentamiento de posiciones hará que la proclamación del rey de Prusia como Kaiser del II Reich (1871), en realidad plantee para eso que llamamos “los alemanes” más preguntas que respuestas. Especialmente para el nacionalismo alemán, de corte fuertemente conservador, el cual, a pesar de haber sido uno de los motores de la formación de Alemania, se encontrará con que el Reich, como fruto de la necesaria diplomacia pragmática, fallará a la hora de unificar a todos los alemanes y, muy especialmente, los alemanes de Austria; que, en buena parte, así se consideran, como décadas después Adolf Hitler no encontrará problema en sentirse alemán, a pesar de haber nacido en Austria.

La denominada ariosofía, o filosofía que está en el epicentro del pensamiento racista de los nacionalsocialistas alemanes, bebe de estas tendencias que surgen de lo que podríamos llamar “el desencanto alemán”: por un lado, un pangermanismo que propugna un cambio del mapa europeo que unifique todos los territorios mayoritariamente poblados por germanoparlantes; y, por otro, la denominada ideología völkisch (¿pueblófila?), de radicales elementos ultraconservadores y antirracionalistas. Ambas tendencias se cocerán, además, en un caldo de ideología seudomágica y ocultista, de fácil asimilación con el movimiento völkisch, teniendo en cuenta su antirracionalismo.

Cuando gobernantes y potencias europeas se plantearon, en la segunda mitad del siglo XIX, que tenían que mutar en sistemas distintos al Antiguo Régimen, se plantearon, inmediatamente, un pregunta inevitable: “pero... ¿qué hacemos con la abuela?”. La abuela era el vasto imperio, herencia de los Habsburgo, que ocupaba el Este del continente, de norte a sur, del Adriático al Báltico. La solución fue un pastiche un tanto torpe; tanto que, a su manera, acabaría generando una guerra mundial (incluso, si nos ponemos estupendos, dos).

La Austria-Hungría europea ocupaba diez nacionalidades distintas en su seno, entre las cuales los alemanes eran una más. En la porción occidental del imperio, los alemanes eran el 38% de la población; compartían suelo con checos, polacos, rutenos, eslovenos, serbocroatas, italianos y rumanos. Como ya hemos dicho, aunque el proyecto de Alemania quedó consolidado por la victoria de Prusia sobre Francia, en 1870, cuatro años antes, tras la guerra prusiano-austriaca, la no integración de Austria en el proyecto prusiano había sido decidida; dejando con ello pendiente un concepto, u objetivo, del que ya se hablaba desde entonces: la Anchluss, el reencuentro, la fusión entre Alemania y Austria.

Los movimientos nacionalistas alemanes austriacos fueron abandonando progresivamente el llamado entonces Grossdeutsch, o Gran Alemania, es decir la idea de una unificación de los pueblos germanos bajo la corona vienesa; para abrazar el Kleindeutsch, o Pequeña Alemania, es decir la unificación bajo el paraguas de Berlín. La ideología germanista austriaca se va haciendo cada vez más homogénea, y en 1886 Anton Langassner funda en Viena una federación de distintas asociaciones culturales germanistas o Vereine, denominada, de forma bien evidente, Germanenbund. El gobierno de Viena, temeroso de la influencia de esta federación de asociaciones, la disolvío (infructuosamente) tres años después.

Éstos, en cualquier caso, eran movimientos de carácter sociocultural, völkisch. El movimiento político, pangermánico, surgió en diversos círculos estudiantiles por aquel entonces. El pangermanismo, en coherencia con la Kleindeutsch, era un movimiento prusófilo, esto es, admirador de Prusia y su proyecto, finalmente exitoso, de crear un Estado alemán. El movimiento tuvo su primer gran líder en Ritter Georg von Schönerer, personaje de fuertes tintes antisemitas, antiliberales y anticapitalistas.

Años después, sin embargo, el sentimiento alemán habría de experimentar un importante impulso cuando Viena, a causa de las presiones centrífugas que experimentaba el imperio, tomó la decisión de impulsar reformas egalitarias entre las diferentes nacionalidades del imperio. En 1895, los eslovenos recibieron permiso para educarse en escuelas hasta entonces reservadas a los alemanes y, sobre todo, aprobó una ley en abril de 1897 que obligaba a todos los funcionarios de Bohemia y Moravia a hablar, no sólo el alemán, sino también el checo. Ese mismo verano, gravísimos incidentes se produjeron en todas las zonas germanófilas, en las que la policía tuvo que aplicarse con enorme violencia.

De aquellos tiempos data el odio cerril del nacionalismo conservador alemán hacia los eslavos, parcialmente oculto en la Historia por el odio antijudío, pero que difícilmente puede soslayarse. Enfrentamiento que, también, es un enfrentamiento religioso, pues las políticas eslavófilas fueron apoyadas y aplicadas por fuerzas católicas; lo cual forzó acciones como la campaña de Schönerer Los von Rom (rompamos con Roma). La ligadura protestante de la ideología pangermánica quería ver en la división entre Alemania y Austria una conspiración de inspiración católica, coordinada por un tal Gran Partido Internacional, o sea la pollada Bildenberg de su tiempo, que es todo un precedente de la conspiración judía mundial que luego sacaría a pasear el NSDAP cada vez que se le iba la luz.

Todos estos conflictos reales ya eran suficiente alimento para el racismo hacia todo lo no-alemán. Pero, además, debe de tenerse en cuenta que el final del siglo XIX es, también, el tiempo de la eclosión del darwinismo que, si bien en la ciencia fue un avance muy bonito y tal, en materia sociopolítica tiene unas derivaciones bastante jodidas.

La idea que sólo el más fuerte prevalece tiene una aplicación complicadilla en aspectos sociales; fue apasionadamente abrazada por el pangermanismo völkisch, que veía en ella el sustento para dos afirmaciones: una, que los alemanes eran fuertes por naturaleza (habían sobrevivido a los siglos sin ser nación, y frente a la conspiración del resto del mundo); y, dos, que más les valía no mezclarse con razas inferiores, porque de hacerlo perderían la fuerza de su sangre pura. Mientras muchos alemanes leían las obras de Ernst Häckel, el biólogo que explicaba en sus escritos los problemas derivados de la mezcla excesiva de las razas, las condiciones económicas del momento provocaban la emigración masiva de judíos de muy baja extracción social desde la región polaca de Galitzia hacia las más ricas zonas germanoparlantes, generando con ello el germen de un conflicto.

Pero, como decíamos antes, todo esto venía a combinarse con otro fenómeno de gran importancia: la pujanza, en la segunda mitad del siglo XIX, del ocultismo.

El ser humano, en uno más de sus frecuentes alardes de pensamiento irracional hasta las cachas, cuanto más sabe del mundo, cuanto más ve avanzar las explicaciones de por qué el agua hierve, por qué las estrellas se mueven en el cielo de la noche, o por qué cuando nos sentimos agotados lo mismo es que se nos ha hinchado el hígado, más aficionado se hace a las explicaciones según las cuales todo eso pasa porque hemos nacido cuando Júpiter estaba no sé dónde, o porque el poltergeist de nuestro tío abuelo tiene hemorroides.

En la penúltima década del siglo XIX, tras un siglo de descubrimientos fundamentales para el conocimiento humano, dichos avances cristalizaron, para algunos pollas, en un creciente interés por la teosofía y las coñas marineras parasicológicas. Y, entre los creadores de esta seudociencia, notablemente beneficial para quienes la inventaban, descolla con especial brillo la figura de una mujer, la rusa Helena Petrovna Blavatsky.

Fundadora de una sociedad teosófica en Nueva York, que luego trasladó a la India, Blavatsky fabricó, a partir de su primer libro, Isis descubierta, un gazpacho conceptual de información formado por conceptos de las religiones del mundo (recuérdese que el siglo XIX es el siglo de las exploraciones, y de la antropología), la masonería, los ritos satánicos y otra serie de movidas mistabobas del mismo calibre; todo ello salpimentado, cómo no, con una obsesión personal por el Antiguo Egipto, esa extraña civilización formada por superhombres, extraterrestres quizá, que mientras eran, por lo visto, capaces de levantar piedras de mil toneladas con el glande, eran asimismo incapaces de curar una puta y simple caries.

En 1879, como hemos dicho, Blavatsky se fue a Madras, en la India, donde escribió su libro La doctrina secreta (1888), que pretendía ser el comentario de un texto secreto, el Stanzas de Dzyan, que la madama afirmaba haber encontrado en los sótanos de un monasterio en el Himalaya (como puede verse, a la teosofía de esta señora no le faltaba de nada: Egipto, el Himalaya, bla). Para entender este manuscrito, la Blatavsky contó con la ayuda de dos maestros locales, llamados, según ella, Morya y Koot Hoomi.

La doctrina secreta nos describe una dinámica divina basada en procesos cíclicos de creación y destrucción que se repiten eternamente. El mundo actual, según el libro, es una creación de Dios que posteriormente, se va a desarrollando en diversos tipos de seres distintos. El mundo se crea en tres fases denominadas tiempo, espacio y materia. La creación en sí, además, se concreta, según el plan divino, en siete periodos distintos (obsérvese con qué habilidad Blatavsky concreta sus teorìas en elementos que el lector puede fácilmente reconocer como propios; tal como la identificación de la creación con el número 7).

En la primera fase del universo prevaleció el fuego, en la segunda el aire, en la tercera el agua, en la cuarta la tierra, y en las tres siguientes el éter (en el caso de la Blavatsky, suponemos, una buena chusta). De esta manera, el universo vive cuatro etapas de esencia divina, seguidas de otras tres, que vienen a ser como un regreso a la esencia primigenia, antes del inicio de un nuevo ciclo. La expresión de los diferentes estados de evolución la simboliza Blavatsky con figuras tomadas de la mitología india... entre ellas, la esvástica.

