lunes, mayo 08, 2023

El otro Napoleón (28: De chinos, y de libaneses)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


 

El emperador tenía todos los triunfos en la mano para poder negociar el tratado de comercio por sí solo. Un senadoconsulto de 1852, de hecho, le otorgaba legalmente esa capacidad de concluir tratados de comercio sin necesidad de obtener el nihil obstat parlamentario. De esta manera, el emperador y sus negociadores alcanzaron un acuerdo, válido por diez años, que suprimió una tupida red de importaciones prohibidas por una serie de aranceles bastante moderados ad valorem. De esta manera, Francia, por primera vez en su Historia, se desarmaba frente al pujante mercado inglés. Inglaterra, por su parte, otorgaba ventaja para productos textiles y de alimentación.

El tratado fue signado el 23 de enero de 1860. No fue ninguna novedad, puesto que desde el principio del año la Prensa, a ambos lados del Canal, había venido advirtiendo de los contenidos del pacto. De hecho, una semana antes, el 15 de enero, el Moniteur había publicado una carta que le había escrito el emperador a Fould, en la que Napoleón III exponía las bases de su programa de reforma económica del país. Napoleón trataba de recuperar terreno por el bolsillo.

¿Qué quería el emperador? Pues quería multiplicar los medios de cambio para así mejorar la capacidad de intercambio mercantil. Asimismo, proponía santificar el principio general de que, en todos los ámbitos de la producción económica, la concurrencia es la forma adecuada de organizar las relaciones económicas. Hacía falta mejorar la riqueza nacional elevando el nivel de vida de la clase obrera, mientras que la industria recibiría un impulso mediante la eliminación de restricciones sobre las materias primas y la extensión del crédito o la bajada de las tarifas del transporte. En suma, el emperador, muy en la línea con las ideas económicas que había adquirido ya en sus años de reclusión, mucho antes de gobernar, pretendía resolver el sudoku de un crecimiento económico que, además, procurase una mayor justicia social.

La carta de Luis Napoleón a Fould es una muestra más, y ya no sé cuántas van la verdad, de torpeza y desconexión con la realidad. De alguna manera, el emperador estaba tan convencido de sus ideas que pensaba que, tras expresarlas en la misiva hecha pública, provocaría que el pueblo francés se echase a sus pies reconociendo su superior intelecto y su carácter de visionario. Sin embargo, no fue así. La carta a Fould, aunque en el plano teórico prometía mucha prosperidad y caramelos para todos, tenía el problema que presenta todo planteamiento librecambista aplicado sobre una sociedad y una economía acostumbrada al proteccionismo: se convierte, a corto plazo, en una promesa de miseria.

En todas las esquinas de Francia aparecieron industriales, pero también sus obreros, que interpretaron todas aquellas promesas de apertura y competencia como el anuncio de su perdición. No cabe culparles. Aunque con el tiempo hayamos aprendido que no es así, porque efectivamente no es así, la primera reacción de alguien a quien se le “vende” la idea de una mayor competencia es: si yo estoy establecido en el mercado hoy, la competencia no puede hacer otra cosa que quitarme parte o todo el mercado que poseo. Para superar esa visión hay que ser consciente de que la competencia también es capaz de crear nueva demanda; de que el pastel, en realidad, se hace más grande. Pero, como digo, cuando eres un batanero de Annecy-sur-les-Bains, no está fácil que lo veas.

Así las cosas, cuatrocientos jefes de fábrica literalmente acojonados se reunieron en París y solicitaron una audiencia con el emperador. Luis Napoleón, con esa típica reacción suya de cuando las cosas no le salen como esperaba, los tuvo varios días en la capital esperando para ser recibidos, hasta que se marcharon con las manos vacías. Thiers, siempre atento a aparecer ante la opinión pública como verso suelto, solicitó una audiencia personal con el emperador para tratar de convencerle de que no impulsara el acuerdo; pero tampoco fue recibido.

En suma, una vez más Napoleón había cabreado a aquéllos a los que pretendía hacer un regalo. Y, por cierto, siguieron cabreados mucho tiempo. Envió su acuerdo al Cuerpo Legislativo poco menos que para que hiciese acuse de recibo; pero, en un signo claro de cómo estaban las cosas, el desarme arancelario de las lanas y algodones se aprobó por un solo voto.

