viernes, enero 12, 2007
De guerras napoleónicas
Mis fobias, sin embargo, no van por ahí. Las mías son la química, el dibujo y la gimnasia. La química nunca la entendí (y, si os pasa lo mismo, daros algún paseo por Historias de la Ciencia, que allí os curan); el dibujo porque siempre he pensado que es algo nato, que hay gente que sabe dibujar y gente que no y a mí, que soy de los que no, me jodía bastante tener que pasar por las horcas caudinas de los exámenes de dibujo, que cateaba sin remisión. Y la gimnasia, porque sudar para sacar un seis de nota me parecía, y me sigue pareciendo, una gilipollez.
Más allá de las rayadas genéricas están las rayadas concretas. Por ejemplo: la filosofía nunca se me dio demasiado mal; pero a Hegel no lo puedo tragar, qué le voy a hacer. Aquel trimestre estaría yo con el despertar de la sexualidad o con la fase de angustia vital adolescente o simplemente tenía un subidón de bilirrubina; pero el caso es que recuerdo las tardes estudiando a Hegel como unas horrendas jornadas en las que hubiera deseado ser cualquier otra cosa en la vida, periodista del corazón incluso, en lugar de estudiante del hegelianismo.
Otra de las rayadas fueron las guerras napoleónicas. Tuve que estudiarlas, si no recuerdo mal, en séptimo de EGB, que hoy es vaya usted a saber qué; nananiano de primaria. Me las tuve que estudiar con sus coaliciones incluídas, una detrás de otra, con indicación de los años que duraron, los países que las integraron y las batallas principales que se desarrollaron. Para mí, la expresión coaliciones antinapoleónicas es una expresión sinónima de pestiño coñazo, de labor superferolítica, de encabrone fijo. Es más: creo que si yendo por la calle me parase Paulina Rubio en paños menores y, humedeciéndose los labios con la lengua, me preguntase, provocona: «¿Tú qué opinas de la batalla de Wagram?», la mandaría a la mierda.
En La Coruña, de donde soy, esto no tiene mucha lógica, porque allí somos muy antinapoleónicos. Sí, ya sé que nuestra Agustina de Aragón, María Pita, a quien fundió fue a los ingleses. Pero es que nosotros tenemos nuestro propio general Wellington, el general sir John Moore, quien murió en La Coruña, durante la batalla de Elviña, protegiendo a las tropas británicas que estaban en el puerto. Su tumba es el epicentro de un pequeño jardín romántico, el jardín de San Carlos, donde tengo yo peladas muchas pavas y leídos muchos libros.
Todo esto lo cuento para que os podáis imaginar el gesto de mi rostro el día que abrí un documento que me enviaba Inasequible y comprobé que, esta vez, había escrito de las guerras napoleónicas. Mon Dieu! ¿Es que no tienes otra cosa de la que escribir, Ina? ¿Qué tal te sentaría que ahora me enrollase yo sobre la tesis, la antítesis y la síntesis, eh?
La lectura me ha convencido de una cosa: debí tener yo malos profesores el año que me enseñaron las guerras napoleónicas. Nunca pensé que haría esto pero, de verdad, y con el corazón en la mano, deseo recomendaros que paséis de las chorradas hasta ahora escritas en este post y sigais más abajo, donde aprenderéis muchas cosas.
Le cedo la palabra a Ina.
Nunca he podido entender la obsesión que algunos tienen con la batalla de Waterloo. En Waterloo no se jugó el destino de Europa ni nada que se le pareciera. El Napoleón que luchó en Waterloo era un hombre enfermo que había perdido mucho de su genio táctico y que tendía a delegar en sus subordinados. Desde la campaña contra Austria de 1809, no había vuelto a noquear a un adversario. En lugar de ese boxeador temible que derribaba al adversario en el primer asalto, se había convertido en un fajador que aguantaba bien los golpes y asestaba buenos puñetazos, aunque acababa perdiendo el combate a los puntos: así fueron las campañas de Rusia en 1812, de Alemania en 1813 y de Francia en 1814.
En la campaña de 1815 Napoleón invadió Bélgica con 128.000 hombres y 366 piezas de artillería. Frente a él, los angloholandeses tenían un Ejército de 106.000 y 216 piezas de artillería y los prusianos uno de 128.000 hombres y 312 piezas de artillería. Por si esa disparidad no bastase, los austriacos estaban preparando un Ejército para enviarlo contra Napoleón. El Ejército francés contaba con mejor artillería y una mayor proporción de veteranos que sus adversarios. Ahí terminaban sus ventajas. A la inferioridad numérica frente a sus enemigos se sumaba el problema de que en caso de derrota Napoleón no podría reunir otro Ejército de la misma calidad y posiblemente ni tan siquiera del mismo tamaño.
Si Napoleón hubiera vencido en Waterloo la Historia de Europa no habría cambiado. Aún habría tenido que derrotar a los 128.000 prusianos de Blücher y a los austriacos que hubieran llegado más adelante. Con la fama que le precedía, posiblemente las potencias europeas habrían levantado Ejército tras Ejército hasta derrotarle.