Toda esta evolución cósmica es controlada por un pollo, tipo o demiurgo, llamado Fohat, a quien ella describe como un agente empleado por los hijos de Dios para evolucionar el universo (una especie, pues, de Fuerza Creadora Funcionaria por Cuenta Ajena). Expresiones del poder de Fohat eran la luz del sol y la electricidad; aquí vemos, una vez más, la enorme influencia del siglo y la comprensión a medias de algunos de sus avances de conocimiento (en este caso, el magnetismo).

Una vez escrita la génesis del universo, la Blatavsky describe en su libro la del hombre, ser que está plenamente sintonizado, por supuesto, con todas estas corrientes divinas que crean el Cosmos.

Punto éste que es el más fecundo para la ideología nazi.

Según Blatavsky, cada una de las siete rondas evolutivas del universo era testigo del auge y caída de siete razas humanas distintas. Las cuatro primeras, bebiendo de la esencia universal de que las cuatro primeras etapas de creación eran de naturaleza más divina, eran más perfectas, aunque progresivamente más contaminadas por los deseos mundanos; las razas quinta a séptima iniciarían una nueva ascensión hacia la esencia divina que permitiría, una vez caída la séptima, el reinicio de otra ronda evolutiva.

Finalmente, Blatavsky afirmaba en su libro que el mundo de su tiempo se encontraba en la cuarta (y última de esencia divina) fase de evolución del universo y, asimismo, en la quinta raza. Esta quinta raza era la aria, y se había visto precedida por la cuarta de los atlantes (¿echabas de menos la Atlántida? ¡Pues aquí está!), que había perecido en el famosísimo hundimiento de su continente, en el que medio mundo cree sin que nadie jamás lo haya demostrado.

Los atlantes de Blatavsky eran como muchos otros pollas los han imaginado: enormes de dimensiones, con fuerzas sobrehumanas (sin embargo, al parecer no sabían nadar), poderes mentales paranormales, y una tecnología avanzadísima (incapaz, sin embargo, de fabricar simples barcas que les hubieran permitido sobrevivir al hundimiento de su continente; el cual, probablemente, tampoco dichas tecnologías tan avanzadas fueron capaces de prever). Todo esto gracias a su buena relación con Fohat, el gran funcionario divino (bastante parecido, todo hay que decirlo, al concepto del Espíritu Santo).

Antes de los atlantes, existieron en la Tierra otras tres razas protohumanas (interesante ejercicio de la Blatavsky de no negar los descubrimientos que ya entonces iba haciendo la paleontología), más concretamente,y por orden: una raza astral que vivió en una tierra invisible; la raza hiperboreana, que habría vivido en un continente perdido situado en los polos (qué casualidad; allí donde los contemporáneos de la escritora no podían buscar). Y la raza lemuriana, que había vivido en un continente perdido en el océano Índico.

Los lemurianos, que debían de ser un tanto viva la virgen, cayeron en la iniquidad y el pecado. Sólo unos pocos de entre ellos mantuvieron la sabiduría y la inspiración divina y, separándose del resto, se fueron a vivir a una isla en el desierto del Gobi (sic) llamada Shambala. Allí, estos sacerdotes puros crearon una nueva raza, la lemuro-atlántida, unos de cuyos remanentes habrían sido los famosos Morya y Koot Hoomi quienes, desde su remota residencia en el Himalaya, tenían como misión la formación de la raza aria; años después, como sabemos, Hitler enviaría una expedición a buscar esos conocimientos.

Toda esta farfolla vendedora de libros destiló conceptos de gran valor para la ariosofía, como la supremacía racial (la aria como raza troncal de la evolución presente del mundo) y, consecuentemente, el concepto de jerarquía (unas razas no son iguales que las otras), que es la condición prevalente de todo racismo.

Pero, en todo caso, toda esta colección de polladas, ¿cómo pudo llegar a los movimientos ultranacionalistas germánicos? Pues, aparentemente, fue, cuando menos en parte, a través de iniciativas de corte, que diríamos hoy, progresista, como el movimiento denominado de Lebensreform (reforma del modo de vida) que, por aquellos años, defendía en Alemania y Austria un retorno a lo fundamental y original, a través del vegetarianismo, el nudismo y otras prácticas parecidas; movimiento que fue entendido por muchas personas, asimismo creyentes de las ideologías völkisch, como ligado a todas estas teorías referentes a la raza aria como la raza original del mundo, y bla; como veremos al hablar de Von List, el naturalismo, el ecologismo diríamos hoy, es un punto de conexión con la ariosofía, a través del wotanismo. 

Y bien, una vez que hemos contado la que montó la Blavatsky, comenzaremos a contar lo que otros hicieron con estos "conocimientos".

miércoles, agosto 29, 2012

Breve historia de la ariosofía (1: De alguna manera, todo empezó con Riemann)


Hace ya un tiempo que tenía la intención de profundizar un poco más, y un poco más en serio, en la cuestión de las fuentes, digamos, filosóficas, del fascismo alemán. Las más de las veces, el fascismo, en tanto que elaboración sociopolitica de enormes tintes radicales, se limita a ser el aprovechamiento de un espacio que otros (las opciones ideológicas más habituales) dejan libre por cortedad, estupidez o circunstancias históricas varias. La ideología nazi, sin embargo, marca cierta excepción en esta regla. El nazismo es una especie de mutación de elementos que están presentes en el inconsciente colectivo alemán de tiempo atrás, pero notablemente durante el siglo XIX. El tal sentido, el nazismo, y es por ello que es importante conocerlo y estudiarlo (pues, entre otras cosas, puede, perfectamente, volver), responde a demandas e inquietudes existentes en la sociedad alemana de principios del siglo XX. Su éxito va mucho más allá del aprovechamiento de los sentimientos generados por la humillación del Tratado de Versalles, porque: a) dicha humillación fue mucho menor de lo que habitualmente se dice; b) en realidad, una de las razones de que estallase la Gran Guerra, que generó Versalles, es que ya entonces los alemanes se sentían humillados. 

Una de las cosas que habitualmente no se citan es que durante el amplio rosario de discusiones colaterales a las reuniones internacionales producidas en el primer tercio del siglo XX, se produjo una curiosa discusión entre arqueólogos alemanes y polacos. Los arqueólogos alemanes pretendían demostrar que los utensilios hallados en los territorios situados al este del Rhin (extramuros del imperio romano, pues) demostraban la existencia de una civilización germánica, formada por muchos pueblos distintos pero germánica, desde esa orilla del Rhin hasta la mitad de Ucrania, más o menos. Los polacos defendían exactamente lo contrario: las características de lo desenterrado sugerían, para ellos, notables diferencias entre pueblos.

El sueño alemán de unificar eso que hoy llamamos Europa del Este bajo su imperio es un sueño muy antiguo y se enraiza en convicciónes que no inventaron los nazis. Convicciones no pocas veces más que discutibles, no pocas veces absurdas, en las que se mezclan, en increíble pastiche, la parasicología, los mitos arcanos, la Historia, el budismo, el antisemitismo, y la pura y simple gilipollez. 

Este conjunto de artículos trata de describir lo principal de estas filosofías, acopiado durante un plácido verano.  Pero porque en esa elaboración es fundamental, a  mi modo de ver, la actitud antirracionalista, he creído necesario, antes de entrar en harina, escribir este primer post introductorio. De alguna manera, si te parece demasiado superferolítico, te lo puedes saltar.

Vamos a ello, pues.

Cada diez páginas con contenido que leo sobre el siglo XIX, crece un 1% mi convicción de lo difícil, prácticamente imposible, que resulta para el hombre moderno o contemporáneo entender las circunstancias en que se desarrolló dicho siglo desde un punto de vista social, reflexivo, político y cultural. De alguna manera, los hombres más lejanos a nosotros, los que vivieron antes de la Revolución Francesa, son tan distantes, que no nos cuesta asimilarlos. Para nosotros, es muy fácil entender que una vez hubo en la Tierra homínidos que eran capaces de comer carroña, porque están muy lejanos de nosotros, que no podemos soportar la carne podrida. La distancia, de extraña forma, apuntala la comprensión.

El siglo XIX, sin embargo, está en la antesala de lo que somos nosotros mismos, y por eso mismo muchos somos incapaces de entenderlo propiamente, y lo reducimos a mecanismos de pensamiento sencillos. Decimos: fue la victoria del librepensamiento arreligioso, de la desamortización; olvidando que el poder religioso durante todo el siglo es de gran magnitud y que cosas como la desamortización de los bienes de la Iglesia era medida que venían reclamando de antiguo personas pertenecientes a la propia Iglesia. Decimos: fue la victoria de la soberanía popular, olvidando que durante todo el siglo XIX, especialmente antes de 1848 pero desde luego también después, sobrevivieron en el continente toneladas de personas que no creían ni medio microgramo en la teoría de la soberanía popular.

El siglo XIX, desde muchos puntos de vista, es una capa geológica en la Historia de la civilización occidental donde se localiza la fricción de varias placas tectónicas; fricción capaz de generar enormes conflictos, antes y después del propio siglo. Las tres guerras civiles españolas son hijas del siglo XIX; la descolonización es hija del siglo XIX; el moderno capitalismo nace en el siglo XIX; la primera guerra mundial es la neumonía mal curada de las relaciones internacionales tras el terremoto de la guerra franco-prusiana.

Es por todo ello que ruego al lector que haga un esfuerzo por tomarse en serio algunas de las cosas que va a leer entre estas notas sobre la ariosofía. Entiéndeme: por tomar en serio no quiero decir que te las creas, pues yo mismo, varias veces, me voy a burlar de ellas. Por “tomar en serio” quiero decir que trates de darte cuenta de que no todas las ideas de la ariosofía antirracionalista alemana de finales del siglo XIX están provocadas por procesos de locura, subnormalidad rampante, o simple interés crematístico por vender libros y hacerse famoso. Un parte muy importante de las cosas que los ariósofos germánicos dijeron durante el siglo XIX tiene que ver con un proceso más profundo, o mejor dos: el antirracionalismo, y el nacionalismo. Son reacciones exageradas, pero no exentas de lógica.

