Uno de los mitos más atractivos de la Historia de España es el del conde Don Julián. Es decir, el español cristiano que habría traicionado a su herencia, su raza y sus creencias, facilitando la llegada de las tropas mahometanas a España y abriendo con ello un largo periodo de dominación de los creyentes de Alá en la península. Mito polimorfo y polisémico, para unos significa el atraso secular creado por la llegada del infiel, para otros quiere ser la acción de un hombre enamorado del progreso que quiso, con ello, abrir los ventanales de España para que en su interior corriese el aire de la cultura y el progreso.
Polladas, en ambos casos.
El mito del conde Don Julián, que es eso, un mito, es, como casi todos los mitos, un destilado de varias cosas más complejas, que tienen que ver, no tanto en por qué los musulmanes nos escogieron para invadir, como por qué lo que había aquí se fue al carajo con tanta facilidad. En realidad, aunque muchos pueden pensar que Tariq metió el penalty, la verdad histórica, a mi parecer, nos dice que fue, más bien, Don Rodrigo el que no supo, o no pudo, pararlo.
La España que vieron los musulmanes desde su lado del Estrecho era una monarquía visigoda. Lo cual quiere decir que, teóricamente, era heredera del sólido montaje romano, aunque en realidad los siglos godos habían introducido debilidades manifiestas.
Lo que más nos importa del Estado visigodo es una cosa: nunca consiguió perfeccionar su sistema monárquico. La visigoda ha sido, de largo, la monarquía más republicana (o más puramente monárquica; depende del punto de vista) que ha habido jamás en España, combinada con un spoil system que acabó por labrar su perdición. Los godos eran un pueblo guerrero y, consecuentemente, le exigían a su rey que fuese el más bruto de la partida. Esta exigencia se ha acabado metaforizando en las monarquías haciendo del rey el máximo mando del Ejército, pero ya sin exigirle que sea una mala bestia parda. Los godos, sin embargo, nunca modernizaron este concepto, así pues seguían considerando que el rey era aquél que era capaz de apiolarse a todos los demás. Si el hijo de un rey resultaba ser un pollas flacucho, no tenían ningún reparo en tonsurarlo, cegarlo, degollarlo o hacerle cura, quitarlo de en medio, y elegir otro en su lugar. La corona visigoda no se heredaba; se ganaba.
En tal sentido, en el entramado político visigodo la nobleza tenía una importancia exponencialmente superior a la que encontramos en periodos posteriores que, en el imaginario de muchos, son el no va más del poder aristócrata. A poco compleja que sea una sociedad, un jefe militar no puede contar con su propio brazo para imponerse; necesita aliados, y por aquello todo aquél que, en el reino, era capaz de poner caballeros y espadones al servicio de una candidatura real, pasaba a tener un papel predominante en el país; y lo perdía, inmediatamente, cuando el rey palmaba y era sustituido (de ahí el componente de espolio). La mayor parte de las fortunas de los nobles dirigentes en cada momento eran poseídas causa stipendii, es decir en directa vinculación con los servicios prestados. Si no hay servicio, no hay fortuna. Cuando los reyes tenían necesidad de deshacer un juramento previo, como le pasó a Égica por prometer a su antecesor, Ervigio, que protegería a su familia, se convocaba un concilio en Toledo y automáticamente los obispos se buscaban una buena razón teológica para justificarlo.
La monarquía visigoda, por lo tanto, se acabó conformando como una especie de club de Montescos y Capuletos, con agravios y venganzas acumulados en pasados tránsitos del poder, siempre dispuestos a enfrentarse, y a traicionarse. No debe extrañarnos, por lo tanto, que Recaredo tuviese que sofocar la rebelión del obispo Ataloco, el conde Granista y el conde Vildigerno, la del obispo Sunna y los nobles Segga y Viterico, y la del conde Argimundo. O la traición de Viterico a Liuva. O las rebeliones contra Suintila de Judil y Gelia, que para colmo era su hermano. Finalmente, Sisenando y Dagoberto depusieron a Suintila. Al rey Tulga lo depuso Chindasvinto. En el reinado de Recesvinto, Froia, con un ejército euskaldún, llegó a sitiar Zaragoza (toma ya mito del árbol Malato, o sea que los vascos nunca han luchado salvo para defender su territorio). Hilderico le dio un golpe de Estado a Wamba, pero no fue el único. Contra el rey con nombre de zapatilla también se alzaron el obispo Gunildo, el duque Renosindo, o Hildigiso, que para colmo era gardingo, o sea personal de confianza, del rey. Fue Ervigio, sin embargo, el que se lo acabó llevando por delante.