Entiendo algo más que los franceses estén obsesionados con Austerlitz. Fue la gran victoria de Napoleón, la batalla donde su genio táctico brilló a mayor altura. Pero vista con el beneficio de la distancia, vemos que no fue una batalla decisiva. Forzó a los austriacos a pedir la paz, pero tres años y medio después de su derrota, ya estaban volviendo a tocarle las narices a Napoleón, aprovechando que estaba envuelto en la guerra con los españoles. Napoleón derrotó a los austriacos en Aspern y Wagram en lo que sería su última campaña realmente victoriosa, pero la victoria también se revelaría efímera en esta ocasión. Cuatro años después de Wagram, viendo a los franceses derrotados en Rusia y enzarzados en Alemania, los austriacos volvieron a la carga con mejor fortuna en esta ocasión.
Ni Waterloo, ni Austerlitz. La batalla más transcendental de las guerras napoleónicas fue una en la que Napoleón ni tan siquiera estuvo presente: la batalla de Trafalgar.
En 1802 Francia e Inglaterra pusieron fin a casi una década de guerra con la Paz de Amiens. Ambas sabían que sería una paz provisional, que el conflicto que las enfrentaba sólo podía terminar con la derrota definitiva de una de las dos. Inglaterra no podía aceptar que Francia dictase el orden europeo y se erigiese en señora del continente. Francia, por su parte, sabía que mientras Inglaterra y su poderío naval y financiero no hubiesen sido quebrados, su predominio sobre Europa sería precario y siempre estaría al albur de las alianzas que en su contra pudiera crear el oro inglés. La Paz de Amiens fue tan ilusoria que desde un principio ambas potencias la violaron: ni Inglaterra abandonó Malta, ni Francia se retiró de los Países Bajos. El 18 de mayo de 1803, Francia e Inglaterra se dejaron de tonterías y volvieron a la guerra.
El plan que ideó Napoleón para poner a Inglaterra de rodillas no fue muy imaginativo: concentrar a sus tropas en los puertos del Canal de la Mancha y desembarcarlas en Inglaterra. Lo mismo que en su día había pretendido hacer la Armada Invencible de Felipe II y lo que casi 140 años después intentaría hacer Hitler.
El plan no era realmente descabellado. Para ejecutarlo, lo que necesitaba era conseguir superioridad naval sobre las aguas del Canal de la Mancha, aunque fuera de manera temporal. Para ello, primero, las flotas francesas y españolas debían romper los bloqueos a los que les tenían sometidos los ingleses. A continuación se unirían y marcharían sobre el Canal. Sobre el papel la tarea no parecía imposible. A finales de 1804 Inglaterra disponía de 83 navíos de guerra. Frente a ella, Francia contaba con 56 navíos, a los que había que sumar 15 que estaban en distintas etapas de construcción. Lo que vino a inclinar la balanza del lado francés fue la alianza con España, que con sus 31 navíos otorgaba la superioridad numérica al bando hispano-francés.
Como de costumbre, los números dicen una cosa y la realidad dice otra distinta. Numéricamente los hispano-franceses podían ser más, pero en casi todo lo demás los ingleses llevaban la ventaja: disponían de mejores almirantes y tripulaciones más entrenadas, utilizaban tácticas superiores que hacían hincapié en la ofensiva, sus cañones tenían mecanismos de ignición más desarrollados y, finalmente, los artilleros británicos solían apuntar al casco y no a las velas, con lo que daban en el blanco más a menudo y sus destrozos eran mayores. El único punto en el que los hispano-franceses llevaban ventaja era el del diseño naval. Los buques españoles San Juan Nepomuceno y San Ildefonso posiblemente fuesen de los más avanzados en su concepción de todos los que lucharon en Trafalgar.
Los barcos que pudieron escapar de los bloqueos ingleses se dieron cita en Cádiz el 21 de agosto de 1805: un total de 33 navíos con 2.632 cañones. Cuando la batalla se entablase finalmente el 21 de octubre, Nelson no les enfrentaría más que 27 navíos con 2.148 cañones. Sin embargo, los resultados serían demoledores: los hispano-franceses perdieron 18 navíos (más del 50% de su fuerza) y más de 4.000 hombres. Los ingleses no perdieron ningún barco, aunque varios quedaron muy dañados, y sus bajas anduvieron en torno a los 450 hombres.
Tras Trafalgar, Napoleón no volvió a intentar disputar a Inglaterra el dominio de los mares. No teniendo barcos para atacar las líneas comerciales británicas, intentaría dañar su comercio por la vía indirecta del bloqueo continental, la prohibición de que sus aliados comerciasen con Inglaterra. Esta política, que casi causaba más perjuicios a los aliados franceses que a los ingleses, sólo serviría para causar resentimiento contra la dominación francesa y sería una de las razones que llevaron a la ruptura entre Francia y Rusia y a la desastrosa campaña de 1812.
Tras Trafalgar, dueña de los mares, Inglaterra se dedicó a jugar el papel de mosca cojonera, sabiendo que disponía del oro para fomentar las alianzas antifrancesas que hicieran falta y que su flota podía situar en el continente al ejército británico allá donde se le necesitase, sin que los franceses pudiesen reaccionar. Tras Trafalgar, Inglaterra sólo tenía que esperar a que Francia tuviese problemas serios en el continente y eso fue lo que hizo.
jueves, enero 11, 2007
Humor dictatorial
A ver si alguno os hace sonreír.