Que el nacionalismo alemán se exacerba en el siglo XIX es algo que probablemente no necesita de muchas explicaciones. La eclosión de la nación prusiana como potencia centroeuropea tras la derrota de Napoleón y, sobre todo, la de su sucesor en 1870, pavimenta el camino para la creación de la vieja nación alemana; creación que, pronto lo recordaremos, se deja por el camino a algunos de sus hijos y, además, aflorará el problema de que un imperio tan nuevo carece de posesiones coloniales en número suficiente como para ser económicamente viable como superpotencia. Elementos ambos que están en la raíz del hípernacionalismo alemán que alimenta las teorías ariosóficas.

Más allá, sin embargo, es del antirracionalismo de lo que me gustaría decir algunas cosas en este post, meramente introductorio de esta breve historia que, espero, convivirá con las andanzas de nuestro buen amigo Fra Girolamo Savonarola.

Para entender la lógica del racionalismo, en mi opinión, no se puede sino echar mano de la enorme fricción creada en el siglo XIX entre positivismo y antipositivismo. Como todos los tiempos son hijos de su pasado, el siglo XIX es el hijo de la Ilustración y de cierta idea de ciencioptimismo que permanece hasta el día presente. Es muy habitual, en tertulias audiovisuales y productos similares, percibir la enorme seguridad en sí mismos con que hablan biólogos, astrónomos o matemáticos; lo cual no es sino un síntoma más de que los científicos han dejado, hace ya mucho tiempo, de leer filosofía (y sus universidades de exigirles que la lean); lo cual es lo mismo que decir que tienden a no ser conscientes de lo poco que saben.

A lo largo de los siglos XVIII y XIX, un montón de cosas que el hombre había creído durante dos mil años gobernadas por fuerzas telúricas o fruto del mero azar, fueron explicadas. Porciones crecientes de la vida de los hombres comenzaron a ser expresadas en ecuaciones, esto es, en procesos que se repetían siempre mediante dinámicas que el propio ser humano podía conocer, ergo, algún día, gobernar. El siglo XIX es el siglo en el que ingenieros y arquitectos sustituyen la experiencia por las matemáticas, y éste es un proceso con muchísimas más derivaciones que el motor de explosión. El mundo, repentinamente, es una realidad distinta, propia, con una existencia que se produciría, también, sin el hombre, y reclama ser comprendido. Exigirle a un campesino riojano del 1600 que fuese ecologista es un proceso tan absurdo como intentar meter el mar en un cubo. Pero eso, ahora, ha cambiado. Y ese cambio genera un choque de trenes, una fricción tectónica (y, de esto van estas notas, teutónica) de 9 grados en la escala de Richter, entre dos visiones del hombre. Porque el hombre era el mundo, pero en el siglo XIX aparecen unos tipos que, de determinadas formas, van y dicen que el hombre es, simplemente, uno más en el mundo.

Se han usado, que yo sepa, muchos puntos de fricción para describir este proceso; quizá el más repetido, probablemente por su honda carga religiosa (los cientifistas adoran los conflictos con la religión), es la difícil imposición del darwinismo. Pero a mí me gusta citar otro proceso, quizá por su carácter más etéreo: el fin del monopolio de la geometría euclidiana.

Yo soy de letras, así pues voy a caminar por este campo minado con mucho cuidadito para que luego ningún lector de ciencias me pueda sacar los colores. En toda la geometría euclidiana, que no se olvide parte de esas partículas elementales llamadas axiomas que no se demuestran, había una proposición que intrigaba a los matemáticos de tiempo atrás: la quinta o, como se le conoce normalmente, de las paralelas. Se refiere a aquella que dice, si no recuerdo mal, que por un punto externo a una recta transcurre una sola paralela a dicha recta (bueno, para ser exactos, postula que si una recta, al incidir sobre dos rectas, hace los ángulos internos del mismo lado menores que dos rectos, las dos rectas prolongadas indefinidamente se encontrarán en el lado en el que están los mentados ángulos menores que dos rectos).

Como digo, esta proposición venía generando sus inquietudes. Según nos cuenta Hans Wussing en sus Lecciones sobre Historia de las Matemáticas (en terreno enemigo, mejor citar las lecturas propias) algunos científicos como el italiano Saccheri, abordaron la metodología de tratar de liberar a Euclides del peso de la duda tratando de partir de la base de que la proposición de las paralelas no era cierta y así llegar a una contradicción.

Ya a finales del siglo XVIII (siendo un adolescente), el famoso matemático alemán Gauss comenzó a preocuparse por el asunto, aunque convencido de que partir de la base de que la proposición de las paralelas era incierta, lejos de llevar a la confirmación de Euclides, adonde llevaba era a demostrar que podían existir otras geometrías, las no euclidianas. Lo cual suponía desligar dicha geometría del espacio real o, si se prefiere, una experiencia positivista mediante la cual las cosas, o el propio éter, existían de forma independiente a la forma en que el hombre las había descrito.

En efecto. Las nuevas geometrías, de existir, harían algo que, en su momento, era verdaderamente revolucionario: negar a Kant. El filósofo alemán, ese hombre por el cual todos los vecinos ponían en hora sus relojes dada la estricta, y exacta, disciplina de su paseo diario (en toda su vida, sólo se retrasó el día que le llegaron las noticias de la Revolución Francesa), era, en ese momento, el gran exponente de la filosofía antropo-esencio-céntrica. Kant escribió en su Crítica de la Razón Pura que “la geometría es la ciencia que determina las cualidades del espacio a priori”; los hechos atenientes al mundo, por lo tanto, se comportaban como los atenientes al hombre: obedeciendo a concepciones imperativas. El hombre concibe el mundo, y el mundo le obedece siendo concebido. Si Kant hubiese leído un libro sobre sistemas caóticos, supongo que habría tenido un ictus.

Cuando Gauss estaba pensando, porque lo pensaba, que otras geometrías eran posibles, donde la proposición de las paralelas no es cierta, estaba pensando que el mundo, el espacio, no tenía por qué obedecer, ni obedecería, a una proposición del hombre. Una idea que hoy parecerá tan obvia que, quizás, el lector piense: “pero, ¿por qué se extiende JdJ en esta chorrada?” Éste será el indicio, querido lector, de que tienes dificultades para entender el siglo XIX, y sus conflictos profundos.

Gauss dejó escrito que la geometría debía de ser rebajada dos escalones en la ciencia, o sea no ser considerada tan inmanente como la aritmética; pero lo escribió en cartas, porque nunca se atrevió a poner esas ideas en un libro.

Gauss, con toda su fama, su prestigio y su todo, jamás publicó un tratado de geometría no euclidiana. Y no lo hizo porque temía el debate. Porque sabía que no sería sólo un debate matemático, sino un debate filosófico. Un debate sobre los límites de la racionalidad o, si se prefiere, el grado de humildad con que el hombre debe contemplar el mundo que le rodea. El gran debate entre positivismo y antropocentrismo o, si se prefiere, esencialismo.

Lo que Gauss no se atrevió a hacer lo hizo, pero sólo con la puntita, el hijo de un amigo suyo, el matemático húngaro Janos Bolyai. Bolyai estaba convencido de la existencia de las geometrías no euclidianas y probablemente su padre, W. Farkas Bolyai, también. Pero su padre no quería que publicase nada sobre la materia, por temor a la agria polémica; a lo que Gauss llamaba “los gritos de los beocios”. Sin embargo, la juventud y el sanguíneo carácter de Janos Bolyai (los matemáticos suelen ser desabridos, no pocas veces incluso maleducados, defendiendo aquello en lo que creen), sus ideas acabaron publicadas en el anexo a un libro de geometría de su padre. Pocas veces se ha dado con tanta claridad el caso en el que el anexo de un libro sea más importante que el libro en sí. Un texto en el que Bolyai se refiere  la proposición de las paralelas como un “eclipse de sol”, que durante siglos no ha hecho sino absorber inútilmente esfuerzos y energías de los científicos.

De una forma sarcásticamente simbólica, en aquella Europa en la que acción y reacción se enfrentaban de una forma tan radical, tuvo que ser en el país donde la reacción era más fuerte; el imperio donde pervivía la esclavitud feudal, o sea Rusia, donde la luz de la geometría euclidiana terminase por encenderse.

En 1807, desde la localidad de Nijni-Novgorod, llegó a la relativamente modesta y moderna universidad de Kazan un estudiante llamado Nicolai Ivanovich Lovachevski. El genio matemático de Lovachevski era tanto y tan evidente que a los 23 años ya era profesor titular.

En el año 1826, con 33 años, Lovachevski presenta ante la sociedad científica local de Kazan una comunicación sobre geometría. En realidad, aquel papel no tendrá éxito alguno y sólo comenzará a ser adecuadamente valorado en 1840, cuando un resumen del mismo sea publicado en alemán y lo lea Gauss, reconociendo en aquellas páginas todo lo que él había callado por miedo o por prudencia.

La metodología de Lovachevski se basó en la jugada simple y conocida de partir de la base de que una recta tiene infinitas paralelas que pasan por un punto no situado en ésta, y luego ver qué pasaba con el resto del edificio de la geometría. Y descubrió, sorprendentemente, que el edificio no se derrumbaba; simplemente, llegaba a conclusiones distintas (como por ejemplo, nos recuerda Pierre Rousseau en su casi novelesca Historie de la sciencie, que la suma de los ángulos de un triángulo es inferior a 180 grados).

La magnitud de esta revolución es, a mi modo de ver, casi imposible de entender por un humano contemporáneo; incluso me atrevería a decir que menos aún si es versado en matemáticas. La lógica de las cosas se mostraba indestructible pero, al mismo tiempo, aparecía como capaz de construir realidades distintas a las que, Immanuel Kant dixit, el hombre elabora por intuición. Ergo la intuición del hombre no gobierna el mundo. Ahí fuera hay algo más que ella. Dimensiones que están más allá de las que el hombre abarca. Hay una línea que comienza el primer día que Lovachevski puso la pluma sobre el papel para vomitar en él sus circunvoluciones cerebrales, y termina el día que Albert Einstein escribió que todo es relativo.