Un gran defecto de este sistema es que se autoalimenta. Una monarquía, para evolucionar, necesita sacar al rey de la condición de guerrero más poderoso de la manada. Sólo de esa manera el rey podrá ser un buen estratega, o un buen estadista, o alguna otra habilidad interesante para ampliar el poder y las fronteras de la nación. Sin embargo, cuando una monarquía entra en un bucle de dominación violenta; cuando se autocondena a ejecutar, cada pocos años, la instrucción GOTO A_hostia_limpia.exe, jamás sale de él.
En la monarquía visigoda falló, además, la única institución que podía haber estabilizado las cosas: la Iglesia. La Iglesia, receptora de la legitimidad de los reyes (ante Dios), es el principal elemento estabilizador de las monarquías en los siglos posromanos premedievales, como bien sabe Carlomagno. La Iglesia toledana visigoda, sin embargo, no es más que una extensión del poder monárquico, le rinde pleitesía o se rebela contra él; no hay zonas grises. En los siglos subsiguientes, los abades herederos de aquellos obispos disfrutarían los beneficios de esta política en forma de tierras y privilegios para conventos, catedrales y demás. Sin embargo, la actitud pastueña, yo casi diría que corrupta, de la Iglesia en tiempos visigodos, no tuvo otro resultado que impedir la consolidación de auténticas estructuras de poder.
En los minutos de descuento, la monarquía visigoda descarriló. Chindasvinto llegó al poder tras una más de las muchas conspiraciones que animó o dirigió y, nada más ocupar el trono hispánico, comenzó un auténtico genocidio entre los partidarios de sus antecesores. En un espectáculo estalinista, purgó buena parte de los efectivos de las 700 familias principales del país. Lo hizo para dejar Hispania sin nobles que le compitiesen en fuerza, porque ambicionaba el trono para su hijo Recesvinto. Éste, que efectivamente heredó el trono, trató de pacificar el país, pero era tal el nivel de enfrentamiento que Chindasvinto había dejado tras de sí que las crónicas hablan de su reinado con la expresión «confusión babilónica». Wamba, de nuevo, practicó la mano dura, para poder pacificar el país. Ervigio, que le siguió, operó en sentido contrario. A sus partidarios, Iglesia incluida, les dio todo, y se puede decir que inauguró el feudalismo al declarar conforme a la ley que los patrocinados y clientes luchasen en ejércitos levantados por sus señores. Egica, su yerno, profundizó en la labor, persiguiendo con saña a sus enemigos y despojándolos de todo lo que tenían (familiares de Ervigio incluidos). Vitiza fue un rey conciliador, que concedió amnistías y devolvió tierras.
Pero Vitiza murió en febrero de 710, dejando tras de sí tan sólo hijos menores de edad, y un país embarcado en una sangrienta lucha de poder que duraba ya cien años. Los nobles de su círculo, probablemente implicados en la labor conciliadora del monarca y conscientes de que el problema hacía ya inviable una monarquía peninsular, pensaron en la división de España entre los hijos. Sin embargo el llamado Senado, es decir la asamblea de nobles y prelados que tenía la prerrogativa constitucional de elegir al nuevo rey, y que tantas veces en los últimos siglos había votado con un cuchillo apretándole la yugular, se opuso a la solución, que consideró una reforma constitucional de excesivo calado. Haciendo uso de símiles modernos, podemos imaginarlos, airados, gritando eso de: «¡España se rompe!»
El Senado, pues, rechazó una solución, digamos, romana para España; la misma división en imperio de Oriente y de Occidente, sólo que en plan cañí. Para defender su constitucionalidad, decidieron nombrar a un rey. Siguiendo su tradición, eligieron a uno muy bestia, Don Rodrigo, gran general. Lo primero que tuvo que hacer fue guerrear contra el partido de Vitiza. Las crónicas contemporáneas nos dicen que Rodrigo tumultuose regnum invadit. O sea, que tomó la corona por la fuerza. Esto quiere decir que en aquella España del 710, hace ahora pues 1.401 años, hubo una guerra civil, una de las primeras. El bando de Vitiza fue vencido y sometido, pero no arrasado.
Mientras tanto, los musulmanes habían llegado a Gibraltar y a Ceuta, donde se encontraron con una inesperada oposición. Se encontraron allí con un gobernador que era fiel a Vitiza; o sea, no es por nada, pero la población ya tenía vínculos con Hispania antes que el Magreb fuese musulmán; lo digo más que nada porque a veces, cuando uno escucha o lee a los marroquíes interesados o a los españoles despistados, da la impresión de que los hispanos llegaron a Ceuta el mes pasado por calendas.
Este pollo es el que se llamaba Olbán, o tal vez Urbán, Ulyan, Alyán o, quizá, sólo quizá, Julián. Es probable que fuese cristiano, aunque difícilmente sería godo ni romano; Sánchez Albornoz, por ejemplo, lo dice bereber. Vitiza había estado enviándole pertrechos y armas para resistir al moro; pero al morir el rey y derrumbarse el Estado, Julián quedó solo, y capituló. Pero capituló reteniendo el mando de la plaza, por lo que, básicamente, lo que hizo fue cambiar de señor.