En torno a Franco y al franquismo.
A Franco le presentan al hombre que se inventa los chistes sobre él.
- Así que usted es el que se inventa todos los chistes que circulan sobre mí- le dice Franco.
- Todos, no- responde el hombre.- El de ni un hogar sin lumbre, ni una mesa sin pan… ése no es mío.
(Ni un hogar sin lumbre ni una mesa sin pan fue un eslogan muy conocido del franquismo).
Dos loqueros se encuentran y el primero le dice al segundo. «Es tremendo. Tenemos en mi manicomio a Franco, que se cree Dios».
- Peor es lo nuestro- responde el segundo.- Nosotros tenemos a Dios, y se cree Franco.
(Estos dos están sacados del libro Autobiografía del General Franco, de Manuel Vázquez Montalbán)
Franco viaja a Francia y al regreso se encuentra con que en España todo el mundo le llama Señor Peseta.
(Ya sé que es muy malo, pero me trae buenos recuerdos. Fue el primer chiste político que oí. Me lo contaron en el colegio. Entonces no me hizo ninguna gracia porque no lo entendí. Ahora que lo entiendo, sigue sin hacerme ninguna gracia.)
Este chiste tiene un correlato en una viñeta, no recuerdo de qué periódico (sería La Codorniz,, probablemente), que, en los años sesenta, presentaba el general De Gaulle que le decía a un subordinado: Hay que ver lo que son capaces de hacer los españoles con un solo franco.
Otro chiste no lo es, sino que es leyenda urbana. Cuando yo era niño se decía en algunos lugares que un falsificador de moneda había llegado a fabricar monedas de 50 pesetas (que eran enormes) en las que la esfigie de Franco estaba rodeada por la expresión Francisco Franco, Caudillo de España por una gracia de Dios (la expresión auténtica era sin una, claro). Por increíble que pueda parecer, había gente que buscaba esas monedas con verdadero interés.
Por último, está la explicación que entonces se daba del lema franquista de España. Una, Grande y Libre. Es Libre porque en ella cualquiera puede criticar a la Unión Soviética; es Grande porque en ella caben todos los presos políticos que se quiera meter. Y es Una porque si hubiera Otra, allí estaríamos todos.
El comunismo soviéticoHay un desfile popular en la Rusia de los años 30 y un anciano de unos ochenta años pasa portando un letrero que dice: «Gracias, Stalin, por mi infancia feliz».
Un asistente le dice: «Pero, ¿qué dice, usted, si Stalin no había nacido cuando usted era niño?».
- Por eso.
(Tomado de The rise and fall of the Soviet Empire, de Dmitri Volkogonov).
Un jubilado en la Unión Soviética de finales de los 70 está rellenando los papeles de la pensión.
Funcionario: ¿Dónde nació?
Jubilado: En San Petersburgo.
Funcionario: ¿Dónde cursó los estudios universitarios?
Jubilado: En Petrogrado.
Funcionario: ¿Dónde desarrolló su vida profesional?
Jubilado: En Leningrado.
Funcionario: ¿Dónde querría retirarse?
Jubilado: En San Petersburgo.
(San Petersburgo era el nombre de la capital de los zares hasta 1914. En ese año, con motivo de la guerra con Alemania, se le cambió el nombre por el más eslavo de Petrogrado. Posteriormente, tras la muerte de Lenin, Petrogrado pasó a ser Leningrado. Al caer el comunismo, Leningrado volvió a ser San Petersburgo. Si el viejito logró sobrevivir hasta entonces, debió de reírse mucho. Este chiste está tomado del Selecciones del Reader´s Digest que durante la Guerra Fría era una fuente inagotable de chistes antisoviéticos. Ahora supongo que publicará chistes anticastristas y anti-ayatolas).
Un ciudadano soviético entra en el concesionario de coches en 1987 y pide un “Lada”. Le responden que la lista de espera es muy larga y que no podrán entregárselo hasta el 14 de marzo del 2007. El ciudadano pregunta: «¿Por la mañana o por la tarde?» El hombre del concesionario le responde: «Estamos hablando del 2007, ¿qué importancia tiene que sea por la mañana o por la tarde?»
- Es que el 14 de marzo del 2007 me viene el fontanero a casa por la mañana.
(Este me lo contó un español al que conocí en un curso en la URSS. Era comunista y cuantos más días pasaba en Moscú, más se le helaba la sonrisa, y no por el frío).
Un tipo que vive en Moscú decide ir a visitar a su tía a Vladivostok y toma el Transiberiano. Cuando el tren lleva ya un montón de horas en marcha, de repente se para en medio de la estepa nevada.
- ¿Qué pasa? -pregunta el viajero al revisor.
- Oh, nada -contesta éste-. Están cambiando la locomotora.
A las dos horas, el tren vuelve a ponerse en marcha. Pero a las tres horas se para de nuevo.
- ¿Qué pasa ahora, oiga?
- ¡Qué va a pasar! -Contesta el revisor, seguro de sí mismo-. Que están cambiando la máquina.
- ¿Otra vez?
- Otra vez.