En 1846, el mismo año en el que Lovachevski era desposeído, sin mayor explicación, de sus cargos públicos, ingresaba en la universidad de Gotinga un joven verdaderamente extraño, un joven que tenía enormes problemas para las relaciones interpersonales, hipocondríaco casi hasta la locura, pero superdotado para las matemáticas. Ya en Hannover, Bernard Riemann había sorprendido a sus maestros aprendiéndose de memoria tomos de casi 1.000 páginas de matemáticas (entonces) avanzadas que leía en la biblioteca colegial; en realidad, el único sitio donde estaba a gusto.

Como eran tiempos en los que los estudiantes que visitaban las bibliotecas eran respetados y no tratados como si fuesen osos pandas con cola de cerdo por no gustar del botellón y la juerga, Riemann tuvo, tanto en Hannover como en Gotinga, maestros que le supieron sacar jugo, entre ellos el propio, y casi omnipresente, Gauss.

Cuando Riemann decidió enfrentarse a una especie de oposición de profesor de matemáticas, tuvo que enfrentarse a un examen en el que desarrollaría un tema elegido por su tribunal de entre tres propuestos por él. El tercero de los temas que propuso, los fundamentos de la geometría, estaba poco menos que de adorno; Riemann no podía ni imaginar que sería el elegido. Pero los matemáticos de Gotinga estaban dominados por el criterio de Gauss, y ése fue el que escogieron para su exposición. Probablemente, Gauss tenía ya una idea clara de las posibilidades de aquel joven matemático, y quería ver si llegaba más lejos que Lovachevski o Bolyai.

Y no defraudó. En su comunicación, leída en julio de 1854, Riemann aumentaba la confusión. Euclides dijo que cada recta tiene una paralela; Lovachevsky/Bolyai dijeron que infinitas; y Riemann, finalmente, dobló la apuesta: ninguna. El alemán había llegado a otra geometría, en la que los ángulos de un triángulo suman más de 180 grados y una línea no puede prolongarse indefinidamente.

Pero lo más revolucionario de la exposición riemanniana es que no se limitaba a desarrollar una geometría no euclidiana, sino que, también, afirmaba que existía un entorno, digamos, real, en el que se cumplía: la superficie de una esfera. Allí donde la línea recta es sustituida por la curva y circular, que no puede tener paralelas porque los círculos todos se cruzan (en los polos, creo).

En apenas 30 años del siglo XIX, pues, donde había una geometría, de repente había tres: la euclidiana, con una paralela; la hiperbólica, producida en el ámbito de lo que los geómetras llaman una seudo esfera de curvatura constante negativa (y que no duele ni nada) e infinitas paralelas; y la geometría elíptica y riemanniana, con ninguna paralela.




¿Por qué me he empeñado en desapolillar mis poco fructíferos conocimientos sobre las geometrías no euclidianas cuando esta serie va de los fondos teóricos del nazismo como ideología racista? Pues porque, ya lo he dicho, el que quizás es el primer y principal elemento de estas teorías es el antirracionalismo. Y el antirracionalismo de la ariosofía alemana, lejos de ser, a mi modo de ver, algo ilógico o artificialmente radical, es una consecuencia lógica de su tiempo. Es el hijo del hiperracionalismo.

Los hombres que construyeron el edificio de la geometría no euclidiana eran matemáticos puros. Recorrían los caminos que recorre normalmente un matemático, fluyendo siempre por el camino al que las conclusiones le llevan. Pero el más brillante de todos ellos, el repelente Gauss, callaba. Callaba porque sabía que todo aquello tenía más implicaciones que las que cabe entresacar de la fría notación simbólica de los matemáticos.

La ciencia del siglo XIX obligó al hombre a asomarse a un pozo que siempre había evitado: el pozo de la humildad. Y, una vez allí, lo empujó al fondo. Pero el ser humano, simple y llamanente, no estaba, en su inmensa mayoría, preparado para caer. Para asumir esa caída como algo natural e incluso ilusionante. Así las cosas, muchos de los que muy a su pesar, hubieron de vestir, en el siglo XIX, el sayal de la humildad humana, lo hicieron reinterpretando las nuevas reglas de juego a su gusto.

Ésta es la razón por la cual el siglo XIX, el siglo del positivismo, es también el siglo que ve nacer el seudocientifismo. La mistabobía, la fabulación mágica, ahora basada en conceptos que suenan a ciencia. El medium telequinésico que afirma que se puede conectar con los espíritus está aprovechando el hecho de que la mayor parte de los contemporáneos que le rodean son incapaces de entender que la telegrafía sin hilos sea consecuencia de un proceso técnico que el simple hijo del chatarrero puede desarrollar (si estudia ingeniería, claro). El charlatán de feria rápidamente aprovecha la necesidad de los no euclidianos de postular la existencia de otras dimensiones para jugar con ese concepto y afirmar que los fantasmas existen, sólo que están “en otra dimensión”. Por todas estas realidades serán, en no pocos casos, simples y puros ejemplos de la acción de modernos timadores. Pero, en su fondo más profundo, son algo más; son un proceso antirracionalista en el que el hombre que ha caído al pozo de la humildad trata de salir de él, de volver a formular reglas por las cuales, de nuevo, gobierna el mundo. Y, porque la nueva ciencia y el positivismo no le dejan postular que hoy esté ejerciendo esta dominación, es por lo que se produce el proceso romántico de recuperación del pasado: yo no domino el mundo porque soy un humano de bajo nivel. Pero ellos, los anteriores; ellos, los atlantes, los lemurianos, los arios originales, los seguidores de Baldur-Chrestos, los wotanistas, los irministas, los alemanes originales, sí que podían.

En mi actual punto de reflexión sobre esta materia, cuando menos, la idea de la dominación aria del mundo, además de tener una obvia conexión con el sentir nacionalista, no se puede explicar sólo con este elemento. En el siglo XIX también eclosionaron como nacionalistas, por poner un solo ejemplo, los catalanes; pero no se les ocurrió postular la existencia de una raza catalana, existente desde decenas o centenares de miles de años antes de Cristo (aunque, la verdad, el nacionalismo euskaldún sí que se acerca a esta idea). Este elemento de más, este elemento que se suma en el caso de las teorías ariosóficas y ariocéntricas, es el antirracionalismo. La adopción, consciente y militante, de mecanismos de reflexión y explicación de la realidad que, al tiempo que son seudocientíficos, son acientíficos, viscerales, meramente intuitivos. Una forma de reinventar a Kant que probablemente le habría hecho vomitar.

El hombre del siglo XIX se cayó de un trono. La ariosofía alemana es un intento de volver a sentarse en él. Y las consecuencias que, a largo plazo, tuvo dicho intento, son un argumento evidente de lo importante que es, para el ser humano medio, que alguien le enseñe, más pronto que tarde, a ser suficientemente humilde.

lunes, agosto 27, 2012

Lectura: Did Jesus exist?




EHRMAN, Bart D. Did Jesus exist? Editado por HarperOne.

(Aviso: he leído este libro en su versión Kindle, así pues no puedo citarlo en modo página. El único modo que conozco de citarlo, y que es el que usaré, es el porcentaje de lectura indicado por Kindle en cada punto).



De marzo de este año (al menos en la edición que yo he leído) es este libro que pretende, de alguna manera, zanjar de una vez y para siempre el debate sobre la historicidad de Jesús de Nazareth. Zanjarla en el sentido de que Jesús existió y no cabe dudar de ello. Ciertamente Ehrman no llega a decir, así de claro, que aspira a que la polémica desaparezca para siempre; pero de sus palabras y de su, digamos, actitud, se desprende este deseo.

¿Actitud? Sí, actitud. El autor de este libro no sólo está convencido de que Jesús existió, sino que trata con una displicencia, rayana en el desprecio, a quienes no piensan lo mismo que él. Ciertamente, tiene suelo donde pisar para dicha actitud, porque en el bando de quienes no creen que Jesús existiese nunca en carne mortal se han dicho gilipolleces casi del tamaño de las que se han dicho en el bando de los que creen en su existencia a pies juntillas y, más aún, creen que hasta la última coma de los Evangelios es verdad. No obstante, en mi opinión, para cualquier espíritu critico, incluso aunque crea en Jesús como personaje histórico, es probable que este tono de superioridad le chirríe.

En este tono, Ehrman elabora un argumento de entrada, de naturaleza bífida, para sustentar sus ideas: en primer lugar, la teoría de que Jesús no existió físicamente, que nunca fue nadie, es una teoría relativamente nueva en la Historia del pensamiento humano (apenas unos 200 años). En segundo lugar, aun hoy en día el consenso entre los académicos en la materia es prácticamente total en el sentido de apoyar la historicidad de Jesús.

Yendo por partes, llama la atención que un académico en la materia, que además se vanagloria en su libro de haber recibido un premio dedicado a la libertad religiosa, no caiga en el hecho bastante palmario de que, hasta hace más o menos 200 años, sostener, cuando menos en Europa, que Jesús no existió nunca, podía suponerle al sostenedor de la dicha teoría, la prohibición de sus escritos; y, probablemente, una serie de molestias en su vida personal, desde el mero juicio civil hasta el embargo de todos sus bienes, pasando por la cárcel o el uso de su cuerpo como fábrica de compost. ¿La duda sobre la historicidad de Jesús es moderna? ¡Pues claro! Tan moderna como el librepensamiento religioso. Por sostener bastante menos que la no historicidad de Jesús, husitas, cátaros y otras hierbas acabaron como acabaron.

En segundo lugar, el mundo académico dedicado a la exégesis bíblica no es, en buena parte, un mundo totalmente imparcial. Exactamente igual que la mayor parte de los intérpretes teológicos del Corán o de las enseñanzas de los rimpochés tienden a ser musulmanes y budistas respectivamente, buena parte de los estudiosos de las escrituras cristianas son cristianos. Lo cual introduce elementos en el consenso académico que, cuando menos, deberían tenerse en cuenta. Creer en la historicidad de Jesús no es creer en la existencia del bosón de Higgs o del muón de Juan de Juan. Es una discusión académica que se produce, digamos, en un caldo diferente.