Mientras estas discusiones económicas dominaban la opinión pública francesa, algo ocurría en el otro extremo del mundo. El general Charles Guillaume Marie Apollinaire Antoine Cousin-Montauban, nombrado conde de Palikao en 1862 y un militar experimentado y fogueado en Argelia, salía para China con 8.000 voluntarios. Pero en ese momento, la verdad, ni en Francia ni en Europa se hablaba de China. La información que se tenía de ese lejano reino era muy fraccionaria y, por lo general, teñida de mitología y errores; y, por otra parte, ni los franceses ni otros europeos parecían ser muy conscientes de las ventajas que podría reportar la apertura de nuevos mercados.

El Imperio chino llevaba en guerra varios años con Inglaterra, que había forzado la cesión de Hong-Kong y había abierto al comercio europeo el puerto de Cantón y otros cuatro más, entre ellos Sanghai. Sin embargo (algo del tema hemos contado ya aquí y aquí), los chinos se tomaron revancha en una revuelta en la que fueron muchos los misioneros masacrados, como muchas fueron las factorías o los barcos destruidos.

El affaire chino era, fundamentalmente, un problema inglés. Eran los ingleses los que habían ido allí, los que habían guerreado con el Imperio. Aun así, Luis Napoleón decidió unirse a ellos en la lucha; en parte por la ambición de nuevos mercados, de llevarse su parte en los puertos abiertos; y, en parte, porque, como ya os he explicado, tras la ful del tema italiano el emperador de Francia estaba que perdía el culo porque le invitasen a porridge.

Asi pues, la alianza crimea se reeditó. Ambas flotas combinadas bombardearon Cantón y llegaron por vía fluvial hasta Takú, a la orilla del Tien-Tsin. El gobierno chino tenía sus propios problemas en forma de rebelión interna de los llamados taipings, que habían tomado Nankin y amplios territorios en las provincias del sur, luchando contra la dinastía manchú. Así las cosas, el gobierno oficial imperial firmó cuatro tratados: con Inglaterra, con Francia, con Estados Unidos y con Rusia, junio de 1858. Todas las demandas de Londres y París fueron atendidas en ese acuerdo. Los chinos, sin embargo, no creo que nunca tuviesen la intención de honrar esos tratados. Los plenipotenciarios occidentales que acudieron para firmar los tratados fueron bloqueados.

Por esta razón, cuando apenas se estaban disolviendo las fumarolas de la guerra de Italia, Londres estaba ya escribiendo a París para proponerle una acción conjunta contra China, y Napoleón aceptó encantado. Los dos cuerpos expedicionarios comenzaron a actuar, dispersando a la caballería tártara y bombardearon diversos fuertes, que fueron tomados sin grandes complicaciones. Tien-Tsin cayó también muy pronto. En ese momento se comenzaron conversaciones de paz; pero una emboscada sobre un grupo de soldados franco-ingleses provocó la ruptura de estas negociaciones, con lo que las tropas de la alianza retomaron su marcha hacia Beijing.

El 21 de septiembre de aquel 1860, una gran masa de caballería se juntó en Palikao, con la intención de detener a las tropas francesas. A pesar de ser poco menos de 1.000 soldados enfrentados a unos 40.000 enemigos, los galos los pusieron en huida. Las negociaciones recomenzaron, lentas y sin resultados, con los occidentales ya a la altura del Palacio de Verano, a unos kilómetros al norte de la capital. En este palacio era donde se guardaban tradicionalmente los tributos llegados de las provincias. Los oficiales de la alianza, probablemente cansados de las decepciones y las mentiras de sus negociadores chinos, decidieron hacer la vista gorda mientras la tropa saqueaba hasta el último mango. El 13 de octubre, los soldados occidentales entraban en Beijing por su puerta norte.

Los deseos de venganza de los occidentales, y sobre todo de los ingleses, eran bien claros. Hay que decir, en todo caso, que los chinos se habían desempeñado con sus prisioneros con una crueldad poco común. Era embajador inglés James Bruce, octavo conde de Elgin y décimo segundo conde de Kincardine. Como represalia por los daños causados, Elgin tomó una decisión brutal y muy cuestionable: incendiar el Palacio de Verano. Es evidente que demostró, con ese gesto, poca sensibilidad hacia los edificios con valor histórico-artístico. Pero, bueno, de casta le viene al galgo pues, al fin y al cabo, su padre, Thomas Bruce Elgin, fue el que expolió el Partenón.