Tres horas después, el tren se pone de nuevo en marcha. Pero a las cinco horas, se para de nuevo. El viajero, muy mosqueado, se va a por el revisor.
- ¡Oiga! Cambiaron la máquina hace cinco horas, y hace ocho la cambiaron también. ¿Por qué cojones tienen que cambiar la locomotora ahora de nuevo?
- Camarada -le contesta el revisor-: es que esta vez les han ofrecido una botella de vodka a cambio.
Rumanía de Ceaucescu (contados por un diplomático rumano cuatro años después de la caída del dictador. El diplomático, por supuesto, nunca había sido comunista ni había pertenecido a la Securitate)
Un hombre entra en un estanco. Compra un sello. Le pone saliva, pero no se le queda pegado al sobre. Compra otro sello y lo mismo. El estanquero le pregunta lo que le sucede.
- Estos sellos no se quedan pegados. No tienen cola.
El estanquero coge un sello, le pone saliva y el sello se queda pegado al sobre.
- Pero, ¿qué dice?- señala el estanquero- Estos sellos sí que tienen cola.
- No por el lado que yo los escupo.
(Evidentemente, por ese lado llevaban la efigie de Ceacescu).
Cada mañana un hombre compra un periódico en el quiosco. Mira simplemente la primera página y luego lo tira a la papelera. Un día, extrañado, el quiosquero se dirige a él.
- ¿Por qué cada mañana compra el periódico y apenas lo lee, lo tira?
- Es que lo único que me interesa del periódico son las esquelas.
- Pero las esquelas aparecen en la página 36.
- No la que a mí me interesa.
Alemania nazi (tomados de «The Third Reich in Power», de Richard J. Evans).
Un alemán está riéndose de un suizo: «No entiendo cómo podéis tener un Ministerio de la Marina si no tenéis mar ni barcos».
El suizo replica: «Si es por ésas, yo no entiendo cómo podéis tener vosotros un Ministerio de Justicia».
...
Una mañana, una muchedumbre de conejos alemanes aparece en la frontera belga y dicen que son refugiados políticos.
- La GESTAPO ha declarado que las jirafas son enemigas del Estado alemán-dicen los conejos.
- Pero vosotros no sois jirafas- responde el policía belga.
- Eso ve y explícaselo a la GESTAPO.
Cuba castrista (ya no recuerdo quiénes me los contaron. Posiblemente amigos cubanos, conocidos fuera de Cuba)
Un balsero llega a Miami remando, montado en una lata de sardinas. Los periodistas van a recibirle, asombrados de la hazaña y le preguntan cómo lo hizo.
- Bueno, lo verdaderamente difícil fue encontrar una lata de sardinas.
Meten a un hombre en una celda y se encuentra con otro que tiene los hombros en carne viva, sangrando. Le pregunta qué le ha pasado.
- Estaba Fidel Castro pronunciando un discurso y dije a voz en grito: «¡Ese tío es un huevón!»
- Y entonces te torturaron, ¿no?
- ¿Qué me van a torturar? Todos los cubanos que estaban a mi alrededor empezaron a darme palmaditas en los hombros y a decirme: «Estoy contigo, chico».
No conocemos ningún chiste correspondiente a las dictaduras del Cono Sur, tal vez porque apenas hemos leído sobre aquella época y porque nunca nos hemos encontrado con ningún argentino, chileno, uruguayo, paraguayo o boliviano que tuviera muchas ganas de hablar de ese período.
Lo que nos llama la atención es que, a pesar de todo lo leído y la gente conocida, no sabemos ningún chiste sobre la China de Mao, sobre la Camboya de Pol Pot ni sobre la Corea del Norte de los dos Kim. Ni bueno ni malo.
miércoles, enero 10, 2007
¿Quién mató a Canalejas?
Hoy quiero hablaros de otro magnicidio, en la actualidad menos recordado: el de José Canalejas Méndez quien, al morir, en la madrileña Puerta del Sol, era también presidente del Gobierno, como Carrero. Su muerte, como espero explicaros, también está teñida de ciertas sospechas conspirativas.
Canalejas formó gobierno el 9 de febrero de 1910. Su llegada a la máxima magistratura fue consecuencia de la pérdida de confianza del rey, Alfonso XIII, en el anterior presidente, también liberal, Segismundo Moret, a quien ya hemos leído en estos comentarios interviniendo, como ministro, ante las Cortes para presentar la ley que acabó con la esclavitud humana en España. Moret había llegado a la jefatura del gobierno tras echar del mismo a los conservadores de Antonio Maura por la actuación de éstos en la Semana Trágica de Barcelona y, sobre todo, el fusilamiento de Francisco Ferrer Guardia. Sin embargo, en muy poco tiempo Moret, que tenía algo de torpe, dilapidó su capital político, siendo necesario un cambio de gobierno sin que éste perdiese el tinte liberal (de izquierdas, para que nos entendamos).