Quizá consciente de este problema (aunque no lo formule), el autor de este libro lo orilla afirmando su personal agnosticismo (bueno, su definición es algo más alambicada. Véase 1%: “I am an agnostic with atheist leanings”). Algo que, debo confesarlo, no entiendo. Puedo entender que un experto en los Evangelios sea ateo y se acerque a dicha realidad con pura curiosidad científica. Pero... ¿agnóstico? A mi modo de ver, eso es como decir: “soy climatólogo, pero... ¿el cambio climático? Pues no me interesa hacerme la pregunta de si se está produciendo o no”. En mi opinión, todo climatólogo tendrá una opinión sobre el cambio climático; o sea, será ateo, o creyente.

Una cosa que me llama la atención de este libro, y lo digo como comentario general, es la superficialidad de los símiles que utiliza. Tal vez excesivamente entregado al consejo de algún editor en el sentido de ser muy pedagógico y apegado al presente, Ehrman cae a menudo (en realidad, casi cada vez que lo hace) en el manejo de símiles bastante poco resistentes. Por ejemplo, defendiendo la prelación de la opinión de los scholars sobre la materia del libro, nos dice: “Cuando vas al dentista, ¿quienes o no que tu dentista sea un experto, o no?” En mi modesta, opinar sobre la historicidad de Jesucristo no tiene nada que ver con hacerse una endodoncia en un premolar.También dice cosas como que el hecho de que haya afirmaciones sobre Jesús no muy ciertas no debe emborronar la convicción de su existencia, igual que el hecho de que hoy se digan muchas tonterías sobre Obama no es un argumento para defender que Obama no existe. De nuevo en mi opinión, tender un hilo desde Jesús de Nazareth hasta Barack Obama, a menos que tenga alambicadas intenciones ideológicas, me parece, por decirlo elegantemente, un poco forzado. Obama está vivo (luego su existencia es directamente comprobable) y, además, reside en un mundo en el que un video de alguien tosiendo en Seattle tarda minutos en ser colgado en internet y visionado en Guarromán, provincia de Jaén. De Jesús, como veremos, todo lo que se sabe, se sabe por gente que no lo experimentó directamente; y, además, vivió en un mundo en el que se tardaba un día en recorrer la distancia que hoy recorren algunos trenes de cercanías.

Aunque el libro de Ehrman es algo más complejo (y, por ello, a ratos un poquito aburrido), se podría decir que hay dos elementos de desarrollo por su parte en el mismo, bien definidos: en primer lugar, la “demostración” (el autor, y quienes crean en él, me permitirán las comillas) de que existe evidencia histórica sobrada sobre la existencia real de Jesús. Y, en segundo lugar, la reconstrucción de lo que se puede saber de dicha existencia.

Concerniente al primer tema, Ehrman habla de las fuentes históricas sobre Jesús, clasificadas, como es lógico, en cristianas y no cristianas. Entre las no cristianas, cita básicamente la breve descripción de Tácito, que hace ya mucho tiempo ha sido puesta en duda como interpolación, y la no menos famosa cita de Flavio Josefo. Y qué decir de Plinio, cuya famosa descripción del conflicto en torno a la pregunta Dominicum servasti lleva ya más de cien años desprestigiada. De estas referencias saca bastante poco, porque son bastante poca cosa. Es más, en realidad el autor centra sus esfuerzos en intentar convencernos de que es normal que no existan citas de la vida de Jesús entre las personas que glosaron la vida de la Judea de aquellos tiempos porque, al fin y al cabo, Jesús no fue nadie; no fue un rey como Herodes, no fue un emperador como Tiberio (10%).

Ehrman admite (10%) que no hay autor griego o romano alguno que cite a Jesús, pero, añade, eso es normal “puesto que estas fuentes no mencionan a muchos millones de personas que vivieron en realidad”. Un argumento curioso que provoca, a mi modo de ver, la contrapregunta de cuántos de esos millones de personas no citados eran recordados décadas después por multitud de gentes, incluso de otras lenguas y culturas. Que la Historia no diga nada de Salomón, el guarnicionero que vivía en Jericó, según se va al bar Elohim a la derecha, tiene su lógica. Pero que no diga nada de una persona que supuestamente irradió tanta pasión humana e intelectual como para ser recordado 70 años después de su muerte por personas que incluso no vivían en su entorno ni tenían sus referentes culturales, tiene su aquél. Y pretender igualar al pobre Salomón el Hebreo Pringao y a Jesús, el súper-profeta arrastramasas, no creo que sea muy lógico.

El argumento, en todo caso, es plenamente cierto; hay mucha gente (la mayoría, de hecho) de la que la Historia no habla. Pero no se entiende cómo, acto seguido, concede tanta credibilidad a los Evangelios, canónicos y no canónicos (se apoya, entre otros textos, en los llamados evangelios de Tomás y Pedro, no admitidos por la Iglesia dentro de las Sagradas Escrituras).

Ehrman, éste me parece un punto débil de sus tesis, habla muy poco de las interpolaciones. Da la impresión, pero esto es sólo una hipótesis, que la vertiente filológica de la exégesis (esto es, la sub-ciencia que trata de extraer del uso de palabras, giros o expresiones, la datación real de los textos; algo así como la prueba del sintagma-14) no es su fuerte, porque lo cita poco. Usa el argumento para atacar las tesis contrarias a la suya (por ejemplo, aduciendo que se basan en epístolas de Pablo de Tarso que él no escribió), pero no se aplica la misma vara de medir. En mi opinión, el libro acepta de una forma excesivamente acrítica los Evangelios como fuente histórica; es algo que, por otra parte, tiene que hacer, pues pronto concluye, como ya han hecho otros antes que él, que, en realidad, todas las fuentes sobre Jesús que existen son cristianas. O sea: todos los textos que hablan de la existencia de un hombre que predicó una palabra nueva, fue sacrificado o se dejó sacrificar por ella, y de alguna manera (resucitando, o por la fuerza de su recuerdo) dejó su impronta en los que le siguieron; todos los textos que afirman la historicidad de esta persona, digo, están escritos por personas que parten de la base de que creen que eso es así.

El autor no se plantea seriamente los problemas básicos que supone el hecho de que la primera fuente no paulina que se tenga de la vida de Jesús sean textos escritos en griego. Lo cual, a mi modo de ver, demuestra que son textos escritos por gentes y para gentes que no sólo eran lejanas a Jesús en el tiempo (unas cuatro o cinco décadas, y eso para aquellos pasajes no interpolados; esto es, aceptando barco como animal acuático y aseverando que no existe duda a este respecto), sino también en el espacio. Más aun, Ehrman no sabe, o si lo sabe no lo dice, para quién fueron escritos los evangelios. Se limita a decir (12%) que fueron escritos por “una élite de clase alta que tenía el tiempo, el dinero y el estatus para educarse”, o (12%) “personas inusualmente bien educadas”. Lo cual no es decir mucho, aunque ya es decir que el entourage de quienes contaron la vida de Jesús no es el de Jesús mismo, ya que, como veremos más adelante, para Ehrman Jesús era un pelao que, por no saber, no sabía ni leer. Por lo tanto, cabe concluir que los evangelistas: a) no eran vecinos ni paisanos de Jesús; b) no tenían su mismo backround socio-cultural; c) tenían una educación de la que Jesús, y cabe considerar que también sus discípulos y seguidores, carecían. Al relato de estos tipos que, además, es incongruente en puntos entre unos y otros, es al que tenemos que dar rigor histórico fuera de toda duda.

Le parece al autor un sólido argumento a favor de la historicidad de Jesús el hecho de que estos Evangelios beban de fuentes distintas (cuenta hasta siete en su libro), formadas fundamentalmente por “tradiciones orales”; como le parece un argumento a su favor (28%) que el autor del llamado evangelio de Lucas, así como de los Hechos, tenga otra versión de la muerte de Judas Iscariote, distinta de la que cuenta Mateo. Confieso que esto no lo entiendo. A mi modo de ver, mucho más valor a favor de la historicidad de Jesús tendría el hecho de que diversas fuentes, siendo distintas, contaran la misma historia. Por poner un ejemplo: la batalla de Clavijo. Hoy en día se apuesta con práctica seguridad porque en Clavijo, no sólo nunca bajó Santiago en un caballo blanco a matar moros, sino que de hecho no hubo ni batalla. Una de las grandes razones de peso a favor de esta teoría es que las fuentes musulmanas ni siquiera citan el evento, a pesar de que los historiadores mahometanos no tienen problema en relatar otros casos en los que los cristianos les encendieron el pelo. En realidad, lo que afirmaría la historicidad de la batalla de Clavijo sería que las fuentes moras la citasen, no que no la citen. Ergo: la historicidad viene a confirmarse por la coincidencia, no por la discrepancia. Sin embargo, como digo, para Ehrman, el hecho de que existan hasta siete fuentes distintas en los evangelios, fuentes que cuentan cosas muy diferentes, que en ocasiones hasta se contradicen, es un argumento a favor de que el personaje de Jesús no es inventado.

Pero es que hay más porque, como he dicho, el autor no tiene sino que reconocer que la fuente primigenia de todos estos escritos son las tradiciones orales. Y, ¿qué valor histórico tienen las tradiciones orales? Ya que tanto gusta Ehrman de los símiles del presente (en varios puntos del libro, ejemplifica sus argumentos haciendo símiles con Obama, o con Nixon), podría haberse acordado de que en el momento presente, 2.000 años después de que se desarrollasen las “tradiciones orales” de las que beben los evangelios (canónicos y no canónicos), hay miles de personas, si no decenas o centenares de miles, en Estados Unidos, que dicen que Elvis está vivo; y algunas de ellas incluso dicen que lo han visto ayer en el Wal-Mart de Topeka.