La Crónica de Albelda nos dice: Sarraceni evocati Spanias occupant. O sea: «los sarracenos, llamados para ello, ocuparon España». Y Alfonso III, en su crónica histórica, va más allá: Ob causam fraudis filiorum Uitizani sarraceni ingressi sunt Spaniam. Por un engaño de los hijos de Vitiza, los sarracenos entraron en España.
No hay, pues, un conde Don Julián que traiciona a toda España. Lo que hay es lo mismo que hubo cuando Franco llamó a Mussolini y Hitler: un bando de la guerra civil concita ayuda extranjera para ganarla.
Al Tariq, general coránico, consulta con su jefe, Muza, quien asimismo manda un e-mail al califa de Damasco. Éste, desde las tierras ya totalmente mahometanas, le indica a sus adelantados que vale, que pasen el Estrecho y comprueben lo que hay allí. En julio del 710, un adelantado de nombre textil, Tarif abu Zara, desembarca en el lugar al que daría nombre Tariq, Tarifa, con 500 hombres. Tras esta primera llegada, Tariq ibn Ziyad prepara la invasión.
En ese momento, para colmo, los abertzales se ponen a dar por culo.
Hay historiadores que destacan el hecho de que los vascos, en tiempo de los godos, solían aprovechar los momentos de debilidad o de luchas intestinas del Estado visigodo para atacarlo. Le pasó a Leovigildo cuando llegaron a España los bizantinos, o a Sisebuto a la muerte de Recaredo, con la cuestión arriana todavía hirviendo. Así las cosas, no es nada extraño que los euskaldunes, conocedores de la división del país entre vitizianos y rodrigueros, dijeran ésta es la mía y allá que me voy.
Hacia el infinito y más allá, como Buzz Lightyear, los vascos tiraron hacia el sur, que era lo que más les gustaba cuando arrasaban, y bajaron y bajaron hasta que se encontraron con las tropas de Rodrigo, que llegaban a enfrentarse con ellos. En la madrugada del 28 de abril del 711, mientras Rodrigo y los vascones guerreaban en el norte, Tariq desembarcó en la entonces llamada roca de Calpe, pero que sería renombrada por los musulmanes como la roca de Tariq, Yabal Tariq, o, como lo pronunciamos nosotros, Gibraltar. Unos siete mil hombres fueron transportados, probablemente en barcos facilitados por el jefe de Ceuta.
Conocedor Rodrigo de la invasión, tomó el camino hacia el sur, mientras Tariq avanzaba por la calzada romana hacia Sevilla, reforzado con 5.000 hombres más que le envió Muza. Finalmente, en Guadalete, en la confluencia de dos vías romanas, los ejércitos se encontraron.
Nunca sabremos si Tariq tenía o no una quinta columna en el ejército godo. A mí me parece bastante probable que sí. Los ejércitos se vigilaron, sin atacarse seriamente, durante dos días, dos jornadas que fueron aprovechadas por los partidarios de Vitiza para minar la moral de las tropas hispanas. Finalmente, cuando se produjo la batalla, los nobles vitizianos, en unión de sus clientes y amigos, se pasaron al otro bando con armas y bagajes. Aunque Rodrigo pudo resistir un tiempo, ya no pudo evitar la derrota, y su propia muerte. Vana fue la batalla que los restos del ejército visigodo presentaron poco después en Écija.
El 11 de noviembre del 711, en Toledo, Tariq decretaba la dominación musulmana sobre España.
La invasión musulmana berberisca de España, por lo tanto, fue un proceso en buena parte inevitable. La presión de los coránicos era muy fuerte y, de haber sido derrotado Tariq, sin duda habría habido más expediciones. Pero, además, tuvo su lógica en las serias imperfecciones de la monarquía visigoda, que nunca llegó a estructurarse. Como consecuencia, todos los que pacían en el solar español salieron perdiendo, excepción hecha, quizá, de los judíos, que en Toledo pactaron con Tariq. Para los godos, la dominación damascena supuso la desaparición o, más bien, la mutación en una monarquía, la asturiana, que debió iniciar un doloroso proceso de reinvención que no fue nada fácil. Y perdieron los vascos, que meses después de la proclamación de Tariq, durante la expedición de Muza por el cauce del Ebro, habrían de ir a postrarse a sus pies como buenos vasallos; lo cual no les libró de ver arrasadas sus tierras, notablemente Vitoria, durante trescientos años. Con el tiempo, acabarían enviando vírgenes al harén de Almanzor. Such is life.
Lo que no hubo fue traición alevosa. Hubo una alianza mal calculada en el marco de una guerra civil.
Una más de las muchas.