En ese momento, los chinos adquirieron conciencia de la situación real en la que se encontraban, y se avinieron a negociar. El príncipe Kong, hermano del emperador, aceptó todas las condiciones de los occidentales. China indemnizaría los daños de guerra, abriría el Tien-Tsin y seis nuevos puertos al comercio occidental, aceptaba vastos regímenes de inmunidad para los extranjeros, daba garantías al comercio y garantizaba el libre ejercicio de la religión cristiana. Era el 25 de octubre de 1860. El 1 de noviembre, las tropas de la alianza dejaron Beijing.

Dado que todas estas cosas habían pasado en la otra esquina del mundo, en Europa estas guerras y batallas se contemplaron con la convicción de que habían sido mucho menos complicadas que las guerras de Crimea y de Italia. Es por este eurocentrismo por lo que, en ese momento, también pasó prácticamente desapercibida la noticia de la adquisición de la Conchinchina. Todo lo que se había producido aquí era una demostración naval para imponerle al emperador de Anam la libertad de ejercicio del cristianismo en sus Estados. Los franceses ocuparon el puerto de Turán pero, cuando llegó la estación de las lluvias y la marinería comenzó a verse atacada por las fiebres, se tuvo que abandonar el proyecto de llegar hasta Hue, capital del reino. Así que la flota descendió hacia la embocadura del Mekong y se hizo con Saigón. Nada de eso se hizo con la voluntad de permanecer o de conquistar; el único objetivo era empujar a los anamitas a la negociación.

Anam, sin embargo, tomó ventaja de la guerra de China. Las hostilidades con el Imperio manchú provocaron que los barcos franceses tuviesen que acudir en ayuda de la alianza; este momento fue el que aprovecharon los vietnamitas para asediar los fuertes franceses. Pero, claro, tras la caída de Beijing, la flota francesa pudo regresar y desbloquear Saigón. El almirante Louis Adolphe Bonnard ocupó las tres provincias del delta del Mekong y organizó una administración local. Esta estrategia salió bastante bien y permitió implantar un régimen militar.

El 5 de junio de 1862, el almirante Bonnard habría de conseguir del emperador de Anam la cesión formal de estas tres provincias, es decir del Vietnam meridional, además del protectorado sobre Camboya; si bien éste último no fue efectivo hasta que terminó un largo conflicto con Siam. Una vez establecido, el rey Norodom se convirtió en vasallo de Francia. Años después se produjo una rebelión anamita que fue sofocada y, tras la cual, toda la Conchinchina habría de quedar en manos francesas.

Pero regresemos a Europa. En 1856, el sultán de la Sublime Puerta, como consecuencia de los pactos alcanzados tras la guerra de Crimea, había emitido una ley por la cual musulmanes y cristianos gozaban de los mismos derechos en su reino. Este edicto, que como os he dicho daba cumplida cuenta de los acuerdos de la conferencia de París y estaba diseñado para coser la convivencia y la paz entre las dos fes, sin embargo sirvió para todo lo contrario; nunca cristianos y musulmanes se mostraron tan celosos de sus creencias y costumbres como entonces, mostrando un desprecio y hostilidad total hacia los del vecino. Este problema era especialmente visible en la costa mediterránea asiática. El principal problema lo presentaban las montañas del Líbano, donde tenían vecindad los maronitas cristianos, tradicionalmente vinculados a los franceses; y los drusos mahometanos, tradicionalmente cercanos a los ingleses. En la primavera de 1860, esta calma tensa, esta situación explosiva larvada, se hizo presente. Los maronitas atacaron algunas granjas drusas y los drusos, en respuesta, comenzaron la caza del maronita, y contaron para ello con ayuda del pachá de Beirut.

Comenzó un genocidio en toda regla, con matanzas masivas, quemas de granjas y de templos, todo ello con la connivencia de las autoridades musulmanas. Los cónsules de Francia e Inglaterra protestaron vivamente, pero no les hicieron ni puto caso. De hecho, tras su protesta se produjo una gravísima matanza en Deir el Kamar. La rebelión alcanzó a Damasco, donde, en un solo día, 5.000 cristianos fueron asesinados, ante la indiferencia del gobernador turco, Ahmet.

El antiguo enemigo de los franceses en Argelia, Abd el Kader, que residía en Damasco, se refugió en casa del cónsul francés, donde creó una pequeña fuerza de cristianos que comenzó a defenderse. Esta tropa aguantó una asedio de cinco días. El emir tuvo que parar aquello ofreciendo cincuenta piastras a todo aquél que le trajese un cristiano sano y salvo; pagaba la pasta él mismo, sentado en una alfombra a la puerta de su palacio.

Aquello no eran unos chinos matando a algunos soldados y misioneros. En París, la gente se echaba las manos a la cabeza.

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