“La Biblia, nos dice Ehrman (9%), está formada por multitud de voces, voces que a menudo entran en contradicción unas con otras”. Es decir, es consciente del problema; pero sólo, a mi modo de ver, de medio problema. En el libro de Ehrman, encontraremos referencias a las contradicciones entre contemporáneos (digamos, para entendernos: entre evangelistas o recensionadores de la vida de Jesús); pero muy poco acerca de las contradicciones de éstos con sus colegas futuros, esto es con la institución eclesial que tomó aquellos relatos y los cambió para adaptarlos a sus necesidades; y esto no es algo que diga yo, sino que, aunque no lo diga Ehrman en el libro, cae por su propio peso por el hecho de defender él la idea de que Jesús no fue quien las iglesias católica, protestante, ortodoxa, et alia, dicen que fue. Ehrman no dedica ni una sola línea al hecho de que, con cierta probabilidad, lo que hoy tienen los exégetas para estudiar la historicidad de Jesús es, ni más ni menos, lo que la Iglesia católica decidió en su día que debían, que podían tener, que era bueno que tuviesen. Porque si en el siglo I DC hubo alguien que escribió un papiro contando que Jesús de Narareth fue, en realidad, un agente de seguros con residencia en Zaragoza, no es la pérdida natural de ese manuscrito la única razón posible de que no nos haya llegado.

Como digo, rápidamente Ehrman se queda con la solitaria compañía de la literatura cristiana en apoyo de la historicidad de Jesús; pero eso no le importa, porque para él, sin sombra de duda, los evangelios son “relatos de testigos [de la vida de Jesús]”. Una vez más, por lo tanto, nos encontramos con una postura acrítica sobre las escrituras. Si los evangelios se escribieron en griego y décadas después de la supuesta muerte de Jesús, los evangelios no son un temoignage. Son un temoignage de un temoignage de un temoignage.

Yo tuve un profe en mi colegio que un día, hablándonos de esto de las tradiciones orales, nos hizo un ejercicio que nos divirtió mucho. Escribió una frase en un papel al alumno que estaba en el primer pupitre de la primera fila y le pidió que se la dijese al oído a su compañero de atrás. Éste le dijo al oído lo que había entendido al otro, y luego el otro al otro, etc., hasta terminar en el sentado en el último pupitre de la última fila. Todos nos reímos mucho cuando vimos en qué se había convertido la frase original tras pasar por treinta versiones diferentes. Si los evangelistas escribieron lo que les contaron al oído, sabe Dios lo que les contaron; es por ello que, en mi opinión, para creer en su historicidad hace falta ser creyente cristiano y, consecuentemente, entender que ese relato está conservado por la intervención divina. 

El libro, y consecuentemente, las tesis de Bart Ehrman, parten, por así decirlo, de la premisa de que los evangelios, las cartas de Pablo de Tarso, y otros escritos de los primeros padres de la Iglesia, son documentos históricos. Lo cual es algo, nos recuerda el autor en cada párrafo impar, en lo que creen la mayoría de los scholars en materia de escritura sagrada, exégesis, etc. Yo, con todos los respetos hacia toda esa sabiduría, tengo mis dudas. En mi opinión, un relato antiguo puede ser de dos tipos: puede ser un relato que trata de ser histórico, con todas las limitaciones que el género histórico tiene en aquellos años; o puede ser un relato mítico. Estamos, por decirlo así, entre Vida de los doce césares de Suetonio, por un lado; y obras como la Ilíada, o la Odisea, o la Eneida, por otro.

He escogido la obra de Suetonio a propósito porque es una elaboración histórica realizada con bastante mala leche, por un escritor de convicciones republicanas y antipatricias que, por lo tanto, escribió un libro que hoy se sospecha mentiroso en varios de sus puntos. Por ejemplo, las orgías sadomasoquistas de Tiberio, o el idilio bitinio de Julio, son hechos que hoy se ponen en duda. Así pues, Suetonio, al historiar a los césares, miente a veces. Pero lo que no hace es mentir diciendo que César descendió sobre la colina vaticana desde los cielos, acompañado por Santiago Matamoros y La Roja al completo con Del Bosque y todo, tras lo cual todos los romanos comenzaron a hablar con fluidez el euskera. Sin embargo, este tipo de enloquecida historia es el tipo de historia que cuentan la Ilíada, la Odisea, la Eneida... y los evangelios. Por lo tanto, a mi modo de ver, es mucho más intelectualmente respetuoso admitir que los evangelios son un relato simbólico, que pretender concebirlos como una especie de puzzle donde se mezclan invenciones varias (“en algunos puntos, no tiene más remedio que admitir Ehrman en 8%, ellos [los evangelistas] se han inventado claramente historias sobre Jesús”) con la referencia precisa de la vida de un hombre.

El autor, por cierto, cita entre las fuentes no cristianas a Tácito y su relato de los suplicios a los que habría sometido Nerón a los cristianos tras el incendio de Roma; tesis que está muylejos de ser aceptada hoy, lo cual debería llevar a sospechar que todo ese contenido en la obra del historiador romano puede ser una interpolación introducida con posterioridad por manos muy interesadas en consolidar esa visión de cristianos muriendo en el circo cantando himnos mientras se los comían los leones.

Otro de los argumentos de Ehrman en favor de la historicidad de los evangelios es un tanto chocante. Según él (18%), los autores de estos escritos no eran conscientes de estar escribiendo escrituras sagradas; estaban “simplemente escribiendo episodios que habían oído sobre la vida de Jesús”. ¿Simplemente refiriendo episodios? Personajes grecoparlantes, de elevada educación y nivel cultural, ¿de verdad creían estar “simplemente” refiriendo cosas pasadas al contar que Dios provocó el embarazo divino de una virgen, que un hombre levantó a otro de la tumba, que curaba ciegos y leprosos, que lo clavaron a un madero y luego resucitó? Añade el autor: “algunos de estos episodios pueden ser reales, otros no”. Pues caray con los notarios de la vida de un tercero... Ehrman lo arregla todavía más, en mi opinión, refiriéndose a los evangelistas (19%) como “personas históricas haciendo relatos de cosas que habían oído”. Pero la pregunta es: si entre las “cosas que habían oído” se encuentran episodios como algunos de los que relatan los evangelios, ¿acaso no cabe dudar de la historicidad de todo el relato? Si Homero, en la Ilíada, nos contase que a Aquiles, el día antes del combate con Héctor, le salieron granos en la cara, ¿pensaremos que eso es un signo histórico de que Aquiles existió, y sufría de acné, o pensaremos que es un adorno más de un relato épico, bastante, cuando no totalmente, falso desde el punto de vista histórico?

Aunque, como ya he dicho, Ehrman no es muy crítico con la historicidad de los evangelios, aun así cuenta con una bala en la recámara. Y la dispara cuando nos recuerda que estos escritos no son la primera noticia que tenemos de Jesús. La primera está en las cartas de Pablo de Tarso, quien se habría convertido al cristianismo apenas entre dos y cuatro años después de la muerte de Jesús (esto es, décadas antes de que los ignotos griegos de elevada educación escribiesen la vida de Jesús varias veces).

Ehrman nos dice que muchos de los escépticos sobre la historicidad de Jesús destacan el hecho de que Pablo apenas hable de él, pero retruca afirmando que “eso, simplemente, no es verdad” (31%). En su análisis de lo mucho que, según él, dice Saulo sobre Jesús (análisis que parece partir de la base teórica de que todas las cartas de Pablo, hasta la última línea, son suyas; que, si es así, la verdad es mucho suponer), concede mucha importancia a los contactos confesados por Pablo en sus cartas con Cephas (o sea, Pedro) y Jaime (o Jacobo, o Santiago), el hermano de Jesús, con los que, dice en una de sus epístolas, pasó quince días. Para Ehrman, el hecho de que Pablo se refiera al hermano de Jesús, y uno de los evangelios (Marcos) cite los nombres de sus cuatro hermanos varones, es una prueba importantísima de su historicidad.

Pablo habla también de los doce apóstoles, aunque Ehrman parece creer (32%) que esa cifra, doce, en realidad sea más simbólica que real (sólo casualmente, quizá, coincide con el número de las tribus de Israel); de esta manera, se sacude el pequeño problemilla de que, si Pablo verdaderamente habla de los doce apóstoles, entonces es que desconocía, cuando escribió, que uno de ellos salió rana y traicionó al jefe; por eso dice que eso de los doce es una especie de referencia grupal genérica.

Nos dice también que Pablo sabía que Jesús era un maestro, porque cita varias de sus sentencias o enseñanzas. Pero no parece intrigarle el hecho de que Saulo no se refiera a las circunstancias de dichas enseñanzas, como sí hacen los evangelios, esto es: las parábolas, el mogollón de gente que seguía a Jesús, los panes y los peces, bla. No sé, tal vez me esté poniendo algo pejiguero, pero yo diría que la frase “Roberto Pombo llamó zorra a Madonna” es bastante menos fiable desde un punto de vista histórico, que la frase “el 7 de marzo de 1998, a las cuatro menos cuarto de la tarde, en Burgos, Roberto Pombo llamó zorra a Madonna; el agente de policía Carlos López y dos barrenderos municipales son testigos de que lo hizo”. Las cartas de Pablo, a pesar de estar escritas para creyentes que, por distancia espaciotemporal, no pudieron conocer a Jesús, no parecen obsesionadas por vencer o colmar la natural curiosidad de estas personas hacia las circunstancias de la vida de Jesús.

Pablo, nos sigue diciendo Ehrman (32%), piensa claramente que Jesús fue asesinado por instigación de los judíos. Y, una vez más, no parece intrigarle que esa afirmación cuadre, como decíamos de adolescentes en mi cole, como picha en culo, con la tesis genérica sostenida por el cristianismo durante más de 1.500 años de persecución, expulsión y ejecución de las personas de convicciones religiosas hebreas. Pero ya volveremos sobre eso que llamamos la Pasión...

También argumenta a favor de la historicidad del testimonio paulino el hecho de que Saulo repita cansinamente que Jesús fue crucificado (aunque, como no tiene más remedio que admitir Ehrman en 33%, jamás se refiere ni a Poncio Pilatos ni a los romanos, por lo que parece desconocer la historia tal y como la cuentan después los evangelios, recogiendo “cosas que han oído”).