En realidad, Canalejas no era, como cabría esperar, el número uno de su partido. La Restauración canovista partía de la base de que, en cada turno de gobierno entre los partidos conservador y liberal, gobernaría siempre el líder de cada formación; pero en 1910, así como en el Partido Conservador aún era indiscutido (por poco tiempo) el liderazgo de Antonio Maura, en el Liberal, sin embargo, la cosa ya no estaba tan clara. El partido liberal dinástico, en 1910, había ya olvidado los años del liderazgo único, que prácticamente se circunscriben a aquéllos en los que vivió el fundador de la formación, Práxedes Mateo Sagasta (el único político español que ahora mismo recuerdo con nombre de personaje de culebrón venezolano). El liberalismo dinástico, en los últimos años, acusaba de diversos e intensos personalismos y tenía, en realidad, no uno, sino cuatro líderes: Moret, el conde de Romanones, Canalejas y García Prieto. Tras la caída del primero, como hemos dicho, Canalejas maniobró y pactó con García Prieto su nombramiento como ministro de Estado (hoy Asuntos Exteriores, un destino muy suculento); y con Romanones su ingreso en Instrucción Pública, que llevaba añadida la presidencia de las Cortes algunos meses después (desde donde, como veremos pronto, el conde no tuvo reparo en tocarle los cojoncillos a su teórico jefe de partido).
Según algunos contemporáneos, fue el conde de Romanones, auténtico confidente de palacio en aquellos años, quien lubricó la llegada de Canalejas al poder, pues a Alfonso XIII aquel tipo no le gustaba demasiado por excesivamente, que diríamos hoy, progre. Sobre todo, anticlerical. Se dice que Doña María Cristina, la madre del rey, le dijo a Romanones, el día de la jura de Canalejas: «Por Dios, en usted confiamos». Cabe sospechar, por decirlo mal y pronto, que en Palacio estaban acojonados con la que les podría montar aquel carbonario ferrolano.
Tenemos, pues, a un presidente del gobierno que frisa los cincuenta años, en edad agraz para la política por lo tanto, de convicciones más demócratas que liberales (o sea, a la izquierda de la izquierda, aunque sin dejar de ser burgués). Por todo ello, candidato a entenderse más con la izquierda de su espectro político que con la derecha. Pero no será así. Todo el mundo sabe que la política hace extraños compañeros de cama. El problema de Canalejas no era la oposición, o sea el partido conservador; el problema de Canalejas era su propio partido, en el que había, por lo menos, dos o tres patricios que se sentían con tanto derecho y capacidad para liderar la formación como el propio Canalejas. Factor al que hay que unir su propia evolución, puesto que está bastante claro que, tanto más ejerció el poder Canalejas, más republicano avant la lettre se volvió, y más se convenció de que era necesario colaborar con las fuerzas conservadoras.
Quizá por eso Canalejas, nada más celebrarse las elecciones del 8 de mayo de 1910 (que ganó, claro, porque en aquel entonces las elecciones siempre las ganaba quien las convocaba) lanzó un discurso en el que aseguró al partido conservador que su ministerio se regiría por el riguroso respeto de la ley; afirmación que puede parecer inocente y fatua, pero que ante unos políticos que habían sido apeados del poder por haber, en su opinión, defendido la ley y el orden durante la Semana Trágica, tenía mucho significado.
Ante un parlamento mayoritariamente liberal, con elementos republicanos y aún socialistas, Canalejas dirá cosas tan propias del partido que teóricamente combatía como ésta: «Yo, que no he perdido la serenidad de juicio, hablo desde aquí a todos los obreros españoles y les digo: Os engañan conscientemente los que dicen que estamos preparando una campaña, una guerra. Estamos, sí, haciendo Ejército, robusteciendo instituciones militares, con el apoyo y la fuerza de las Cámaras, para que España no sea débil». El mismísimo José María Aznar firmaría estas palabras, a pesar de que, de haber existido en 1910, habría estado muy alejado de las bancadas de Canalejas en el Parlamento.
Así pues, las palabras de Canalejas, muchas veces, sonaban un poco como si Zapatero hubiese respondido a su victoria electoral del 2004 declarando… su compromiso con la invasión de Iraq.
Que Canalejas tendió una mano al partido conservador lo demuestra también que la afirmación de que sostendría el imperio de la ley recibió la respuesta del líder de la derecha, Antonio Maura, declarando: «Nosotros no somos de aquéllos que cuando les toca no gobernar impiden que los demás gobiernen».
Canalejas, aún así, no renunció a su política liberal. Dictó una real orden sobre libertad de cultos que escandalizó a las fuerzas católicas. Luego continuó con una ley, denominada «del candado», por la que limitaba el crecimiento de las órdenes religiosas, y que provocó la ira del Vaticano, ello a pesar de su moderación de base, pues se limitaba a impedir la creación de nuevas órdenes religiosas en un país, como aquella España, en el que dabas una patada en el suelo y salían veinte órdenes religiosas distintas.
De consecuencias de esta polémica, Canalejas hubo de retirar de Roma al embajador de España ante la Santa Sede, Emilio Ojeda; tan mal se pusieron las cosas. En el fondo de la cuestión estaba la voluntad de Canalejas de renegociar el Concordato entre España y el Vaticano, y ya se sabe que el Vaticano, en cuanto le quieren tocar los concordatos, se pone siempre muy nervioso.