Como resumen, nos dice Ehrman (34%): “Pablo menciona que Jesús nació; que era judío, descendiente directo del rey David; que tuvo hermanos, uno de ellos llamado Jaime; que tenía algún tipo de ministerio frente a los judíos; que tuvo 12 discípulos; que era un maestro; que vaticinó su propia muerte; que celebró una última cena la noche antes de morir; que fue asesinado por instigación de los judíos de Judea; y que murió crucificado”. Bueno, Pablo también dice que resucitó, pero eso no lo cita Ehrman en su nómina de hechos, tal vez porque no es muy histórico.

A partir de aquí, la subjetividad. ¿Es esta nómina de datos elevada, parca o suficiente para alguien que es el testigo de la vida de Jesús más cercano a ella que ha dejado testimonio escrito? A mi modo de ver, a la vista de los evangelios, no. Los evangelios cuentan mil y una cosas más de Jesús, con niveles de detalle (dónde, cuándo, con quién) muy superiores. Y si, Bart Ehrman dixit, los evangelios no son más que un resumen ejecutivo de “lo que se oía por ahí de Jesús”, lo mismo que lo oyeron unos griegos de elevada educación residentes en Dios sabe dónde, lo mismo lo pudo oír Pablo de Tarso, más que nada porque él mismo confiesa que en su etapa de becario se dedicaba a perseguir a quienes contaban esas historias. Duda ésta que, a mi modo de ver, nos lleva a otro punto de cierta importancia: el, a mi humilde modo de ver, escaso sentido crítico con que el autor del libro se acerca a los dichos y escritos de Pablo.

Pablo de Tarso estaba reinventando una creencia religiosa. Reinventándola porque entendió que creando una escuela judía más, no llegaría muy lejos. Los judíos, y en esto el libro de Ehrman es muy clarividente, no estaban (ni están) preparados para admitir dentro de su teología elementos de la religión cristiana: notablemente, el concepto de que el enviado o hijo de Dios sufra, sea torturado, sea humillado y, finalmente, ejecutado de una forma bastante vil y miserable, incluso para la época. Pablo de Tarso vio clara esa limitación, como vio clara la limitación de base que tiene la religión judía, que no es mundialmente prosélita; a los judíos, por decirlo malamente, que los indonesios se salven o no, les importa un bledo, porque su creencia va de un pueblo elegido que son ellos mismos. Para superar estas limitaciones, creó una creencia, basada en el concepto de resurrección de la carne, el pecado original redimido, y una moral teológica laxa que dejaba de exigir la circuncisión, las tiquismiquis reglas kosher, y todas las reglas de vida del judaísmo tradicional, que aparecen ante el hombre de hoy como casi castrantes, o sin casi. Con el tiempo, cabe recordarlo, los cristianos acabaron por cargarse, válgame Dios, hasta el sabbath.

Es en el marco de esta actuación estratégica que Pablo de Tarso escribe sus cartas. Por lo que cabe preguntarse con qué ánimo cuenta en ellas lo que cuenta o, si se prefiere de frente y por derecho, si todo lo que cuenta en ellas es verdad o, simplemente, miente o se lo inventa porque le interesa. Esto, a mi modo de ver, se puede comprobar de dos formas. Una es escrutar la intención del escritor, cosa que es imposible porque, según últimas noticias, el autor fue ejecutado en Roma. La otra es encontrar testimonios que refuten o confirmen lo dicho. Y todos los testimonios que hay provienen del mismo caldo conceptual (ergo estratégico). No se trata tanto de decir que está demostrado que Jesús no existió, como que es imposible establecer esa historicidad. Si los evangelios están llenos de inventos, como el propio Ehrman reconoce, ¿por qué entenderemos que todo lo que dice Pablo de Jesús es cierto e histórico?

En una cosa sí que estoy bastante, si no completamente, de acuerdo con Ehrman, y es en sus críticas a los contrarios a la historicidad de Jesús que basan sus teorías en convertirlo en un mito creado desde divinidades anteriores, solares, como Osiris o Mitra. En este punto, como digo, yo veo en la figura de Jesús elementos bastante nuevos que hacen imposible su mera identificación con estas elaboraciones mítico-religiosas. Es por ello, precisamente, por lo que profeso una profunda y confesada admiración hacia la persona de Pablo de Tarso, puesto que es el creador de este nuevo esquema teológico, que dura hasta nuestros días.

A mi modo de ver, la asimilación de Jesús con los mitos anteriores se produce después de consolidado el relato, que para mí es mítico o simbólico, sobre la vida de Jesús. Es una jugada practicada por los primeros padres de la Iglesia para ganar acólitos por la via de asimilar los ritos cristianos a los ya existentes. En realidad, es algo que se ha hecho muchas veces; muchísimos misioneros en África lo han hecho, por ejemplo. Jesús, creo que ésta es tesis generalmente aceptada, no nació el 25 de diciembre. En dicha fecha el que nace es el Sol, es esa celebración saturnal la que se asimila a la Navidad. El rito de la muerte y resurrección de Jesús, qué casualidad, está situado justo en el momento en que giran los goznes del año agrícola: el invierno (la muerte de lo plantado) termina y la primavera (la resurrección de lo plantado) se hace presente. Los antiguos, en aquella época, procesionaban a deidades como Adonis, que renacían con la primavera. El modo de culto cristiano, y quiero decir católico, en el que muchas personas creen más en su Virgen local que en Dios mismo, y en el que los santos son multiplicados y especializados (santos para las causas perdidas, para el matrimonio, para los toneleros...) se parece enormemente a lo que cabe sospechar de la liturgia en lugares como Egipto, donde nadie le discutía a Horus, Osiris, Isis y tal, la condición de súper-dioses; pero, donde, a la hora de pedir la crecida del Nilo, las gentes preferían confiar en su deidad local. Por decirlo de una forma nietzscheana, incluso el día que Dios muera, los almonteños seguirán saltando la reja.

En su análisis de la relación con otros mitos, por lo demás, Ehrman muestra, a mi modo de ver, problemas de comprensión de algunas elaboraciones. Entre otras, ataca la obra magistral de J. G. Frazer, The golden bough (La rama dorada). Ataca el autor las tesis de Frazer ignorando, a mi modo de ver, que la obra del estudioso de finales del XIX no va de los orígenes del cristianismo, cuestión que de hecho cita sólo de pasada (tan de pasada que, en realidad, Ehrman, para poder criticarlo, se ve obligado a hacer un juicio de intenciones sobre lo que Frazer quiso decir; porque en su libro, propiamente, no lo dice). La tesis fundamental de Frazer, o la que yo creo que lo es, se le escapa viva a Ehrman. Lo que estudia The golden bough, y es por ello que su campo de acción en realidad es muy anterior al cristianismo, es la relación del hombre con lo mágico, con lo que no comprende y, tarde o temprano, diviniza. Y si es una obra maestra es, siempre según mi opinión, por la precisión y destreza con la que demuestra que, si bien los relatos de esencia divina o simbólica son distintos entre culturas, la actitud de fondo que los anima es siempre la misma, o casi la misma. Es decir: el hombre, aunque resida en esquinas del mundo donde no se conoce, tiende a reaccionar de la misma manera ante lo ignoto, ante lo que le da miedo, ante lo que le hace sufrir, ante la muerte. Pero esta tesis está muy lejos del análisis de Ehrman; quizá porque no la vea, quizá porque entienda que, si la ve, el análisis de la historicidad de los personajes religiosos adquiere una dimensión completamente distinta.

Ehrman sostiene en su libro que la arqueología demuestra la existencia del pueblo de Narareth, porque en el lugar donde se lo sitúa se han encontrado restos de un establecimiento humano (véase 52% y ss) bastante modesto (unas 50 casas de baja extracción). Al tiempo, el autor duda (como muchos otros) de que Jesús naciese en Belén. Lo cual, hay que confesarlo, es un poco extraño. O sea, Jesús no nació en Belén, pero en esa ciudad hoy hay montado un belén (nunca mejor dicho) de puta madre, con basílica incluida y toda la pesca; pero sí nació en Nazareth, cosa que obviamente sus contemporáneos y primeros seguidores tenían que saber muy bien... ¿pero todo lo que tenemos de Nazareth es evidencia arqueológica de un asentamiento? O sea, conociendo a los cristianos: ¿no debería haber hoy, en el lugar llamado Nazareth, siete basílicas, una catedral, un Carrefour, un aeropuerto y tres estadios de fútbol? ¿Cómo permitieron los primeros cristianos que se perdiese la tradición del lugar donde había querido nacer el hijo de Dios?

En lo que se se refiere al segundo gran elemento del libro, es decir la descripción del Jesús que existió, el Jesús real, es donde se produce el que, para mí, es el tronco argumental principal del libro; aunque el autor no lo confiese nunca, a mí me da la impresión de que, más que intentar demostrar la historicidad de Jesús más allá de toda duda razonable (misión, en realidad, imposible), lo que trata de transmitir el libro es que, en el fondo, y cuando menos desde un punto de vista cristiano, da igual que existiese o no, porque el Jesús proclamado por profetas y teólogos “no existió” (2%). O sea, Jesús existió; pero era un pollo, un ciudadano, un mediopensionista hebreo. Sin más.

Para Ehrman, Jesús fue “algún tipo de genio religioso” (9%), aunque probablemente analfabeto. Lo cual le viene muy bien para justificar el hecho palmario de que no contamos con ningún escrito del propio Jesús (10%). Hay momentos, sin embargo, en los que Ehrman contradice esta propia versión suya, como en 79%: “parece probable que Jesús fuese considerado por sus acólitos como un intérprete experto de la Torah, lo que sugeriría que sabía leer y podía estudiar lo textos”. Hecha la polémica, la zanja con un simple “al fin y al cabo, es muy difícil de saber”. Pues sí: es muy difícil de saber; esto, como todo lo demás.