La ley fue aprobada en una maratoniana sesión de las Cortes, de 18 horas, donde los carlistas, y muy especialmente el gallego Vázquez de Mella, practicaron cuanto obstruccionismo fueron capaces. Al final, por cierto, le metieron un gol por la escuadra: en medio de las negociaciones conciliadoras con el Vaticano, Canalejas aceptó una enmienda aparentemente inocente según la cual la ley perdería vigencia si en dos años no se aprobaba una nueva Ley de Asociaciones; cosa que, en una España tan convulsa como aquélla, fue imposible de cumplir.
En todo caso, no son pocos los estudiosos de Canalejas que rechazan la imagen del político como un hombre rabiosamente anticlerical. En primer lugar, su entorno privado era profundamente religioso, a través de su mujer. En segundo lugar, está comprobado que no fueron pocas las iniciativas que tomó para amigarse con el Vaticano (una de ellas a través del líder catalanista, Françesc Cambó, que hizo un viaje a Roma sólo para eso). En tercer lugar, su ausencia de voluntad revanchista, tan usual entre los anticlericales, quedó clara cuando, tras aprobarse la ley del Candado, se negó a secundar la iniciativa de Moret para que se secularizaran los cementerios y la educación. Y cuarto, porque dijo en público cosas como no que no concebía Estado sin religión. Canalejas tiene toda la pinta de ser un político convencido de la esencia católica de España (al estilo de su oponente Cánovas del Castillo, que decía que el catolicismo formaba parte de la Constitución Natural de España), a la vez que empeñado en establecer una separación clara entre Iglesia y Estado. Suya fue la primera norma, si no me equivoco, que estableció la potestad de jurar o prometer en público (excepción hecha de los militares, que siguieron jurando sí o sí).
Una de las frases preferidas de José Canalejas era, me parece a mí, una gran verdad política: «Todo lo que sea forzar la evolución, es destruirla». Quería cambiar España, pero no pintarla de nuevo.
Pues bien: aún y con ésas, aún y a pesar de enfrentarse frontalmente con la bestia negra del progresismo español de inicios del XX, o sea el Vaticano, Canalejas no vio sino acrecer los problemas a su izquierda. En primer lugar, la oposición le llegaba de su propio partido, de Segismundo Moret, que había perdido la presidencia del gobierno y ahora le hostilizaba en las Cortes a través de sus partidarios. Cuando estaba en componendas con Moret para que no le tocase las narices, otro prohombre liberal, Montero Ríos, la emprendió con él por su decisión de facilitar la aprobación de la Mancomunidad Catalana, reivindicada por los nacionalistas de allí.
De hecho, el asunto de Cataluña fue la segunda gran piedra de toque para Canalejas, unida a la ley del Candado y al problema de Marruecos (que, dado que los que iban a la guerra eran los obreros, venía a mezclarse con la creciente movilización proletaria). No sé si porque su padre era oriundo de Barcelona o por convicción política, me parece evidente que los intentos de Canalejas por resolver la cuestión catalana fueron sinceros y hasta valientes. Prat de la Riba, cuando llegó a Madrid para entregarle el proyecto de Mancomunidad, se lo dijo bien claro: «Por la moderación de esta fórmula [la Mancomunidad, en la que el catalanismo se desdijo de sus veleidades soberanistas], por su gubernamentalismo, por su concordia con la opinión general de España, Cataluña ha concebido grandes esperanzas. Que no se conviertan en desengaños».
Por su parte, Cambó lloró la muerte de Canalejas aseverando que España perdía a un gran hombre de Estado y Cataluña a un gran amigo.
En el debate parlamentario, la oposición al proyecto fue orquestada por Romanones (o sea, para que lo pilléis bien: Zapatero se presenta en el Congreso con un proyecto de ley, al que le pone la proa un grupo de diputados … ¡azuzados desde la tribuna por Manuel Marín!). Según diversos relatos, los conspirados liberales llegaron al acuerdo de que, si veían a Canalejas débil, Romanones, que presidía la sesión, se rascaría el sobaco. En ese momento, otro liberal, el diputado Burell, pediría la palabra, que el presidente le otorgaría con generosidad, para atacar frontalmente y a degüello al presidente y a su proyecto de Mancomunidad. Al parecer, la intervención de Canalejas fue tan rotunda que Romanones, calculando la posibilidad de una derrota, se aguantó el picor de la axila sin rascarse. Probablemente, también ayudaron dos emisarios que el presidente del gobierno envió a la tribuna presidencial a decirle cositas al oído al siempre maniobrero conde.
El paroxismo anticanalejista llegó a tal punto que, en esa misma sesión, un diputado liberal demócrata (o sea, como hemos dicho, la izquierda de la izquierda burguesa) realizó un vibrante discurso en el que invocó a los Reyes Católicos, artífices, dijo, de la unidad de España que la Ley de Mancomunidades iba a poner en peligro. Poned Estatuto donde dice Ley de Mancomunidades y seguro que os suena. ¡Ah! ¿Que queréis saber qué diputado era? Pues era don Niceto Alcalá-Zamora, el futuro presidente de la República. Let’s tie this fly by the tail.
Como podéis ver, y ya cantaban los payasos de la tele, no hay nada más lindo que la familia unida...