En 71% tenemos lo que podemos considerar un resumen básico de la historicidad de Jesús, según Ehrman: “Jesús fue un judío procedente de Nazareth, en el norte de Palestina, que vivió en los años 20 de nuestra era. En algún momento de su vida, fue un seguidor de Juan el Bautista, tras lo cual se convirtió en predicador y maestro para los judíos en las áreas rurales de Galilea. Predicó un mensaje sobre el Reino de Dios y lo hizo contando parábolas. Acumuló discípulos y desarrolló fama de ser capaz de curar a los enfermos y echar a los demonios. Al final de su vida, probablemente alrededor del año 30, hizo un viaje a Jerusalén durante la Pascua judía y generó oposición por parte de los líderes hebreos locales, que se lo montaron para que fuese llevado a juicio ante Poncio Pilatos, quien ordenó que lo crucificasen por hacerse llamar rey de los judíos”.

Bien. A partir de aquí, Ehrman se hace algunas preguntas. Por ejemplo: ¿qué tipo de maestro o profesor podía ser Jesús? Si era medio analfabeto o analfabeto del todo y provenía del culo del mundo palestino, ¿cómo podía deslumbrar con sus explicaciones sobre la ley mosaica y bla? Porque los rabinos podrán parecer ridículos con sus barbas y tirabuzones, pero estudian de cojones para ser rabinos. Ehrman resuelve esta cuestión afirmando (79%) que, quizá, “un maestro local lo formó”; y que (72%) “Jesús se entiende mejor si lo vemos como un profeta apocalíptico que anticipaba la próxima intervención de Dios en la historia para expulsar a los poderes del mal y trayendo un nuevo orden al mundo”; lo cual no parece una filosofía muy compleja que demande de quien la explique la posesión de especiales herramientas intelectuales, ciertamente. Eso sí, a mi modo de ver, esta forma de ver las cosas convierte a Jesús en uno más de los muchos tipos que, desde que el mundo es mundo, se dedican a decir que the end is coming. Tres o cuatro horitas en el speaker's corner de Londres convencerán a cualquiera de ello.

Ehrman nos dice (78%): “no hay forma en que un historiador pueda decir que Jesús nació de una virgen”. Vaya: ni historiador, ni ginecólogo.

También duda, ya lo hemos dicho, de que naciese en Belén.

No duda de que tuvo hermanos y hermanas, aunque orilla, en mi opinión, el espinoso tema de quiénes fueron sus padres.

Como ya hemos visto, duda, en un rango amplísimo, entre si era un analfabeto que predicaba el fin de los días presentes y la llegada del gobierno de Dios a la Tierra, o era un experto doctor en la Torah. Para que nos entendamos: no dice que Jesús lo mismo era Carlos Jesús el de Raticulín, que Eduard Punset.

... y todo esto nos lo dice Ehrman sin, a mi modo de ver, alcanzar con estos elementos un conjunto de argumentos suficientemente sólidos como para explicar el principal y polémico punto de la vida de Jesús: su muerte.

El libro de Ehrman habla mucho de la Pasión. Pero, a mi modo de ver, la explora poco. Tal vez, entiendo yo, porque la muerte de Jesús es, probablemente, el aspecto más problemático del relato de su vida y, consecuentemente, de su historicidad.

La Pasión de Jesús lleva dos mil años siendo contada y, tal vez, a base de mucho repetirla se ha convertido en algo aceptado. Pero, ciertamente, tiene algunos, digamos, agujeros. El principal de ellos: si Jesús entró en Jerusalén en loor de multitud; si fue vitoreado por las masas; si, ítem más, incluso se había destacado llevándose por delante los tenderetes del templo, ¿por qué los romanos necesitaron que uno de sus íntimos le diese un ósculo para señalárselo el día que lo detuvieron? ¿Acaso necesitaba la policía del zar que alguien les dijese quién era Vladimir Ulianov para poder detenerlo?

Ehrman, que utiliza en sus libros una serie de criterios para estimar la veracidad de las afirmaciones de las escrituras que utiliza (el más importante de ellos, el criterio de disimilitud: aquella afirmación que se supone no debería estar donde está, es que está contando algo cierto), reconoce (87%) que la mayor parte de lo que se dice sobre la muerte de Jesús en la escrituras no supera dicho análisis. El destilado de lo que es cierto es, para él: Jesús “fue probablemente traicionado ante las autoridades judías por uno de sus seguidores; esas autoridades lo entregaron al gobernador romano, Pilatos, que estaba en la ciudad con la misión de mantener la paz durante la Pascua; tras lo cual hubo casi con seguridad un juicio rápido en el que Pilatos ordenó su crucifixión”.

El destilado, la verdad, sabe a poco. ¿Traicionado por uno de los suyos? Exactamente, ¿en qué sentido? Si Ehrman defiende en su libro que Jesús debía de ser uno de esos profetas apocalípticos que anunciaba una Nueva Era, ¿cómo podía mantener sus palabras y a sí mismo fuera de la vista de los rabinos y los centuriones? Cuando sostienes cosas así, te pasas la vida bramando en el speaker's corner; todo el mundo sabe quién eres, dónde vives, y a qué te dedicas.

¿Qué le pudo decir Judas Iscariote a los rabinos que cumpla dos caracteríticas: una, acojonar al Sanhedrín; y, dos, ser de la incumbencia del gobernador romano? ¿Qué les pudo decir que, además, fuese secreto, y reclamase para su confesión el concurso de alguien del círculo íntimo de Jesús? No sé lo que pensará Ehrman, pero a mí sólo se me ocurre una palabra: conspiración.

Pero esa palabra es notable, notabilísimamente, problemática. Son muchos los que se han hecho pajas, especialmente desde hace menos de cien años, con la idea de que Jesús fuese un revolucionario, una especie de Che Guevara con la pinta y las ideas del rabino Hillel, que procurase algo nada divino, sino terreno. Un descendiente de David que pretendía volver a tener lo que un día tuvo éste.

Ehrman apuesta (88%), aunque como en el mus con mucho miedo, por la teoría de que Pilatos crucificase a Jesús por decir que era el rey de los judíos. Según él, es algo que afirman muchas fuentes y que supera el criterio de disimilitud, ya que los primeros cristianos nunca lo llamaron así. Pero, realmente, ¿tan peligroso era para el poder romano que alguien dijese que era el rey de los judíos? ¿Un tipo medio analfabeto, de un pueblucho del norte de Palestina, hijo de un artesano y probablemente artesano él también, acompañado por otros tipos tan zarrapastrosos como él, predicando la llegada de una supuesta Nueva Era? Si los romanos se hubiesen preocupado de todos los tipos así, habrían deforestado Europa a base de levantar cruces.

Según Ehrman (88%), Jesús fue cruficificado “por decirse el mesías, el elegido de Dios, el rey de los judíos. Y Judas bien podría ser quien se lo dijo a las autoridades.” ¿Se lo dijo a las autoridades? O sea, Jesús, ¿era un tipo que se consideraba el mesías, pero no se lo decía a nadie? ¿Se consideraba el rey de los judíos, pero nunca lo declaraba en público? Porque, de lo contrario, ¿qué narices confesó Judas a las autoridades? Y, ya puestos, ¿por qué lo vitoreó el personal al entrar en Jerusalén? ¿Porque se parecía a Cristiano Ronaldo?




En conclusión: el libro de Ehrman conduce, a mi modo de ver, a una de dos conclusiones lógicas.

Una es considerar que está equivocado. Que las trazas de la historicidad de Jesús ni son tan evidentes, ni la personalidad que él reconstruye, a trazos muy gruesos, es, o tiene por qué ser, la verdadera, si es que Jesús existió. Lo cual supone ponerse en contra de esa evidencia tan sumaria que el autor asegura que hay en torno a la afirmación de que Jesús es un personaje histórico.

La otra conclusión es darle la razón. Pero darle la razón equivale a aceptar que Jesús, sí, existió; pero fue un personaje tan distinto, tan distante, del Jesús de la creencia cristiana, que en el fondo da igual que existiese. Hoy en día y desde hace mucho tiempo, son muchos los académicos que sospechan que muchos mitos tienen origen real. Que, por poner un ejemplo, existieron Rómulo y Remo; eso sí, ni fundaron Roma, ni los amamantó una loba, ni hostias. Fueron dos hermanos que, tras su desaparición, pasaron al imaginario público por alguna razón, y después se consolidaron como mito. 

En un libro excelente llamado Athens, its raise and fall, Edward Litton Bulwer, Lord Lytton, político británico que inventó, entre otras cosas, la frase "la pluma es más fuerte que la espada", nos habla de los tiempos de la antigua Grecia como tiempos en los que "individual prowess elevates the possessor to the rank of a demigod". Hace ahora casi doscientos años, pues, los estudiosos conocían ya perfectamente el fenómeno del mundo antiguo por el cual la vida de las personas, entregada a su referencia mediante tradiciones orales, convertía hechos originales en relatos fantásticos absolutamente exagerados. Por lo tanto, existieron la lucha de Troya, existió Hércules, existió Aquiles; pero fueron hechos y personas de importancia mucho menor y, en realidad, dotados de elementos notoriamente diferentes de lo que las tradiciones señalan.

Lo mismo le pudo haber pasado a ese Jesús que describe Bart Ehrman. Pero, como digo, si aceptamos esta versión, entonces lo que estamos aceptando es que el debate sobre la historicidad de Jesús carece totalmente de importancia.

Pero, cuando menos en mi opinión, incluso tras la lectura de este libro que tan categórico pretende ser, lo más intelectualmente respetuoso es una posición, ya no negacionista, sino agnóstica. Adverar la existencia real de Jesús de Nazareth es, simple y llanamente, imposible. Pero no es ése el tono del autor de este libro. El autor de este libro, desde su “agnosticismo con tendencias ateas”, está convencidísimo de lo que dice (y, de paso, encantado de haberse conocido).

Quizá por eso, debería leer frases como ésta: “hacer Historia, o al menos Historia Antigua, supone abandonar toda esperanza de tener una certeza absoluta”. Que, paradójicamente, son de su propio libro (76%).