Los llamados demócratas, gérmenes de los futuros republicanos, así como los socialistas, le reprochaban a Canalejas que se entendiese con los conservadores. Y es que la Semana Trágica había provocado un movimiento de aislamiento del conservadurismo, el famoso ¡Maura, no!, que recuerda mucho al Pacto del Tinell tras las penúltimas elecciones catalanas. Ahora, sin embargo, el ejecutor de dicho pacto parecía entenderse con la formación a la que se buscaba aislar. La actitud de las izquierdas fue violenta, hasta el punto de mediar en ella la convocatoria de tres huelgas generales (en Bilbao, Sevilla y Valencia) y la generación de un clima de agitación social que provocó sucedidos como la huelga de Cullera, que merece que cualquier día le dediquemos un post específico. La declaración por la UGT de la huelga general en toda España (18 de septiembre de 1911) hizo necesario suspender las garantías constitucionales.
En agosto de 1911, una fragata se había rebelado en Tánger, motín de resultas del cual el gobierno decretó (y llevó a cabo) el fusilamiento de un fogonero, Antonio Sánchez Moya. Por aquel entonces, en Barcelona se dieron mueras al rey.
Canalejas se comió el marrón. Por los mentideros periodísticos circuló el rumor de que, de no haber estado el rey en Inglaterra durante los sucesos, Sánchez Moya nunca había sido fusilado. Es decir, toda la responsabilidad recaía en Canalejas. A ello se unió la condena a muerte en la persona de Juan Jover, alias el Chato de Cuqueta, cabecilla de la insurrección de Cullera. A finales de año, Canalejas le dijo a Romanones: «no puedo continuar como un muñeco de pim-pam-pum». A todas luces, se creía, se sabía la piñata de las izquierdas. Y añadió algo muy inquietante a la luz de lo que luego pasó: «Los que inducen a mi asesinato, que lo hagan personalmente, pues sería más digno».
El problema de Marruecos estaba, en 1911, al rojo vivo. Si algo necesitaba, no Canalejas, sino el presidente del gobierno español, era apoyo interno para conseguir respeto externo. Pero no lo tenía. Le faltaba dicho apoyo y le faltaba, además, de los suyos. En no menos de cuatro discursos lo pudo decir más alto, pero no más claro.
El rey, claramente preocupado por la situación revolucionaria, solicita, en noviembre de 1911, su opinión al líder de la oposición conservadora, Antonio Maura. Maura, tal era su costumbre, le responde por escrito, con un papel, conocido como el Memorando de Maura, escrito en su estilo ampuloso y alambicado, pero en el que, sucintamente, repasa los errores que el sistema político ha cometido dando pábulo a las fuerzas más radicales y lejanas de la monarquía (a los que llama facciosos en el documento) y defendiendo, ante el rey, el regreso al viejo sistema de la Restauración, es decir el turno pacífico de dos grandes partidos dinásticos, insinuando la exclusión de los demás al solicitar el fin de «la situación de condescendencia para con las diversas especies de revolucionarios».
Según Juan de la Cierva, que era algo así como el Alfonso Guerra del Felipe González que fue Antonio Maura, por aquel entonces tanto él como su jefe tuvieron preparada una lista completa de ministros y gobernadores, pues les fue anunciado que Canalejas caería y ellos ocuparían el gobierno. El 22 de enero de 1912, el rey recibió a Maura en Palacio, entrevista de la que está comprobado que Canalejas no tenía ni zorra idea (se lo dijeron los periodistas mientras almorzaba en el Ritz con unos políticos santanderinos, y se quedó de piedra). Todo parece indicar que el rey apoyaba un cambio de orientación.
Y Canalejas, además, está cansado. En julio de 1912 se lo confesó a Eduardo Dato, político conservador que acabaría, como él, siendo presidente del gobierno; y acabaría, como él, asesinado. En mayo, en las Cortes, la conjunción republicano-socialista, por boca de Gumersindo de Azcárate, le ha dado la puntilla: en discurso público, los republicano-socialistas han aseverado que, de no ser por la Semana Trágica, el gobierno conservador de Antonio Maura habría sido considerablemente mejor que el de Canalejas.
O sea: Zapatero llega al gobierno. En el gobierno, saca a las tropas de Iraq, legaliza el matrimonio homosexual, elimina la asignatura de religión en las escuelas, aprueba una ley de la memoria histórica, saca adelante el Estatuto catalán, subvenciona siete millones de guarderías, aprueba la ley de dependencia y le declara la guerra a los Estados Unidos. Y todo lo que consigue, después de eso, es que el ala izquierda de su partido se levante en el Congreso y diga que, de no ser por la guerra de Iraq, ¡los gobiernos de Aznar habrían sido mucho mejores que el suyo!
No me digáis que no es como para pensar: que os den por el c…
A las nueve de la mañana del 12 de noviembre de 1912, José Canalejas está en su casa, afeitándose (o, más bien, le están afeitando) mientras departe con sus amigos y colaboradores los asuntos del día. A las diez menos algo, se traslada en automóvil al Palacio Real con el alcalde de Madrid, Ruiz Giménez. A las diez y media, estaba de nuevo en su casa, y se dirigió al ministerio de la Gobernación, a presidir el Consejo de Ministros. Eran otros tiempos: fue a pie, y sin escolta (no le gustaba); o, más exactamente, con una exigua escolta siguiéndolo a prudente distancia. Remontó Huertas hasta la plaza del Ángel, luego la calle de Espoz y Mina hasta la Puerta del Sol, donde se paró a estudiar el escaparate de la librería San Martín.
En la Puerta del Sol estaba también Manuel Pardinas, un anarquista llegado de América, según la policía, para matar a Alfonso XIII. Esa mañana, los reyes iban a ir al Retiro, a una exposición de crisantemos (sic) y tenían que pasar por ahí. Podría ser que Pardinas quisiera matar al rey (aunque, como veremos, también se consolidó la teoría de que siempre fue a por Canalejas), pero vio al presidente del gobierno ahí, tan cerca, y decidió llevárselo por delante. Le disparó en la sien, a quemarropa, y luego inició una corta huida, pues tras dar unos pasos se suicidó.
Hasta ahí la Historia. Más allá, quedan las dudas, las preguntas, y las teorías. Veamos.
¿Era común que un terrorista anarquista que matara con pistola se suicidase, inmolase decimos hoy, en el mismo lugar del crimen? Bueno, esto sí que tiene su lógica, porque lo cierto es que Pardinas disparó contra sí mismo cuando se vio medio rodeado y comprobó que un transeúnte (Víctor Galán, conserje de La Filarmónica) se le echaba encima y que un policía le daba caza. Quizá se mató para evitar un posible linchamiento.
¿Por qué hablaba Canalejas, antes de su muerte, de las personas que querían su asesinato, y les conminaba a que diesen la cara públicamente? No podía referirse a los anarquistas, pues la voluntad de los anarquistas de cargarse a los mandamases burgueses no era cosa que estuviese oculta al conocimiento de nadie, así pues no demandaba de publicidad alguna.
¿A quién quería dejar Canalejas el gobierno? ¿A Moret, que le había puesto todas las zancadillas posibles? ¿A Romanones, que le negó el apoyo a su Ley de Mancomunidades hasta que a la cuenta atrás no le quedan ni diez segundos? ¿A Montero Ríos, que había maniobrado para echarle? ¿A los republicano-socialistas, que le habían montado una tangana en 1911 de la que resultó la suspensión de garantías constitucionales y el fusilamiento de dos activistas y, además, le echaban flores a Maura?
¿O, tal vez, al partido conservador que, con la lógica excepción de la cuestión religiosa, se había mostrado más bien no beligerante con él, tratándole de dejar gobernar; al partido conservador, que, según todos los indicios, era el que estaba en el deseo del rey?
Y, por cierto: ¿quién gobernó tras el asesinato de Canalejas? Pues los liberales, es decir, el partido que iba a perder el poder, según todas las trazas.
A las preguntas cabe añadir las inquietantes cosas que con el tiempo destapó la investigación del asesinato. A todas luces, Canalejas se sabía amenazado, y amenazado además por la persona de Pardinas, pues algunos días antes de su muerte le confesó a su mujer que estaba cabreado porque la policía española le había perdido la pista. Sin embargo, como suele ocurrir en estas cosas, este tal Pardinas, a pesar de estar buscado por la policía en España y en el mundo, pudo colocarse sin problemas como pintor en las obras del hotel Palace e incluso, según le confesó a su amigo y casero Emilio Corona, unos días antes había estado en el Congreso, sin que se llegase a averiguar, a ciencia cierta, quién le franqueó el paso. Asimismo, también se supo que el día anterior, a las dos de la tarde, Pardinas fue visto vigilando la puerta del chalet que en la calle Abascal tenía el escultor Mariano Benlliure. Y es un hecho que aquel mediodía los Canalejas visitaron al artista; pero lo que no se pudo saber es cómo llegó a Pardinas, insistimos un anarquista sin oficio ni beneficio y, además, perseguido por la policía, una información tan precisa.
Pardinas había llegado a España tras un amplio y costoso periplo por Europa y América, cuya financiación nunca quedó clara. Además, existen indicios de que el día antes de matar a Canalejas podría haber recibido una cantidad de dinero: a pesar de confesarse no fumador ni bebedor ni amigo de ningún vicio (algo típico de algunos anarquistas de la época, que querían ser puros como cartujos), la tarde-noche antes del asesinato se presentó en el café Mercantil, en la calle Ancha de San Bernardo, donde se apioló un vermú carísimo (francés, marca Susinis), varios coñás y, no contento con todo eso, amagó con invitar a copas a los 22 músicos de la banda que allí estaba tocando. Tampoco se sabe nada de la misteriosa mujer con que estuvo en el bar Sol, justo al lado del lugar donde mataría a Canalejas, pocos minutos antes de perpetrar el crimen.
Los indicios más claros hablaban de una reunión en Tampa, Florida, en la que elementos anarquistas y, diríamos hoy, antisistema, debatieron la posibilidad de matar al rey Alfonso. Decidieron que ese asesinato no serviría de nada, pues habría regencia, y por eso decidieron ir a por algún político principal, y eligieron a Canalejas.
Esa es la versión más o menos oficial. Pero, ¿quién mató a Canalejas? Otra preguntilla para el que quiera calentarse la cabeza.